Jisoo

—Ciudad de Beongae—

Cuando ve las primeras volutas de humo malva crecer tras los tejados que bordean la avenida, Jisoo se obliga a no ponerse nervioso. O, al menos, a no demostrarlo; porque la verdad es que lleva nervioso desde que su peana ha atravesado el patio del palacio. No le gustan las multitudes. Ha soportado sin problema las ordenadas filas de monjes que se han alineado en el puerto para recibir a los extranjeros, pero este desfile, lleno de curiosos que lo observan y lo señalan, es algo muy distinto.

Así empezaron las cosas en el festival de la Primera Brisa, y luego…

Jisoo aprieta los dedos en torno a su lanzaespada. Hoy la lleva por protocolo, no por protección, pero su tacto frío entre los dedos le resulta reconfortante. Tampoco puede evitar mirar de soslayo a la muchedumbre, escrutando sus rostros en busca de algún movimiento sospechoso.

Levanta la mano libre y saluda, esforzándose por sonreír con la misma naturalidad y elegancia que Jisun, que avanza a su lado sentada en su propia peana. Tras ella, el viento arrastra un nuevo zarcillo morado. ¿Será de alguno de los pebeteros de Sandesh? Quizá Jisun lo sepa; estuvo allí de visita antes de quedarse en Ameagari. Ha pisado todas las islas, al contrario que él, que puede contar con los dedos de una mano los días que ha salido de palacio.

Tras el suspiro de humo, Jisoo ve a una adolescente darle un codazo a otra chica. Lo señala. La música que acompaña a la comitiva ahoga sus palabras, pero él las lee en sus labios:

—¡Es él! Es el príncipe Jisoo…

«Sí, lo eres», se dice. La voz de su mente suena como la de su madre. «Compórtate como tal, y no como un niño asustado».

Las órdenes de la emperatriz nunca son fáciles de cumplir, pero esa vez resulta particularmente complicado porque, justo cuando se propone dejar de pensar en complots y fabulaciones, algo explota.

La onda expansiva lo arranca de su peana, fuerte como un puñetazo que lo lanza hacia el cielo. A su alrededor, los monjes braman y alargan los brazos intentando retenerlo, pero es inútil: ellos también han salido volando de sus puestos.

La avenida se ha convertido en una nube de humo amoratado. Entre la bruma, los cuerpos corren y gritan, empujan y caen. Sobre ellos, Jisoo empieza a precipitarse a toda velocidad hacia el suelo.

«¡Céntrate, príncipe!».

Agarra su lanzaespada con ambas manos y describe un arco con ella. Una corriente de aire rodea su cuerpo, aminorando el impulso de su caída. Aun así, agitado como está, tan solo logra que la ráfaga lo desvíe brutalmente hacia un lado. Pasa volando sobre edificios borrosos, niebla malva, gente que huye. Al final, su descontrolada magia lo estrella contra el techo de una casa. Atraviesa la paja y luego el armazón de madera con un crujido.

¡Crac! El pico de su máscara de cuervo se quiebra cuando choca contra el suelo. Los bordes se le clavan en la frente y bajo los ojos, pero Jisoo no se permite distraerse con el dolor. Rueda hasta levantarse, escrutando la habitación con ojos frenéticos.

No ve nada. Negro. Durante un instante sufre un acceso de pánico, pero no, es solo la máscara, que se ha movido. La recoloca rápidamente; se araña los dedos con el borde astillado del pico. Ha aterrizado en un rincón, sobre un colchón de paja caída del tejado. A través del agujero se atisba el cielo, convertido en una hoguera malva.

Pasos.

Jisoo enarbola la lanzaespada.

—¡El principito, él solo y sin guardia! Menuda suerte hemos tenido.

Carga hacia el intruso sin pensar. Tarda un segundo en darse cuenta de que la voz no ha sonado en la habitación, sino tan solo en su memoria, y de que el filo de su lanzaespada está rozando la garganta de un ciudadano aterrorizado.

Jisoo baja el arma inmediatamente, intentando controlar su respiración. El desconocido no se mueve ni un ápice.

—D-disculpe —se le escapa a Jisoo.

Al instante, oye a su madre replicando: «Un Beongae no pide ni perdón ni permiso», así que carraspea y, con la voz más firme, añade:

—Escóndase aquí y no salga hasta que todo se calme. Lo arreglaremos.

El hombre apenas se atreve a asentir. Para evitar mirarlo, Jisoo señala el agujero del techo y, por encima de los gritos que llegan desde fuera, dice:

—Me ocuparé personalmente de que reciba una compensación por esto. Usted… manténgase a salvo. Que Serenidad guíe su espera —improvisa, justo antes de lanzarse al exterior.

Las calles de Beongae se han transformado en una pesadilla. Llamas malvas devoran casas y locales, su extraño humo flota ante los ojos de Jisoo, mezclado con el polvo levantado por cientos de pies aterrorizados. El olor acre se le mete por la nariz y se le pega a la garganta. Tose, pero apenas puede oírse. El incendio es ensordecedor. Las llamas engullen los edificios del mismo modo que su crepitar engulle los gritos de quienes escapan en todas direcciones, convertidos en sombras entre el espeso humo.

El festival de la Primera Brisa. El festival. El festival. Se está repitiendo, el caos, el pánico, el ataque a la dinastía imperial. Porque se trata de eso, lo sabe. Tiene que detenerse unos segundos, inmóvil entre la gente que huye, para convencerse de que no es otro engaño de su mente. Recuerda cómo se quedó solo, el blanco sucio de las máscaras de sus atacantes, los dedos furtivos contra los bordes de la suya, el roce del acero en su garganta. Siente el impulso de echar a correr y esconderse en un rincón oscuro donde nadie pueda encontrarlo.

«Eres el príncipe. El líder. ¡Lidera!».

—¡Corred al puerto! —grita, aunque no sabe si alguien podrá oírlo—. ¡Lanzaos al agua si es necesario!

El suelo se sacude con una nueva serie de explosiones. Entre las nubes henchidas y amoratadas por el humo le parece ver esferas surcando el aire, estallando contra los tejados, prendiendo paja, madera y sedas. A los gritos de pánico (¿o son de dolor?) se les han unido las toses. Jisoo agita su lanzaespada una vez más. La ráfaga se escapa sin demasiado control y derriba a varias personas a su paso, pero al menos sirve para despejar el ambiente.

Jisoo respira hondo y estudia los alrededores en busca de la avenida principal. ¿Seguirán allí su madre y su hermana? ¿Las habrán puesto a salvo, o la explosión las ha arrastrado tan lejos como a él? A su alrededor solo ve tejados de paja (o lo que queda de ellos), lo que significa que ha volado hasta uno de los barrios humildes. Todos los edificios le parecen idénticos, no hay nada que le sirva para orientarse. Avanza al azar entre un pasillo de llamas que lo devoran todo, centelleando y bailando como gemas preciosas y terribles. Solo ve malva y gris y malva y gris y malva y rojo…

Rojo y dorado.

Hay un monje huozi en mitad de la calle.

Jisoo se detiene en seco.

Se siente estúpido por no haberlo entendido antes. ¿Quién atacaría con un incendio, si no los malditos huozis?

Enarbola la lanzaespada, y una ráfaga barre al monje y lo derriba, arrancándole un grito. Un grito femenino. Jisoo se abalanza sobre ella antes de que pueda usar el incendio en su contra.

—¡No, no! —exclama la monje—. ¡Van a llevársela! ¡A la princesa Beongae!

Con una mueca de dolor, la huozi señala hacia el callejón de su derecha. Jisoo, rápido como un animal, se gira en esa dirección. Entorna los ojos, irritados, tratando de distinguir qué hay más allá de la cortina de humo. Y lo ve: el cuerpo de Jisun, tendido en el suelo y cubierto de escombros. Inmóvil. Y dos sombras que se encorvan sobre ella.

Dos sombras con máscaras de color blanco sucio.

Más que gritar, Jisoo ruge. Sus manos moldean el viento a su alrededor y lo soplan, huracanado, en dirección a las figuras que agarran a su hermana, tratando de levantar su cuerpo inerte. Una de ellas sale volando con un grito, mientras Jisoo corre hacia allí, pero la otra consigue echarse a Jisun sobre el hombro y comienza a alejarse entre el humo.

Jisoo se olvida de la monje huozi, de las explosiones, del dolor de la caída sobre el tejado. Y, por desgracia, también se olvida de todas las lecciones de magia de su madre. Echa a correr hacia el secuestrador, agitando la lanzaespada y los brazos sin control ni método alguno. Tan solo la rabia y la desesperación guían sus movimientos.

La brisa se agita siguiendo sus confusas órdenes. La figura que carga con Jisun se tambalea, zarandeada por el viento, pero sigue avanzando. Da igual. Jisoo es más rápido. La distancia entre ellos es cada vez menor. Ya casi puede distinguir las cintas plateadas del traje de su hermana.

—¡Cuidado!

Jisoo ignora el grito, proferido a sus espaldas por una voz ligeramente familiar. No deja de correr, no deja de mirar al frente, en lugar de hacia lo alto, y por eso no esquiva la ola que lo golpea de lleno y lo arrastra calle abajo.

Bracea y patalea, pero solo consigue golpearse contra el suelo, pues la riada se va tan pronto como ha llegado. A su alrededor, las calles se están inundando; el suelo se convierte en barro viscoso como si arreciara una tormenta. Pero de las nubes no cae lluvia, sino más bien… ¿cataratas?

Es la única forma de expresarlo. Cuando Jisoo alza la mirada, ve que el cielo se ha llenado de ríos imposibles, cintas de agua que flotan sobre los tejados y se derraman sobre los puntos calientes, extinguiendo las llamas.

Magia ameagi… Los monjes de la Ola están usando su don para atraer el agua desde la costa y sofocar las llamas.

Conforme los incendios sisean al apagarse, el humo se hace aún más espeso. Jisoo maldice y se incorpora tan rápido como puede, pero a su alrededor ya no hay ni rastro de Jisun ni de su captor. Ignorando el cansancio y el tirón de su ropa empapada, echa a correr hacia la calle por la que ha huido, pero entonces ve un destello rojo a su derecha.

La monje huozi lo ha seguido.

Ella ha sido quien lo ha prevenido de la cascada. Sabe que eso no es algo que haría un enemigo. Pero también sabe que su hermana ha desaparecido por culpa de ese incendio maldito, y que tiene frente a él a alguien que viste el emblema de la familia del Sol y las llamas.

—¿¡Dónde está!? ¿ Adónde la ha llevado?

Se abalanza sobre la monje mientras grita, con la lanzaespada en ristre, aunque no la va a usar; aún no. Su mano libre va directa hacia la muñeca de su oponente para inmovilizarla, pero la desconocida detiene el golpe.

Jisoo libera su mano y la mueve a toda velocidad hacia el hombro de la monje, al tiempo que le lanza un rodillazo para desestabilizarla. Ella vuelve a esquivarlo; la mano, primero, la rodilla, después.

—¡Parad, por favor! —implora la monje, mientras serpentea para zafarse de sus golpes—. ¡Yo no sé nada!

—¡Mientes! —repone Jisoo. No se molesta en añadir nada más. Es obvio que tiene motivos de sobra para sospechar de una huozi. Además, necesita toda su concentración para enfrentarse a ella.

Es algo descuidada, pero buena, mejor que la mayoría de monjes de la Tormenta con los que Jisoo ha entrenado. Hace muchos años que sale vencedor de casi todas sus peleas cuerpo a cuerpo, aunque una parte de él siempre ha temido que se deba a su posición (¿quién se atrevería a ganar al príncipe y a contrariar a la emperatriz?). Con el tiempo, tan solo Hyo podía hacerle frente.

Pero aunque es obvio que esa monje huozi está muerta de miedo, esquiva sus golpes con eficacia, una técnica que Jisoo reconoce, y que, a la vez, le resulta distinta, como una canción infantil entonada por una voz nueva.

Pero al final, Jisoo se acostumbra a esa voz y la doma.

La huozi retrocede hasta chocar de espaldas con un edificio. La ola ameagi ha apagado el incendio, así que la madera está húmeda e hinchada y cruje contra su peso. La monje se sobresalta y Jisoo aprovecha su confusión para aprisionarle un brazo, y luego le cruza la lanzaespada sobre el pecho para inmovilizarla por completo.

Se toma un segundo para recuperar el resuello. Durante ese instante, el estruendo a su alrededor vuelve a cobrar forma: los gritos y las carreras, cada vez más lejanos, el siseo de las llamas que resisten y los gemidos de paredes y techos debilitados derrumbándose bajo el agua que cae a borbotones del cielo.

—Dime ahora mismo dónde está mi hermana —gruñe Jisoo—, o te juro por Honor que te arrojaré a una celda y te encerraré en ella hasta que tu adorado sol se caiga del cielo.

—¡No he sido yo! ¡No hemos sido nosotros! El templo del Sol no ha tenido nada que ver con esto. Este no es nuestro fuego. No puedo contro…

—¡Alteza!

Desde las casas humeantes a su derecha llega corriendo un grupo de monjes de la Tormenta.

—¡Alteza, tenéis que venir con nosotros! —dice el más cercano. Le dirige una mirada dubitativa a la huozi antes de añadir—: Os escoltaremos hasta palacio; allí estaréis a salvo. Si queréis, podemos encargarnos de…

—No vais a escoltarme a ninguna parte. Llevaos a esta huozi a los calabozos. Si alguien pregunta, está acusada de alta traición. Yo tengo que…

Las siguientes palabras se le escurren de los labios. Se tambalea y cae sobre su prisionera, aunque ella no se mueve ni un ápice. Jisoo se endereza al instante, pero sus piernas no parecen querer sostenerlo. Quizás es el agotamiento, el estrés o la preocupación o, más probablemente, el hecho de que ha usado su magia a raudales y sin control. Le ha pasado más veces, en los entrenamientos. El humo malva comienza a oscurecerse, y él siente el estómago vacío y la cabeza muy pesada, y solo una parte de su mente sigue lo suficientemente alerta como para pensar: «Oh, no, ahora no» antes de perder el conocimiento.