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EN EL PUERTO

—¡Cómo odio este lugar! —dijo Robillard, el hechicero, que se cubría con una túnica. Se dirigía al capitán Deudermont del Duende del Mar, mientras la goleta de tres palos doblaba un malecón y se aproximaba al puerto de Luskan por el norte.

Deudermont, un hombre alto y majestuoso, que hacía gala de los modales de un lord y de un comportamiento calmado y reflexivo, asintió ante las palabras de su mago. Las había oído antes muchas veces. Al contemplar el perfil de la ciudad reparó en la característica estructura de la Torre de Huéspedes del Arcano, la famosa cofradía de magos de Luskan. Deudermont sabía que ésa era la causa de la actitud de desprecio de Robillard hacia el puerto, aunque el hechicero había sido parco en explicaciones y se había limitado a lanzar algunos comentarios sobre los «idiotas» que dirigían la Torre de Huéspedes, incapaces de distinguir un auténtico maestro de magia de un estafador. Deudermont sospechaba que a Robillard no lo habían aceptado como miembro de la cofradía.

—¿Por qué Luskan? —se quejó el mago del barco—. ¿No habría sido mejor dirigirnos a Aguas Profundas? En toda la Costa de la Espada no hay ningún puerto con unas instalaciones comparables al puerto de Aguas Profundas.

—Luskan estaba más cerca —le recordó Deudermont.

—Sólo dos o tres días, no más —replicó Robillard.

—Si en esos dos o tres días nos hubiéramos encontrado con una tempestad, el casco habría acabado partiéndose y nuestros cuerpos habrían servido de alimento a los cangrejos y los peces —dijo el capitán—. Nos hubiéramos arriesgado tontamente por el orgullo de un solo hombre.

Robillard abrió la boca para responder, pero captó el sentido de la última frase del capitán antes de ponerse más en evidencia. Su rostro se ensombreció con un profundo ceño.

—Los piratas nos hubieran apresado si yo no hubiera medido al segundo la explosión —musitó el mago después de tomarse unos segundos para calmarse.

Deudermont no se lo discutió. Ciertamente, la participación de Robillard en la última operación contra los piratas había sido providencial. Algunos años antes los Señores de Aguas Profundas habían encomendado al Duende del Mar —un nuevo Duende del Mar más grande, más veloz y más robusto— la labor de perseguir piratas. Ninguna otra nave había tenido tanto éxito en ello, por lo que cuando el vigía divisó dos bajeles piratas surcando las aguas septentrionales de la Costa de la Espada, muy cerca de Luskan, donde el Duende del Mar solía patrullar, Deudermont apenas pudo creerlo. La mera reputación de su goleta había mantenido esas aguas libres de piratas durante meses.

Pero los piratas buscaban venganza y no una fácil presa en forma de barco mercante, y estaban bien preparados para la lucha. Cada barco estaba armado con una pequeña catapulta, un importante contingente de arqueros y un par de magos. Pero el hábil Deudermont y su experimentada tripulación los superaron desde el punto de vista táctico, y, por su parte, el poderoso Robillard, que llevaba toda una década utilizando su poderosa magia en batallas navales, había vencido a los hechiceros enemigos. Robillard había creado la ilusión de que habían derrotado al Duende del Mar, con el mástil principal caído en cubierta y docenas de hombres muertos en la batayola. Los piratas navegaron en torno al barco como lobos hambrientos, dibujando círculos cada vez más estrechos, hasta que lo abordaron, uno por babor y el otro por estribor para dar el golpe de gracia a la maltrecha goleta.

Pero, en realidad, el Duende del Mar no había sufrido daños importantes, y Robillard había contrarrestado la ofensiva mágica de los hechiceros enemigos. Los proyectiles lanzados por las pequeñas catapultas de los piratas apenas tenían efecto contra el orgulloso casco blindado de la goleta.

Los arqueros de Deudermont, todos ellos muy diestros, lanzaron entonces su ataque contra los barcos piratas, y la goleta cambió con precisión y eficiencia el velamen de batalla por el de navegar a todo trapo, de modo que la proa brincaba en el agua mientras la goleta se escabullía entre los desconcertados piratas.

Robillard sumió a los barcos piratas en un velo de silencio, para impedir que sus magos lanzaran hechizos defensivos, tras lo cual disparó tres bolas de fuego, una tras otra, en rápida sucesión; las dos primeras sobre los dos barcos y la tercera entre ellos. A esto le siguió la habitual cortina de fuego de balistas y catapultas. Los artilleros del Duende del Mar lanzaban fragmentos de cadenas para destrozar aún más las velas y las jarcias, así como bolas de brea para avivar las llamas.

Desarbolados, envueltos en llamas y a la deriva, los dos bajeles piratas pronto se fueron a pique. El incendio fue tan grande que Deudermont y su tripulación sólo pudieron recoger a unos pocos supervivientes de las frías aguas del océano.

Pero el Duende del Mar no salió indemne. Había perdido parte del velamen y, lo que aún era más peligroso, el casco presentaba una grieta considerable justo por encima del nivel del agua. Deudermont tuvo que destinar casi un tercio de su tripulación a achicar agua. Por esta razón puso rumbo al puerto más cercano, que resultó ser Luskan.

Deudermont creía que había sido una buena decisión, ya que prefería Luskan al puerto de Aguas Profundas. Ciertamente, el puerto de Aguas Profundas era mayor y su empresa la financiaban los señores de esa ciudad meridional, que estarían encantados de invitarlo a sus mesas, pero sabía que Luskan sería más hospitalaria para los miembros de su tripulación, que eran hombres sin modales ni categoría, que nunca podrían entrar en los palacios de la nobleza. En Luskan, como en Aguas Profundas, también había clases, pero los últimos peldaños de la escalera social de Luskan estaban un poco por encima de los de Aguas Profundas.

Al aproximarse a la ciudad, fueron recibidos con gritos de bienvenida desde todos los muelles, pues el Duende del Mar era muy conocido y respetado. De entre todos los puertos de la Costa de la Espada, los honrados pescadores y marinos mercantes de Luskan habían sido los primeros en apreciar la labor del capitán Deudermont y de su veloz goleta.

—Diría que ha sido una decisión acertada —dijo el capitán.

—En Aguas Profundas hay mejor comida, mejores mujeres y mejor diversión —replicó Robillard.

—Pero no mejores hechiceros —añadió Deudermont sin poder evitarlo—. No hay duda de que la Torre de Huéspedes es una de las cofradías de magos más respetadas de todos los Reinos.

Robillard gruñó y farfulló unas cuantas maldiciones, tras lo cual se alejó con aire ofendido.

Deudermont no se volvió para ver cómo se alejaba, pero no pudo dejar de oír el característico repiqueteo de las botas de suela dura del mago.

—Vamos, sólo uno rápido —susurró la mujer en un tono que quería ser seductor, mientras con una mano jugueteaba con su sucio cabello rubio y hacía pucheros—. Sólo para relajarme antes de otra noche sirviendo mesas.

El gigantesco bárbaro se humedeció los dientes con la lengua, ya que tenía la sensación de que tenía la boca llena de tela, de una tela sucia. Después de una noche de trabajo en la taberna Cutlass, había regresado a los muelles junto con Morik para seguir bebiendo el resto de la noche. Como era habitual, habían estado en los muelles hasta el amanecer, cuando Wulfgar se había arrastrado de vuelta al Cutlass, donde vivía y trabajaba, para meterse directamente en la cama.

Pero aquella mujer, Delly Curtie, una camarera de la taberna y la amante de Wulfgar en los últimos meses, había ido a buscarlo. En el pasado, el bárbaro la había considerado una distracción agradable, la guinda que coronaba litros de alcohol, o incluso una amiga afectuosa. Delly había cuidado de Wulfgar en sus primeros y difíciles días en Luskan; había satisfecho sus necesidades, emocionales y físicas, sin hacer preguntas, sin emitir juicios y sin pedir nada a cambio. Pero últimamente su relación había dado un giro; ahora que el bárbaro se había adaptado a su nueva vida, una vida consagrada casi por entero a defenderse de sus recuerdos de las torturas que Errtu le había infligido durante años, Wulfgar veía a Delly Curtie de otra forma.

Emocionalmente Delly era una niña, una pobre niña. Wulfgar, de veintitantos años, era algo mayor que ella. De pronto, se había convertido en el adulto de la relación, y las necesidades de Delly habían empezado a eclipsar las suyas.

—Venga, seguro que tienes diez minutos para mí, Wulfgar —le dijo la mujer, acercándose más a él y acariciándole la mejilla.

Wulfgar la cogió por la muñeca y amablemente pero con firmeza apartó su mano.

—Ha sido una noche muy larga —replicó el hombre—, y quiero descansar un poco más antes de empezar mi jornada de trabajo para Arumn.

—Pero es que siento un hormigueo...

—Quiero descansar —repitió Wulfgar, recalcando cada palabra.

—Pues muy bien —le espetó Delly. Se apartó del bárbaro y sus seductores mohínes se tornaron de pronto en una actitud fría e indiferente—. ¿Crees que eres el único hombre dispuesto a compartir mi cama?

Wulfgar no se dignó responder. La única respuesta que podría haberle dado es que no le importaba, que todo eso —la bebida y las peleas— era sólo una manera de esconderse y nada más. En el fondo, a Wulfgar le gustaba Delly y la respetaba. Para él era una amiga, o lo habría sido si en verdad creyera que él podía ser amigo de alguien, y no tenía intención de herirla.

Delly seguía de pie en el cuarto de Wulfgar, temblorosa e insegura. Sintiéndose de pronto muy desnuda con sólo su ligera blusa, cruzó los brazos sobre el pecho y salió corriendo hacia su alcoba.

Wulfgar cerró los ojos, oyó el portazo y sacudió la cabeza. Se rió entre dientes con impotencia y tristeza cuando oyó que la puerta de Delly se abría y que unos apresurados pasos de mujer caminaban por el vestíbulo. Resonó otro portazo, y Wulfgar comprendió que Delly había armado todo aquel alboroto sólo para él: quería que oyera que se marchaba para buscar consuelo en los brazos de otro.

El bárbaro se dio cuenta de que era una mujer complicada y que sufría una confusión emocional mayor incluso que la suya, si cabe. Se preguntó cómo era posible que las cosas hubieran llegado tan lejos entre ellos. Al principio su relación había sido muy simple y sin malentendidos: dos personas que se necesitaban una a la otra. Pero desde hacía un tiempo se había vuelto más compleja y la necesidad mutua se había convertido en una suerte de muletas emocionales. Delly necesitaba a Wulfgar para que la cuidara, la protegiera y le dijera que era hermosa, pero Wulfgar sabía que no era capaz de cuidar de él mismo y mucho menos de otra persona. Delly necesitaba el amor de Wulfgar, pero el bárbaro era incapaz de dar amor. En su interior sólo había dolor y odio, los recuerdos del demonio Errtu y de la cárcel del Abismo, donde había sido torturado durante seis largos años.

Wulfgar suspiró y se frotó los ojos para despejarse. Luego, alargó el brazo hacia la botella, pero estaba vacía. Con un gruñido de frustración la arrojó a la otra punta del cuarto, donde se hizo pedazos contra la pared. Por un instante se imaginó que se había estrellado contra la cara de Delly Curtie. La imagen lo inquietó pero no lo sorprendió. Se preguntó sin demasiado interés si Delly lo había llevado hasta ese punto a propósito; quizás no era una inocente niña sino una hábil arpía que quería echarle el lazo. La primera vez que se le acercó ofreciéndole consuelo ¿pretendía aprovecharse de su debilidad para llevarlo a una trampa? ¿Quizás para que se casara con ella? ¿Para que se salvara a sí mismo y así, un día, la salvara a ella de la miserable vida que llevaba como moza de taberna?

Wulfgar se dio cuenta de que apretaba las manos con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, por lo que lentamente las abrió y respiró hondo para calmarse. Suspiró y después de pasar de nuevo la lengua sobre sus sucios dientes, se levantó y estiró su corpachón de más de dos metros. En un ritual que se repetía casi todas las tardes. Descubrió que sentía sus poderosos músculos y huesos doloridos. Wulfgar contempló sus brazos, que, aunque seguían siendo más recios y musculosos que los de casi cualquier otro hombre vivo, empezaban ya a mostrar signos de laxitud, como si la piel que cubría su inmensa humanidad empezara a colgar un poco.

Qué diferente era su actual vida de lo que había sido en aquellas mañanas de hacía tanto tiempo, en el valle del Viento Helado, cuando trabajaba todo el día con Bruenor, el enano que era su padre adoptivo, martilleando y levantando enormes piedras, o cuando salía a cazar venados o gigantes con Drizzt, su amigo guerrero, y se pasaban el día corriendo y luchando. Las horas eran entonces aún más agotadoras, el esfuerzo físico mayor, pero era una carga sólo física y no emocional. En aquel tiempo y en aquel lugar no sentía ningún dolor.

Las tinieblas de su corazón —el dolor más agudo— eran la fuente de todos sus males actuales.

Trató de rememorar esos años perdidos en los que trabajaba y luchaba al lado de Bruenor y Drizzt, o cuando pasaba el día corriendo por las laderas azotadas por el viento de la cumbre de Kelvin, la solitaria montaña que se alzaba en el valle del Viento Helado, corriendo y persiguiendo a Catti-brie...

El mero recuerdo de la mujer lo dejó helado y vacío, y en ese vacío penetraron inevitablemente las imágenes de Errtu y de sus secuaces. Un día, uno de sus esbirros, el horrible súcubo, adoptó la forma de Catti-brie, una imagen perfecta, y Errtu convenció a Wulfgar de que había logrado apoderarse de la mujer y que ella sufriría el mismo tormento eterno que Wulfgar, por su culpa.

Errtu agarró al súcubo, Catti-brie, ante los ojos de un horrorizado Wulfgar, lo despedazó miembro a miembro, y luego lo devoró en una orgía de sangre.

Jadeando, Wulfgar pugnó por recuperar los recuerdos de Catti-brie, de la verdadera Catti-brie. La había amado. Tal vez era la única mujer a la que había amado, pero creía haberla perdido. Aunque volviera a Diez Ciudades, en el valle del Viento Helado, y la encontrara, el vínculo que los unía estaba roto, destruido por las profundas cicatrices de Errtu y por cómo se comportó él tras su liberación.

Las largas sombras que se filtraban por la ventana le indicaron que el día fenecía y que pronto debería ir a hacer de matón de Arumn Gardpeck. El bárbaro no había mentido a Delly al decirle que necesitaba descansar, por lo que se dejó caer de nuevo en la cama y se sumió en un profundo sueño.

Ya era negra noche en Luskan cuando Wulfgar entró tambaleándose en el atestado salón principal del Cutlass.

—Otra vez tarde, para variar —comentó Josi Puddles a su buen amigo el tabernero, al reparar en la entrada del bárbaro. Josi Puddles era un hombre delgado, con ojos pequeños y brillantes, que era un asiduo de la taberna—. Ése cada día trabaja menos y bebe más.

Arumn Gardpeck, un hombre amable pero severo y siempre práctico, iba a darle a Josi la respuesta habitual, que cerrara la boca, pero se dio cuenta de que el otro tenía razón. A Arumn le dolía ver el declive de Wulfgar. Se había hecho amigo del bárbaro meses antes, cuando Wulfgar llegó a Luskan. En un principio sólo le había interesado por su portentoso físico, un poderoso guerrero como Wulfgar podía ser una bendición para una taberna situada en el corazón del barrio portuario de la animada ciudad. Pero después de hablar con él por primera vez, Arumn se dio cuenta de que su interés por Wulfgar iba más allá de las razones comerciales. El bárbaro le caía simpático.

Josi siempre estaba allí para recordar a Arumn los posibles peligros, para recordarle que, más pronto o más tarde, por muy fuertes que sean, todos los matones son pasto de las ratas en el arroyo.

—¿Te parece que el sol acaba de sumergirse en el agua? — preguntó Josi a Wulfgar cuando el hombretón pasó por su lado bostezando y arrastrando los pies.

Wulfgar se detuvo y se volvió lenta y deliberadamente para clavar la mirada en el hombrecillo.

—Ya pasa de medianoche —dijo Josi, pasando bruscamente de un tono de reproche a uno amistoso—, pero yo me he encargado de vigilar por ti. Por un momento pensé que tendría que poner fin a un par de peleas.

—Pero si ni siquiera serías capaz de romper un cristal con un garrote —repuso Wulfgar, mirando al hombrecillo con escepticismo, y volvió a lanzar un largo bostezo.

Josi, que era un cobardica, encajó el insulto asintiendo con la cabeza y esbozando una sonrisa de desaprobación dirigida contra él mismo.

—Hicimos un trato sobre tu horario de trabajo —dijo Arumn muy serio.

—Y también llegamos a un acuerdo sobre tus verdaderas necesidades —le recordó Wulfgar—. Según tus propias palabras, mi auténtica responsabilidad empieza más tarde, porque a primera hora de la noche no suele haber bronca. Dijiste que debía empezar a trabajar al atardecer, pero me explicaste que realmente no me necesitabas hasta mucho más tarde.

—Es justo —replicó Arumn moviendo la cabeza, lo que arrancó un gruñido de Josi. Estaba ansioso por ver cómo el hombretón (que en su opinión le había robado a su mejor amigo) recibía un buen rapapolvo.

—La situación ha cambiado —prosiguió Arumn—. Te has creado una reputación y muchos enemigos. Cada noche te presentas más tarde y tus... nuestros enemigos toman nota de ello. Me temo que una noche, cuando entres tambaleándote, a las tantas, nos encontrarás a todos asesinados.

Wulfgar puso cara de incredulidad y se volvió, desechando la idea con un movimiento de la mano.

—Wulfgar —le llamó Arumn con tono enérgico.

El bárbaro se volvió, ceñudo.

—Ayer faltaron tres botellas —dijo Arumn con calma, sin alzar la voz y dejando traslucir una evidente preocupación.

—Me prometiste toda la bebida que quisiera —respondió Wulfgar.

—Sólo para ti —insistió Arumn—. No para tu escurridizo amigo.

Todas las personas que estaban alrededor se asombraron ante el comentario, ya que no eran muchos los cantineros de Luskan que se atrevían a hablar con tal franqueza del peligroso Morik el Rufián.

Wulfgar bajó la mirada, rió entre dientes y sacudió la cabeza.

—Mi buen Arumn, ¿quieres encargarte tú de decirle a Morik que no puede beberse tu alcohol?

Arumn entrecerró los ojos y Wulfgar le mantuvo la mirada durante un breve instante.

Justo entonces Delly Curtie entró en la sala. Tenía los ojos enrojecidos y aún llorosos. Wulfgar la miró y sintió una punzada de remordimiento, pero nunca lo admitiría públicamente. Se dio la vuelta y fue a lo suyo, a amenazar a un borracho que empezaba a armar jaleo.

—La utiliza como si fuera una cosa —dijo Josi Puddles a Arumn.

Arumn soltó un suspiro de frustración. Se había encariñado con Wulfgar, pero a medida que el comportamiento del bárbaro se hacía más ofensivo, ese cariño menguaba. Delly era como una hija para Arumn y si Wulfgar jugaba con ella sin tener en cuenta los sentimientos de la muchacha, ellos dos tendrían serios problemas.

El tabernero desvió su atención de Delly al bárbaro justo a tiempo para ver cómo Wulfgar levantaba al bocazas cogiéndolo por el cuello, lo llevaba hacia la puerta y lo arrojaba bruscamente a la calle.

—Ese hombre no había hecho nada —se quejó Josi Puddles—. Si sigue así, te quedarás sin clientes.

Arumn se limitó a suspirar.

Tres hombres situados a la otra punta de la barra también estudiaban los movimientos del fornido bárbaro con algo más que simple curiosidad.

—No puede ser —masculló uno de ellos, un tipo flaco con barba—. El mundo no es tan pequeño.

—Te repito que es él —replicó el que estaba en el centro—. Tú no estabas a bordo del Duende del Mar en esa época. Nunca lo olvidaría, a Wulfgar no se le puede olvidar. Hice con él toda la travesía de Aguas Profundas a Memnon, ida y vuelta, y tuvimos que enfrentarnos con muchos piratas.

—No me importaría que luchara a mi lado contra los piratas —comentó Waillan Micanty, el tercero del grupo.

—¡Ya ves que es verdad! —exclamó el segundo—. Lo cierto es que no era tan bueno como su compañero, ya lo conoces: un tipo con la piel oscura, pequeño y de aspecto delicado, pero más fiero que un sahuagin herido, y más veloz con una espada, o con dos, de lo que nadie ha visto.

—¿Drizzt Do’Urden? —preguntó el tipo flaco—. ¿Ese hombretón viajaba junto al drow?

—Sí —respondió el segundo, que ahora acaparaba toda su atención. Sonreía de oreja a oreja, feliz de ser el centro de todo y rememorando la emocionante travesía que había compartido con Wulfgar, Drizzt y la pantera del drow.

—¿Y qué me decís de Catti-brie? —preguntó Waillan, que, como todos los hombres de Deudermont, se quedó prendado de la hermosa y hábil mujer al poco tiempo de que ella y Drizzt se unieran a la tripulación unos años antes. Drizzt, Catti-brie y Guenhywvar habían navegado a bordo del Duende del Mar durante muchos meses y, gracias a ellos, la tarea de hundir barcos piratas había sido mucho más sencilla.

—Catti-brie se unió a nosotros al sur de Puerta de Baldur —explicó el que contaba la historia—. Vino con un enano, el rey Bruenor de Mithril Hall, en un carro volador envuelto en llamas. Os aseguro que nunca había visto nada igual, porque el enano lanzó el vehículo contra las velas de uno de los barcos piratas que nos atacaban. Hundió el maldito barco y cuando salió del agua, aún le quedaban ganas de pelear.

—Bah, estás mintiendo —protestó el marinero flacucho.

—No, yo también he oído esa historia —intervino Waillan Micanty—. Me la contó el mismo capitán, además de Drizzt y Catti-brie.

Aquello calmó al hombrecillo. Los tres marineros se quedaron sentados un rato más observando los movimientos de Wulfgar.

—¿Estás seguro de que es él? —inquirió el primero—. ¿De que se trata de ese tal Wulfgar?

Mientras formulaba la pregunta Wulfgar cogió a Aegis-fang, que llevaba a la espalda, y la apoyó en la pared.

—Pondría la mano en el fuego —respondió el segundo—. No lo olvidaría, ni a él ni a su martillo. Es capaz de quebrar un mástil con él, os lo aseguro, o de acertar en el ojo de un pirata, el derecho o el izquierdo, tanto da, desde treinta metros de distancia.

En el otro lado de la sala Wulfgar mantenía una discusión con un cliente. Con su poderosa mano el bárbaro agarró al hombre por la garganta, lo levantó con una facilidad increíble de la silla y lo mantuvo en vilo. Wulfgar cruzó tranquilamente la taberna hacia la puerta y arrojó al borracho a la calle.

—Es el hombre más fuerte que he visto —comentó el segundo marinero, y sus compañeros parecieron estar de acuerdo. Vaciaron sus jarras y miraron un rato más antes de marcharse del Cutlass y correr a informar a su capitán de lo que habían visto.

El capitán Deudermont se acarició pensativamente la barba, pulcramente recortada, tratando de asimilar lo que Waillan Micanty acababa de contarle. Le costaba mucho creerlo, porque no le cuadraba. Cuando Drizzt y Catti-brie navegaron con él en aquellos maravillosos primeros años en que se dedicó a perseguir piratas le habían contado la triste historia de la muerte de Wulfgar. La historia lo impresionó, ya que había trabado amistad con el hercúleo bárbaro en un viaje a Memnon unos años antes.

Drizzt y Catti-brie le habían contado que Wulfgar estaba muerto, y Deudermont lo había creído. Pero, por otra parte, también creía a los miembros de su tripulación que aseguraban que el bárbaro estaba vivito y coleando y trabajaba en el Cutlass, una taberna que Deudermont había frecuentado.

Deudermont evocó su primer encuentro con Wulfgar y Drizzt en la taberna Los Brazos de la Sirena de Aguas Profundas. Wulfgar había evitado una reyerta con un camorrista de pésima reputación llamado Bungo. Después de eso, el bárbaro y sus amigos habían realizado auténticas proezas, desde rescatar a su pequeño amigo halfling de las garras de un conocido pachá de Calimport hasta reclamar Mithril Hall para el clan Battlehammer. La idea de que Wulfgar trabajara de matón en una sórdida taberna de Luskan le parecía absurda.

Sobre todo porque, según Drizzt y Catti-brie, Wulfgar estaba muerto.

Deudermont recordó su último viaje con Drizzt y Catti-brie, cuando el Duende del Mar puso rumbo a una isla muy remota. Una vidente ciega propuso a Drizzt un enigma sobre alguien a quien creía haber perdido. La última vez que Deudermont vio a Drizzt y Catti-brie fue en un lago, nada menos, al que el Duende del Mar había sido llevado por error.

¿Era posible que Wulfgar estuviera vivo? El capitán Deudermont había visto demasiadas cosas para descartar esa posibilidad.

No obstante, le parecía más probable que sus hombres se hubieran confundido; no tenían experiencia en el trato con los bárbaros del norte y todos les parecían iguales: enormes, rubios y fuertes. El Cutlass había contratado a un guerrero bárbaro como matón, pero no podía ser Wulfgar.

No pensó más en ello, pues debía atender muchos deberes y compromisos en las casas de más alcurnia de la ciudad. Pero tres días después, mientras cenaba a la mesa de una de las familias nobles de Luskan, la conversación recayó en la muerte de uno de los pendencieros más famosos de la ciudad.

—Estaremos mucho mejor sin ese Quiebratrozas —dijo uno de los invitados—. No trajo más que problemas desde que llegó a la ciudad.

—No era más que un asesino —añadió otro—, y ni siquiera era tan duro como lo pintaban.

—Bah, era capaz de derribar un caballo al galope simplemente poniéndose delante del animal —insistió el primero—. ¡Lo vi hacerlo con mis propios ojos!

—Pero no pudo derribar al nuevo chico de Arumn Gardpeck —terció otro—. Cuando se enfrentaron, el nuevo arrojó a Quiebratrozas fuera del Cutlass haciendo que se llevara por delante el marco de una puerta.

Deudermont aguzó las orejas.

—Sí, ése es —convino el primero—. Por las historias que he oído, tiene una fuerza increíble. ¡Y qué martillo de guerra! Es el arma más hermosa que he visto en mi vida.

Ante la mención del martillo Deudermont estuvo a punto de atragantarse, pues recordaba perfectamente el poder de Aegis-fang.

—¿Cómo se llama? —preguntó el capitán.

—¿Cómo se llama quién?

—El nuevo chico de Arumn Gardpeck.

Los dos hombres intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros.

—Wolf no sé qué, creo —respondió el primero.

Un par de horas más tarde el capitán Deudermont salió del palacio y, en vez de regresar al Duende del Mar, las piernas lo condujeron al Cutlass, que estaba en los barrios bajos de la ciudad, concretamente en la infame calle de la Media Luna. Entró sin vacilar y acercó una silla a la primera mesa que vio libre. Deudermont descubrió al hombre antes incluso de sentarse. No cabía duda de que era Wulfgar, hijo de Beornegar. El capitán no lo conocía demasiado bien y además no lo había visto en años, pero era inconfundible. Su tamaño, el aura de fuerza que lo rodeaba y sus penetrantes ojos azules lo delataban. Se veía ojeroso, llevaba una barba descuidada y ropa sucia, pero era Wulfgar.

Los ojos del hombretón se clavaron en los de Deudermont por un instante, pero el bárbaro no pareció reconocerlo y volvió la cabeza. Deudermont estuvo todavía más seguro de que era él al ver el magnífico martillo de guerra, Aegis-fang, colgado a la ancha espalda del bárbaro.

—¿Quiere beber o está buscando bronca?

Deudermont se volvió y vio a una joven junto a su mesa, con una bandeja en la mano.

—¿Y bien?

—¿Buscando bronca? —repitió el capitán con voz sorda, confuso.

—Lo digo por la manera en que lo mira —le explicó la joven señalando a Wulfgar—. Muchos vienen aquí buscando pelea y muchos salen malparados. Pero, por mí, puede pelear con él, y me alegraría si acabara muerto en la calle.

—No busco bronca —le aseguró Deudermont—. Pero dígame, ¿cómo se llama?

La mujer soltó un bufido y sacudió la cabeza, frustrada por alguna razón que Deudermont no comprendía.

—Wulfgar —respondió finalmente—. Ojalá nunca hubiera venido. —La mujer se marchó rápidamente sin volverle a preguntar qué quería beber.

Deudermont no le prestó ninguna atención y fijó otra vez la mirada en el fornido bárbaro. ¿Cómo había acabado allí? ¿Por qué no estaba muerto? ¿Y dónde estaban Drizzt y Catti-brie?

El capitán permaneció allí sentado durante horas, observando la disposición de la taberna. Poco antes de que amaneciera todos los parroquianos se habían marchado, excepto él y un tipo flacucho que estaba en la barra.

—Es hora de cerrar —le dijo el cantinero. En vista de que el capitán no respondía ni hacía ademán de moverse, el matón se acercó a su mesa.

Deudermont sintió la amenazadora presencia del hercúleo Wulfgar.

—Puedes salir andando o en volandas —le espetó el bárbaro—. Tú eliges.

—Has recorrido un largo camino desde que luchaste con los piratas al sur de Puerta de Baldur —replicó Deudermont—. Aunque me temo que no has escogido un buen rumbo.

Wulfgar ladeó la cabeza y observó al hombre más atentamente. Por su cara barbuda pasó un destello de reconocimiento, que desapareció al instante.

—¿Has olvidado nuestro viaje al sur? —inquirió Deudermont—. ¿La lucha contra el pirata Pinochet y el carro en llamas?

Wulfgar abrió mucho los ojos.

—¿Quién te ha contado todas esas cosas?

—¿Contado? —repitió Deudermont con incredulidad—. Pero, Wulfgar, tú navegaste en mi barco hasta Memnon, y luego de vuelta. Tus amigos, Drizzt y Catti-brie, navegaron conmigo hasta no hace mucho. ¡Ellos creían que habías muerto!

El hombretón reculó, como si lo hubieran abofeteado. Sus claros ojos azules reflejaron una embarullada mezcla de emociones que iban de la nostalgia al odio. Le costó varios minutos recuperarse.

—Estás equivocado, buen hombre —replicó finalmente, para sorpresa de Deudermont—. Te equivocas acerca de mi nombre y de mi pasado. Es hora de que te marches.

—Pero Wulfgar —empezó a protestar Deudermont. Se sobresaltó al advertir la presencia de un hombre bajito, de piel atezada y aspecto siniestro, que sigilosamente se le había acercado por la espalda. Wulfgar miró al hombrecillo y luego hizo un gesto a Arumn. Tras un momento de duda, el dueño de la taberna buscó algo detrás de la barra y sacó una botella, que lanzó hacia Morik. Éste la cazó al vuelo.

—¿Andando o en volandas? —volvió a preguntar Wulfgar a Deudermont. Al capitán le impresionó el tono en el que el bárbaro pronunció esas palabras, no fríamente sino con una total indiferencia. Deudermont estaba convencido de que Wulfgar no dudaría ni un momento en cumplir su amenaza de arrojarlo fuera de la taberna si no se movía de inmediato.

—El Duende del Mar estará en el puerto una semana más, como mínimo —dijo Deudermont con firmeza, al tiempo que se levantaba y se dirigía a la puerta—. Serás bienvenido tanto como invitado o como miembro de la tripulación, porque yo no olvido. —El capitán se marchó dejando tras de sí la estela de una promesa.

—¿Quién era ese tipo? —preguntó Morik a Wulfgar una vez que Deudermont hubo desaparecido en la negra noche.

—Un loco —fue todo lo que pudo responder el bárbaro. Se dirigió a la barra y cogió tranquilamente otra botella de un estante. Ceñudo, posó la mirada alternativamente en Arumn y Delly, y se marchó con Morik.

El capitán Deudermont tenía una buena caminata hasta el puerto. Las imágenes y los sonidos de la vida nocturna de Luskan le salían al paso —voces indistintas que se colaban por las ventanas abiertas de las tabernas, perros que ladraban, susurros clandestinos en las oscuras esquinas—, pero él apenas oía nada, ensimismado como estaba en sus pensamientos.

Wulfgar estaba vivo, pero se encontraba en un estado en el que el capitán nunca hubiera imaginado ver al heroico guerrero. La oferta que le había hecho para unirse a la tripulación del Duende del Mar había sido sincera pero, por su reacción, Deudermont sabía que Wulfgar nunca aceptaría.

¿Qué podía hacer? Quería ayudar a Wulfgar, pero tenía la suficiente experiencia en casos difíciles para saber que es imposible ayudar a alguien que no quiere que le ayuden.

—Si otra vez tiene intención de marcharse de una cena de compromiso, le agradeceríamos que nos informara de adónde piensa ir. —Fue el reproche que oyó el capitán al aproximarse a su barco. Miró hacia arriba y vio a Robillard y a Waillan Micanty que lo miraban desde la batayola.

—No debería salir solo —le riñó Waillan Micanty, pero Deudermont se limitó a hacer un gesto negativo.

—¿Cuántos enemigos se ha creado en estos últimos años? —le preguntó el irritado y preocupado mago—. ¿Cuántos pagarían montones de oro por una oportunidad para asesinarlo?

—Por eso tengo un mago a mi servicio, para que me proteja —replicó Deudermont con calma y empezó a subir la plancha.

Robillard lanzó un bufido ante lo absurdo de sus palabras.

—¿Cómo pretende que lo proteja si ni siquiera sé dónde está?

Deudermont se quedó quieto y una amplia sonrisa se dibujó en su cara mientras miraba al hechicero.

—Si no me puedes localizar con la magia, ¿cómo voy a confiar en que encuentres a los que me quieren mal? —preguntó.

—Robillard tiene razón, capitán —intervino Waillan, mientras el rostro del mago se ensombrecía—. A muchos les encantaría encontrarse con usted, solo, en esas calles.

—¿Estáis sugiriendo que vaya a todas partes con la tripulación en pleno? —preguntó Deudermont—. ¿O que me marche por miedo a las represalias de los amigos de los piratas?

—Muy pocos abandonarían sin escolta el Duende del Mar —arguyó Waillan.

—¡Y a muchos menos los conocen los piratas lo suficiente para ser sus blancos! —retrucó Robillard—. Nuestros enemigos no atacarían a un simple tripulante fácilmente reemplazable, ya que incurrirían en la ira de Deudermont y de los señores de Aguas Profundas, pero sí que valdría la pena eliminar al capitán del Duende del Mar. —El hechicero exhaló un hondo suspiro, miró fijamente al capitán y añadió con firmeza—: No debería andar por ahí solo.

—Tenía que comprobar algo sobre un viejo amigo —explicó Deudermont.

—¿Se llama Wulfgar ese amigo? —inquirió el sagaz mago.

—Eso creí —replicó el capitán en tono áspero mientras subía por la plancha. Pasó junto a los dos hombres y se dirigió a su camarote sin mediar más palabra.

Era un lugar tan diminuto y asqueroso que ni siquiera tenía nombre, un antro en el que se reunían los rufianes de peor estofa de Luskan. En su mayor parte eran marineros que buscaban los señores de la ciudad o familias indignadas porque habían cometido crímenes atroces. No podían andar libremente por las calles de ninguna de las ciudades en las que sus barcos atracaban por temor a ser arrestados o asesinados. Por esa razón se reunían en agujeros como aquél, cuartos en chamizos convenientemente situados cerca de los muelles.

Morik conocía muy bien aquel tipo de sitios, pues había empezado su carrera trabajando como vigilante de uno de los establecimientos más peligrosos, cuando era sólo un chaval. Ahora ya no frecuentaba tales tugurios. Morik era muy respetado en establecimientos más civilizados y, además, temido, cosa que probablemente era la emoción que más le gustaba. Pero allí no pasaba de ser un rufián más, un ratero de poca monta en una guarida de asesinos.

Pero esa noche no había podido resistirse a entrar en uno de aquellos antros, después de que el reputado capitán del Duende del Mar apareciera en el Cutlass para hablar con su amigo Wulfgar.

—¿Cuánto medía? —preguntó el Tuerto, uno de los dos matones sentados a la mesa de Morik. El Tuerto era un viejo lobo de mar, canoso, con rubicundas mejillas cubiertas aquí y allá por una sucia barba y con sólo un ojo. Los demás clientes solían llamarlo «Puño Cerrado», porque era muy rápido con su vieja daga oxidada pero muy lento a la hora de rascarse la bolsa. El Tuerto era tan tacaño que ni siquiera era capaz de comprarse un parche para cubrirse el ojo que le faltaba. Debajo de los pliegues del pañuelo que llevaba anudado a la cabeza, Morik veía el borde oscuro de su cuenca vacía.

—Una cabeza y media más alto que yo —respondió Morik—. Quizás dos.

El Tuerto lanzó una mirada a su compañero pirata, que era un tipo realmente curioso. El hombre llevaba el pelo negro recogido en un moño y tenía toda la cara y el cuello tatuados, al igual que cada centímetro de piel que enseñaba —que no era poca—, porque todo lo que llevaba era una especie de faldilla de piel de tigre. Morik siguió la mirada del Tuerto y un escalofrío le recorrió el espinazo; aunque no sabía nada de cierto de su compañero, había oído rumores sobre aquel «hombre», Tee-a-nicknick. El pirata era sólo medio humano, y la otra mitad era qullan, una raza poco común de feroces guerreros.

—El Duende del Mar está atracado en el puerto —dijo el Tuerto a Morik. El rufián hizo un gesto de conformidad; había visto la goleta de tres mástiles de camino a la sórdida cantina.

—Llevaba una barba que le llegaba justo hasta la mandíbula —añadió Morik, tratando de dar una descripción lo más completa posible.

—¿Se sentaba muy derecho? —preguntó el pirata tatuado.

Morik miró a Tee-a-nicknick como si no lo entendiera.

—¿Se sentaba en la silla con la espalda muy erguida?

—aclaró el Tuerto adoptando la pose—. ¿Como si se hubiera metido un palo de escoba por el culo que le llegara hasta la garganta?

—Sí y era alto —respondió Morik, que sonrió al tiempo que asentía.

Los dos piratas intercambiaron otra mirada.

—Diría que era Deudermont —dijo el Tuerto—. Ese perro. Daría una bolsa de oro por tener la oportunidad de rebanarle el gaznate. Ha mandado a pique a un montón de amigos y nos ha hecho perder a todos una verdadera fortuna.

El pirata tatuado demostró su aquiescencia colocando encima de la mesa una bolsa llena a rebosar de monedas. Entonces Morik se dio cuenta de que todo el mundo se había callado de repente y de que todos los ojos estaban posados en él y sus dos depravados compañeros.

—Vaya, Morik, ya veo que te gusta lo que ves —comentó el Tuerto señalando la bolsa—. Bueno, la tendrás, y apuesto a que diez más como ésta. —El pirata se levantó de un brinco y la silla en la que estaba sentado cayó hacia atrás—. ¿Qué me decís, compañeros? —gritó—. ¿Quién da una moneda de oro, o diez, por la cabeza de Deudermont del Duende del Mar?

En el tugurio resonaron vítores y se oyeron muchas maldiciones contra Deudermont y su tripulación de asesinos de piratas.

Morik apenas las oyó; estaba demasiado absorto en la bolsa de oro. Deudermont había buscado a Wulfgar. Sin duda, todos los hombres que estaban allí, y cientos más de la misma ralea, darían más monedas. Deudermont conocía bien a Wulfgar y confiaba en él. ¿Mil piezas de oro? ¿Diez mil? Morik y Wulfgar podían llegar hasta Deudermont fácilmente. Las posibilidades eran tan enormes que la codiciosa mente del ladrón le daba vueltas.