Se ignora quién fue el primer ser que se inició en la masturbación y cómo se la transmitió a su descendencia. A pesar de ello, puede presumirse, sin caer en ningún exceso, que el origen de la masturbación se oculta en la noche más oscura de los tiempos, aunque se carezca de pruebas tangibles para formular tal afirmación.
Jesús RAMOS, Un encuentro con el placer
En el instante en que empiezas a leer este libro puede afirmarse que, en la cultura occidental, la masturbación es lo que es gracias a nuestra historia evolutiva y sociocultural. Sin duda, a la hora de practicar la masturbación no es lo mismo ser un perro que un toro, ser un humano que un chimpancé. Y, siendo humano, no es lo mismo vivir en un entorno cultural que considera la masturbación como causa de muerte y locura que en otro que la valora como una práctica sexual placentera y saludable a la que todos tenemos derecho, o en uno que la considera propia de adolescentes y solteros inmaduros.
Dada la relevancia que tiene nuestro pasado, ahora nos embarcaremos en la historia que ha moldeado nuestras creencias, sentimientos y actitudes hacia la masturbación.
No hay huellas paleontológicas que indiquen si nuestros antepasados se masturbaban o no, pero teniendo en cuenta que los mamíferos, y en concreto los primates, lo hacen y que la especie humana pertenece a estos dos grupos, parece razonable pensar que la masturbación ha formado parte de las prácticas sexuales de los homínidos a lo largo de su evolución. En este sentido, la masturbación humana forma parte de la herencia de nuestra evolución.
Como no existen pruebas ni registros de nuestro remoto pasado evolutivo, sólo nos queda al alcance de la mano especular a partir de la comparación con otras especies con las que compartimos antepasados comunes. La biología evolutiva defiende que el comportamiento sexual de nuestros antepasados prehistóricos sería más cercano al de los actuales bonobos que al que tenemos los humanos de hoy en día.
Los bonobos son unos simpáticos chimpancés de pequeño tamaño que constituyen la especie más cercana a la nuestra, ya que compartimos con ellos aproximadamente el 99% del genoma. Estos primates parecen disfrutar de una sexualidad libre y frecuente, útil para la cohesión social, la liberación del estrés y el estrechamiento de lazos afectivos entre los miembros del grupo. Entre sus prácticas sexuales están también la masturbación y el homoerotismo.
Conforme la cultura fue adquiriendo un papel más relevante en la sociedad humana, nuestra postura ante la masturbación fue construyéndose a partir de normas y pautas de comportamiento, y de morales y creencias que se fueron estableciendo, cambiando y reformulando a lo largo de nuestra historia sociocultural.
El ser humano es capaz de elaborar leyes, castigos y recompensas, además de otros mecanismos de control para mantener el orden en sus sociedades. En la historia de la humanidad, los avatares de la historia de la masturbación han ido guiando esta práctica por cauces concretos que han marcado sentimientos y actitudes, frecuencias y momentos adecuados para su expresión.
En función de lo que tocaba sentir, pensar y actuar en cada época y lugar, la masturbación recibía un nombre u otro. Como comprobarás enseguida, unos nombres son más inquietantes que otros. Términos como vicio solitario, autoabuso, autopolución, descargas ilegales, violencia manual... nos transmiten un fuerte rechazo hacia la masturbación. En cambio, sexo manual o autoestimulación son términos más neutros que parecen huir de cualquier connotación moral o enjuiciamiento negativo. Hay también expresiones más favorables y conciliadoras, como amor en solitario, sexo para uno y autoerotismo, que le dan la vuelta a los términos vicio solitario y autoabuso.
Tal amalgama de posibilidades lleva a pensar que no existe una verdad absoluta sobre la masturbación, sino un conjunto de conocimientos fragmentados y limitados por la cultura en la que vivimos. La masturbación es una realidad con un significado cambiante, pero no universal, a diferencia de lo que se ha pretendido defender en diversos momentos de la historia.
Tampoco es extraño toparnos en nuestro propio entorno con posturas y actitudes muy variadas hacia la masturbación. Nuestra propia actitud y el modo de entender esta práctica se han ido configurando en nosotros desde el nacimiento, en función de los mensajes que hemos recibido y seguimos recibiendo en el curso de nuestras vidas.
La masturbación provoca una cascada de sentimientos y emociones que pueden ir desde la culpabilidad y el rechazo a la satisfacción y el bienestar más placenteros y deseados. Esto no es banal, ya que nuestra actitud ante la masturbación condicionará y modulará nuestra conducta masturbatoria, y la opinión que tenemos de nosotros y de los demás al practicarla. Además, estos sentimientos y actitudes nos inducirán a actuar de un modo concreto.
A continuación veremos algunos ejemplos de cómo los conceptos y las creencias han influido en las actitudes y en la práctica de la masturbación en la historia de la cultura occidental.
En la Antigua Grecia, parece que los griegos consideraban la masturbación pública algo inadecuado pero no un delito. Se dice de Diógenes el Cínico (412-323 a. de C.), un filósofo que vivía en un tonel y sentía un gran desdén por las normas sociales, que practicaba la masturbación en público y que había manifestado, mientras le reprendían, que ojalá pudiera saciar el hambre de un modo tan sencillo, frotando sus tripas. Esta escena en nuestros parques y plazas actuales no se zanjaría con una amonestación, sino que provocaría un escándalo, una serie de insultos y, quizás, hasta una denuncia y un billete directo a una evaluación psiquiátrica. A pesar de todo lo anterior, los corintios erigieron en honor de Diógenes una columna de mármol por su sabiduría.
Siglos después, Galeno, un médico griego del siglo II d. de C., seguidor de la doctrina hipocrática, consideraba la masturbación una manera de liberarse del exceso de esperma y, por tanto, una cuestión encaminada a mantener la salud del cuerpo: lo que hoy podríamos tener como una masturbación terapéutica. Por aquel entonces, la masturbación no debía practicarse en exceso, sino conforme a la necesidad que dictara la propia naturaleza —no la del deseo sexual tal como lo entendemos ahora, sino la de los humores o fluidos corporales—, y se consideraba que era más eficaz para la salud que el coito, ya que este tampoco era adecuado en cualquier momento ni para todos los hombres.
Galeno recomendaba también la masturbación para las mujeres, ya que, como a los hombres, les permitía expulsar los humores sobrantes, liberarse de los dolores que causaba su retención y de los consiguientes ataques de histeria. Esto llevó a Galeno a elaborar una serie de recursos médicos para liberar a las mujeres de estas dolencias cuando no lo hacían las caricias de sus maridos.[1]
En la época de Galeno y durante muchos siglos después, más o menos hasta finales del siglo XVII, y aunque hoy nos parezca impensable, hombres y mujeres pertenecían al mismo sexo. Las mujeres eran hombres imperfectos, del revés, que se habían quedado a medio hacer porque, debido a una falta de soplo vital, los órganos genitales y las gónadas no habían podido salir al exterior, como sí lo habían hecho en los hombres, que habían culminado el ciclo del desarrollo. Aunque biológicamente hombres y mujeres pertenecían a un mismo sexo, en el entorno sociocultural tenían asignados roles y estatus diferentes.
Esta biología común tuvo consecuencias significativas en la práctica de la masturbación de ambos sexos. Como ovarios y testículos eran iguales, las mujeres también debían de fabricar esperma, pero, al contrario que los hombres, lo retenían en el interior del cuerpo; recordemos que eran hombres del revés. Y a lo largo de los siglos, mientras se pensaba en la existencia de un único sexo, las comadronas practicaron a las mujeres masajes con ungüentos en la zona de la vulva y el clítoris para liberar la retención de esperma y su posible putrefacción en el interior del organismo, pues podía convertirse en un veneno para el cuerpo. El objetivo de los médicos griegos, y posteriormente de los medievales, no era satisfacer el deseo sexual, sino liberar el esperma del organismo de manera adecuada para mantener la salud de hombres y mujeres. Esto también tenía implicaciones importantes en los célibes y los solteros, para quienes la masturbación terapéutica era una práctica necesaria.[2]
En las épocas griega y romana, las personas sentían, al margen de la medicina y la salud, que la masturbación era algo grotesco y en cierto modo abyecto: se trataba de una práctica de segundo orden que rebajaba la dignidad de un ser frustrado. En las comedias de Aristófanes, reflejo de la época, la masturbación era indigna para los hombres de alto estatus pero no para los esclavos, las mujeres y los niños. Un hombre de prestigio, antes de recurrir a la masturbación, podía pagar a una prostituta o usar a una esclava o un esclavo. Sólo quienes ni siquiera podían recurrir a esto porque no poseían dinero estaban abocados a resignarse a la masturbación. En cuanto a las mujeres, hombres imperfectos, poca importancia tenía el asunto de la dignidad, ya de por sí muy inferior a la del hombre, y la masturbación poco podía rebajarla. En definitiva, no se consideraba un pecado ni un acto deshonesto contra el propio cuerpo, sino un acto vergonzoso por la pérdida de posición y prestigio social del hombre que la practicara.
En la Edad Media, la medicina siguió siendo heredera de las enseñanzas de Hipócrates y Galeno. En el siglo XII, el teólogo y filósofo Alberto Magno caviló, instruyéndose con el conocimiento que le había legado la historia, y llegó a la conclusión de que el semen provenía del cerebro, debido a la similitud entre ambos. Una de las pruebas que convertían esta conclusión en irrefutable era el caso del monje que, ardiendo de deseos por una dama, pasó una noche entera masturbándose, hasta sesenta y seis veces, y murió. La autopsia reveló que los ojos estaban deshidratados y su cerebro tenía el tamaño de una granada.[3] Quizás hoy al monje le diagnosticarían alguna enfermedad degenerativa que no tendría nada que ver con la masturbación, pero que entonces era desconocida.
En la Edad Media temprana, la masturbación seguía siendo algo grotesco, reservado para las feas, los pobres, los infortunados, los indignos… una práctica solitaria que, si bien era de segunda división, aún no era moralmente sospechosa.[4] Sin embargo, esta consideración cambiaría durante este periodo de la historia, de camino a la era de las tinieblas.
Durante la Edad Media, la masturbación se convirtió en pecado por tratarse de un acto contra la ley de Dios, pero aún estaba poco atendido porque la sodomía, la fornicación y el adulterio eran ofensas mucho más graves. Aunque la masturbación había ido adquiriendo implicaciones religiosas y morales negativas, no había sido vinculada aún al deterioro físico. La mala suerte de la masturbación podía empeorar. Y mucho. Y así fue.
› La cruzada antimasturbatoria
A finales del siglo XVI y durante el XVII aparecieron diversas publicaciones sobre la masturbación que abonaron la creencia de que esta práctica podía causar graves daños físicos y mentales que impedirían al masturbador una vida normal y le incapacitarían para las relaciones matrimoniales.
Esta nueva visión de la masturbación, situada en las antípodas de la práctica terapéutica de Galeno, fue calando hondo en la sociedad, que acogía con cierta inquietud estas creencias, refrendadas por la nueva medicina y los avances en el descubrimiento del cuerpo humano.
Dando una vuelta de tuerca al nuevo rumbo que tomaban las actitudes y las creencias sobre la masturbación, a principios del siglo XVIII se publicó un libro que llegaría a ser un superventas en la materia. Su título vaticinaba con elocuencia un contenido poco elogioso de esta práctica sexual: Onania, o el atroz pecado de la autopolución y todas sus espantosas consecuencias para ambos sexos, con consejos espirituales y físicos para aquellos que se han dañado con esta abominable práctica. Y una provechosa admonición a la juventud de ambos sexos.
Para algunos médicos la masturbación pasó a ser violencia manual. Consideraban que la fricción masturbatoria —muy diferente a la del coito— era nociva para la estructura interna de los genitales y producía lesiones que causaban impotencia, eyaculación precoz, infertilidad y, con mayor frecuencia, supuración.[5]
La nueva concepción médica podía echar raíces en el ámbito de la moral judeocristiana, ya que era congruente con su doctrina. El mandato de «creced y multiplicaos», la pérdida de semen como algo mortífero y pecaminoso, por contravenir la ley divina, se vinculaba de manera coherente con el episodio relatado en el Génesis. Onán, hermano del difunto Er e hijo de Judá, debía casarse con Tamar, su cuñada, ya que ella no había tenido descendencia del fallecido. Pero Onán, pensando que el hijo varón que pudiera engendrar en aquella unión no sería suyo sino el heredero de Er, eyaculó fuera de su cuñada para no embarazarla. La transgresión de la ley cometida por Onán fue castigada con su muerte.
La muerte bíblica de Onán abría paso a la de cualquier masturbador, lo que era campo abonado para el desarrollo del rol que tomaría a partir de ese momento la medicina en la lucha antimasturbatoria y en el estudio de los daños físicos y mentales de la masturbación. Algunos médicos llegaron a profetizar que, si no se atajaba el mal de raíz, la raza humana se iría debilitando y degeneraría, pues se pensaba que los hijos de los masturbadores eran más débiles que los otros.[6]
En este caldo de cultivo, un médico suizo llamado Tissot publicó, en 1758, El onanismo. Tratado sobre los trastornos que produce la masturbación. Tissot era el producto enfebrecido de su época y, aparte de recoger muchos de los males que ya se vaticinaban en Onania y en otras publicaciones, conservó gran parte de las dolencias consolidadas y añadió nueva información sobre los efectos nocivos que la masturbación tenía para el sistema nervioso, inspirándose en los casos de su consulta médica. Además, aseguraba que la pérdida de semen era equivalente a la de grandes cantidades de sangre, lo que debilitaba el organismo. Para hacernos una idea, una eyaculación de unos 3 ml equivalía a la pérdida de unos 120 ml de sangre. Si sumamos las eyaculaciones provenientes de la masturbación, el coito y la eyaculación nocturna, aunque fuera involuntaria, tendremos que ocho eyaculaciones equivaldrían a la pérdida de más de un litro de sangre. Como era acumulativa, la pérdida de vitalidad y salud no tardaría en hacerse notar. Esto llevó a algunos hombres a llevar un recuento exhaustivo de sus eyaculaciones, y a intentar la abstinencia por todos los medios posibles. En las ilustraciones de «Los rostros de la masturbación» podrán comprobarse los estragos de esta práctica en aquella época.
Por si lo anterior no fuera suficiente, el síndrome postmasturbación descrito por Tissot originaba «calambres, convulsiones y ataques epilépticos, hipocondría, histeria y melancolía; males que estaban, con anterioridad, poco relacionados con la pérdida de semen».[7] Debido a estos efectos de la masturbación sobre el sistema nervioso, las mujeres también estaban afectadas por el síndrome postmasturbatorio. De hecho, quedaban incluso más dañadas que los hombres, ya que el sistema nervioso femenino se consideraba más débil y vulnerable que el masculino.
El clero acogió con entusiasmo las aportaciones de Tissot. Había comprobado que entre los jóvenes y los feligreses era más potente el miedo a los males terrenales que deparaba la masturbación que la condena eterna e infernal que proclamaba la Iglesia. Los hospitales se fueron llenando de personas enfermas, tísicas y moribundas por causa del efecto nocivo del onanismo.

Los rostros de la masturbación:
a) masturbador de 16 años;
b) abstinente de 21 años;
c) masturbador de 50 años;
d) abstinente de 70 años.
(Fuente: EMERY C. ABBEY, The sexual system and its Derangements, 1882).
Afortunadamente, no todos los médicos compartieron estas creencias, ni tampoco todos los hombres y mujeres de la época se dejaron influir por el temido síndrome postmasturbatorio. Por ejemplo, en el siglo XIX, muchos higienistas españoles, que también buscaban preservar la salud de la gente, consideraron que los planteamientos de Tissot eran una exageración y que sus escritos, lejos de alejar a los jóvenes de la práctica masturbatoria, les empujaba a ella por las imágenes ardientes y explícitas que contenían.[8]
La consecuencia lógica de entender la masturbación como una enfermedad que provocaba grandes males que sólo podían curarse impidiendo a toda costa la mortífera práctica cristalizó en la prolífica invención de artilugios y métodos disuasorios. Como detalla Foucault en Los anormales, se diseñaron camisas de noche para inmovilizar el cuerpo, cinturones de castidad, corsés metálicos y, en 1811, la varilla de Wender. Este último método consistía en atar una varilla al pene; el dolor de la erección disuadiría a cualquier hombre de perseguir la menor sensación voluptuosa. Otros sistemas fueron más invasivos, como la sonda permanente en la uretra masculina, las lavativas y el método inventado por el cirujano de Napoleón: irrigar la uretra con una solución de bicarbonato sódico que causara lesiones que alejaran al desgraciado masturbador de aquella conducta tan inmoral como insana.
En el caso de mujeres y niñas, cuando los mecanismos físicos eran ineficaces, se empezó a practicar la cauterización y la ablación del clítoris, un método que se prolongó hasta finales del siglo XIX. En esta época, a diferencia del periodo histórico del sexo único, el clítoris ya no tenía una función reproductora, pero sí el defecto insano e inmoral de la voluptuosidad y el placer. La cauterización del clítoris se justificó por parte de sus defensores desde una perspectiva que hoy nos resulta ajena a la hora de aplicarla a la masturbación, pero muy razonable para la amputación de un miembro gangrenado o un tejido con un tumor cancerígeno: «sacrificar la parte para salvar el todo».
Esta mutilación era impensable en la era del sexo único, ya que se creía que, para fabricar el esperma, la mujer, al igual que el hombre, necesitaba el orgasmo y la estimulación del clítoris. Sin el esperma de la mujer no habría fecundación y si la mujer no tenía un orgasmo durante el coito no podría quedar embarazada.
Como la estimulación del clítoris, el orgasmo y el placer de la mujer servían a la reproducción, no eran prescindibles. Posteriormente, en la era de los dos sexos y una vez comprobado que el clítoris y el orgasmo de las mujeres no tenían una función reproductora, para muchos se convirtió en un órgano proscrito cuya única función era la voluptuosidad, el pecado y la degeneración física y moral.
Estos métodos tan disuasorios como drásticos convivieron con otras prácticas más dulces, ya que, incluso bien entrado el siglo XIX y el XX, cuando ya no se creía en la existencia de un único sexo sino en dos orgánicamente diferenciados, se siguió practicando la masturbación terapéutica como tratamiento aplicado por los propios médicos mediante vibradores, masajes e hidromasajes. En este otro contexto, la estimulación del clítoris servía para paliar los síntomas de la histeria, como ya había propuesto Galeno unos dos milenios atrás.
En este orden de confrontación entre lo drástico y lo dulce, el doctor Kellogg —médico estadounidense que dirigió el sanatorio de Battle Creek, pero más conocido en nuestros días por los cereales que muchos hemos desayunado sin sospechar su origen— recomendaba una dieta rica en cereales y ejercicio para evitar la masturbación y mantener la salud. Y en caso de que la dieta fracasara, aconsejaba que se procediera a cauterizar el clítoris con sustancias cáusticas y a practicar la circuncisión sin anestesia a los niños, porque el momentáneo dolor serviría de escarmiento y disuadiría a los insensatos masturbadores de continuar practicando lo que él denominaba significativamente autoabuso.
Kellogg, como muchos otros médicos de su época, consideraba que el clítoris era un órgano del que se podía prescindir ya que no tenía una función reproductora y sí un gran papel en la indeseable voluptuosidad de algunas mujeres. Estaba plenamente convencido de que si los pacientes no sanaban con sus tratamientos era por la existencia de una práctica masturbatoria compulsiva y secreta, y aseguraba que la masturbación disminuía el tamaño de los testículos y causaba acné.
En pocas palabras, como comenta Foucault en Los anormales, durante los siglos XVIII y XIX la persecución de la masturbación llegó a alcanzar la misma magnitud que había tenido la caza de brujas en los siglos XVI y XVII.
Los años iban pasando, y entre 1890 y 1910 empezó a cambiar el panorama social de forma más propicia para la masturbación.
Havelock Ellis, al que podríamos considerar uno de los primeros especialistas de la sexología moderna, fue también uno de los primeros en romper una lanza en favor de esta práctica sexual. Estaba convencido de que no era causa de enfermedades mentales y físicas, sino una «fuente legítima de relax mental».[9] El gran aporte de Ellis fue considerar que el autoerotismo —que incluía no sólo la masturbación, sino también cosas tan dispares como sueños y fantasías eróticas, el narcisismo y la histeria— era tan importante para el desarrollo de la sexualidad humana como el sexo reproductivo.[10]
Ellis consideraba que la sensibilidad erótica en la mujer es más difusa que en la sexualidad masculina, concentrada en el pene, y estaba en claro desacuerdo con la idea freudiana de que la sexualidad de la mujer adulta es vaginal, pues creía que la zona erógena de mayor sensibilidad en la mujer era el clítoris. Para Freud, el paso a la feminidad adulta implicaba que el clítoris cediera su sensibilidad e importancia a la vagina. El célebre psicoanalista no estaba de acuerdo con la benignidad de la masturbación ni con la sexualidad femenina propuesta por Ellis, y este último ridiculizó la propuesta freudiana «sugiriendo que sólo podía haber sido concebida por alguien que carecía de conocimiento directo de las experiencias sexuales de la mujer».[11] La crítica de Ellis no era intrascendente, ya que una mujer que por aquel entonces se masturbara estimulando el clítoris sería, según en qué círculos cayera, una mujer que no habría alcanzado la sexualidad de una persona adulta.
En 1910, la Sociedad Psicoanalítica de Viena celebró un simposio para tratar la cuestión del onanismo. En aquel círculo de prestigiosos psicoanalistas, Steckel afirmó que la masturbación era inofensiva y que lo que causaba el suicidio entre los jóvenes eran los horrores atribuidos a la masturbación y no esta en sí misma. Afirmó también que prohibir la masturbación aumentaría la frecuencia de delitos sexuales como la violación o la pederastia;[12] naturalmente, estas palabras causaron un gran revuelo, ya que estas ideas eran muy contrarias a las que defendían Freud y la mayoría de los psicoanalistas de la época.
Como suele suceder en estos casos de desacuerdo, los insultos y las descalificaciones no tardaron en llegar. El biógrafo de Freud, el neurólogo y psicoanalista galés Ernest Jones, dijo que Steckel tenía una actitud irresponsable hacia la verdad y que sus escritos eran de tan mal gusto y tan inexactos como los de un periodista de la peor calaña. El psicoanalista disidente respondió a estas acusaciones que «los daños físicos y mentales de la masturbación sólo existían en la imaginación de los médicos ignorantes» y que «cuanto mayores eran los requerimientos éticos y culturales de una sociedad, y mayores los refinamientos de su vida amorosa, mayor era la necesidad de la masturbación».[13] Teniendo en cuenta el sustrato social en el que caían las afirmaciones de Steckel, no es de extrañar que tuvieran tan mala acogida. Eran, de hecho, una osadía heroica.
Las reuniones que se celebraron en aquel simposio de 1910 fueron tan controvertidas que no dieron lugar a ningún escrito concluyente sobre la masturbación; tal era la magnitud del dilema. La intensa controversia parecía indicar que aún eran necesarias otras reuniones, estudios de casos y tiempo de reflexión. Sin embargo, hubo acuerdo general en el hecho de que el asunto de la masturbación era inagotable.
Debido a las aportaciones de Freud y otros psicoanalistas, la masturbación dejaba de ser un pecado y la causa de una enfermedad para convertirse —al menos en los círculos del psicoanálisis— en una etapa en el desarrollo de la sexualidad. A partir de entonces, la masturbación sería una práctica adecuada para los adolescentes, aunque entre los adultos indicaba alguna deficiencia en su desarrollo sexual.
Con el cambio de siglo y con este nuevo giro en la historia de la masturbación, aunque esta práctica sexual ascendía de categoría, aún no había logrado entrar en la sexualidad del adulto maduro. Era todavía el signo de la inmadurez y el fracaso, además de una fuente de culpa.[14]
› En pleno siglo XX
Como producto de las concienzudas disquisiciones del pasado, durante gran parte de la primera mitad del siglo XX se pensó que la masturbación con mesura no era nociva, pero que su exceso requería la atención de un médico.
A finales de la década de los cuarenta, el científico Alfred Kinsey marcó un hito en la historia de la sexualidad y también en la de la masturbación. En su libro Comportamiento sexual masculino explicó que el problema de la masturbación era que nadie estaba en condiciones de especificar la frontera entre la mesura y el exceso, lo cual era una circunstancia que creaba confusión y, por supuesto, la inquietante duda de si la frecuencia personal era o no dañina. La conclusión de Kinsey ante una situación tan ambigua fue tajante: «Los psiquiatras pronto reconocerán que esta condena, sutil e indirecta, puede hacer tanto daño a la personalidad del adolescente como las enseñanzas más extremas de épocas pasadas».
Esta afirmación tenía sentido en un contexto histórico en el que por primera vez aparecían datos estadísticos sobre la frecuencia de la masturbación no patológica, al menos en una determinada población americana. Hasta entonces, nadie, ni siquiera los médicos, podían dar un consejo fundamentado.[15]
Con los resultados obtenidos por Kinsey en sus investigaciones sobre la sexualidad masculina y femenina, salió a la luz el hecho de que muchos hombres y mujeres se masturbaban sin que ello causara graves perjuicios a su salud.
Ahora la evidencia científica negaba las creencias del pasado, y empezaba a ser difícil seguir creyendo en la masturbación como causa de enfermedad, locura o muerte. En pleno siglo XX, la masturbación salía triunfante del armario.
Poco después, Masters y Johnson defendieron la masturbación como un modo saludable de mantener la función sexual, y debido a los hallazgos de sus investigaciones desarrollaron una terapia para solucionar las dificultades sexuales en la pareja, en la que incluyeron la masturbación como un recurso fundamental. Con las aportaciones de estos dos sexólogos, de gran influencia en el concepto de la sexualidad de nuestros días, el giro que daba la masturbación era enorme; ahora, lejos de estar contraindicada en la pareja, venía en ayuda de la buena marcha de la relación sexual de esta.
Defendieron además que para las mujeres el placer obtenido mediante la masturbación era más intenso que el conseguido en la penetración vaginal. Desde la perspectiva de estos dos sexólogos, para las mujeres el orgasmo es uno y lo que varía es el modo de obtenerlo. Rompieron con la propuesta freudiana de la existencia de dos orgasmos diferenciados, uno vaginal y propio de la mujer adulta madura y otro clitórico y propio de la adolescencia femenina pero signo de un desarrollo sexual incompleto. La masturbación iniciaba la senda que nos llevaría al siglo XXI.
“Sigo considerando la masturbación
como el mejor pasatiempo”
(Jamie Lee Curtis)