01.00
Sala del Comité de Salvación Pública,
palacio de las Tullerías (Tuileries)

A Robespierre le deben de estar pitando los oídos. Los miembros reunidos en la sala de juntas del CSP, ubicada en el palacio de las Tullerías, llevan casi una hora pronunciando palabras airadas que resultan audibles desde otras estancias y que no tienen visos de interrumpirse.1 Se ha montado un buen tumulto en el centro mismo del Gobierno revolucionario y, pese a su ausencia, solo se habla de él: de su carácter y de sus intenciones.

No es insólito, ni mucho menos, que la comisión que ha estado gobernando el país durante el último año se enzarce en disputas feroces, incluso a estas horas. Sus miembros tienen sus desavenencias, cada vez más marcadas. En mayo, la controversia entre Robespierre y el experto militar Lazare Carnot fue tan sonada que llevó al gentío a arremolinarse en los jardines de las Tullerías y obligó al personal administrativo a cerrar las ventanas para impedir que los viandantes oyeran asuntos confidenciales de Gobierno.2

Los vociferantes protagonistas del enfrentamiento de esta noche son Collot d’Herbois y Billaud-Varenne, colegas de Robespierre del CSP que acaban de regresar del Club de los Jacobinos y están arremetiendo contra Saint-Just, aliado de Robespierre. Robespierre ha estado hablando en el club. En realidad, ha hecho más que hablar: ha lanzado un ataque frontal personalizado contra el Gobierno revolucionario (del que forma parte) y en particular contra aquellos dos hombres. Pese a sus seis semanas de ausencia del CSP y de la Asamblea, ha seguido asistiendo con frecuencia al Club de los Jacobinos. Desde el 12 de junio, el día de su último discurso ante la Convención, ha hablado en la mayoría de las reuniones del club en las que ha estado presente, y desde el 9 de julio ha intervenido en nueve de las diez sesiones que se han celebrado. La creciente frecuencia de sus visitas al club se ha visto marcada por una ostentosa intensificación de sus ataques al Gobierno.3 Con todo, lo de esta noche presenta una escala muy distinta. Collot y Billaud-Varenne están furiosos, pero también tienen mucho miedo.

Los dos están vertiendo su furia descontrolada sobre su colega Saint-Just, convencidos de que está implicado en una conjura contra ellos dirigida por Robespierre y apoyada probablemente por Couthon. Su indignación está aún más justificada por el hecho de que ambos creen que sus oponentes han violado las condiciones de un pacto informal sellado apenas unos días antes, entre el 22 y el 23 de julio (4 y 5 de termidor), a fin de acabar con el ambiente ponzoñoso que se ha ido generando en el seno de los comités gubernamentales. Collot y Billaud temen que los hayan tomado por idiotas.

A pesar de las agresivas críticas al Gobierno expresadas por Robespierre y Couthon a lo largo de estas últimas semanas en el Club de los Jacobinos, quedaban aún suficientes vestigios de buena voluntad y suficientes intereses comunes para buscar una solución viable al conflicto. En consecuencia, se acordó la celebración de reuniones conjuntas del CSP y el CSG a fin de propiciar una reconciliación.4 Robespierre faltó a la primera sesión, la del 22 de julio; pero Saint-Just defendió su causa con elocuencia. Aquella jornada fue lo bastante positiva para que Saint-Just se convenciera de que el deseo de armonía de sus colegas era sincero y usara su influencia sobre Robespierre para alentarlo a asistir a la sesión conjunta del día siguiente.

En la sesión del 23 de julio se respiraba la tensión mientras los colegas se miraban en silencio. Tras una ausencia de seis semanas, Robespierre había vuelto a lo que debió de parecerle la guarida de todos sus enemigos. Mientras disimulaba su probable nerviosismo con gélidas miradas de altivez desdeñosa, su aliado Saint-Just hacía lo posible por superar su propia incomodidad y la de los demás y rompía el silencio para lanzarse a un exaltado panegírico de Robespierre como «mártir de la libertad». Esto incitó al aludido a pronunciar un largo discurso en el que se quejaba amargamente de los ataques que estaban lanzando contra él, de palabra y obra, muchos de los que se hallaban sentados en torno a la mesa verde. La situación empezaba a descontrolarse y puede que incluso se pronunciaran los nombres de posibles víctimas de una purga. Carnot, sin embargo, se opuso sin ambigüedades y no dio muestra alguna de estar dispuesto a transigir. Billaud y Collot, en cambio, unieron fuerzas en una ofensiva amistosa a fin de convencer a Robespierre. «Somos tus amigos —trató de engatusarlo Billaud—; siempre hemos marchado juntos...»5 Aquellas palabras lenitivas lograron que Robespierre se aviniera a dialogar. Aunque no de forma expresa, se dio a entender que cesarían los ataques personales. Los miembros del CSP y del CSG dieron por hecho que, con dicha moratoria, Robespierre renunciaría a su idea de emprender una purga en la Convención Nacional.6

También se acordó introducir en el funcionamiento de la justicia revolucionaria las modificaciones que llevaba un tiempo exigiendo Saint-­Just. El 26 de febrero y el 3 de marzo, había hecho que la Convención decretase las llamadas Leyes de ventoso, que, entre otras cosas, preveían la creación en París de cuatro comisiones populares destinadas a filtrar a los sospechosos políticos, liberando a unos, deportando a otros y remitiendo solo los casos más atroces al Tribunal Revolucionario.7 De estas comisiones, solo dos habían llegado a funcionar realmente, con el nombre de Commission du Muséum, con sede en la sección homónima. Ahora, como concesión de relieve a Saint-Just y a Robespierre, tendrán que crearse cuatro más. También se acordó la constitución de cuatro tribunales itinerantes suplementarios a fin de hacer frente a los sospechosos en los departamentos. Se pretende con ello aligerar la carga del Tribunal Revolucionario de París sin rebajar el terror judicial en la capital ni en el resto del país. Las medidas buscan también reducir la población penitenciaria de París, que ha alcanzado cotas problemáticas.

Otra señal de buena voluntad en relación con un asunto que llevaba ya un tiempo emponzoñándose fue el acuerdo que obligaría a cierto número de secciones parisinas a mandar a servir al frente a sus respectivos artilleros de la Guardia Nacional. Aunque tal práctica es habitual desde hace mucho, y Carnot no puede menos que considerarla necesaria para reforzar el frente, Saint-Just, Robespierre y sus aliados jacobinos la han convertido hace poco en un asunto político. Pese a que sus miedos parecen carecer de fundamento, sostienen que algo así dejaría a la capital peligrosamente indefensa. Los artilleros se cuentan entre los más patriotas de los sans-culottes, de modo que su ausencia podría desradicalizar las fuerzas armadas de la urbe. Al final, dado el espíritu de acuerdo reinante, Saint-Just accedió a aprobar la propuesta de Carnot de enviar a artilleros de cuatro de las secciones a hacer el servicio militar regular en la línea de combate.8

También se acordó que Barère pronunciaría ante la Convención un discurso sobre la situación exterior, cosa que hizo el 7 de termidor, en tanto que Saint-Just se encargaría de redactar un informe en nombre de la Convención a fin de presentar un frente unido del CSP y el CSG que acallase los rumores de divisiones en el seno del Gobierno revolucionario. Se trata de una concesión importante, pero todavía se está lejos de alcanzar la unanimidad, ya que Billaud y Collot han instado enérgicamente a Saint-Just a no hacer mención alguna de asuntos religiosos. El culto al Ser Supremo de Robespierre sigue siendo motivo de discordia.

Mientras tanto, se ha aprobado a su debido tiempo el decreto de creación de las comisiones populares y se ha transferido al Ejército a artilleros procedentes de las secciones. Aun así, ni Robespierre ni Couthon han mostrado deseo alguno de sumarse al espíritu de concordia. La noche del 24 de julio (6 de termidor), los dos asistieron al Club de los Jacobinos, donde Couthon soltó una acerba diatriba contra el CSG y volvió a hacer un llamamiento en favor de una purga de los diputados «que tienen las manos llenas de riquezas de la República y de sangre de los inocentes a los que han inmolado». Aunque los comités gubernamentales cuentan con hombres virtuosos, el CSG en particular está rodeado de canallas que toman decisiones corruptas y arbitrarias. Aun en la Convención, aun en el Club de los Jacobinos, añadía Couthon (preocupando a los presentes), es posible hallar a agentes de la conspiración extranjera. No estaba, volvía a recalcar, atacando a la Convención en su conjunto, sino a un puñado de «hombres impuros que pretenden corromper la moral pública y erigir un trono al crimen sobre la tumba de la moral y la virtud».9 «Que se unan los hombres de bien —concluía—, que se aparten los representantes puros de esos cinco o seis seres turbulentos.»10 Robespierre también metió baza y aseguró que «ha llegado el momento de golpear las últimas cabezas de la hidra: que no esperen compasión los facciosos».11 El tono beligerante de sus palabras dio al traste con la tregua que se había negociado.

Couthon agravó aún más la situación al retomar el asunto de los artilleros de la Guardia Nacional a los que se pretendía alejar de París. Culpó de la decisión a Louis-Antoine Pille, a quien Carnot había nombrado director de la comisión del Ejército (cargo que, en la práctica, equivalía al de ministro de Defensa). El subordinado inmediato de Pille, Prosper Sijas, jacobino y aliado de Robespierre, ha emprendido una venganza personal contra su jefe, de modo que la prolongación de aquel enfrentamiento constituye, de forma manifiesta, un ataque por poderes a Carnot.12 Con esto se infringen las condiciones de la tregua del CSP y el CSG y se obvia la conformidad de Saint-Just respecto de los cambios de destino de los artilleros.

René-François Dumas, presidente del Tribunal Revolucionario y también ferviente defensor de Robespierre en el Club de los Jacobinos, se sumó entonces a la disputa con otro motivo de disensión: el curioso caso de Jean-François Magendie. Magendie llevaba un tiempo pidiendo a la Convención que se le pagaran las ingentes sumas de dinero que le debía el antiguo banquero de la corte, Magon de La Balue ―guillotinado una semana antes―, con dinero del patrimonio del banquero. Se había dedicado a repartir copias de su solicitud a diestro y siniestro en la puerta del Club de los Jacobinos el 6 de termidor. Lo que llamaba la atención del panfleto no era tanto su contenido como la sugerencia, hecha como de pasada, de que el uso de la expresión «por el amor de Dios» («sacré nom de Dieu») debía considerarse un delito capital contrarrevolucionario. Se trataba, sin duda, de una propuesta servil de Magendie destinada a granjearse el favor de Robespierre. Con todo, la idea resultaba tan absurda como imprudente, y el Incorruptible, cuando llegase a sus oídos, se daría cuenta de inmediato de hasta qué punto iban a burlarse de él sus enemigos por culpa de semejante ocurrencia. Seguía escaldado por el ridículo que había tenido que sufrir en relación con el caso de Catherine Théot, y le parecía obvio que todo el asunto de Magendie era una treta destinada a someterlo a escarnio.13

Tras atacar a Magendie, Robespierre se adhirió al llamamiento de Couthon en favor de una purga de diputados. Perplejo a todas luces, Benoît Gouly, representante por Île de France (Mauricio), dio un paso al frente para pedir mayor claridad:

Robespierre y Couthon llevan tres semanas anunciando en cada sesión que poseen grandes verdades que debe conocer el pueblo ... Pido que se celebre mañana una sesión especial para que Couthon y Robespierre expongan de manera clara cuáles son las confabulaciones que se están tramando contra la patria.

Parece una petición justa y hasta útil. ¿No va siendo hora de hablar con claridad, de dar nombres? ¿Quiénes son los culpables? ¿Son solo cinco o seis, como ha dicho Couthon? Sin embargo, tanto Couthon como Robespierre se lo tomaron de un modo muy diferente. Ambos fulminaron con la vista a Gouly antes de que Robespierre subiera a la tribuna para criticar la propuesta.14 Estaba claro que la elección del momento oportuno era una cuestión sensible.

El Club de los Jacobinos convino en enviar una delegación a la Convención al día siguiente para presentar una solicitud relativa a sus quejas respecto de los artilleros, la actuación de Pille en la burocracia militar y el caso de Magendie. Lo hicieron el 7 de termidor, día en que, además, reiteraron su preocupación ante las actividades de la conspiración extranjera, uno de los temas favoritos de Robespierre. En aquella misma sesión, Barère pronunciaría el discurso sobre el estado de la nación que se había acordado y que, por irónico que resulte, contenía una elaborada ramita de olivo para Robespierre. Aludiendo de forma evidente al compromiso que, según creía, se había alcanzado el 23 de julio (pero que parecía haberse visto atacado en aquella misma sesión), Barère evocó las amenazas de una nueva purga de la Asamblea, comparable a la del 31 de mayo, expresadas recientemente en los alrededores del palacio de las Tullerías. A continuación, prosiguió en estos términos:

Ayer ... un representante del pueblo, que goza de merecida fama de patriota por sus cinco años de trabajo y por sus principios imperturbables de independencia y de libertad, rechazó fervorosamente las propuestas contrarrevolucionarias que acabo de denunciar ante vosotros.15

El cumplido debió de sonar vacío a esas alturas, entre otras cosas porque Robespierre no se hallaba en la Convención durante el discurso ni durante la petición de los jacobinos, por más que la delegación enviada por el club diera la impresión de estar hablando por boca de su héroe.

Así pues, lejos de desistir de sus ataques, Robespierre los ha subido a otro nivel. Billaud y Collot deben de estar preguntándose si Saint-Just, Couthon o el propio Robespierre habían sido sinceros en algún momento durante la negociación de la tregua. ¿No estarían ganando tiempo mientras se preparaban para embestir? Tal vez es cierto que Robespierre se ha propuesto erigirse en dictador...

La disputa de esta noche, en la que participan Collot, Billaud y Saint-Just, se está produciendo en la sala principal del Comité de Salvación Pública, situada en los aposentos reales del antiguo palacio de las Tullerías en los que se alojó la reina María Antonieta entre 1789 y 1792. La estancia conserva parte de su antiguo esplendor: una araña gigantesca, tapices gobelinos, lujosas alfombras y una recargada mesa oval cubierta con un tapete verde a cuyo alrededor se sientan los diputados. Se encuentra en un intrincado laberinto de pasillos y salas que ha invadido la mayor parte de la mitad meridional del palacio e incluye, en el lado del edificio que da al río, el antiguo Pavillon de Flore, rebautizado ahora como Pavillon de l’Égalité.16 Cuando se trasladó a esta zona del palacio en mayo de 1793, el CSP lo compartía con otros comités de la Convención; pero ahora estos se han mudado a otras dependencias y el personal del CSP ha podido pasar de menos de cincuenta personas a mediados de 1793 a más de quinientas. El Comité de Seguridad General tiene su sede en el Hôtel de Brionne, antigua mansión aristocrática unida por un pasaje cubierto al extremo septentrional de las Tullerías. Esta noche ha venido un grupo de sus miembros para celebrar una sesión conjunta con sus colegas del CSP.

Aunque la nómina oficial del CSP es de doce diputados, en este momento solo hay once. En teoría, la Convención renueva su composición cada mes, pero la actual ha permanecido inmutable desde septiembre, con la única excepción del aristócrata Hérault de Séchelles, expulsado por delitos menores financieros y políticos en diciembre de 1793 (y ajusticiado a continuación). El Comité lleva a cabo una labor realmente colectiva y aborda en grupo sus cometidos principales. Si bien Robespierre y Barère responden ante la Convención de la mayor parte de las estrategias y las decisiones adoptadas por el CSP, este carece de una presidencia ex officio. Sus actas son parciales, y todos sus integrantes han hecho un voto de silencio sobre los asuntos que se tratan en las sesiones. Lo que ocurre en torno a la mesa verde se queda en la mesa verde. «No quiera Dios —exclamó Robespierre en noviembre de 1793, por una vez en consonancia con sus colegas— que divulgue yo jamás nada de lo que sucede en el Comité de Salvación Pública.»17

Algunos miembros del CSP llegan nada menos que a las siete de la mañana, aunque las sesiones plenarias formales se desarrollan, más o menos, desde las diez hasta el mediodía, cuando algunos de ellos se trasladan al salón de sesiones de la Convención, donde comienza entonces la sesión principal de la Asamblea.18 Cuando esta termina, los miembros del CSP cenan, invariablemente separados, y muchos se reúnen de nuevo alrededor de las ocho de la tarde o incluso después. Los asiduos del Club de los Jacobinos pueden volver de allí a las diez más o menos. A veces, el trabajo se prolonga hasta las dos o las tres de la madrugada. Hoy, desde luego, salta a la vista que va a durar más. Entre las horas establecidas para las sesiones (y a veces también durante las propias sesiones), los miembros del equipo abordan en despachos separados las distintas labores que se les han asignado.

Dada la naturaleza de los cometidos del CSP, no todos coinciden en todo momento en torno a la mesa verde. André-Jean Bon Saint-André, por ejemplo —capitán de barco y pastor protestante durante el Antiguo Régimen—, está sirviendo en la Armada y pasa la mayor parte de su tiempo en puertos clave de toda Francia. El diputado Pierre-­Louis Prieur (a quien llaman Prieur de la Marne por el departamento al que representa) también está ausente la mayor parte del tiempo, pues casi siempre se encuentra acantonado con las fuerzas armadas en el frente. Los asuntos militares en general son ahora responsabilidad del ingeniero castrense Lazare Carnot, quien sí está presente a todas horas en las dependencias del CSP, aunque pasa partes del día encerrado con sus gerentes.19 A Claude-Antoine Prieur de la Côte d’Or ―ingeniero y erudito borgoñés que también está especializado en asuntos del Ejército, sobre todo en armamento e industria bélica― es más habitual verlo rodeado de su equipo administrativo y de sus archivos que sentado con sus colegas en torno a la mesa verde. Otro tanto cabe decir del entusiasta abogado normando Robert Lindet, sobre quien recae un ámbito de responsabilidad exigente —infraestructura, política económica y la imposición de las medidas de congelación de precios conocidas como Maximum— que lo obliga a departir constantemente con sus funcionarios.

Saint-Just, el joven aliado de Robespierre, presume de una experiencia militar que ha perfeccionado tras varias temporadas de representante en misión con los ejércitos del frente septentrional. Sin embargo, desde que regresó del frente el 29 de junio, se ha centrado sobre todo en la labor del Bureau de Police del CSP, creado en abril.20 Robespierre, el abogado auvernés Georges Couthon y él son los tres únicos componentes del CSP que participan en la gestión de este órgano policial. Couthon había pasado un tiempo en provincias durante el verano de 1793 para ayudar a aplastar la insurrección federalista de Lyon, pero su movilidad se ha visto cada vez más limitada por la parálisis que sufre en las extremidades inferiores. Se desplaza en una silla de ruedas que acciona él mismo, aunque para ocupar su escaño en la Convención o su asiento en el Club de los Jacobinos se sirve de manera invariable de la ayuda de los ujieres o de sus colegas. En estos momentos no asiste a las reuniones vespertinas del comité y pasa una cantidad de tiempo considerable disfrutando de baños salutíferos de flotación en el Sena.

Los tres pilares del CSP, los más regulares en cuanto a asistencia y los que más se ocupan del papeleo, son Barère, Billaud-Varenne y Collot d’Herbois.21 Bertrand Barère, abogado y hombre de letras gascón, es el principal vínculo con la Convención en cuestiones de estrategia. De la correspondencia con los representantes en misión —una responsabilidad colosal, ya que a menudo hay decenas de diputados repartidos por los departamentos a fin de hacer cumplir la legislación revolucionaria— se encargan Billaud-Varenne, otro exabogado, y Collot d’Herbois, quien antes de 1789 había seguido una pintoresca trayectoria profesional como dramaturgo y director de cómicos de la legua. Ambos fueron los últimos en sumarse a «los doce que gobiernan», a principios de septiembre de 1793. En aquel momento, se pensó que su proverbial radicalismo sería un medio de apaciguar el movimiento de los sans-culottes. Aunque no han dejado de ser extremistas, ambos son, de los pies a la cabeza, el prototipo de miembro del CSP.

Porque los once integrantes del Comité poseen caracteres muy diferentes y, al mismo tiempo, tienen mucho en común. Todos están en la flor de la vida. A sus veintiséis años, Saint-Just es, con diferencia, el más joven, en tanto que Jean Bon Saint-André y Collot, que tienen cuarenta y cuatro años, son los de mayor edad. Todos gozan de un sólido historial en el ámbito burgués o profesional.22 Además, la mayoría de ellos eran monárquicos en el momento de la Revolución, si bien todos habían pasado a ser republicanos convencidos en 1792. Aunque algunos eran en un principio afines a los girondinos, en 1793 se habían pasado todos a las filas de los montañeses y pertenecían, con la única excepción de Carnot, Prieur de la Côte d’Or y Lindet, al Club de los Jacobinos. A pesar de las evidentes diferencias entre ellos en lo relativo a estrategia política, todos apoyan con firmeza la función del CSP en el corazón del Gobierno revolucionario. Ninguno de ellos palidece ante las medidas del terror y todos respaldan al Tribunal Revolucionario.

El volumen de trabajo les deja poco tiempo para el ocio.23 Los miembros más relevantes están habituados a una jornada laboral de entre dieciséis y dieciocho horas. Algunos han hecho instalar una cama en su despacho a fin de poder dormir algo sin necesidad de regresar a su casa (aunque siempre tienen un carruaje listo en el patio). Cada día pueden transmitirse entre ochocientas y novecientas cartas, decretos y órdenes del CSP, que para ser válidos necesitan numerosas firmas. Los miembros los suscriben sin tener tiempo de leerlos y pueden llegar a pillarse los dedos. Carnot cuenta que, en cierta ocasión, firmó inadvertidamente la orden de arresto del dueño de su restaurante favorito, y asegura que fue Robespierre quien le tendió la trampa con intenciones dolosas. Todo esto sugiere, por tanto, que la celebridad se ha convertido en el medio que permite que lleguen a todas partes las cuestiones de estrategia política, cosa que se verifica en la campaña bélica, en la maquinaria del terror judicial, en la religión, en la moral pública y en el espinoso asunto de la vigilancia policial.

Las sospechas de Robespierre con respecto a los funcionarios del CSG son sin duda proverbiales y conocidas por muchos, pero los miembros del CSP, por su parte, sospechan que la administración del Bureau de Police que con tanto celo guardan Saint-Just, Couthon y el propio Robespierre les permite tener bajo control a sus enemigos políticos y crear una zona de influencia privada. La ampliación de la jurisdicción del CSP a fin de incluir la vigilancia policial ha envenenado las relaciones con el CSG. Robespierre disfruta de la fervorosa amistad de dos de los integrantes del CSG: el gran pintor Jacques-Louis David y el joven Philippe Le Bas, quien ha contraído matrimonio con la hija de Maurice Duplay, el casero de Robespierre.24 Los demás miembros del CSG se sienten espiados por estos dos hombres y albergan no poco resentimiento para con Robespierre por cómo los ha tratado en el pasado. Él, por su parte, no hace nada por disimular su desdén por Amar y Vadier, incondicionales del CSG.25

Las disputas que se producen entre los comités y dentro de cada comité han empezado a solaparse siguiendo patrones complejos en lo que respecta a vigilancia policial, trámites y personalidades. Los del CSG se han sentido, en general, excluidos de la planificación de medidas políticas por parte del CSP o, más bien, por parte de Robespierre y sus aliados dentro del Comité. Muchos se han sentido particularmente indignados por los cambios radicales que introdujo en el ámbito de los métodos procesales revolucionarios la Ley de 22 de pradial en junio, que Robespierre y Couthon les presentaron (igual que a la mayoría del CSP, en realidad) como un hecho consumado antes de imponérsela a la Asamblea.26 En líneas generales, dicha legislación pretende que se condene a más gente en menos tiempo y apoyándose en un número de pruebas mucho menor. Con todo, lo que de verdad irritó a sus colegas fue que Robespierre y Couthon hicieran caso omiso de la responsabilidad colectiva para hacer aprobar la ley por su cuenta. La otra obsesión reciente de Robespierre, el culto al Ser Supremo, también ha exasperado a muchos de los componentes del CSG y también del CSP.27 Aquella veneración deísta irrita en lo más hondo a quienes tienen una formación protestante (Philippe Ruhl, Moise Bayle y Jean-Henri Voulland) y a los que son completamente ateos (entre quienes destacan Vadier, Amar y Jean-Antoine Louis du Bas-Rhin). Todos los críticos del culto desconfían del papel que pueda querer arrogarse Robespierre en su seno.

La sesión conjunta que celebran hoy el CSP y el CSG se ha convocado con el fin de considerar la situación actual tras el discurso de Robespierre ante la Convención.28 A la espera de la llegada de Collot y Billaud, van adelantando trabajo. Desde las ocho de la tarde, Saint-Just está en una mesa auxiliar preparando el discurso que tiene previsto pronunciar hoy mismo en la Convención (con arreglo a lo acordado en las sesiones del 22 y 23 de julio).

Cuando Collot y Billaud entran en la sala del CSP, es evidente que están muy enfadados. Saint-Just ha alzado la vista de la mesa y ha preguntado con aire alegre: «¿Qué hay de nuevo entre los jacobinos?». La estudiada indiferencia del joven ha provocado un exabrupto de rabia por parte de ambos, pues en el club los dos se han visto aludidos por la tumultuosa aclamación de que ha sido objeto Robespierre y que tanto ha alborozado al provinciano Legracieux.29 A Collot le parece impensable que Saint-Just desconozca las intenciones de Robespierre, quien a todas luces parece estar tramando la ejecución de Billaud y del propio Collot.

—¿Me preguntas qué hay de nuevo? ¿Es que no lo sabes? ¿Acaso no te entiendes de maravilla con el principal responsable de todas estas querellas políticas, el mismo que ahora nos quiere mandar de cabeza a la guerra civil? Eres un cobarde y un traidor. Nos quieres engañar con tus gestos hipócritas. No eres más que un saco de frases hechas. Lo que acabo de presenciar esta noche me ha convencido: sois tres canallas que os habéis propuesto conducir a la patria a la perdición. ¡Pero la libertad puede más que vuestras terribles conjuras! Estáis tramando complots contra los comités delante de todos nosotros. Y tenéis los bolsillos llenos de calumnias que lanzarnos.30

Élie Lacoste, miembro del CSG, ha ejercido durante la última semana de presidente electo jacobino y ha sido testigo de primera mano de la desagradable tormenta que están azuzando Robespierre y Couthon en el club. En este instante, se une a Collot y ataca a Saint-Just y a sus dos aliados por considerarlos «un triunvirato de bribones», en tanto que Barère, de ordinario afable, se lanza también furioso contra ellos: «Pigmeos insolentes... ¡Un cojo, un crío y un canalla! No os confiaría ni el gobierno de un gallinero».31

Completamente atónito ante tan violento ataque verbal, Saint-Just se pone blanco como la pared y balbucea sin demasiada convicción, vaciando sus bolsillos y agitando sus papeles en dirección a Collot a fin de protestar y manifestar su inocencia.

Billaud y Collot refieren lo que acaban de tener que soportar en el club. Los dos llevaban un tiempo sin asistir, si bien mantienen aún una autoridad considerable en los círculos jacobinos.32 Esta noche, de hecho, han contado con el inestimable apoyo de Javogues, Dubarran, Bentabole y otros, aunque enseguida ha quedado claro que los seguidores de Robespierre los superaban en número.

Al comienzo de la reunión, tanto Collot como Billaud han tratado de captar la atención del presidente jacobino, el magistrado Nicolas-Joseph Vivier (sustituto de Élie Lacoste). Con todo, dada la reacción de la Asamblea, el primero en subir a la tribuna ha sido Robespierre, quien ha ido directo al grano:

—Por la agitación de esta Asamblea, parece evidente que nadie ignora lo que ha ocurrido esta mañana en la Convención. Y también parece evidente que los facciosos tienen miedo de verse desenmascarados en presencia del pueblo. Yo, por lo demás, les agradezco que se señalen de un modo tan manifiesto y que me hayan permitido saber quiénes son mis enemigos y los enemigos de la patria.33

Collot y Billaud han tenido entonces que soportar la repetición del largo discurso sobre conspiraciones que Robespierre ha pronunciado en la Convención. Los presentes lo han acogido con entusiasmo, aunque también se han oído voces críticas de los afines a Collot y Billaud. «¡No queremos dominadores entre los jacobinos!», le ha espetado Javogues a Robespierre en un momento dado.34

Ocultando su indignación, Collot y Billaud han aguardado con paciencia a que Robespierre acabe para replicar, tal como han hecho con tanta eficacia esta mañana en la Convención. Robespierre, sin embargo, guardaba aún un último gesto melodramático con el que confundirlos:

—El discurso que acabáis de escuchar es mi última voluntad y mi testamento. Hoy lo he visto claro: la alianza de los malvados es tan fuerte que no puedo albergar esperanza alguna de escapar. Sucumbo sin remordimientos. Os dejo mi memoria. Sé que sabréis apreciarla y que la defenderéis.

Aquí se interrumpe porque los asistentes expresan su emoción con gran alboroto, y luego prosigue:

—Y si debo sucumbir, pues bien, amigos míos, me veréis apurar con calma la cicuta.

—¡Si tú bebes cicuta, yo la beberé contigo!35

Este último grito lo ha proferido el pintor Jacques-Louis David, que ha atravesado el salón para ofrecer a Robespierre un fraternal espaldarazo (aunque sus entusiastas palabras han hecho encogerse por instinto al hipersensible orador).

Collot seguía sin tener permiso para hablar, y el presidente del Tribunal Revolucionario, Dumas, que intervino sin tapujos en el club hace dos días, se ha sumado al debate para sostener que salta a la vista que la conspiración es un hecho. Entonces, ha añadido mirando hacia Collot y Billaud:

—Es extraño que hombres que han guardado silencio durante muchos meses pidan hoy la palabra, para oponerse, sin duda, a las verdades fulminantes que acaba de pronunciar Robespierre. Es fácil reconocer en ellos a los herederos de Hébert y de Danton. Pues bien, también heredarán, os lo vaticino, la suerte de esos conspiradores.

Mientras el auditorio asumía con entusiasmo la magnitud de esta amenaza procedente del hombre que preside el Tribunal Revolucionario, Collot ha conseguido por fin que el presidente jacobino le conceda la palabra, pero, cuando ha intentado hablar, se ha topado con un sonoro abucheo. «¡Yo también he estado bajo el puñal del asesino!», ha proclamado para justificarse, aludiendo al atentado de Ladmiral contra su vida, ocurrido unos meses antes.36 Los presentes, no obstante, lo han recibido con una risa burlona. Collot ha recurrido a su formación de actor para hacerse oír por encima de la algarabía. Sí, en efecto, ha asegurado, tiene sus sospechas sobre Robespierre. Si este se hubiese dignado aparecer por el CSP las últimas seis semanas, su discurso no habría estado tan lleno de errores. Enfurecido por las befas de quienes apoyan a Robespierre, Billaud también ha intentado participar en el debate; pero el fragor era tal que su voz ha quedado ahogada y el auditorio solo ha alcanzado a ver sus gestos airados.

En ese momento crítico, en que han empezado a alzarse voces de «¡A la guillotina con los conspiradores!», el lisiado Couthon se ha hecho llevar a la tribuna para intervenir. La sala se ha sosegado para escuchar sus palabras:

—Ciudadanos, estoy convencido de la verdad de los hechos denunciados por Robespierre, pero dudo que se pueda arrojar más luz sobre el asunto, porque se trata de la conspiración más profunda que hayamos conocido hasta el presente. Es cierto que hay hombres puros en los comités, pero no lo es menos que también hay canallas. Pues bien, yo también quiero que haya un debate [señalando con la cabeza a Collot y Billaud], aunque no sobre el discurso de Robespierre, sino sobre la conspiración. Veremos comparecer a los conspiradores en esta tribuna, los examinaremos, percibiremos su incomodidad, advertiremos sus respuestas vacilantes. Palidecerán en presencia del pueblo, serán condenados y perecerán.

El respetuoso silencio con que se ha escuchado a Couthon se transforma en un alarido salvaje de aprobación colectiva.

La intervención de Couthon ha situado a Collot y a Billaud en una posición insostenible. Saben que, si hablan, será en calidad de conspiradores en una farsa judicial. El salón, abarrotado, se ha visto agitado hasta el frenesí y se muestra tan sediento de justicia tumultuaria que infunde pavor. Quienes apoyan a los dos hombres se han visto sobrepasados. Se han dirigido a la puerta entre más gritos de: «¡A la guillotina!». Algunos han oído a Dumas burlarse de ellos y decir en tono amenazante: «¡Ya verás como de aquí a dos días no habláis tanto!». A continuación, ha indicado a los presentes: «¡Hay que acabar con tanto parloteo!».37

Collot pone fin a la narración del humillante calvario que han tenido que soportar Billaud y él en la reunión del Club de los Jacobinos. Sus colegas del CSP y el CSG están horrorizados. Él vuelve a dirigir su ira contra Saint-Just:

—Ahora estás preparando un informe, pero, conociéndote como te conozco, sin duda estás preparando también nuestra orden de arresto. Podéis, tal vez, quitarnos la vida, mandarnos asesinar, pero ¿creéis acaso que el pueblo va a contentarse con ser un mudo espectador de vuestros crímenes? No, ninguna usurpación quedará sin castigo cuando se trata de los derechos del pueblo.38

Saint-Just confiesa débilmente que ya ha enviado las primeras 18 páginas de su informe a su secretario para que lo tenga listo para mañana. Verlo andarse con rodeos encrespa aún más a Collot, y la riña se prolonga entre gritos. Saint-Just asegura que Collot lleva meses intrigando con el diputado radical Joseph Fouché contra Robespierre y contra él.39 Y sí, puede que mañana se proponga el nombre de algunos representantes para la purga. Con todo, hace una importante concesión en un intento de calmar a Collot: mañana, antes de pronunciar su discurso, lo presentará ante este Comité para su aprobación. Fouché, además, puede venir para verlos hacer las paces.

La concesión de Saint-Just ha mitigado en parte el acaloramiento de la discusión. Los participantes empiezan a bajar la voz y a moderar su ira. La adrenalina de Collot recupera los niveles habituales. Tras empezar con el pie izquierdo a causa de la ira de su interlocutor, Saint-Just empieza a recobrar la compostura. No tiene intenciones de enemistarse con nadie. Que Robespierre haya rechazado el acuerdo del 22 y el 23 de julio no significa que él tenga que hacerlo. Entiende el punto de vista de los otros. Quiere ser parte del equipo. Sus vidas no corren peligro. No se avecina ninguna tormenta.40

Por más que Saint-Just proteste y haga hincapié en su sinceridad y en su compañerismo, hay varios miembros del Comité que siguen sin fiarse de él. Tras comentar en voz baja la situación, la mayoría de los presentes se muestra de acuerdo en esperar a que el joven salga de las dependencias. Algunos, sin embargo, han abandonado ya el ambiente crispado de la sala para tratar de descansar antes del día que tienen por delante, que bien podría ser trascendental. Jean-Henri Voulland, diputado del CSG, ha regresado a su domicilio, situado en la Rue Croix-des-Petits-Champs, a unos cuatrocientos metros de las Tullerías. En otro momento del día, le ha escrito una carta a un grupo de compatriotas de su ciudad natal de Uzès (departamento de Gard).41 Han oído hablar de disensiones en los comités gubernamentales y temen, como Voulland, que los enemigos de la República, tanto los nacionales como los extranjeros, puedan explotar cualquier impresión de división en los órganos de gobierno. Voulland, imbuido aún por el espíritu conciliador del 22 y 23 de julio, les ha asegurado que tales rumores no tienen fundamento alguno. Los ciudadanos de Uzès pueden dormir tranquilos sabiendo que los comités están unidos.

Aun así, después de lo ocurrido entre ayer y hoy, Voulland no puede menos que preguntarse si el mensaje que ha enviado sigue siendo válido. Es muy consciente de todo lo que ha hecho Robespierre por la Revolución, pero también tiene la impresión de que se ha dejado avinagrar por asuntos menores tan solo porque lo han herido en su amor propio, y hoy, sin duda, ha arrojado el guante. Ojalá pueda recuperarse aún para la causa revolucionaria. Con todo, al desear Voulland que Robespierre vuelva al redil, ¿no estará tratando, sin más, de infundirse ánimos?