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Antonia, la madre de Socorro, es de Terrinches, un pueblo de Ciudad Real. No soporta a José Mota desde que empezó a decir en sus programas eso de «es más tonto que los de Terrinches». Bastante tienen con el alcalde que el 23 de febrero de 1981 suprimió las libertades constitucionales y cerró los bares. Después de reunir a sus concejales en el ayuntamiento decidió clausurar los locales públicos y fue con un escrito redactado por él a los tres bares del pueblo para que echaran la persiana. El juicio contra Agustín González San Millán fue el primero que se celebró por el 23F. La Audiencia Provincial de Ciudad Real lo condenó a seis años y un día de inhabilitación especial para cargos públicos. El marido de Antonia, Rosario, muerto hace treinta años, era comunista. Llegó a ser alcalde de Terrinches por el PCE. Lo que pensaba de González San Millán, que, aunque independiente en el consistorio, era de Fuerza Nueva, es fácilmente imaginable. También que el 23F le faltó tiempo para salir pitando del pueblo y desaparecer en el campo. Ya se veía escondido años, como los de después de la Guerra Civil.

Antonia, que supera los sesenta, lleva desde los dieciséis años con la familia Lequerica. En El Lanchar, una finca preciosa en Terrinches de tres mil y pico hectáreas, con caza mayor y menor, de la que ella es guardesa, cocinera y casi todo. La que mandaba allí. A veces está en Madrid, en el piso que tiene en la ciudad y que comparte con su hija. Lo pudo comprar porque en casa de las Lequerica no tenía gastos y había hecho un capitalito con sus ahorros. No un piso en el barrio de Salamanca, evidentemente, pero había adquirido uno bastante decente en Tetuán, zona que se había revalorizado en los últimos años y donde se habían construido promociones que los folletos inmobiliarios describían como «de lujo». Lo habían poblado de jovencitos que trabajaban en consultoras y en las torres de Madrid. El apartamento de Antonia no era de esos, aunque tenía bastantes metros; los suficientes para que cada una tuviera una habitación con baño, más cocina y salón. Estaba en una de esas casas de media altura que caracterizaban la zona. También había invertido en Telefónica, el Banco Santander y donde le había aconsejado don Alfonso Fernández de Córdova, el hermano de Sonsoles y tío solterón de Pila y Pincho. Por suerte, vendió sus acciones antes de la burbuja de las puntocom.

Durante los veranos Antonia se va con las hermanas Lequerica a El Puerto para cocinarles. No toma vacaciones de esas de no hacer nada. Nunca se le ha ocurrido, aunque las «señoras» la obliguen. No le parece que cocinar para ellas y para sus invitados sea un trabajo. En el fondo, lo que hace es no permitir que se metan en su territorio. A Antonia, enviudar fue lo mejor que le había pasado en la vida. En un día bueno, suele decir de los hombres que, el mejor, colgado. En el gusto por la viudez coincide un poco con doña Pincho. No ha conocido hombre desde que enviudó ni lo ha echado de menos.

Cada 25 de abril, Antonia ata los cuernos al diablo. Es una tradición en la que se coge un manojo pequeño de hierbas y se le hace un nudo. Y eso libra de todo lo malo que pueda pasar. El nudo sirve para ella, para su hija y para las Lequerica. Que no les pase nada. Y si algo llega a suceder, tiene claro que si no hubiera atado los cuernos al diablo habría ocurrido algo peor. Cuando se enteró por su hija de la muerte de esa pobre chica allí, cerca de El Puerto, pensó que ella no tendría nadie que le atara los cuernos.

Pincho, Pila y Antonia comentaron las noticias mientras esta última servía el café del desayuno, algo de lo que siempre se encargaba para ultimar detalles del día: los menús de las comidas, la llegada de invitados o cualquier nadería. Como siempre que Socorro publicaba algún artículo importante, la mayor de las Lequerica le leía en voz alta los párrafos que consideraba más relevantes. A las dos hermanas les gusta observar ese orgullo callado que suscita la periodista Socorro en su madre.

—Qué mala suerte que encuentren a una mujer asesinada en tu finca —dijo Pincho tras leer la noticia.

—Peor sería que nos mataran a nosotras en cualquier finca —apostilló Pila.

—Pero ¿quién se va fijar en nosotras para matarnos, que no somos ni jóvenes ni guapas ya? —insistió Pincho.

—Señora, eso da igual, que los hombres son muy malos. El mejor, ya sabe, colgado —terminó Antonia la conversación.

Pincho Lequerica es la mayor de las hermanas. Su nombre real es María Teresa, tiene setenta y tres años y es viuda desde los veintiséis, cuando su marido diplomático murió en un accidente de esquí en Gstaad. No tiene hijos, pero sí títulos universitarios por la Universidad de Salamanca y por la Sorbona. De Filosofía y Literatura. Ser mujer le ha impedido tener más peso en el periódico familiar. Siempre ha sido editora vocacional y ha agarrado la parcela de poder, más allá de las acciones, que le dejaba la familia. Cuando destinaron a su marido a la embajada de París, ella empezó de corresponsal para El Matinal y lo mismo entrevistaba a ministros que a Brigitte Bardot. Esta última siempre le ha parecido medio tonta. Sin embargo, adoraba a Simone Veil. Fue a su entierro.

Pero la mayor parte de su vida profesional en el diario la ha desarrollado en Juglar, el prestigioso suplemento cultural que ella misma fundó y lleva dirigiendo desde hace años, siendo su firma una de las más importantes y su presencia de las más requeridas en cualquier acontecimiento cultural. Otra cosa es que vaya. No conduce, nunca se sacó el carné, tiene chófer. Aunque en el garaje se vean coches caros y alguno peculiar, en El Puerto suele moverse en un Mitsubishi Pajero negro. Su hermana le dice que es una inútil, que no saber conducir es un atraso en el siglo XX y en el XXI, pero Pincho nunca ha tenido la más mínima intención de sacarse el carné, igual que nunca ha pretendido hacer fuego con dos palitos. Si tiene que encender algo ya lo hace con cualquier instrumento civilizado. Y tener mecánico es para ella lo más civilizado.

Pila Lequerica acaba de cumplir setenta y uno. Pilar en la partida de nacimiento. Es soltera y se ha divertido mucho. Algunas veces con Carmen Martínez-Bordiú. O con Carmina Ordóñez. Sigue haciéndolo. Divirtiéndose. También sigue tiñéndose el pelo, cosa que su hermana dejó de hacer un día para peinar una cabellera blanca y regia como la de Marella Agnelli. Y siempre va igual de bien peinada que la italiana. Y es así de delgada. Comer, come casi lo mismo que su hermana, lo que pasa es que Pincho ha heredado la constitución delgada de su madre y Pila, abundante y más robusta, heredó la de su padre, que no llegaba a gordinflón, pero casi. Siempre se ha lamentado de esa lotería genética. Hace más sacrificios que Pincho para no engordar, sobre todo, para no beber.

El chiste entre ellas es habitual cuando Pila se queja de engordar comiendo lo mismo o menos que su hermana.

—Ya sabes, la constitución —dice Pincho de manera sarcástica.

—¿Y en qué parte de la Constitución dice que yo tenga que estar más gorda? —repite su hermana muerta de risa.

Pila lee periódicos y tiene criterio, un criterio ácrata. Lo único que a ella le ha interesado del periodismo han sido los periodistas. Los hombres. Los ha catado de El Matinal y de otros medios. Caían los canallas y los señoritos, para espanto de Pincho. Pila, a veces, trataba de esconder el ¡Hola! cuando aparecía con otra conquista. Por suerte para ella, su hermana, aunque en casa recibieran la revista, la miraba poco. O hacía que no la miraba. Ella es más de The Paris Review o The New York Review of Books. Al The New Yorker empezó a tenerle manía hace años. En realidad, le tiene manía a casi todo. A casi todos. Lee los periódicos quejándose. No le parece que lo que se escribe o lo que se promociona tenga el nivel suficiente. En su suplemento no han mandado las editoriales, le ha importado un pimiento quién estuviera con libro recién salido en el mercado. Si no le parece un buen escritor no sale en sus páginas. Puede publicar en una doble página a un buen escritor con un libro malo, pero no a un mal escritor. O uno que a ella no le guste. Pero suelen coincidir una cosa y la otra. Hay una escritora de mucho predicamento que a Pincho siempre le ha parecido sectaria. Y tampoco es que escriba muy bien, aunque tenga éxito. A Pincho le parece una gorda huesuda con ínfulas de literata y de justiciera histórica.

Pincho y Pila son bisnietas de Ignacio Lequerica Beigbeder, fundador de El Matinal. Su padre, del mismo nombre que su abuelo, se casó dos veces. La madre de ellas, Sonsoles Fernández de Córdova, hija de un señor riquísimo, se mató en un accidente de coche cuando Pila, la pequeña, tenía nueve años, pero el marido ya la engañaba con Arianne, a la que conoció en San Juan de Luz, donde la familia tiene una casa que ellas hace años que no pisan. Con el tiempo, Arianne rebajó su exuberancia. Era francesa y llamativa. Un poco como Brigitte Bardot, quizá por eso a Pincho nunca le gustó la actriz francesa, porque le recordaba a su madrastra. En poco tiempo dejó de ser la señora que llamaba la atención y no precisamente para bien entre la gente elegante. No es que su marido la refinara. Ha sido lo suficientemente lista para haberse fijado en lo que se debía hacer, en cómo vestirse sin parecer una ricachona vulgar. Aunque sí haya sido rica, aunque lo siga siendo. Pero a partir de un momento ya no se podía aplicarle lo de Dolly Parton de «hace falta mucho dinero para parecer tan barata».

Con Arianne, el padre de Pincho y Pila tuvo otro hijo, también Ignacio, de sesenta y un años, uno de esos tipos de buena familia cuyo deje al hablar es huevón. Pincho no puede soportar que abra la boca. Los tres hermanos son dueños del sesenta y uno por ciento del periódico. El resto del accionariado es de Timanfaya, un grupo de prensa regional que está en manos de varias familias. Ignacio hermano está casado con Lilian, venezolana, que en un principio no gustó a Arianne. Las trepas, como los enanos de Monterroso, se reconocen. Y Lilian es demasiado parecida a Arianne. Su exuberancia es caribeña y de mucho retoque, pero bien hecho. No era precisamente una advenediza económica, ni «una pobretona», como diría su suegra. Su padre, Pedro Mata, era el hombre de confianza del tipo más rico de Venezuela antes de la llegada del chavismo e hizo una fortuna considerable a su sombra. Lilian recuerda bien el preciso instante en el que su padre decidió que ella y sus cuatro hermanos se irían a vivir fuera del país. Fue en 1992, cuando Chávez intentó dar un golpe de Estado al entonces presidente, Carlos Andrés Pérez. Su madre había pensado que todo se había perdido, pero su marido, que estaba en el despacho de su jefe al habla con el presidente, calmó sus temores: «Tranquila, mi bella, que ya vienen los nuestros». Y así fue. Hugo Chávez fracasó, aunque le hicieran presidente en 1999, como habían previsto los Mata. Para entonces ya tenían a sus hijos instalados —Lilian estaba bien casada en Madrid con Ignacio Lequerica— en diferentes países del mundo, previo paso obligado por Miami. Pedro Mata y su mujer seguían en Venezuela, pero tenían un trust en Panamá que proveía a sus hijos en caso de necesidad.

Con Lilian, Ignacio tiene un hijo, otro Ignacio, de veinticinco años que, de momento, trabaja en un fondo de inversión. Heredará ese sesenta y uno por ciento, ya que las hermanas Lequerica no tienen hijos. Tienen perros, varios perros. Y no van a dejarles herencia alguna. No son como aquella Leona Helmsley que dejó doce millones de dólares a la perrita Trouble, cuya foto se veía en las habitaciones de sus hoteles una vez muerta. Era esa hotelera que decía lo de: «Nosotros no pagamos impuestos. Solo la gente corriente los paga». Se chivó una empleada en un juicio contra su jefa. Las Lequerica, que no son gente corriente, sí que pagan impuestos, pero, como decía Esther Tusquets, les parece de mala educación hablar de ello. Los 30 de junio, cuando hay que abonar la renta, no son buenos días en la casa. Sobre todo, si lo que hace el Gobierno con su dinero no es de su agrado. Y casi nunca lo es, más allá de que agradezcan que las carreteras no tengan baches.

Menos Arianne, que se quedó en Sotogrande, todos estaban esa noche de agosto cuando se representó Carmelo en la casa de El Puerto.