Apertura

—No salgas del camarote. Esto se está poniendo muy feo.

Rose mira a Liam con un marcado rictus preocupado.

—¿Y por qué sales tú?

El navío se bambolea como una cáscara de nuez en el cauce de un río bravo.

—Porque no es la primera tormenta en alta mar que enfrento y creo que puedo ser de ayuda.

Enlaza los brazos en torno a su cuello, se pone de puntillas y besa los labios del hombre.

—Estoy segura de ello, pero dile a esa tormenta que, si se le ocurre llevarte con ella, tendrá que enfrentarse a mí.

Liam esboza una sonrisa divertida y la ciñe contra su pecho.

—No hay fuerza divina ni humana que pueda separarme de ti —susurra.

Le alza la barbilla y clava en ella una intensa mirada del color de la plata bruñida. El amor que emerge de ella le encoge el corazón.

Apresa su boca en un beso breve, pero tan apasionado y hambriento como las olas que los sacuden.

—Átate a esos ganchos que asoman de las cuadernas, va a ser un baile movidito.

Sale con premura. Rose aguarda un instante antes de envolverse en su capa. Se cubre con la amplia capucha y abandona el camarote.

El ruido ensordecedor de la tormenta sofoca sus pasos. Los maderos crujen lastimosos, los gruesos cabos silban asustados en los labios de un viento huracanado, las velas flamean su desgarro como los faldones de un estandarte fúnebre.

Desciende por la escalinata de los enjaretados hasta el último pañol, donde se encuentra la bodega. Debe asegurar cada paso, se aferra a cuanto tiene a su alcance para evitar que el vaivén la golpee contra los mamparos.

Acelera su avance. Por fortuna, la tripulación al completo se encuentra en la cubierta superior luchando contra aquel feroz e invisible enemigo.

Comprueba temerosa que el empuje del mar reclama voraz aquella minúscula parcela de madera en forma de navío. Torrentes de agua espumosa descienden por las trampillas a intervalos regulares. Uno de ellos la sepulta con violencia.

Maldice entre dientes.

—¡Margot! —grita encaminándose hacia la puerta.

En aquella atestada bodega, su amiga corre gran peligro. A pesar de que la carga está afianzada, tanta mercancía supone una gran amenaza para ella con aquel bamboleo infernal.

Abre la puerta y derrama la vista sobre aquel reducto. Un intenso olor rancio y acre envuelto en una salobre humedad la golpea. No se habitúa a aquel aroma, a pesar de bajar cada día para aprovisionar a Margot.

Una pila de toneles se ha diseminado por la cubierta y ruedan erráticos.

—Te has tomado tu tiempo para venir a rescatarme —reprocha ceñuda, asomando la cabeza desde un penumbroso rincón—. Aunque ya veo que debes de haber venido nadando. Dime, por favor, que no estamos ya en el fondo.

Rose resopla y se retira la capucha mojada.

—No, pero no tardaremos, como esto siga así. Aprisa, debemos salir de aquí.

Un crujido las sobresalta.

Margot corre hacia ella con gesto de espanto.

Al fondo, varios fardos se han desplomado. Se precipitan a la escalera en el preciso momento en que el navío se alza por proa. Ambas caen de espaldas.

Margot rueda de nuevo hacia la bodega, Rose la sigue.

Con la misma virulencia, el navío emerge su popa y recorren el camino inverso, seguidas de varios toneles.

Rose logra agarrarse a la base de la escalerilla y tiende su mano a Margot. La aferra tenaz y consiguen refugiarse detrás de la escalinata contra uno de los mamparos, justo en el instante en que el movimiento se invierte de nuevo.

—¿Estás bien?

—Todo lo bien que puedo estar convertida en pelota de críquet.

—Saldremos de esta —murmura Rose.

—No me he convertido estas semanas en polizonte para terminar como náufraga —bromea, aunque en su rictus titila el miedo.

Sobre ellas, la tormenta aúlla feroz. Las voces de la marinería se han convertido en gritos estirados por el viento, una suerte de silbidos extraños y escalofriantes.

Se abrazan y cierran los ojos, como si de esa forma pudieran alejarse de aquel infierno.

Un crujido demencial les arranca un grito de pánico. Apenas tienen tiempo de ser plenamente conscientes de que el torrente de agua que ha irrumpido con violencia en aquella cubierta procede de una brecha en el casco. Ni de que han encallado en un banco de arrecifes. Y mucho menos de que el navío está condenado, quizá igual que sus destinos.

Se dejan arrastrar como briznas de hierba en aquel océano tempestuoso, conteniendo a duras penas la respiración.