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LA REGENCIA Y LA PRIMERA GUERRA CARLISTA

EL CARLISMO COMO FENÓMENO CONTRARREVOLUCIONARIO

Dos días después de la muerte de Fernando VII, su hermano Carlos María Isidro lanzó un manifiesto reivindicando sus derechos a la Corona de España. El día 3 de octubre se produjo el levantamiento carlista en Talavera, principio de una guerra civil que iba a durar hasta mediados de 18401.

Brotes de insurrección carlista los hubo en casi toda España. Y fue evidente, incluso para los propios liberales, que gran parte de la población compartía los supuestos defendidos por los partidarios de don Carlos. En este sentido, es significativo que el embajador británico Jorge Villiers —más conocido como lord Claredon— señalara en su correspondencia privada que «la gran masa del pueblo es honrada, pero es carlista; odia todo lo que suene a gobierno liberal»2.

El carlismo fue, en la mayoría de sus aspectos, la continuación de los movimientos realistas del período fernandino. El pretendiente contó con el apoyo de los sectores sociales que volvían a sentirse amenazados por las reformas liberales: campesinos ligados a la estructura de la propiedad en los territorios vinculados a los privilegios forales, artesanado, clero rural, la pequeña nobleza de situación económica inestable, etc. Llama la atención que el grueso de la alta nobleza no apoyara a don Carlos y que en la práctica llegara a ser uno de los soportes de la monarquía constitucional de María Cristina y luego de Isabel II. La razón es, sobre todo, de carácter económico. Como advierten Ángel Bahamonde y Jesús Martínez,

[…] no quiere decir esto su aplicación decidida al bando liberal, pero sí un prudente compás de espera y de plena convicción de que la redefinición de la propiedad en términos de mercado iba a asegurar una reproducción saneada de su posición patrimonial. Situación muy diferente a la sentida por las pequeñas casas nobiliarias que apoyan al carlismo, cuya valoración de los hechos era opuesta a la gran nobleza terrateniente. Es decir, el mantenimiento de mayorazgos y del conjunto de los privilegios como signos principales de estatus del que emanan unas formas de vida. Cabría hablar de resistencias a la mercantilización del estatus3.

Los carlistas consiguieron construir un Estado en las provincias vasco-navarras y en amplias zonas de Cataluña, Aragón y Valencia. El Estado carlista se organizó desde arriba tomando como modelo las instituciones típicas de la época de Fernando VII, con sus Secretarías de Despacho y de Estado, mientras que el rey seguía teniendo un poder absoluto4. Internacionalmente, contó con el apoyo de las monarquías absolutas de la Santa Alianza, esto es, Prusia, Rusia y Austria.

La oposición al liberalismo

Desde un punto de vista ideológico, el carlismo se movió dentro de unos principios sumamente vagos, genéricos y abstractos, a partir de los cuales no parece que pueda precisarse la existencia de una doctrina política coherente, sino más bien la adopción, en muchos casos, de unas actitudes mentales prerreflexivas, de oposición radical a las reformas liberales que iban perfilándose. Como señala una historiadora proclive al carlismo, «los portavoces del carlismo se explayaron más después de la guerra que durante la contienda. Aun así, mostraron la tendencia general del tradicionalismo español a rehuir de los tratados teóricos de filosofía política. Continuaron la tendencia realista de plantear temas políticos en términos de precedentes históricos y de cuestiones candentes del día»5. Hecho que, por otra parte, no pasó desapercibido al propio Metternich y a las demás Cortes europeas que apoyaron su causa, que llegaron a pedir en numerosas ocasiones que el pretendiente manifestase claramente cuáles eran los principios en que pensaban basarse en caso de ganar la guerra. Sin embargo, don Carlos no cedió a las presiones que se le hacían en ese sentido6.

El carlismo contó con algunos órganos de expresión, como La Gaceta Oficial —luego Boletín de Navarra y de las Provincias Vascongadas—, El Restaurador Catalán, Boletín del Ejército Real de Aragón, Valencia y Murcia, etcétera7, dirigidos, por lo general, por eclesiásticos «con formación intelectual, una retórica de seminario mayor y muy poco contacto, ni voluntad de él, con las doctrinas ilustradas»8. Destacaban el presbítero Miguel Sanz y Lafuente, director y redactor de la Gaceta Oficial y rector de la Universidad de Oñate, donde impartió varias asignaturas9; Vicente Pou y Magín Ferrer.

Nacido en un pueblo de Gerona en 1792, Vicente Pou fue profesor en la Universidad de Cervera, amigo de Jaime Balmes y autor de algunos folletos, como Carlos V de Borbón: rey legítimo de las Españas, donde defiende la existencia de la «constitución interna» española, una visión orgánica de la sociedad que se manifiesta en la diversidad regional, el particularismo estamental y la soberanía absoluta del rey10.

Por su parte, Magín Ferrer y Pons nació en Barcelona en 1792 y ejerció como profesor de Teología. Su obra principal fue Las Leyes Fundamentales de la monarquía Española según fueron antiguamente y según sean en la actualidad, publicada una vez terminada la guerra en 1843. En esta obra, el mercedario catalán propone una monarquía absoluta hereditaria, basada en el catolicismo, con existencia de un Consejo Real y unas Cortes estamentales. Igualmente, propugna la conservación del sistema foral vasco-navarro y su extensión al resto de España11.

Como puede verse, en los escritos carlistas se perciben ecos de las ideas defendidas por los realistas de las Cortes de Cádiz, como Borrull, Inguanzo o Alvarado, y por el «Manifiesto de los Persas». En este sentido, el carlismo se caracterizó por una decidida oposición al pensamiento ilustrado y liberal, por su defensa de la religión católica y de una monarquía absoluta vagamente limitada por unas Leyes Fundamentales del reino. Así pues, sus principales eslóganes eran «Rey y Religión» y «Altar y Trono», mientras que los liberales eran identificados como los «enemigos de Dios, del Rey y de la Patria»12.

Por ello, la génesis de la guerra civil no era interpretada únicamente —ni tan siquiera en primer lugar— como un pleito sobre la legitimidad de origen: era, ante todo, una lucha ideológica, social y política en torno a la defensa de un determinado modelo de sociedad: «[…] esta guerra no es simplemente de sucesión, pues tiene el carácter de una guerra de principios, y que no solo combatimos al trono de Isabel, sino también a la revolución que le sostiene: a la revolución con la cual jamás ha hecho las paces el acreditado realismo de Navarra y las Provincias»13.

El modelo social continuaba siendo el estamental, apoyado en un sector de privilegiados —nobleza y clero—, al que correspondía la dirección del Estado. Los estamentos no privilegiados carecían de función política, pero se encontraban bajo la protección de un monarca paternal, iluminado por las esencias católica: «Si nosotros somos más felices, si gozamos de las dulzuras de un gobierno paternal, no es a las sectas, ni a la filosofía, sino a la religión católica a la que debemos este bien incalculable»14.

La bestia negra del carlismo fueron, sobre todo, los conservadores liberales, los moderados, los «jovellanistas», «gentes desairadas, de ambiciones no satisfechas, del egoísmo, que no quieren renunciar a la opulencia y al descanso, aunque sea el del sepulcro», que «proscribieron al rey legítimo con el objeto de establecer una aristocracia insubsistente»; «esa bandería jovellanista que tiene alborotado todo el país que domina la revolución y que ocupa casi completamente las columnas de los periódicos, de la anarquía, pretendiendo dominar a las demás»15. Las instituciones propuestas por los conservadores liberales —Estatuto, Senado, Congreso— no eran sino «asambleas tabernarias, donde se ha proscrito la sensatez, la prudencia, la circunspección y hasta la civilidad y el decoro». La división de poderes era calificada de «delirio, y un delirio que ha cubierto de sangre la mitad del mundo conocido, y cuyo ensayo dará que llorar por largo tiempo a las generaciones futuras»16.

Igualmente caracterizó al carlismo un fuerte rechazo de la industria y un agrarismo militante, teñido la mayoría de las veces de sentimientos fuertemente anticapitalistas. El carlismo se definió negativamente, a lo largo de toda su historia, por el rechazo reiterado y consciente de la mayoría de los aspectos de la sociedad moderna y liberal: la extensión del Estado, la urbanización, el desarrollo de un universo técnico separado de la naturaleza, y por la voluntad de conservación de la sociedad agraria, de las corporaciones gremiales, el artesanado, etc.

La industria, pues, entregada a sí misma, sin sentimientos morales, como siempre sucede y sucederá bajo la influencia de la revolución, es opuesta al verdadero espíritu de un gobierno cualquiera. No reconoce más interés que el individual: los intereses de la sociedad se tienen en nada, y en menos que en nada los principios de orden moral que la sustenta17.

Su rechazo del proceso desamortizador fue total, sin paliativos:

Los bienes eclesiásticos no son propiedad de la nación: son única y exclusivamente de la Iglesia, que los adquirió por los medios más legítimos. Quizá ningún propietario en España puede presentar títulos más antiguos e incontestables. Cinco nada menos son los que puede alegar las comunidades religiosas, los cabildos y las iglesias: la donación voluntaria, las compras, la posesión inmemorial no contradicha ni turbada.

Y se denunció su objetivo, es decir, «saciar la codicia de especuladores hebreos», y se señalaban sus nefastas consecuencias sociales, al dejar «sin medios de subsistir un número inmenso de pobres, que sanos y enfermos eran mantenidos por los bienes de la religión»18.

Guerra y facciones

La guerra se concentró en territorio vasco-navarro, por una parte, y, por otra, en una extensa zona del este de la Península, que comprendía varias comarcas de Aragón, Cataluña y Valencia. Todas ellas zonas rurales, pues el levantamiento carlista no arraigó en las ciudades, ni siquiera en las del norte y Levante. Pamplona, Barcelona y Valencia estuvieron siempre en manos de los liberales, y por tres veces fracasó en su empeño de conquistar Bilbao el Ejército de don Carlos19.

Pero el carlismo suplió su crónica falta de recursos financieros y técnicos con la adhesión entusiasta de sus voluntarios. Débil en un principio, el movimiento fue adquiriendo vigor hasta convertirse en un peligro para el Gobierno de Madrid gracias al genio militar de Tomás de Zumalacárregui en el norte y de Ramón Cabrera en el Maestrazgo. En 1836, el general Gómez logró atravesar media España y regresar a territorio carlista con sus fuerzas a pesar de la constante persecución de la que fue objeto20. Y en mayo de 1837 se inició la gran expedición que llevó a don Carlos hasta las puertas de Madrid para, inexplicablemente, emprender la retirada. Desde entonces fue declinando el poderío carlista, pese a algunos éxitos parciales, mientras las fuerzas del Ejército liberal, cada vez más numerosas y mejor organizadas, se iban imponiendo en Navarra.

A partir de ese momento la desunión de las facciones carlistas se acentuó. De hecho, no hay que olvidar que el carlismo nunca fue un bloque monolítico. Carlos Seco Serrano aportó una Memoria policiaca de 1840, en la que se describía a los carlistas agrupados en tres bandos. En primer lugar, el de los transaccionistas, seguidores del general Maroto, que tendían a confundirse con los moderados y a casar al conde de Montemolín —hijo de don Carlos— con la reina Isabel. Un segundo grupo estaría formado por los apostólicos netos, como el arzobispo de Zaragoza, partidarios de la continuación indefinida de la guerra. Y un tercer grupo, el de los «realistas puros», que consideraban a don Carlos un estorbo para la realización de los principios monárquicos, «porque nunca quiso, o no le dejaron, gobernar con sujeción a las leyes», y que estaría dispuesta a unirse a Isabel II si el gobierno de esta se erigía en monarquía absoluta21.

El 31 de agosto de 1839 Maroto firmó con Espartero el Convenio de Vergara, y un año más tarde, Ramón Cabrera y sus seguidores se refugiaban en suelo francés. El 7 de julio de 1840, una proclama de Espartero anunciaba el final de la guerra civil.

Pero el Convenio de Vergara fue algo más que un mero pacto militar entre las fuerzas contendientes para negociar una rendición. Se trató de un compromiso entre dos ejércitos, mediante el cual cada uno de los firmantes se comprometía a ejercer su influencia personal para conseguir la conservación del régimen foral y la incorporación de las jerarquías carlistas al Ejército nacional, con el grado y antigüedad reconocidos por el pretendiente.

En definitiva, la guerra carlista condicionó la evolución del Estado constitucional, tanto en su estructura como en su funcionamiento, y recortó el alcance de todas sus reformas administrativas. La tutela militar y los fueros fueron las consecuencias más llamativas. Y es que, como señaló hace tiempo el profesor Julio Aróstegui, el carlismo, gracias a su fuerte arraigo social, fue capaz de contrarrestar eficazmente algunos de los proyectos liberales, suponiendo un importante dique a la consolidación de sus reformas en la sociedad, lo que, como tendremos oportunidad de ver, determinó —tras un eventual proceso de radicalización liberal— la asunción por parte del liberalismo, al menos en su variante moderada, de algunos de sus postulados ideológicos22.

Pero lo que resulta más fascinante en el carlismo es su longevidad, su capacidad de supervivencia a lo largo de más de un siglo, fenómeno sin parangón en la historia política europea. También que lograra articular una peculiar cultura política, basada en los usos y costumbres de la familia troncal, capaz de movilizar y de renovar su militancia en áreas geográficas concretas23. Finalmente, el carlismo, por debajo de las apariencias, lograría convertirse no solo en uno de los ejes de la vida política española, privando de hecho a la monarquía constitucional de una nada desdeñable porción de legitimidad social y política, sino, además, en uno de los centros de referencia de la identidad de las derechas españolas.

EL TRIUNFO LIBERAL

A la muerte de Fernando VII seguía vigente el real decreto de 15 de noviembre de 1832 que ratificaba «la monarquía sola y pura», es decir, el absolutismo. La reina gobernadora confirmó a Cea Bermúdez en el poder y firmó el 4 de octubre un manifiesto que este le propuso:

Yo mantendré religiosamente la forma y las leyes fundamentales de la monarquía, sin admitir innovaciones peligrosas, aunque halagüeñas en sus principios, probadas ya sobradamente por nuestra desgracia […]. Las reformas administrativas, únicas que producen inmediatamente la prosperidad y la dicha, que son el solo bien de valor positivo para un pueblo, sean la materia permanente de mis desvelos24.

Como sabemos, la fórmula política de Cea Bermúdez era el despotismo ilustrado. El primer nombramiento de envergadura de este Gobierno fue el de Javier de Burgos, en sustitución de Ofalia, en octubre de 1833, como ministro de Fomento. En su actividad como ministro, De Burgos iba a sentar las bases de la Administración pública española, que luego recogió la centralización del Estado liberal. Un real decreto en noviembre estableció la división territorial en cuarenta y nueve provincias, una racionalización que facilitó posteriores medidas administrativas, la formación de los censos de población y los de riqueza territorial, y la configuración del mercado nacional25.

La experiencia del despotismo ilustrado de Cea duró muy poco. Sin embargo, Javier de Burgos llegó a ser uno de los miembros más prominentes de la derecha isabelina: fue ministro en 1846, en plena década moderada, y suyas son las propuestas centralizadoras llevadas a la práctica por Pidal, al igual que el famoso plan de reforma de la Hacienda de Alejandro Mon.

Martínez de la Rosa y el Estatuto de 1834

El sistema de Cea cayó cuando los generales Llauder y Quesada forzaron —mediante representaciones enviadas a la reina— una crisis que llevó al Gobierno a Martínez de la Rosa, típico representante del liberalismo moderado. En aquellos momentos, el problema político que se planteaba al conjunto de los liberales españoles era el de articular —por emplear el concepto del politólogo Julien Freund— un «Estado agonal», es decir, una situación política que lograra desactivar los conflictos dentro del propio liberalismo y sustituirlos por otras formas de rivalidad, conocida bajo el nombre de competición, competencia o concurso26. Pero, a lo largo de casi un siglo y, sobre todo, en la época de Isabel II, el sistema parlamentario por el que oficialmente se rigió la vida política española resultó ser falaz. Como tendremos oportunidad de ver, los grupos políticos liberales lograron acceder al Gobierno mediante la fuerza de las armas o la algarada, y no mediante la necesaria solidaridad política.

En este sentido, la primera preocupación de Martínez de la Rosa fue la de dotar al país de una ley fundamental. El anteproyecto lo elaboró el Consejo de Ministros, mientras que el Consejo de Gobierno sugirió una serie de modificaciones en un dictamen. Finalmente, el Consejo de Ministros dio la redacción definitiva, que fue sancionada por la reina. Una prensa hábilmente preparada acogió el código —bautizado como «Estatuto Real»— muy favorablemente. No obstante, sus enemigos lo presentaron como una «carta otorgada» por la Corona en un gesto de generosidad, como la Carta de Luis XVIII.

Esta tesis fue negada rotundamente por Martínez de la Rosa, apelando al propio texto del Estatuto, en el que no se hacía referencia alguna a las concesiones reales, sino al «restablecimiento en su fuerza y vigor de las leyes fundamentales de la monarquía». Pero, en realidad, sí lo fue, puesto que emanó exclusivamente de la potestad real y no fue objeto de deliberación pública ni tampoco de ratificación popular. Sus autores repudiaban los principios abstractos y trataban, según sus propias palabras, de conjugar «la tradición con las legítimas novedades». Era una transacción entre los derechos nacionales y los de los reyes tendente a «conciliar el orden con la libertad»27.

En su esquema constitucional, se repudiaba tácitamente el principio de derecho divino de los reyes. Se partía del hecho de que el Trono y las Cortes eran «potestades supremas igualmente necesarias». Se implantaba el bicameralismo: un estamento de próceres y otro de procuradores. El primero era una especie de Senado, del que formaban parte la jerarquía eclesiástica, la nobleza, las categorías superiores de la Administración, los propietarios con más de sesenta mil reales de renta y los intelectuales de renombre. Se le llamó el «estamento de los sordomudos» por su escasa intervención en la vida pública. El estamento de los procuradores se componía de representantes elegidos —por un período de tres años— por un censo electoral restringido, en el que la principal base de discriminación era el nivel económico. Las facultades de las Cortes eran legislativas y financieras, aunque en ocasiones concedieron amplias delegaciones. Se admitía el principio de voto de confianza y de censura como modo de relación entre el Gobierno y la Cámara28.

Evidentemente, este sistema político satisfacía las aspiraciones de la derecha liberal, mientras que para los «exaltados» no era más que un primer paso en la constitución del Estado liberal. Estos utilizaron todos los medios a su alcance para que se reconociese con mayor amplitud la intervención de los ciudadanos políticamente activos. Las cincuenta y seis peticiones de los procuradores constituyeron un programa de cambio en la organización política, de acuerdo con los supuestos de la revolución liberal. En todo caso, ninguna de estas peticiones, salvo la que condujo a la ley orgánica de la Guardia Nacional, sirvió para incoar el correspondiente proceso legislativo.

La ruptura de la familia liberal

Como consecuencia inevitable, las relaciones entre las Cortes y el Gobierno se hicieron muy tensas. El camino inútil de una nueva petición, que definía la doctrina de la dependencia del Gobierno respecto a las Cortes, que ni siquiera pudo ser leída, llevó al abandono de los medios políticos con la esperanza de alcanzar el poder mediante el pronunciamiento militar, como ocurrió en enero de 1835. Cuatro meses después se intentó una vez más la acción política, proponiendo un voto formal de censura. A pesar de que no se tomó en consideración, Martínez de la Rosa dimitió y clausuró las Cortes a finales de mayo.

La designación del conde de Toreno en junio para la presidencia del Consejo supuso en parte una continuidad de la política moderada, de la que el Estatuto Real era un símbolo. Pero se produjo un acercamiento a los progresistas al llamar a Mendizábal para la cartera de Hacienda, que redactó, entre otros, los célebres decretos de desamortización eclesiástica, que comenzaban con las leyes de disolución de las órdenes religiosas y la declaración como bienes nacionales de sus posesiones, y que fue seguida por la orden de enajenación de estas mediante pública subasta. La misma suerte corrieron los bienes del clero secular29.

De inmediato surgieron dificultades por la exclaustración del clero regular y la desamortización de sus bienes. La Iglesia rompió relaciones con el Estado, mientras que el clero regular, como sabemos, apoyaba, al menos en parte, la causa carlista. Pero la necesidad de dinero, debido especialmente a los gastos de la guerra, era perentoria. La Iglesia fue la gran víctima de la revolución liberal, quedando privada definitivamente del patrimonio en el que había basado hasta entonces su condición de estamento privilegiado.

Esto contrastó con la política seguida con respecto a la aristocracia latifundista. La regente promulgó la Ley de abolición de los señoríos, en agosto de 1837, pero, de hecho, la desamortización de los bienes eclesiásticos absorbió de tal modo la actividad gubernamental que la legislación abolicionista se aplicó con moderación, lo que permitió que los antiguos señoríos se convirtieran en mero dominio. De esta forma, si bien la aristocracia perdió algunos derechos y gabelas, consolidó, e incluso aumentó, su posición latifundista al atribuirse la propiedad de todas las tierras bajo señorío, sin reconocer la distinción fundamental, aunque muy desleída, entre señorío solariego y señorío jurisdiccional30.

La situación política apuntaba ya a la ruptura de la familia liberal. Las elecciones de julio dieron la mayoría a los moderados, capitaneados por Istúriz, Alcalá Galiano y el duque de Rivas. Los exaltados no aceptaron el resultado y, alegando un posible pacto entre los conservadores y los carlistas, se dispusieron a romper el marco del Estatuto por la vía insurreccional. El 12 de agosto de 1836 estalló el motín de La Granja, acaudillado por los sargentos, que obligaron a firmar a María Cristina un decreto restableciendo la Constitución de 1812. En el fondo, se trató de una ruptura definitiva entre los exaltados y los conservadores, que comenzaban a usar el término «monárquico-constitucional» para designar a su partido.

El 21 de agosto de 1836, el Gobierno progresista de Calatrava, surgido del motín de La Granja, convocó elecciones a Cortes Constituyentes con objeto de reformar la Constitución de 1812, cuyo contenido ya no resultaba operativo. El resultado fue la Constitución de 1837, donde se encontraron la mayoría de los principios progresistas: declaración de derechos individuales, libertad de imprenta, tolerancia religiosa, poder judicial, milicia nacional…, pero que incluía también principios moderados, como el sistema bicameral, el veto del monarca y el derecho de disolución31.

GÉNESIS Y DESARROLLO DEL MODERANTISMO

Mientras tanto se iba organizando el Partido Moderado. Se trataba, como en el caso del Progresista, de un partido de aluvión de grupos de notables con estrechos intereses a corto plazo. En la práctica, surgió de un lento proceso de agregación, en donde aparecen algunos hombres de las Cortes de Cádiz; varios liberales moderados del Trienio Constitucional, como Martínez de la Rosa, Argüelles o el conde de Toreno; aperturistas fernandinos, como el marqués de las Amarillas, el duque de Ahumada, el conde de Ofalia, los Fernández de Córdoba o los Pezuela; antiguos afrancesados afines a los aperturistas fernandinos, como Cea, Javier de Burgos, Lista o Miñano; carlistas reconvertidos, tras el final de la guerra civil; jóvenes románticos, y algunos liberales exaltados, como Narváez, González Bravo, Istúriz, Donoso Cortés o Mon32.

Las tres tendencias doctrinales

Ideológicamente, nunca fue —ni podía ser— un movimiento político homogéneo. La mayoría de sus componentes eran autodidactas o bebían de fuentes muy heterogéneas. Como apunta Wladimiro Adane: «Será liberal decimonónico, porque rechaza tajantemente el absolutismo. Será moderado, al rechazar la revolución […], será utilitarista por influencia de Bentham; doctrinario, por la admiración que tienen sus teorizadores por Royer-Collard y Guizot; tradicionalistas por adscribirse al historicismo de Jovellanos o de Martínez Marina, así como a De Maistre y Bonald. En síntesis, liberal-conservador, palabra plena de matices y rica en contenidos, y por ello poco valorada»33.

En ese sentido, han podido distinguirse tres tendencias muy definidas dentro del moderantismo. La «moderada doctrinaria», sin duda la más influyente a nivel político, y caracterizada por su orientación liberal-doctrinaria. En sus filas se encontraban figuras destacadas de la política, la cultura y la economía, como Martínez de la Rosa, Pidal, Mon, González Bravo, Sartorius, Alcalá Galiano, el primer Donoso Cortés, Ramón de Santillán, Javier de Burgos, etc. Dentro del Ejército, contaba con el apoyo de Narváez, Córdoba, Armero, Pavía, Manso o Zarco del Valle. E igualmente tenía apoyos en el estamento nobiliario: los duques de Frías, Rivas, Abrantes, Sotomayor, Vistahermosa, Oñate o Peñaflorida.

A su derecha se encontraba el sector «conservador-autoritario» o «tradicionalista isabelino», y luego «neocatólico». Su máximo representante fue el marqués de Viluma, partidario de una carta otorgada, de la normalización de las relaciones con la Iglesia católica, de la condena de la desamortización y de la indemnización al clero por los daños recibidos. Igualmente, este sector se mostraba favorable a un acercamiento al carlismo para conseguir la reconciliación dinástica. Su base social se encontraba en la nobleza isabelina más reacia al liberalismo, como los duques de Alba, Gor, Medinaceli y Conquista; los condes de Oñate, Pinohermoso, Valmaseda; los marqueses de Miraflores, Vallgornay y Malpica, o el príncipe de Angloma. En el sector más conservador del generalato estaban Pezuela, Roncali, Meer, Lersundi o Clonard, y políticos y altos funcionarios como el último Donoso, Bravo Murillo o Tejada. Como veremos, contó igualmente con la colaboración del filósofo Jaime Balmes.

Por último, un ala «izquierda», o «puritana», el sector más liberal del partido, capitaneado por Joaquín Francisco Pacheco, y que contó con las figuras de Nicomedes Pastor Díaz, Istúriz, Borrego, Ríos Rosas, Tassara, el primer Nocedal, Salamanca, Cánovas del Castillo, y los generales Concha, Serrano, Méndez Vigo y Ros de Olano. Su proyecto político se basaba en la consolidación del régimen liberal y en la reconciliación con los progresistas34.

Genéricamente, pudo unirlos —más o menos coyunturalmente, como señala José María Jover— una «posición esencialmente ecléctica que se propone conciliar los cambios sociales y mentales determinados por la Revolución, con el mantenimiento de una continuidad histórica que se refleja ante todo en la primacía de las instituciones: El rey y las Cortes»35.

De igual modo les unía una determinada mentalidad social. En las concepciones sociales y políticas del moderantismo subyace una mentalidad elitista y, al mismo tiempo, aristocratizante, que se definía por la existencia de un habitus caracterizado básicamente por la presencia de un principio de exclusividad que tendía a diferenciar a los componentes del grupo con respecto al resto de la sociedad. Según Jesús Cruz, existe aquí una clara «pervivencia de la cultura del linaje familiar».

Mientras su discurso público era favorecedor de una sociedad basada en el mérito personal, la libertad individual y la igualdad de oportunidades —valores tradicionalmente asociados a la moderna sociedad de clases— su práctica privada se determinaba por la persistencia de un habitus basado en la práctica de las lealtades personales y la subordinación —valores más característicos de las viejas sociedades corporativas […]—. Es lógico que una élite formada de antiguas familias y algunos recién incorporados que rápidamente adaptaban los viejos hábitos, prefiera mantener una cultura que primaba la exclusividad en la esfera de lo privado a pesar de pública defensa del igualitarismo jurídico36.

Para la mentalidad moderada, el sujeto de derechos es el propietario. El desposeído, a quien se teme, es considerado no perteneciente a la sociedad, y, por tanto, no es un sujeto de derechos políticos. La visión estamentalista de la sociedad era sustituida por una nueva en función de la riqueza y en la que las diferencias entre los de «arriba» y los de «abajo» se daban por inevitables; es más, se consideraban naturales y, como consecuencia, no debían ser modificadas so pena de graves peligros para unos y otros37.

En ese sentido, nos encontramos ante algo mucho más importante que una mera tradición ideológico-política; se trata más bien de una estructura mental y de una práctica política que va a configurar la sociedad española durante largo tiempo. Como señala José María Jover, fuera de esta «constante moderada quedarán bienios, trienios y sexenios: breves paréntesis históricos en que aflora a la superficie de la historia política ese otro liberalismo, fecundo en constituciones nonnatas o de corta vigencia, que invoca políticamente el progresismo, la democracia o el republicanismo»38.

Donoso, Alcalá Galiano, Pacheco: los ideólogos del moderantismo

Frente al simplismo ideológico de los progresistas, los moderados se caracterizaron por una mayor preocupación doctrinal. La derecha moderada reinó en los ateneos de forma incontestable. Dentro de su ámbito ideológico se produjeron tres estimables cursos de Derecho Político —los de Donoso, Pacheco y Alcalá Galiano—, impartidos en el Ateneo de Madrid, y que resumen la ideología de la primera generación moderada: la que Manuel Azaña llamó «generación romántica»39.

Las Lecciones de Derecho Político de Donoso son un auténtico catecismo del liberalismo doctrinario español. Nacido en Badajoz en 1809, Juan Donoso Cortés recibió una esmerada educación y fue amigo de Quintana40. Suele dividirse su vida en dos grandes etapas: la primera, racionalista y liberal; la segunda, fideísta y autoritaria. Sin embargo, en Donoso las rupturas nunca fueron totales; y bajo la aparente ruptura, fluyeron profundas continuidades, tanto temáticas como de planteamientos. Su espíritu elitista y antidemocrático, la búsqueda de elementos cohesivos vertebradores de una sociedad en profunda crisis, el recurso a la dictadura y su continuo diálogo con los pensadores tradicionalistas, particularmente con Bonald y De Maistre, fueron constantes de su pensamiento político. En las Lecciones, Donoso desarrolló extensamente algunos de estos temas. Condenaba tanto la soberanía de derecho divino como la soberanía nacional y popular, expresiones todas del principio de omnipotencia social, es decir, de la tiranía, incompatible con el liberalismo, que significa, ante todo, limitación y equilibrio entre poderes.

Frente a absolutistas y demócratas, Donoso defendía la soberanía de la «inteligencia», encarnada en las clases medias. Donoso, sin embargo, intentaba conciliar las nuevas fuerzas sociales con las antiguas. El gobierno representativo, en el que se concretaba la soberanía de la «inteligencia», no debía emanciparse revolucionariamente del pasado, sino que debía respetar —en lo posible— la continuidad histórica. El principio esencial de continuidad histórica era la institución monárquica, ya que solo una familia consagrada a lo largo del tiempo a la función del mando podía unir las tradiciones de los distintos grupos sociales, siendo capaz al mismo tiempo de garantizar el progreso sin rupturas, porque era «la depositaria de la inteligencia social». Por otra parte, la «inteligencia», su soberanía, debía estar limitada, en circunstancias normales, por los derechos del ciudadano propietario y por los contrapesos institucionales. No obstante, esto no podía ser una constante.

En ese momento, Donoso introducía su reflexión sobre la dictadura, necesaria en circunstancias excepcionales, es decir, cuando imperase la «anarquía» insurreccional o revolucionaria. Durante la situación excepcional, la «inteligencia» y la omnipotencia se encarnaban socialmente en el «hombre fuerte», el dictador, cuyo poder no tenía entonces otro límite que la propia conciencia moral. La dictadura se encuentra no solo más allá del derecho positivo y, por tanto, de la Constitución, sino que entre sus poderes se encontraba el constituyente, que se legitimaba por su victoria frente a la subversión41.

La trayectoria política de Antonio Alcalá Galiano y Villavicencio fue muy distinta42. Nacido en 1789, Alcalá Galiano fue conspirador liberal y amigo de Riego, orador exaltado en las tribunas de la Fontana de Oro, con fama de masón, racionalista y volteriano. Pero ya en el Trienio comenzó a ser visto con desconfianza por los liberales exaltados. No obstante, sus actividades políticas le costaron el exilio, con la pena de muerte amenazando su cabeza. Ministro de Marina en el Gobierno de Istúriz, su evolución hacia el conservadurismo fue cada vez más ostensible. En la gestación de su «liberalismo aristocrático» tuvo una influencia decisiva su estancia en Gran Bretaña, donde tuvo oportunidad de estudiar a Burke y Bentham, a Montesquieu y Constant, y a Destutt de Tracy y Tocqueville43.

Desde su perspectiva utilitarista y realista, la preocupación fundamental de Alcalá, en sus Lecciones de Derecho Político, era la sintonía entre el sistema político y el sistema social. Y es que el alma de las constituciones se encontraba en la clase que «predomina haciendo preponderar su interés o dominar su influjo en un pueblo». Valiéndose de Bentham, Alcalá intentó cimentar la política de los moderados. A su juicio, «en un siglo mercantil y literario como el presente es preciso que las clases medias dominen, porque en ellas reside la fuerza material, y no corta parte de la moral, y donde reside la fuerza está con ella el poder social, y allí debe existir el poder político». Ahora bien, España era un país donde «la riqueza es corta o está mal repartida, y la ilustración es bastante escasa, la clase media es reducida y por su poco número inteligente». No existía en nuestro país una fuerte sociedad mesocrática y, por tanto, se requería un pacto con quienes tenían en sus manos el resorte del Gobierno, es decir, la nobleza y la institución monárquica.

Su incisivo realismo le llevará a negar, en este sentido, el principio de soberanía nacional, concebido como criterio axiológico que pudiera poner en manos de las masas el medio para abrir y cerrar el abanico de las posibles formas políticas. La soberanía nacional era, simplemente, una «mentira», teniendo en cuenta cómo funcionaban las sociedades. Por otra parte, sus observaciones y deducciones en relación a la psicología de las masas le impulsaron a estimar que, en la práctica, este principio era un imposible absoluto que contradecía el mecanismo gregario que regía las actitudes y actuaciones del hombre en sociedad. No existía la legitimidad sin soberanía y esta se encontraba muy lejos de arraigarse en los utópicos proyectos revolucionarios. «La soberanía que debe estar reconocida en las constituciones es la que está en ejercicio constante rigiendo con el poder supremo del Estado».

En este sentido, su repudio de la Revolución francesa era absoluto. La acusaba, siguiendo a Burke, de haber menospreciado la tradición y la religión, «naciendo de todo ello resistencias furiosas, agresiones no justas, defensas que no llegaron a injustas por lo desesperadas y feroces: las clases medias después de haber destronado y pisado a los antes prepotentes, cayeron a su vez vencidas y fueron oprimidas con atroz tiranía por la plebe ignorante y desatada». La situación social española se traducía, a nivel político-institucional, dadas sus condiciones materiales y la experiencia histórica, en un dualismo representativo —bicameralismo— que encontraba su continuidad histórica y su sentido nacional en su vinculación a la Corona: «El monarca, así como los cuerpos legisladores, es representante de la nación, y representante que la representa mejor que ellos en algunas ocasiones». En ese carácter representativo del rey se apoyará para atribuirle los derechos de disolución, veto, suspensión, etcétera44.

Menos brillante que Donoso y que Alcalá Galiano, Joaquín Francisco Pacheco había nacido en Écija en 1808. Su vida no fue tan novelesca como la de Alcalá Galiano, ni su carácter tan arrebatadoramente romántico como el de Donoso; era más bien un calculador y un empírico. Líder de la facción «puritana», pronunció a finales de 1844 sus Lecciones de Derecho Político. Encarnación del eclecticismo, Pacheco fue un hombre poco interesado en las cuestiones teóricas. Para él, el sistema constitucional no era un ideal absoluto, sino el más adecuado en aquella circunstancia histórica y cuya existencia sería, sin duda, «transitoria». Por otra parte, esto no significaba ni la desaparición ni la desvirtuación de la monarquía; tan solo su limitación de ciertas facultades, en definitiva, de su poder excesivo. No constituía ya íntegramente el Estado, pero era «su parte más principal». La monarquía gozaba de un rango predominante sobre las demás instituciones políticas.

Pero la atención de Pacheco se centraba en la representación aristocrática. El andaluz, como han destacado los analistas de su obra, fue toda su vida un defensor de las desigualdades sociales. Para él, la democracia equivalía a dominio de las muchedumbres; y se pronunció por la rotunda «exclusión de la proletaria, de la trabajadora, de la humilde», de la «clase ínfima», antítesis de «la clase decente de la sociedad», del poder político. La Constitución, como también dijo Alcalá Galiano, había de adecuarse a la estructura social sobre la base indiscutible de la desigualdad y la jerarquía. En ese sentido, solo la burguesía —las «clases medias»— podía representar los intereses y las ideas comunes «que tanta parte deben tener en nuestros actuales gobiernos». Sin embargo, las clases medias españolas eran muy débiles, por lo que Pacheco propugnaba, a pesar de estimar que la clase aristocrática había caído irremisiblemente en la decadencia, una alianza con la nobleza. Por ello, se manifestaba partidario de una constitución mixta del Senado, integrado por miembros natos, representantes de la Grandeza designados por el rey entre determinadas categorías, y los elegidos por los grandes contribuyentes45.

Otro de los ideólogos moderados más significativos fue Nicomedes Pastor Díaz y Corbelle. Nacido en Vivero, Lugo, en septiembre de 1811, Pastor Díaz fue, junto a Pacheco, el principal ideólogo del sector «puritano» del partido46. Seminarista en su juventud, su impronta doctrinal estuvo marcada por el catolicismo y por el romanticismo. No obstante, sus tristes y melancólicas poesías o su sincero catolicismo no le condujeron a posiciones antiliberales. Su visión moderada del liberalismo se concentró en la fórmula política de la monarquía constitucional, síntesis de la tradición histórica y de las nuevas libertades ciudadanas. Para el gallego, el Antiguo Régimen había sido liquidado por el liberalismo, pero este había de dar respuesta a dos graves peligros: la anarquía y la reacción tradicionalista. Contra estas dos tendencias mantuvo un doble debate. Frente a los progresistas, postulando que la «revolución ha terminado», y contra los tradicionalistas, afirmando que «los logros de la revolución deben de ser respetados». En este sentido, siempre se mostró contrario a los sectores autoritarios del moderantismo47.

Menos original fue Andrés Borrego, cuya trayectoria política se confunde prácticamente con el siglo48. Nacido en Málaga en 1802, su despertar político fue revolucionario. Amigo de Riego, militó en la facción «exaltada» de los liberales e intervino activamente en la política del Trienio, lo que le obligó a huir al extranjero, primero a Londres y luego a París, tras la victoria de la reacción absolutista, y participó en la revolución de 1830, que destronó a Carlos X. Convertido al moderantismo, Borrego no fue, en rigor, un pensador sistemático. En general, coincidía con Donoso y Alcalá Galiano en su exaltación de las «clases medias», pero —y esta fue su relativa originalidad— era más consciente que estos de la dimensión del problema social. El surgimiento del proletariado suponía la lucha de clases, que era necesario paliar mediante una política de signo paternalista, a cargo de las clases medias. Igualmente, intentó captar a sectores proletarios para dotar al moderantismo de una base popular. Y, con el tiempo, propugnó un sistema de previsión social institucionalizado49.

Moderantismo y mundo cultural

De la misma forma, el moderantismo consiguió la adhesión no solo de intelectuales y doctrinarios políticos, sino de literatos. No era extraño que así fuera, pues buena parte de la élite política moderada tuvo veleidades literarias. Martínez de la Rosa es, sin duda, más conocido por sus obras dramáticas —en particular, La conspiración de Venecia o La viuda de Padilla— que como político. Poeta y novelista, fue Nicomedes Pastor Díaz autor de A la luna y De Villahermosa a la China, dentro del pathos y la temática romántica. Donoso teorizó sobre literatura en su «Ensayo sobre el clasicismo y el romanticismo». González Bravo fue autor de una novela histórica Ramir Sánchez de Guzman. Año 1072. Poeta fue el conde de Cheste, también traductor del Orlando furioso de Ariosto. Y Pacheco, autor de algunos dramas románticos, como Alfredo y Bernardo.

De hecho, la novela histórica fue uno de los medios de difusión de los planteamientos conservadores y/o tradicionalistas en la sociedad. En su versión romántico-conservadora, el género se configuró como una apología consciente de los valores tradicionales. Como señala Juan Ignacio Ferreras: «En la exaltación del pasado existe también, como es lógico, una negación del universo presente, coetáneo al romántico negador; el pasado exaltado es así solamente un futuro deseado en el que subsisten los valores que la racionalidad burguesa acaba de derrocar»50. Así ha podido hablarse de una «novela histórica moderada», representada por autores como Joaquín Telesforo Trueba y Cossío, Juan Cortada y Sala, Tomás Aguiló, José Augusto Ochoa, José María Quadrado, Víctor Balaguer, Enrique Gil y Carrasco o Francisco Navarro Villoslada51.

A juicio de la mayoría de los críticos, el más notable de estos autores fue Enrique Gil y Carrasco por su obra El señor de Bembibre. Diplomático, amigo de Alexander von Humboldt, quien le introdujo en la Corte de Berlín, Gil y Carrasco nos ofrece en esta novela su visión del final de la Orden de los Templarios, que en el fondo reflejaba la liquidación de la Iglesia como fuerza social a través de la desamortización de sus bienes. Significaba, en fin, la reacción conservadora en defensa de las órdenes religiosas frente a la política anticlerical de los progresistas52.

Igualmente, es preciso destacar las novelas históricas de Francisco Navarro Villoslada, autor de Doña Blanca de Navarra, Doña Urraca de Castilla y, sobre todo, de Amaya, o los vascos en el siglo VIII. Fervoroso esparterista en su juventud, luego pasado al moderantismo y posteriormente al neocatolicismo y al carlismo, Navarro Villoslada ofreció en Amaya —que incluso tuvo influencia en la gestación de los mitos del nacionalismo vasco— la visión tradicionalista de la formación de la nacionalidad española; la tesis de que la unidad de España se fraguó en la lucha común de los reinos cristianos contra los judíos y el islam53.

Relacionado con el moderantismo estuvo igualmente el dramaturgo José Zorrilla, amigo de González Bravo, Donoso y Pacheco. Sus obras tenían como objetivo consolar, a través de leyendas y tradiciones religiosas, a los afligidos por el presente revolucionario y destructor. «Todas las tradiciones religiosas tienden a probar —dijo el propio Zorrilla— a los pueblos la inmunidad de la Iglesia y el castigo de los que contra un sacerdote atentan; y bajo este punto de vista he escrito yo todas las mías como buen cristiano y poeta popular»54.

Por su parte, Gustavo Adolfo Bécquer entró en contacto con González Bravo en la redacción del diario moderado El Contemporáneo, y este le nombró censor de novelas en 1864. Cuando Narváez murió, el poeta romántico estaba junto a su lecho. Su ideología, a decir de los críticos, estuvo muy influida por el catolicismo romántico de Chateaubriand, cuyo Genio del cristianismo le inspiró algunas de sus obras, como Historia de los templos de España, e igualmente por Donoso Cortés, lo que se concreta en su concepción de la religión como base de la sociedad, sus críticas a la ideología del «progreso» característica del liberalismo y del positivismo. Su ideal político venía a ser una amalgama de tradicionalismo e innovación55.

Pero el literato más comprometido con el moderantismo y sus doctrinas fue, sin duda, Ramón de Campoamor y Campoosorio. Nacido en Navia en 1817, Campoamor fue diputado moderado, gobernador de Castellón de la Plana, luego de Alicante, gobernador civil de Valencia, oficial Primero de la secretaría del Ministerio de Hacienda y director del periódico El Estado. Fueron conocidas sus continuas polémicas con Castelar, Pi y Margall, Canalejas y el conjunto de los krausistas. La ideología del autor de las Doloras fue más conservadora que propiamente liberal. Así, lo esencial, antes que la libertad, era el orden: «[…] antes el absolutismo que no amamos, que sufrir la anarquía, que aborrecemos»56. El fundamento de la sociedad se encontraba en «lo absoluto», es decir, en Dios, «cantidad infinitamente intensiva, todo lo conoce con una sola idea».

Los principios absolutos están en Dios en acto, y en el hombre en potencia […]. Estos principios que en la vida práctica se traducen en máximas de una aplicación universal, infinita, necesaria y absoluta, se nos presentan como leyes inmutables que reinan soberanamente sobre nuestra naturaleza pensadora y sobre todos los mundos actuales y posibles.

De ahí sus críticas al «espíritu moderno», «jimio de Descartes», «una atmósfera que arrastra a las más perspicuas inteligencias hasta ser cómplices del espíritu de Satán». Descartes culmina en Kant, lo que, en el plano político, se traduce en el jacobinismo y el terror revolucionario. Pero los ideales revolucionarios son antinaturales; y suponen, por su utopismo, la negación de las leyes establecidas por Dios. «Las leyes que rigen el orden social son tan preexistentes como los atributos de Dios. Por eso, todos los inventores de utopías sociales, en vez de ser leídos en serio debiéramos empezar a ponerlos en observación en un manicomio»57. En este sentido fue un acerado crítico del sufragio universal, al que consideraba incompatible con la propiedad privada. Democracia equivalía a la abolición de la diversidad social, de la riqueza, de la distinción, de las clases y jerarquías.

¿Como queréis amalgamar nuestras clases inferiores, de pasiones rudas, de moral exigua y de inteligencia obtusa con las clases elevadas por educación y la inteligencia, que gozan con las fantasías de Milton, que admiran el carácter de Sócrates? Y vos mismo, ¿tendríais la indignidad de dejaros tutear por vuestros lacayos que al dirigiros la palabra os estropean el idioma, que se ríen de vuestras civilidades y que os calumnian por envidia?58.