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—¿Sabes una cosa, Miren? Era un marido espantoso —suspira mi abuela.

Estamos contemplando cómo bajan el ataúd (un lecho de muerte en el que se ha invertido una gran suma de dinero con el único objetivo de que se quede bajo tierra; cerraduras y bisagras de oro, interior de seda acolchada y relleno de lavanda, que calma a los muertos, y juntas selladas con un adhesivo sobrenatural sobre el que han cantado varios hechizos), cada vez más abajo, y venga a bajar, hasta la cripta que hay bajo el suelo de la capilla. Los portadores han atravesado el laberinto pintado del sendero del peregrino que decora el pasillo hasta llegar al gran espacio vacío y oscuro que hay frente al altar. Han levantado las losas para poder dejar a mi abuelo Óisín en lo que podemos llamar su lugar de descanso. Algunas de las baldosas del mosaico —sirenas, barcos y cosas con alas que, en la penumbra, podrían asemejarse a ángeles— se han roto. Alguien (Malachi) ha pecado de descuido. Espero que la abuela no se dé cuenta, aunque no estaría de más. Alguien (Malachi) acabará afrontando lo que ha pasado, ya sea hoy o mañana; o quizá más adelante, si la abuela ha decidido reservarse el pecado para un momento en que el impacto y el alboroto sean mayores.

Nadie se ha preocupado de encender las velas de la araña de madera que cuelga sobre nuestras cabezas —otro descuido—, pero la luz del día baña de color el lugar a través de las vidrieras abovedadas. Con todo, los ojos aún se tienen que acostumbrar a la penumbra, y sigo esperando que alguien tropiece con algo, con lo que sea, probablemente con sus propios pies. Hace frío, para variar; es lo que tiene estar rodeados de fría piedra. Me llega un aroma a mar y moho por debajo de las bocanadas de incienso. Rodeó a mi abuela con el brazo porque está tiritando, pero puede que se deba a su avanzada edad; noto los músculos debajo del vestido, ejercitados tras años nadando a diario en el mar. No se olvida ni una sola mañana: nadó el día que mi abuelo murió y ha nadado hoy, el día en que lo ponemos bajo tierra. Aoife O’Malley me mira de reojo y apenas tolera el gesto —somos casi igual de altas y la edad no la ha encorvado lo más mínimo—, pero no muevo el brazo, tanto por incordiarla como para entrar en calor, por poco que sea. Además, notó los ojos de todos los familiares posados sobre nosotras y, por arisca que sea mi abuela, quiero protegerla de aquellos que piensen que los años la han debilitado y convertido en una presa fácil.

El sacerdote llega a regañadientes para despedirse del viejo y entona sus oraciones, aunque a mí me suenan a divagaciones. Hubo una vez en que nos habríamos asegurado un obispo de Breakwater, como mínimo; también habría aceptado a regañadientes, no nos vamos a engañar, pero nuestra familia era mucho más valiosa y no se habrían atrevido a negárnoslo. Pero ahora… Un perro de Dios de baja estofa con medias lunas negras bajo las uñas, olor a alcohol y a tierra y una delicada capa de caspa en los hombros, como si el invierno se hubiera adelantado. Farfulla sus oraciones como si temiera que el dios que ha elegido pudiera castigarlo por haber asistido al oficio, por poner a Óisín O’Malley bajo tierra, como si buscara su aprobación. Aunque tampoco es que queden ya demasiados hombres de Dios entre los que elegir en Breakwater, independientemente de tu estatus.

—Era un marido espantoso, ¿sabes? —repite Aoife, como si chocheara, pero a estas alturas sé que lo mejor es asentir.

Lo de mi abuela es pura fachada: la anciana indefensa que acaba de quedarse viuda. Viuda de un marido espantoso, sí, pero sin perder la oportunidad de recordar a los que puedan oírla que lo echará espantosamente de menos, porque, a pesar de todo, es una buena mujer. Ante la adversidad marital, ella, Aoife O’Malley, hizo todo lo posible por ser una esposa tierna, cariñosa, considerada y respetuosa.

Y eso es precisamente lo que no fue. Aunque, como digo, no soy lo bastante necia como para contradecirla delante de los demás. Por mucho que podamos reñir cuando estamos a solas, le soy leal en público, pase lo que pase. Todos estos parientes de las ramas secundarias de la familia han hecho acto de presencia para ver qué pueden sacar de la muerte del viejo. Y no son O’Malley de verdad, de los puros; el linaje se ha mezclado y combinado, como en mi caso, a raíz de matrimonios con hombres y mujeres que no eran de la familia. La sangre se ha diluido. Aunque, sinceramente, y por mucho que le duela a mi abuela, el cruce era imprescindible. ¿Cuántas veces puede doblarse sobre sí mismo un linaje antes de dar como resultado un monstruo? Sabe Dios que no sería la primera vez, y que Malachi me ha susurrado que en las profundidades de la tierra hay ataúdes con formas extrañas, ocultando secretos que nadie más querría guardar.

Pero Aoife es una O’Malley por partida doble: nació O’Malley y se casó con uno. Es una O’Malley pura, de doble sangre, el omega. El resto somos seres inferiores, vástagos con un flujo en las venas tan diluido que apenas importa. Pero yo crecí en esta casa y soy la nieta de Aoife; estoy un peldaño por encima de los demás.

Sin embargo, ella es la última del linaje puro.

El clérigo retoma los balbuceos mientras los primos más fuertes le siguen, cargando con el ataúd de caoba en el que descansa Óisín (de una longitud especial para poder adaptarse a su altura, algo que se ha añadido al coste) de camino a las profundidades. Veo la espalda firme y los hombros anchos de Aidan Fitzpatrick bajo el abrigo, y un pelo tan rubio y reluciente que incluso es posible verlo en la oscuridad mientras descienden. Finn O’Hara va a su lado, y la diferencia de altura provoca que el paso sea algo torpe. Pienso en Óisín inclinándose dentro de la caja, presionando el forro acolchado, aunque nunca lo sabrá. Detrás de ellos van los gemelos Monaghan, Darah y Thomas; y, en la parte trasera, dos primos tan lejanos que ni siquiera me acuerdo de sus nombres. Al menos tienen pinta de O’Malley. Los otros son rubios o pelirrojos, con la piel cetrina o llena de pecas, algo que los delata. O los delataba, porque ahora mismo los O’Malley puro son minoría.

Aoife y yo somos las únicas personas sentadas en el primer banco, aunque haya espacio más que de sobra en la parte trasera de la humilde capilla. Nadie se ha atrevido a sentarse a nuestro lado, ni siquiera en el banco que hay al otro lado del pasillo. No sé si han querido evitar acercarse a Aoife, o si nadie ha querido estar demasiado cerca del ataúd de Óisín por si al viejo le diera por levantarse y mandar a todo el mundo a su casa a gritos; probablemente se deba a una combinación alquímica de las dos.

¿Yo? No tienen razones para evitarme; no hay nada en mí que pueda darles miedo.

Creo que, en general, la gente ha venido para asegurarse de que Óisín se ha muerto de verdad, y eso es algo que puede hacerse desde una distancia prudencial. Conozco muy bien sus errores, pero echaré muchísimo de menos a mi abuelo. Me enseñó todo lo que sé sobre el mar y su carácter, sobre barcos, negocios y todas las supersticiones que han heredado los marineros. No soy una ilusa: si hubiera tenido hermanos, o si mi madre hubiera tenido hermanos, difícilmente habría recibido la educación que me ofrecieron. Por desgracia, lejos quedan los días en que el poder de las mujeres O’Malley era incuestionable. Aoife es una criatura inusual, una fuerza de la naturaleza; mi abuela, una persona a la que no podría interesarle menos que los demás le digan lo que tiene que hacer, pero incluso ella ha tenido que agachar la cabeza y ceder de vez en cuando.

Creo que, algunos días, Óisín se sentía solo y apreciaba mi compañía, tanto en su estudio como en los viajes que hacía al rompeolas para inspeccionar las embarcaciones y el cargamento. Le gustaba llevarme a comer a su club favorito y hacerme preguntas sobre las mareas, los nudos y las rutas de comercio. Ojo, que si me equivocaba ya podía prepararme para una buena, y acababa yéndome de allí teniendo muy claro que era una total y absoluta decepción. Pero, después de las primeras broncas, entendí que lo que tenía que hacer era no equivocarme. En el bolsillo noto el peso de su daga y el mango con engastes de madreperla, el que me dio antes de acostarse por última vez.

—Era un marido espantoso —suspira Aoife de nuevo, ahora más alto por si alguna de las personas de la parte trasera de la capilla no la ha oído.

La tercera vez es un sortilegio: lo ha convertido en un hecho que divulgarán allá donde vayan todas las personas cuyos oídos alcance aquella afirmación. Aoife O’Malley siempre ha creído que la verdad es lo que ella designe como tal.

Esta vez sí respondo.

—Sí, abuela.

Siento una punzada de deslealtad, pero Aoife es la persona con la que toca vivir a partir de ahora. Me he quedado sin protección, aunque la protección no fuera más que producto del deseo de Óisín por enfrentarse a su mujer.

Los portadores parecen llevar muchísimo tiempo ahí abajo, y ya ni siquiera se oyen los quejidos rítmicos de las oraciones del perro de Dios. Aguzó los oídos, atenta al sonido de las botas sobre los escalones, o al de la madera sobre la piedra mientras introducen el ataúd en uno de los nichos, tal vez alguna que otra tos producida por el aire viciado de una tumba que hace quince años que no se abre, desde que mi madre murió por unas fiebres, apenas una semana después de mi padre.

Aguzó aún más los oídos, y sigo sin oír nada. Intento evitarlo, pero la ausencia hace que el corazón me lata con fuerza. Me imagino que todo el mundo lo oye, pero Aoife no se gira hacia mí, no hace gesto alguno. ¿Qué estará pasando ahí abajo? ¿Habrán bajado demasiado? ¿Habrán cambiado las escaleras? ¿Habrá aumentado el número de escalones, la profundidad? ¿Les estarán dando la bienvenida a mis primos a un lugar inexplicablemente cálido? Por inercia, me llevó la mano a la pendiente de la garganta y noto la gruesa tela de mi vestido de cuello alto y el cálido bulto de metal que hay debajo: el collar de plata con la campana de a bordo grabada con lo que podrían ser vieiras o escamas. Aoife también lleva uno, y dice que mi madre también lo tenía. Como todos los primogénitos.

«Escucha, escucha, escucha…»

La delicada cabeza de Aoife se gira hacia mí y me mira a través del grueso velo de encaje. Me doy cuenta de que le he estado apretando los hombros. Me aparto y fuerzo una sonrisa a través de mi propio velo, que no es tan grueso como el suyo; a fin de cuentas, tengo menos que ocultar.

¡Pasos, por fin! Como si hubieran estado esperando a que me relajara. Los primeros emergen de dos en dos; ¿están más pálidos que cuando han entrado? ¿No está Darah algo mareado? Thomas está resollando, ¿habrá soltado al fin el aire después de haber estado conteniendo el aliento mientras estaban abajo? El único que parece indiferente es Aidan: tenían un trabajo que hacer y se ha encargado de cumplir con su parte. Nada más.

Tiene la altura de la familia, pero es lo único. Pelo rubio y ralo, ojos azules y, debajo de la carísima levita hecha a medida (solo los verdaderos O’Malley se han visto castigados con aquella vergonzosa pobreza), está luchando contra el sobrepeso. A sus treinta y tantos años, solo será capaz de contenerlo si mantiene la actividad física diaria: montar a caballo, el boxeo, los paseos por las colinas, recorrer las cubiertas de los barcos que posee. Mira a Aoife, pero no a mí; aunque, de nuevo, raramente me dice algo más allá del «hola» o el «adiós» reglamentarios, como si siguiera siendo una cría, la prima pequeña, casi invisible, por suerte. Estoy acostumbrada y no me importa. Intercambian un gesto de cabeza y él vuelve a la segunda fila de bancos, donde lo espera su hermana Brigid, una examiga mía, con sus ojos pálidos, sus delicados rizos y su frágil barbilla. Me imagino sintiendo el calor de su mirada en la nuca, pero es posible que no sean más que fantasías mías. Los otros se reparten por la parte trasera de la capilla.

El sacerdote entona una última bendición y nos insta a que marchemos en paz. Aoife no tiene tiempo que perder; avanzamos por el pasillo a pago ligero, algo que debería reconsiderar teniendo en cuenta su apariencia de frágil viuda doliente. Le aprieto el brazo y capta el mensaje al instante. Reduce el ritmo y sus pasos se vuelven más pequeños, más lentos, muy distintos de esas largas zancadas que dejarían en ridículo a hombres con la mitad de su edad.

Nos siguen los familiares y el resto de los asistentes. Echo un vistazo por encima del hombro y los observo a través del encaje negro, caminando tras nuestra estela como olas bien entrenadas, como si temieran que nos pudiéramos escapar si no salen corriendo tras nosotras.

—Nos queda solo una última prueba —murmura Aoife.

—Sí, abuela —contesto, pero estoy pensando: «¿Y luego qué? ¿Cómo seguimos adelante? ¿Cómo volvemos a nuestros bordados y a la lectura, controlando a las tres familias de aparceros y a Maura y Malachi, atendiendo el jardín de hierbas y poniendo a prueba sus propiedades, cabalgando esas reliquias de caballos, caminando por la orilla del mar, apañándonoslas un día tras otro? ¿Cómo?».

Y debo admitir que también me baila por la mente la idea de que ahora solo falta Aoife, y que cuando se vaya podría marcharme de Edén del Trasgo y dejar atrás todas las obligaciones de aquel lugar y el nombre O’Malley.

* * *

—Miren, cariño, ¿cómo está nuestra queridísima Aoife? ¿Lo lleva bien? —me pregunta la tía Florence Walsh, que en realidad no es más que otra prima, pero es tan vieja que es fácil llamarla «tía».

Es una persona baja y oronda, pero la grasa le ha esquivado el rostro, así que está arrugada y tiene los pómulos hundidos. Vestida toda de negro, parece una ciruela pasa coronada por un cabello plateado con el aspecto suave de una nube. Por experiencia puedo decir que nada más lejos de la realidad: se lo toqué cuando era pequeña, esperando que fuera como algodón de azúcar, pero me encontré con una cosa áspera, seca e hirsuta. Me pasé días con la sensación de tener fragmentos clavados en los dedos, y me llevé un bofetón por mi atrevimiento que jamás olvidaré.

—Está muy bien, tía. Gracias por preguntar, eres muy amable.

Nada más lejos de la realidad. La arpía es varios años más joven que Aoife, pero parece mayor. Creo que en su cabeza se ha montado una carrera para ver quién sobrevive a la otra; me pregunto cuántas personas más habrán hecho sus propias apuestas. Yo sé por quién apostaría, si tuviera dinero.

—Se adapta a todo, esta Aoife; seguro que sobrevive a lo que la vida le eche encima.

La tía Florence alarga el brazo y me toca los pequeños volantes de la manga, como si estuviera valorando su calidad. Este vestido es viejo, verdea ya por los años y ni siquiera es mío, sino de mi madre, creo, y fue el que llevó al funeral de sus abuelos. Sospecho que perteneció a dos o tres O’Malley más antes que ella. El estilo es arcaico, pero lo único que importa es que es negro; Maura le cogió un poco la cintura, puesto que soy más esbelta que Isolde. Por un momento, valoro la posibilidad de darle un manotazo para apartar de mí aquellas patas de araña, una venganza pospuesta demasiado tiempo, pero probablemente le rompería los huesos. No puedo negar que no me tiente.

—Y con recursos. ¡Mira todo esto!

Hace un gesto hacia el banquete de comida y bebidas que han preparado en el gran salón en el que antiguamente celebrábamos bailes, cuando aún podíamos permitirnos esa clase de entretenimientos. Los muros están ocupados por aparadores y las mesas forman una hilera en el centro; todas están cargadas de provisiones. Todo (bueno, al menos en esta sala) lo han limpiado, pulido y ordenado las cuatro doncellas que Aidan Fitzpatrick nos ha «prestado» en un inusual gesto de atención a sus deberes para el último oficio por mi abuelo. Tanto Aoife como yo nos hemos acostumbrado a una capa general de polvo la mayor parte del tiempo, y mi abuela incluso ha aceptado que Maura ya es demasiado vieja para hacer algo más que pasar un trapo con desgana por las superficies que tiene más a mano. Los ojos azul hielo de Florence se le iluminan cuando contesta:

—Es toda una sorpresa, teniendo en cuenta lo apretado que tiene el bolsillo.

—Mi abuela puede ser muy persuasiva cuando se lo propone, tía, como tú y el tío Silas bien sabréis.

Se rumoreaba que al marido de Florence, muerto hace tiempo y llorado por muy poca gente, le habían convencido para que soltara una parte importante de su patrimonio poco antes de su muerte, y jamás se lo habían devuelto; Aoife también le había convencido de que añadiera al testamento la condonación de la deuda. Y corrían muchos otros rumores sobre la facilidad que tenía ella para manipularlo. Aoife tiene recursos, tal como ha apuntado Florrie. Y muy poca piedad.

Mi tía tuerce el gesto; la expresión benigna que tantos esfuerzos le cuesta mantener no puede resistirse a la maldad que lleva dentro y que lucha por salir a la superficie como una gran criatura marina. Un fugaz destello. No le tengo miedo, pero durante un instante me tiemblan las piernas, quizá porque en ese momento Florece me ha recordado a Aoife. No en las facciones, no, sino en las malas intenciones.

—Llevas su sangre, eso está claro —comenta, y suena como una maldición. Esboza una sonrisa—. Me alegro de que esté bien. Cuídate, Miren.

La tía Florence se aleja lentamente, y yo la observo mientras se abre paso por la multitud de cuerpos vestidos de negro. Se detiene aquí y allá para decir algo, para tocar a alguien. Algunas personas se apartan; otras se acercan.

La muchedumbre parece haberse reducido, aunque dudo que sea porque alguien se haya marchado; de todas formas, los que tengan pensado volver a Breakwater antes de que caiga la noche deberían irse pronto. Habrá familiares rondando por la casa, obviamente, extendiéndose como telarañas de ala en ala para ver qué encuentran. No siempre tienen la oportunidad de visitarla, y mucho menos hoy día; con el paso de los años, han ido recibiendo menos invitaciones para cenar. Con suerte, no robarán nada; y no porque necesiten robar, sino porque así pueden alardear del recuerdo en el futuro. Les va a costar horrores encontrar algo de valor; ni siquiera se ha conservado la numerosa colección de objetos de plata —jarrones, bustos, platos, cubiertos, manijas, jarras, cálices y demás—, vendidos a lo largo de las décadas para pagar las facturas. El único que ha ido llamando con una cierta regularidad ha sido Aidan Fitzpatrick, para preguntar por la salud de Aoife y Óisín y comprobar si necesitaban algo; pero, hasta donde yo sé, nunca les ha proporcionado nada significativo. Lo justo para mantener a raya a los agentes de impuestos, pero no lo suficiente como para rescatarles.

Para rescatarnos.

Florence desaparece de mi vista y yo vuelvo a centrarme en el festín. ¿Cuántos acreedores atraerá todo esto a nuestra puerta? ¿Cómo ha podido convencer Aoife a nadie para que le extiendan el crédito? Las dos sabemos que no sobrará nada cuando se lea el testamento de Óisín. Con suerte conservaremos la casa, pero tendremos que vender los últimos barcos para cubrir lo que se debe.

Por no mencionar los impuestos de sucesión.

Antes habríamos sabido a cuánto ascenderían, qué porción, pero ya no hay consejo que lo decida. Ya han pasado cuatro años desde que una mujer llegó a Breakwater y tomó el mando. La congregación de hombres que la habían gobernado habían ido muriendo poco a poco, por motivos naturales o por accidente —o eso decían—, y aquellos que quedaban se conformaban con beneficiarse del nuevo orden de Bethany Lawrence. Tiene los dedos sobre el pulso de la ciudad, y es capaz de acelerarlo o detenerlo por completo allí donde ejerce presión. Las historias que oímos de los buhoneros que viajan a lo largo y ancho de estas tierras afirman que tiene a la Reina de los Ladrones cubriéndole la espalda (sensato), y que recauda impuestos, sobornos y diezmos con la misma firmeza que la Iglesia y el Estado en su momento (según las malas lenguas, también tiene al arzobispo comiendo de su mano, y acepta cualquier migaja que le pueda lanzar). Ojo, que también dicen que la ciudad está limpia y bien gestionada. ¿Qué podría llegar a exigirnos? Corren rumores de que las familias ricas de Breakwater han acabado proporcionándole bien dinero o bien favores cuando hay una herencia en el horizonte, y a veces ambas cosas. Me parece el tipo de acuerdo que los O’Malley podrían haber llegado a pactar, pero no es una de nosotros. Ni Aoife ni Óisín han tenido contacto con ella, y ella tampoco se ha dirigido a ellos en persona o a través de intermediarios; una clara muestra de lo insignificantes que somos ahora es que ni siquiera los depredadores nos prestan atención. O tal vez, y solo tal vez, aún conservemos parte de nuestra reputación, ecos de un pasado que disuade incluso a los poderosos.

Tal vez nunca lleguemos a saber de ella. Tal vez nuestra pobreza sea tan extrema, tan conocida, que a nadie se le ocurriría exigirnos nada. De ilusión también se vive.

—Señora, ¿sacamos más salmón?

Una de las doncellas prestadas se me acerca por detrás. Yo niego con la cabeza

—No, que encima se animarán a quedarse más rato.

La muchacha sacude la cabeza, hace una reverencia y se marcha. Pronto habrán desaparecido todos estos familiares que han acudido a ver lo que encuentran, no a ofrecer consuelo en tiempos de necesidad, sino tan solo a celebrar que no son ellos los que han acabado bajo tierra.

Me acuerdo cuando me sentaba junto a Óisín pocos días antes de que llegara la parca. No había ninguna mujer pálida y lastimera en la ventana, ni tampoco arreció una tormenta cuando murió; eso solo ocurre cuando fallece una mujer, aunque nadie sabe por qué, o al menos no lo dicen. Recuerdo a mi abuelo volviéndose un chiquillo asustado, encogido sobre sí mismo en el enorme colchón donde nuestras matriarcas y patriarcas han dado a luz, dormido y muerto. Lo recuerdo llorando porque nadie lamentaría su muerte, un deseo repentino, la necesidad de unos afectos a los que él nunca había sido demasiado proclive. Y me pregunté por eso, por el hecho de que anhelara no la absolución de sus pecados, que seguramente deben estar numerados en un libro muy grande, sino amor.

Sí, pronto todos se habrán marchado y nos quedaremos a solas Aoife y yo, deambulando por Edén del Trasgo mientras se descompone a nuestro alrededor, y Maura y Malachi con un pie en la tumba. Y, aun así, no veo el momento de que la puerta se cierre a sus espaldas; por mucho que lo intente, no soy capaz de imaginarme cómo evolucionará mi vida a lo largo de las próximas semanas y meses. Será como capear un temporal, supongo, aunque extrañamente calmado: «Tú agárrate —solía decir Óisín, y ahora todavía oigo su voz—. Agárrate a lo más sólido que tengas a mano». El mantra de un lobo de mar. Era lo que me repetía siempre que Aoife me llevaba a nadar al mar.

Y, de repente, tomo conciencia del agujero que tengo en el estómago: echaré de menos al viejo. Aprieto los puños, me los hundo en la barriga y parpadeo para contener las lágrimas mientras subo los escalones, veinte, treinta, hasta llegar a los ventanales del extremo opuesto del salón de baile. Si tengo alguna certeza es que ni el amor ni el odio son emociones simples.

Algunos primos intentan hablarme, pero paso por su lado como si no les hubiera oído y acaban desapareciendo. Finalmente me planto delante de la hilera de cristales con forma de rombo y miro al exterior.

El descuidado jardín brilla con un verde intensísimo y se extiende en delicadas ondas hasta las colinas. El cielo y el mar están grises; la ilusión óptica hace que parezcan estar cosidos el uno al otro, en un edredón de retales cuyas costuras apenas son visibles. Es como si el horizonte hubiera desaparecido; ¿qué pasaría si no existiera esa línea? La línea hacia la que todos nos dirigimos, conscientes de que jamás la alcanzaremos, pero atraídos hacia ella como un ave marina que sigue las rutas migratorias año tras año, vida tras vida.

Imagino el rumor de las olas porque no soy capaz de oírlas por encima del murmullo de voces, el tintineo de las delicadas tacitas de porcelana, el ruido de la gente masticando, los golpes secos de las botas sobre el suelo de mármol. Pero sé que acometen y se retiran con la constancia de los latidos del corazón, entre el silencio y el sonido que producen al romper contra los guijarros de la playa. El mero pensamiento me ayuda a calmarme, algo que no deja de ser curioso, teniendo en cuenta que cuando era muy pequeña me aterraba aquel ruido. «Todas las aguas del mundo confluyen, Miren —solía decirme Aoife—. ¿Qué sentido tiene que les tengas miedo?»

Era algo que, obviamente, ni me ayudaba ni me consolaba cuando me enseñaba a nadar lanzándome hacia el gélido mar. Así fue como aprendí, en contra de mi voluntad; no dejaba de tirarme al agua por inclemente que fuera el tiempo o lo mucho que yo llorara. Me arrojaba desde las rocas que emergían del agua (cerca de la cueva derrumbada) y yo me hundía. Las primeras veces, me rescataba; las siguientes, me abandonaba a mi suerte. Dejaba que cayera a plomo durante tanto tiempo que yo creía que me ahogaría, y me daba cuenta de que la única forma de sobrevivir era salvarme con las largas brazadas y poderosas patadas a las que recurría la propia Aoife. Llevo años preguntándome si me habría dejado morir al final… o si de haber esperado un segundo más se habría lanzado al agua a por mí y sacado de entre las olas sus esperanzas y futuro en forma de una cría de tres años aterrorizada que no paraba de toser y de escupir.

«Agárrate a lo más sólido que tengas a mano», decía Óisín, pero tardé mucho tiempo en comprender que lo que quería decir era que solo podía confiar en mí misma: era lo único sólido en aquel airado mar.

No sé cuánto tiempo paso mirando por la ventana, pero dejo de ensoñar al divisar dos figuras caminando por la hierba. Por la dirección que siguen deben de haber entrado por la puerta trasera, y se dirigen al lugar en el que una vez hubo fugazmente una iglesia. Una va ataviada con un largo vestido negro de luto y el viento le sacude el velo, que ella se recoloca con irritación y le vuela por detrás como si de un ala se tratara.

—¿De qué estarán hablando?

No me he dado cuenta de que Brigid se me había acercado. Es una mujer achaparrada de rizos rubios y ojos gris pálido, pero tiene una voz preciosa y canta cuando se lo piden. Nadie le ha pedido que cantara para la despedida de Óisín. De hecho, no ha cantado nadie.

Miro de reojo a mi prima. Tiene las mejillas sonrosadas, como si estuviera molesta o avergonzada, o hubiera tenido que reunir todo el coraje posible para hablarme o temiera que no le respondiera. No somos amigas. Ya no, pero lo fuimos. Cuando Óisín aún dirigía la oficina de Breakwater, antes de que se la vendiera a Aidan, yo solía visitarlo con Brigid. Y a veces también venía a Edén del Trasgo y jugábamos. En aquel momento, poco importaba que no fuera una «verdadera» O’Malley; yo ignoraba el desprecio que expresaba Aoife por las ramas inferiores. Así estuvimos varios años, y yo la consideraba mi mejor amiga. Pero cuando te van alimentando con las migajas del rencor y el orgullo, cuando pierdes la confianza en alguien…

—No lo sé —contesto y, porque al menos a mí no me avergüenza lo más mínimo, añado—: Puede que de un préstamo.

—Sabes que esta casa se caerá, ¿verdad?

No hay malicia en su voz, sino más bien tristeza, como si hablara de una mascota vieja que está a punto de morir.

—Ya lo sé.

Y luego contemplamos a las dos figuras del exterior en silencio. Aoife es casi tan alta como Aidan; habla con avidez, gesticulando con las manos. Veo su expresión: astuta, cauta, hambrienta e inteligente. Y Aidan, que la escucha con atención, se parece un poco a ella. Cuando él abre la boca, las facciones componen a una criatura distinta, el hijo de una sangre diluida, y luego ambos rostros se pierden de vista al cambiar de dirección y dirigirse hacia el horizonte invisible, hacia el viento que arrastra consigo el aliento de una tormenta.