MEDIANOCHE
Domicilio de Robespierre,
Rue Saint-Honoré, 366 (piques)

Ya no espero nada de la Montaña. Quieren deshacerse de mí como si fuera un tirano, pero el grueso de la Asamblea me escuchará.1

 

 

Robespierre está hablando con su casero, el maestro ebanista Maurice Duplay, en sus aposentos del número 366 de la Rue Saint-Honoré. Últimamente se ha estado acostando temprano. Esta noche, es imposible.

El discurso largo y emotivo que hoy mismo ha pronunciado ante la Convención es el primero que ofrece allí desde mediados de junio. Puede que haya embelesado a Stanislas Legracieux, espectador jacobino llegado de provincias; pero también ha provocado una oposición furiosa y personal entre muchos diputados, incluida buena parte de quienes han sido durante mucho tiempo sus aliados políticos: los diputados radicales de lo que se conoce como la Montaña (o Montagne, denominación que se ganaron al colonizar los escaños superiores de las empinadas gradas del Manège, donde se reunía la Convención hasta mayo de 1793). Esta noche, Robespierre ha repetido aquella misma intervención ante el foro, mucho más solidario, del Club de los Jacobinos.2 Se trata de la principal asociación política de la República, un foro en el que se debaten las medidas políticas que después llevan los diputados al Poder Legislativo. Sus galerías están abiertas al público general, que, además, puede adscribirse por una suscripción sustancial. El club sirve también como centro de una vasta red de asociaciones y clubes afiliados repartidos a lo largo y ancho del país. En total, cuentan con más de 150.000 miembros. Aunque las sesiones del club raras veces se prolongan mucho más allá de las diez de la noche, la de hoy ha sido una excepción. Si bien el discurso de Robespierre ha topado con una fuerte oposición, al final su exigencia de una purga política destinada a aplastar las conjuras que amenazan a la República ha recibido el apoyo entusiasta de los asistentes, según apunta enardecido Legracieux, en debates exaltados que han retrasado su regreso a casa.

Con su oratoria, Robespierre ha elevado las apuestas políticas a cotas nunca vistas, pero ahora siente que se le ha hecho justicia. Lleva ya demasiado tiempo hablando de la conspiración del extranjero y de otras confabulaciones como quien clama en el desierto. Hoy, la Convención le ha brindado las pruebas necesarias para demostrar que está en lo cierto: salta a la vista que sus antiguos aliados montañeses de la Convención, que sostienen que pretende erigirse en dictador, se han conjurado contra él. Están convencidos de que un tirano acecha entre bambalinas.

En teoría, la Convención dispone de 749 diputados.3 Un tercio aproximado de ellos está integrado por montañeses. El resto está repartido entre el centro, a menudo llamado de forma despectiva la Llanura o el Pantano (en francés, Marais), y una derecha cada vez menos numerosa. Pese a su condición minoritaria, el grupo enérgico y resuelto de los montañeses lleva ya un año o más imponiendo, en general, su voluntad colectiva en lo referente a la política gubernamental y a la dirección que debe tomar la Revolución. A los de la Llanura les ha faltado coordinación —así como arrojo y visión de futuro— para hacer valer su ventaja numérica. Con toda probabilidad, entre los más renuentes están el centenar aproximado de diputados que ocupan los escaños de quienes han sido víctimas de la purga o han dimitido o han muerto; pero Robespierre —al enfrentarse a la descarada conspiración de la bancada montañesa— parece estar pensando que ha llegado el momento de movilizar precisamente a estos moderados, que constituyen, en sus palabras, «el grueso de la Convención», para formar con ellos una fuerza capaz de salvar a la República... y, de hecho, a él mismo.

Cabe preguntarse si Robespierre, mientras se despide de Duplay para dirigirse a su habitación ya pasada la medianoche, habrá advertido que hoy hace un año del 27 de julio de 1793, día en que fue elegido para formar parte del CSP. Es un hombre que respeta los aniversarios y no suele pasar por alto la conmemoración del 14 de julio.4 Quizá recuerde también que el 6 de mayo de 1789, cuando el Tercer Estado se plantó ante Luis XVI al comienzo de la Revolución, coincidió con su cumpleaños. Sea como fuere, ahora debe concentrarse en el futuro inmediato y no en lo que ya debe de parecerle un pasado remoto. Por fortuna, este cuartito espartano que tiene arrendado ofrece pocas distracciones que puedan desviarlo de sus pensamientos. Lleva ya más de un mes sin apenas dedicarse a otra cosa. Evitando deliberadamente la Convención y el CSP, ha pasado mucho tiempo en la soledad de su domicilio, que solo ha abandonado para pasear a su perro, un mastín llamado Brount, por la periferia de la ciudad, y para sus visitas vespertinas al Club de los Jacobinos, que se encuentra convenientemente cerca de la residencia de Duplay.5 Duplay es también jacobino y era habitual que el casero y el inquilino asistieran juntos al club.

Robespierre era un desconocido abogado de Arrás cuando, en 1789, fue elegido como diputado de los Estados Generales por la provincia de Artois. Tanto en la nueva Asamblea Nacional Constituyente como, después, en el Club de los Jacobinos, se granjeó una sólida reputación de defensor inquebrantable de las clases populares y de la soberanía del pueblo. Los enemigos de la derecha se referían a él desdeñosamente como «el diputado populómano» y «el Don Quijote de la plebe».6 Pero él jamás se retrajo de arrojar pullas a las figuras prominentes del nuevo régimen que, en su opinión, estaban embaucando al pueblo: Mirabeau, por ejemplo, el insigne pero también corrupto dirigente de la Asamblea Constituyente; Lafayette, comandante de la Guardia Nacional de París; el general Dumouriez, «patriota» favorito de los girondinos, que acabó siendo un traidor y huyendo al campo de los austríacos; y el duque de Orleans, problemático y entrometido primo de Luis XVI. El Incorruptible, como lo llamaban, se situó muy por encima de la moral política, a menudo quebradiza, de la nueva élite gubernamental. Declaraba con orgullo, y sigue haciéndolo, no ya que representa al pueblo, sino que lo encarna: «je suis peuple».7 Esta identificación está arraigada en una difusa pero inquebrantable confianza en la bondad perenne del pueblo, siempre susceptible de caer en las manos corruptas de los grandes y los poderosos.

Su doble compromiso para con la causa popular y el Club de los Jacobinos no ha flaqueado ni siquiera en los días sombríos que siguieron al intento, por parte de Luis XVI, de huir de París en la llamada «fuga de Varennes», en junio de 1791.8 El rey no había entendido nunca la causa de la Revolución, y aún menos había llegado a simpatizar con ella. Tras sacarlo a la fuerza de Versalles en octubre de 1789, lo condujeron junto con su familia al palacio de las Tullerías, en el centro de París. Aunque en teoría eran libres, sintieron de inmediato que estaban presos. Al tratar de escapar de la ciudad, el rey dividió a la clase política y creó una fisura enorme en el seno de los jacobinos. Aun antes de que el monarca humillado fuera devuelto a la capital desde Varennes, donde los interceptaron a él y a su familia, floreció el apoyo al republicanismo entre las bases jacobinas, aunque no entre los diputados. Todos ellos, excepto Robespierre y unos cuantos más, abandonaron la sociedad para crear una nueva, el efímero Club de los Feuilleants (los Amigos de la Constitución).

En la Asamblea, los Feuilleants adoptaron la estrategia de apoyar al monarca errante a fin de obligarlo a legitimar una nueva Constitución. Ante tan delicada situación, el 17 de julio de 1791 la Guardia Nacional parisina aplastó brutalmente, por orden de Lafayette, una manifestación popular que exigía el derrocamiento del rey, retenido en el Campo de Marte, en el extremo sudoeste de París. A continuación, hubo una campaña de hostigamiento contra radicales populares y republicanos por toda la ciudad. Robespierre, que hasta el momento se había alojado en la Rue de Saintonge, en la zona oriental del Marais, se sentía vulnerable en el ambiente de tensión posterior a la matanza del Campo de Marte, y Duplay acudió en su ayuda ofreciéndole una vivienda que le brindaba una mayor protección.9 El número 366 de la Rue Saint-Honoré alberga el hogar y la ebanistería de Duplay, y la puerta de entrada desde la calle da a un patio en el que sus aprendices y sus fornidos oficiales ejercen el oficio de su maestro.

En septiembre de 1791, con el advenimiento de la Asamblea Legislativa que marcó el final de su mandato como diputado, Robespierre decidió no regresar a Arrás y seguir desarrollando en París su función de defensor de la soberanía popular, en parte a través del periodismo y en parte mediante su participación en el Club de los Jacobinos.10 En este período, forjó vínculos duraderos y poderosos con el movimiento emergente de sans-culottes radicales callejeros, en particular durante los días que desembocaron en la journée del 10 de agosto de 1792, la del derrocamiento del rey. Tras unirse a la insurrecta Comuna de París, creada en el momento de transición a una república, participó de forma activa en la radicalización de la capital y en la elección de sus diputados (entre los que se incluía él mismo) para la nueva Asamblea, la Convención Nacional.

A esas alturas, la guerra europea había empezado ya a redefinir el sentido de la Revolución. En un principio, Robespierre se había distanciado de los llamamientos bélicos que empezaron a pronunciarse en la Asamblea Nacional a finales de 1791 y principios de 1792 por parte de un grupo disperso de diputados conocidos como girondinos o brissotinos, pues algunos procedían del departamento de la Gironda, con capital en Burdeos, y todos tenían por figura más destacada entre sus cabecillas al diputado y periodista Jacques-Pierre Brissot, antiguo amigo y aliado de Robespierre.11 Con todo, aunque Robespierre abrazó de forma natural la causa patriótica una vez declarada la guerra contra Austria en abril de 1792, el antagonismo de los girondinos para con él y sus compañeros de la Montaña creció al mismo ritmo que se ampliaba el conflicto internacional, que llegó a abarcar a la mayoría de las demás potencias europeas, incluida Gran Bretaña. Los girondinos mostraban una feroz actitud crítica ante el enfoque populista y autoritario que habían adoptado los montañeses respecto a la gestión de la guerra. En particular, censuraban a voz en cuello a los sans-culottes parisinos, sobre todo después del sangriento episodio de las matanzas de septiembre de 1792.12 Ante la creciente presión de los sans-culottes, el diputado girondino Maximin Isnard, que ostentaba la presidencia de la Convención el 28 de mayo de 1793, advirtió a cierta delegación de la Comuna de París que, en caso de que lanzaran un ataque contra los representantes de la nación, «París acabaría destruida, de tal modo que sería necesario escudriñar las orillas del Sena en busca de los restos de la ciudad».13 Robespierre, en cambio, defendía al pueblo parisino frente a estas provocaciones girondinas y colaboraba con él para expulsar a Brissot y a sus colegas de la Convención.

El odio mutuo que se profesaban ambas partes llegó a su punto culminante en las dos journées del 31 de mayo y 2 de junio de 1793, cuando los montañeses se coordinaron con el movimiento de los sans-culottes parisinos a fin de obligar a la Convención a arrestar y destituir a la cúpula girondina: 22 diputados en un primer momento (29 al final) y dos ministros. En aquella operación tuvo un papel crucial François Hanriot, un sans-culotte de origen humilde que durante aquella crisis había pasado a ser el comandante de facto de la Guardia Nacional parisina. En un golpe tan inspirado como siniestro, reunió a unos ochenta mil guardias alrededor del salón de sesiones de la Convención y amenazó a los diputados con tomar a la fuerza el edificio si no actuaban contra los girondinos.14

La subsiguiente purga parlamentaria llevó a una porción nada desdeñable de la Francia de provincias a levantarse mediante un movimiento de resistencia armada antiparisina en la insurrección federalista de mediados de 1793. Para colmo, los ejércitos de la Convención sufrieron en aquella época un rosario de derrotas militares en las fronteras: las huestes extranjeras rebasaron todos los confines de Francia, desde los Pirineos hasta el Rin; fue imposible contar con la lealtad de los generales; el alzamiento de los campesinos realistas condujo al estallido de la guerra civil en la Vendée, en la Francia occidental; la hambruna amenazaba con hacer estragos, y el Gobierno central se vio paralizado por los enfrentamientos entre facciones. Cuando Robespierre se unió al Comité de Salvación Pública (CSP) el 27 de julio de 1793, la suerte de la República se encontraba en su punto más bajo.

¡Lo que cambian las cosas en un año! En cuestión de doce meses, la República se ha recuperado de un modo pasmoso. Lo recalcó en la Convención hace solo dos días, el 25 de julio de 1794 (7 de termidor), Bertrand Barère, colega de Robespierre en el CSP, haciendo hincapié en el avance que ha protagonizado Francia desde aquellos días oscuros de mediados de 1793.15 Poco a poco, a finales del verano de 1793, tras sacarse de encima a los girondinos (a 22 de ellos los guillotinarían en octubre), los montañeses revitalizaron y aportaron nuevos miembros a los dos comités gubernamentales —el CSP y el Comité de Seguridad General— a fin de que pudiesen actuar con eficacia en todos los frentes. La fuerza militar logró aplastar las revueltas de la Vendée. También se acabó con la insurrección federalista, y se castigó a las ciudades más importantes que la habían apoyado (Lyon, Marsella, Tolón...), ahora recuperadas de manos de los rebeldes. Lyon recibió un trato particular que la llevó incluso a perder su identidad.16 Desde entonces, pasó a denominarse Ville-Affranchie («Ciudad Liberada»), y tanto sus murallas como muchas de sus residencias privadas fueron arrasadas. Además, una comisión militar sometió a la ciudad a una represión brutal. Por otra parte, las fronteras han quedado libres de tropas extranjeras. Es más: tras la batalla de Fleurus, librada a finales de junio de 1794, las fuerzas francesas están llevando la guerra al terreno enemigo y avanzando con resolución por los Países Bajos.

En otros ámbitos también se han dado mejoras considerables. Aunque sigue habiendo escasez de alimentos, el fantasma de la hambruna ya se ha alejado. Se han tomado medidas especiales para evitar que París quede desabastecido. El sistema judicial, organizado alrededor del Tribunal Revolucionario de la capital, está librando a Francia de traidores, en tanto que las fuerzas policiales están frustrando conjuras, en particular en el seno del sistema penitenciario de la ciudad.

Aunque Barère concluyó su peroración celebrando el creciente espíritu de calma que reinaba en todo el país, no dejaba de advertir una nube en aquel horizonte fundamentalmente soleado: en concreto, por los alrededores de la sede de la Convención, cierto número de personas de las clases más pobres estaban reclamando «otro 31 de mayo», una nueva purga de la Asamblea dirigida por los sans-culottes.17 A estas alturas, los diputados aceptan ya plenamente el resultado de las journées antigirondinas del 31 de mayo y el 2 de junio de 1793, pero nadie desea que se repitan. El discurso de Barère subrayó que algo así no solo sería peligroso para la causa revolucionaria, sino también redundante, pues, si bien todavía queda un largo camino para lograr el triunfo total de la República, el Gobierno, en esencia, no podría estar actuando mejor. Las amenazas procedentes de París han perdido todo contacto con la realidad y no harían sino meter a Francia en la vía de la contrarrevolución.

Robespierre no estaba presente en la Asamblea durante la intervención de Barère, pero, en todo caso, su visión de la «realidad» actual era muy distinta de la que tan elogiosamente había ofrecido su colega del CSP. El paladín de la causa popular rechaza de pleno la denuncia implícita vertida por este último contra el pueblo por amenazar a la República. El problema no es el pueblo, sino sus representantes de la Asamblea Nacional. Para Robespierre, debatir sobre una repetición de la journée del 31 de mayo solo es un pretexto para evitar reconocer que una conspiración financiada desde el extranjero ha penetrado en el corazón mismo del sistema político en los últimos meses.18 Las potencias exteriores están sobornando en secreto a los revolucionarios, llenando la prensa de propaganda y estimulando las luchas intestinas en el seno de la élite política. Muchos de los políticos más corruptos implicados en esta conspiración del extranjero han muerto ajusticiados después de ser juzgados por el Tribunal Revolucionario en marzo y abril de 1794: primero, el grupo radical formado en torno al político municipal Jacques-René Hébert y, luego, un conjunto más moderado de diputados congregados alrededor de Georges Danton y Camille Desmoulins, que pretendían frenar el ritmo del terror. Por desgracia, en opinión de Robespierre, el cáncer de la corrupción no se ha erradicado por completo. Lleva varios meses importunando a los colegas del CSP para que reconozcan la realidad de esta conspiración y exijan la eliminación de los confabulados que están recibiendo dinero del extranjero.19 Haciendo oídos sordos a sus ruegos, se han convertido en parte del problema. Quien no es capaz de encarar los hechos relativos al enemigo se convierte en el propio enemigo.

El hondo pesimismo de Robespierre acerca del Gobierno del que forma parte hunde sus raíces en el convencimiento de que el Ejecutivo ha incumplido el contrato que firmó con el pueblo en 1793. A su entender, la corrupción que lo pudre por dentro no solo ha contaminado esa relación, sino que ha tenido un efecto fatídico sobre el pueblo mismo. La idea unitaria del pueblo que tanto había apreciado Robespierre a comienzos de la Revolución ha empezado a desmoronarse bajo la experiencia del Gobierno. Ahora tiene la sensación de que, en lugar de uno, hay dos pueblos. Uno está formado por «la masa de los ciudadanos; es puro, sencillo, está sediento de justicia y ama la libertad. Este es el pueblo virtuoso que derrama su sangre por la fundación de la República». El otro, en cambio, es «esa raza impura», «esa laya de ambiciosos e intrigantes, ese pueblo embaucador, charlatán, artificioso» que solo vale para «confundir a la opinión pública» y constituye la fuente de todos los males de la nación. Un Gobierno corrupto ofrece sustento a la «raza impura» en lugar de al «pueblo virtuoso».20

Fue la intención de purificar el Ejecutivo lo que llevó a Robespierre a aceptar integrarse en el CSP el 27 de julio de 1793. Él asegura no haber buscado activamente semejante ascenso.21 Desde luego, verse elevado a un órgano poderoso que estaba gobernando el país en condiciones tan críticas era algo completamente nuevo para él. Había sido la conciencia de la Revolución y el tábano que había señalado a los políticos corruptos. Tras haber seguido la trayectoria de un observador externo, se encontró convertido de súbito en un agente interno privilegiado. Semejante conversión de cazador furtivo a guardabosques no le resultó nada fácil, pues Robespierre se adscribe, por lo común, al clásico convencimiento republicano de que el peligro de la corrupción acecha siempre cerca del corazón del Gobierno. Apenas llevaba tres semanas en el CSP cuando empezó a manifestar ante la Convención su estupor por las conductas delictivas que detectaba en el seno del comité. Aunque sus quejas relativas a la mala fe de sus colegas se desvanecieron a lo largo de los meses siguientes, han vuelto a manifestarse con fuerza en las últimas semanas.

La falta de sentido práctico de Robespierre era proverbial. Danton bromeaba al respecto diciendo que sería incapaz de cocer un huevo aunque su vida dependiera de ello, pero lo cierto es que apenas aportó nada en el terreno directivo o práctico como miembro del CSP.22 Estaba prácticamente solo entre los políticos más prominentes de la Convención y jamás había llegado siquiera a participar en una comisión asamblearia ni desarrollado esa capacidad para forjar pactos políticos, buscar acuerdos o llegar a consensos que exige la labor de gestionar un comité o servir de ponente. De hecho, nunca había dirigido nada en su vida. Se había formado como abogado y había ejercido por cuenta propia en provincias antes de 1789, y su experiencia es muy limitada. Sus conocimientos acerca de las relaciones internacionales son desdeñables. Manifiesta —y, de hecho, se vanagloria de ello— una ignorancia total respecto a los asuntos militares, aunque muestra una clara predilección por los generales «patrióticos» frente a los aristocráticos, y es un verdadero zoquete en cuestiones financieras («Robespierre le tiene miedo al dinero», dijo Danton). Tanto es así que, junto con algún que otro colega, es demasiado desorganizado para ir a cobrar siquiera en persona su sueldo de diputado.23

Aunque entró en el CSP con el entusiasmo del neófito, dispuesto a reformar los procesos del comité, no tardó en dejar de lado sus nuevas labores administrativas para consagrarse a lo que se le da mejor: hablar.24 Tampoco tiene un extenso historial legislativo. Si ha llegado al CSP ha sido más por sus discursos y por su carácter que por algún logro concreto o por tener numerosas aptitudes prácticas. Jean-Paul Marat no andaba muy lejos de la verdad cuando en cierta ocasión dijo de él:

Nunca ha tenido más ambición que la de explayarse en la tribuna ... Su condición de dirigente de partido está tan poco desarrollada que huye de cualquier situación tumultuosa y palidece al ver desenvainar un sable.25

Lo que ofreció desde el principio, en opinión de Jacques-Nicolas Billaud-Varenne, compañero suyo del CSP, fueron «las virtudes más austeras, la dedicación más absoluta y los principios más puros».26 Sus colegas le han permitido exhibir esas cualidades, en beneficio de todos, a través de una elocuencia poderosa y carismática que ha dotado al Gobierno revolucionario de una potente aura de legitimidad y elevado sus cotas de popularidad y el consentimiento republicano a su propósito común. Aunque esta situación ha cambiado últimamente, en el transcurso del último año Robespierre ha brindado al Gobierno revolucionario un servicio ejemplar, pues ha conseguido combinar su capacidad para atraer el apoyo del pueblo a las medidas gubernamentales con una dureza que consigue mantener dentro de unos límites de docilidad y acatamiento a una Convención en potencia indisciplinada.

Solo hay que echar un vistazo a los discursos que ha ofrecido en la Asamblea Nacional o en el Club de los Jacobinos desde los primeros días de la Revolución para hacerse una idea de su voz poderosa y distintiva y de su visión inspiradora de una nueva, regenerada y virtuosa forma de entender la política. Entre 1789 y 1791, en la Asamblea Constituyente abogó sin miedo por el pueblo, luchó por el sufragio individual frente al censitario, apoyó con elocuencia la libertad de expresión, defendió la tolerancia religiosa, exigió la introducción de reformas judiciales más humanas que incluían la abolición de la pena de muerte y se sumó a la causa anticolonialista (que culminó en febrero de 1794 con la abolición de la esclavitud). Contribuyó de manera notable a los debates de la Constitución de 1793, la Carta Magna más democrática del mundo (aunque suspendida en este momento). Antes de la Revolución, Robespierre también había defendido el derecho de las mujeres a participar en debates intelectuales y en la vida pública. Si últimamente ha guardado silencio al respecto es porque, en su mayoría, los diputados opinan que las mujeres pertenecen, sobre todo, al ámbito de la vida privada. En todo caso, ellas lo consideran un espíritu afín, y lo cierto es que goza de una gran popularidad entre el sector femenino, lo que ha llevado a sus enemigos a burlarse de la presencia de sus «idólatras» en las tribunas públicas.27

En sus mejores momentos, es capaz de hechizar a los oyentes de uno y otro sexo permitiéndoles vislumbrar un mundo mejor y más justo.28 Cuando se suelta, su retórica posee un poder hipnotizante y casi mágico que ningún otro político puede igualar. Algunos aspectos de esta visión inspiradora, fundada en los derechos individuales, han tenido que suspenderse momentáneamente debido a la guerra. Aun así, y pese a que algunos diputados siguen mofándose de él por considerarlo un visionario utópico, continúa creyendo que la Revolución ofrece a la humanidad la oportunidad para regenerarse y acceder a un destino noble, que él concibe como la República de la virtud en la que se han apoyado sus sensacionales discursos durante el último año. Billaud-Varenne era más consciente que Robespierre de los detalles de la situación, lo que lo convirtió en el redactor y ponente del CSP de la Ley de 14 de frimario (4 de diciembre de 1793), que puso en marcha los mecanismos del Gobierno revolucionario.29 Del mismo modo, los conocimientos de Barère en el ámbito de las relaciones internacionales lo convierten en el más indicado para presentar las noticias llegadas del frente. Asimismo, es Barère, más que Robespierre, quien introduce la reforma más relevante de ayuda a la pobreza. Con todo, es Robespierre quien ha asumido la labor de brindar al Gobierno revolucionario una base moral, coherente y apasionada, que inspire y justifique sus actividades. Una de ellas es el uso del terror. El recurso al terror no es nada nuevo: se ha encarnado desde hace siglos en la soberanía, sobre todo en momentos de crisis de Estado. El Gobierno revolucionario, sostiene Robespierre, ha situado al terror en una posición nueva y moralmente defendible, dado que, en la nueva República, la soberanía está encarnada en el pueblo y no en la persona del gobernante. Sobre esta base, el Gobierno ha desplegado con libertad los métodos del terror en el ejercicio de lo que llama el «despotismo de la libertad frente a la tiranía». Este hecho ha propiciado una conjunción de virtud y terror nunca vista en la historia de la humanidad:

La virtud, sin la que el terror es funesto; el terror, sin el que la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que justicia diligente, severa e inflexible. Es, pues, una emanación de la virtud.30

La honda implicación emocional de Robespierre en sus discursos hace que estos tengan un impacto aún mayor. Cuando habla, abre su corazón de par en par. Es extremadamente sincero en cada una de sus palabras y en cada uno de sus actos, con lo que ofrece un modelo ejemplar de acción moralista al estilo de su gran ídolo, Jean-Jacques Rousseau, apóstol sumo de la transparencia moral.31 Para Robespierre, el punto culminante de toda la Revolución fue, probablemente, el 8 de junio de 1794 (20 de pradial), cuando presidió la fiesta del Ser Supremo, instaurado por la legislación que él concibió e hizo aprobar en la Asamblea, en virtud de la cual se establecía una forma deísta de culto que pretendía convertir el ateísmo en cosa del pasado. La entusiasta respuesta del pueblo de París que percibió en la celebración casaba a la perfección con su apasionado convencimiento de que la Revolución marcaba el inicio de una nueva época histórica. El regreso a la Constitución democrática de 1793 no le parece una prioridad gubernamental: de hecho, considera que quienes apelan a ella en las circunstancias presentes son peligrosos herederos de los hebertistas radicales a los que se aplastó en primavera. Más bien insta al Gobierno a colaborar con la Asamblea Nacional en defensa de la regeneración humana a través de iniciativas sociales como festivales públicos, su proyecto del Ser Supremo, reformas educativas y planes de bienestar social, elementos que, combinados con el terror, conducirán al pueblo por las sendas de la virtud.

En la oratoria de Maximilien de Robespierre no hay medias tintas. De hecho, en su cosmovisión tampoco las hay. Sus discursos describen un mundo en blanco y negro en el que los puros, los probos y los patriotas combaten con heroísmo a toda clase de hombres y mujeres corruptos en la noble labor emprendida por la humanidad para construir su propia identidad en el seno de la virtud. Esta excesiva simplificación del panorama político, fortalecida por la polarización inevitable de la política en tiempos de guerra, se combina con un compromiso inquebrantable y abnegado con la causa, muy propio de un Rousseau. El arco narrativo, melodramático y sentimental, que estructura sus discursos, y que a menudo lo lleva a evocar su propia muerte en defensa de la libertad, no es nuevo: lleva usándolo desde antes de los inicios de la Revolución y se ha apoyado en él durante toda su trayectoria revolucionaria. Las figuras retóricas que utiliza tampoco son exclusivas de Robespierre, aunque sin duda son su marca distintiva y tienen el poder de provocar en sus oyentes una emoción añadida.32

La capacidad de Robespierre para entusiasmar e inspirar a su auditorio mediante el poder de sus palabras es más llamativa aún por el hecho de que en modo alguno puede considerarse un orador nato.33 Reconoce sufrir miedo escénico, al menos hasta el instante en que abre la boca. Su voz, teñida de un acento provinciano muy poco elegante, es aflautada y suena a menudo demasiado tensa. Además, llega con dificultad a los oyentes en la sala cavernosa donde se reúne la Asamblea. La postura física que adopta en la tribuna resulta cohibida y torpe, y carece de los gestos expansivos de un Danton. Por otra parte, tiene la costumbre, que algunos encuentran exasperante (aunque también sirve para llamar la atención), de hablar con lentitud y hacer pausas dramáticas mientras se ajusta las gafas de cristales verdes que lleva a menudo. Sus discursos pueden ser muy largos... y hacerse eternos para quienes no se han convertido a su religión.

Con todo, tal vez su talón de Aquiles en el campo de la oratoria es que es demasiado susceptible al ridículo y las burlas. Nadie ignora que tiene la piel muy fina, y la firmeza con la que defiende su dignidad invita casi a zaherirlo. Sus oponentes aristocráticos en la Asamblea Constituyente lo provocaban escribiendo y pronunciando su apellido como Roberts-pierre con la intención de insinuar un parentesco (totalmente ficticio) con Robert Damiens, personaje de infausta memoria que había intentado asesinar a Luis XV en 1757.34 Por otra parte, hace unas semanas, Marc-Guillaume-Alexis Vadier, miembro del Comité de Seguridad General, se mofó de él a cuento del caso de Catherine Théot, una oscura vidente que, según Vadier, se hacía llamar «Madre de Dios» y aseguraba que Robespierre era el mesías, idea que provocó una oleada de risitas mal disimuladas a su costa en una Asamblea que había estado demasiado seria en los últimos días.35 Robespierre ha prohibido personalmente que el caso de Théot llegue al Tribunal Revolucionario, lo que para muchos significa que tiene algo que ocultar... o que no quiere exponerse a ser ridiculizado de nuevo.

Pese a estos puntos débiles, Robespierre ha alcanzado un dominio retórico notable sobre su auditorio por vías diferentes. Es particularmente hábil en el manejo de las intervenciones parlamentarias y sabe atraer la atención mediante sus intervenciones en los debates y con el uso de cuestiones de orden. Si ve rechazada alguna de sus propias cuestiones de orden, puede llegar a responder con gran violencia verbal, y es tan estridente a la hora de invocar los principios más elevados y expresar su desconcierto ante el desafío que su oponente acaba por ceder. En una célebre ocasión, logró acceder a la tribuna gritando: «¡O me dejáis hablar o me degolláis!».36 Una vez en el estrado, es también experto en invalidar objeciones y cuestiones de orden planteadas por los presentes. Así, cuando el diputado progirondino Carra, tras un ataque de Robespierre, intentó suscitar una cuestión de orden en un momento determinado de agosto de 1793, Robespierre lo ignoró diciendo: «No procede que los conspiradores interrumpan al defensor de la libertad».37 También puede, en ocasiones, guardar silencio y adoptar una mirada de basilisco o de gorgona capaz de hacer detenerse a un hombre hecho y derecho o provocar un estado de desesperación devastador.38 Por último, sabe que cuenta con el asentimiento de cuantos lo apoyan desde la tribuna pública, a quienes, además, puede asociar con su victimismo a fin de callar e intimidar a sus oponentes.39

Si esta noche se presenta agitado y taciturno es porque hoy —o, mejor dicho, ayer, 26 de julio u 8 de termidor— su repertorio de técnicas de persuasión retórica ha resultado insuficiente. Las dos horas de discurso interminable ofrecido ante la Convención representan la primera intervención que ha hecho allí desde el 12 de junio y han inspirado una hostilidad vocinglera y elocuente que no había conocido jamás como miembro del CSP.

Robespierre ha presentado sus comentarios en calidad de simple diputado, como si fuera un sencillo ciudadano en lugar de un integrante del Gobierno, de cuya gestión, reconoce sin ambages, se ha ausentado las últimas seis semanas.40 La falta de responsabilidades gubernamentales, asegura, le da una mayor libertad para contar la verdad ante el poder, desvelar conjuras y denunciar conspiraciones. Ante la posibilidad de «abrir su corazón», tiene la esperanza de que «las verdades útiles» que ofrece puedan suavizar la discordia que habita en la Convención y guiar el pensamiento del pueblo. Se presenta a sí mismo como un ardiente observador externo, una fuerza opositora apasionada que equipara su propia identidad y su destino con los de la Revolución popular que siempre ha defendido. Se está violando la libertad pública, y su inocente nombre se está viendo calumniado y ofendido. Sus enemigos son los enemigos de la Revolución, y quien lo ataque a él estará atacando a la Revolución y al pueblo. Sus oponentes suministran a la prensa británica historias relativas a sus intenciones tiránicas, exageran su pasajera participación en asuntos de vigilancia policial y difunden bulos acerca de sus supuestas intenciones de mandar al Tribunal Revolucionario y a la guillotina a decenas de compañeros diputados. Los conspiradores están construyendo un «sistema de terror», y los diputados, temerosos, ya no duermen tranquilos por la noche. Han vertido sobre él ridículas acusaciones de querer erigirse en dictador, cuando él no se considera como tal. «Si lo fuera —subraya con gravedad—, [mis enemigos] se humillarían a mis pies.»41

Si al comienzo de su discurso anunciaba que, con el fin de incentivar la armonía, no tenía intención de hacer acusaciones, a medida que lo desarrollaba se fue haciendo patente que, en efecto, ha puesto la mira en objetivos concretos: los grupos de hombres inmorales, a menudo ateos y a veces despiadados, que, según cree, llevan meses conspirando contra él y contra la República; afirma que los antiguos nobles, emigrados y delincuentes —debe de estar pensando en Dossonville— se han infiltrado en la burocracia del Comité de Seguridad General (CSG). La administración financiera también se encuentra entre sus objetivos. El Comité de Salvación Pública se ha mantenido al margen de asuntos económicos, pero la legislación reciente, que afecta de forma negativa a los pequeños ahorradores, lleva a pensar que el Comité Financiero de la Convención, encabezado por los diputados Cambon, Mallarmé y Ramel, ha caído en manos corruptas y aristocráticas, mientras que Lhermina, el responsable de Hacienda, no es más que un hipócrita contrarrevolucionario.42

Para completar el efecto dramático, Robespierre ni siquiera libra de sus ataques verbales a los comités gubernamentales.43 El CSG, cuya burocracia está infestada de contrarrevolucionarios, no ha dudado en recurrir, como Vadier, al asunto de Catherine Théot para minar su autoridad y ridiculizarlo. El CSP no es mucho mejor, y aunque Robespierre evita generalmente dar nombres, sus referencias veladas son mordaces.44 Los ejércitos pueden estar ganando batallas en el frente, pero la política bélica —en manos de Lazare Carnot, colega suyo del comité— amenaza con desatar la tiranía. Resulta preocupante que París se esté quedando indefensa por la decisión de transferir al frente las unidades de artillería de las secciones. Robespierre tiene a otro colega en el punto de mira, Barère, cuando recrimina la «ligereza académica» que despliega a la hora de anunciar los éxitos castrenses de un modo que corre el riesgo de bailarle el agua al «despotismo militar». Tampoco ahorra palabras acerbas —aunque sin dar nombres— contra sus colegas Billaud-Varenne y Jean-Marie Collot d’Herbois, quienes se declaran hipócritamente amigos suyos mientras conspiran contra él y lo acusan en voz baja de ser un nuevo Catilina, el aspirante a dictador de Roma, o lo comparan con el tirano ateniense Pisístrato.

Los actos contrarrevolucionarios que están cometiendo estos miembros del Gobierno han provocado irregularidades en la puesta en práctica de medidas políticas acordadas por la Convención. No solo han retrasado el advenimiento de la República de la virtud, sino que amenazan con desmantelar todo cuanto ha logrado la Revolución. El CSP y el CSG no están haciendo su trabajo. Las fuerzas del orden tienen que tomar medidas drásticas para evitar que los contrarrevolucionarios empedernidos conspiren abiertamente en la capital. Habría que defender al Tribunal Revolucionario y reforzar la institución a fin de que pueda operar con eficacia. La ley que prohíbe la toma de prisioneros de guerra entre los británicos no se está ejecutando con el rigor deseable y debería hacerse cumplir como es debido.45

Como de costumbre, el discurso del 8 de termidor está plagado de cabriolas retóricas destinadas a poner de relieve su compromiso apasionado con la causa republicana. Pretende provocar lástima, admiración y emulación. Declara no ser un dictador, sino, más bien, «el esclavo de la libertad, el mártir vivo de la República, el enemigo e incluso la víctima del crimen».46 Salpimentaba su intervención con anécdotas que lo mostraban sufriendo los dardos y las flechas de sus atroces oponentes: los insultos de compañeros diputados que tuvo que soportar cuando presidió la gloriosa fiesta del Ser Supremo; las calumnias propagadas por el duque de York, comandante de las fuerzas armadas británicas en el continente; las burlas de que fue objeto por parte de Vadier; la traición de Cambon; la rivalidad de Carnot, etc.47 Su intervención acababa con una floritura en la que aseveraba haber combatido siempre el delito y no estar dispuesto a seguir siendo parte de un Gobierno que actuaba de forma criminal.48 El guardabosques había regresado a la caza furtiva.

Aunque en su discurso aseguraba que no tenía la intención de lanzar acusaciones, lo cierto es que apenas hacía otra cosa. Constituía un rechazo total del himno de alabanza al Gobierno que había entonado Barère la víspera. En la intervención de Robespierre, que había durado dos horas, apenas había un minuto en que no se pronunciase alguna palabra que hiciese pensar en conjuras (conspirador, conspiración, trama, facción...).49 Decía predicar la armonía cuando en su intervención reinaban la discordia y la amenaza. Pese a las habituales evocaciones de su propia muerte, los diputados han visto en su disertación no tanto a un hombre dispuesto a morir como a un hombre deseoso de matar.50

Si bien no ha mencionado el nombre de casi nadie, a excepción de los peces gordos del Comité de Finanzas, sí ha presentado una lista de exigencias muy concreta: hay que erradicar a los traidores de la Convención y aun del corazón mismo del Gobierno; purgar el CSP y el CSG; subordinar la burocracia del CSG al CSP renovado y eliminar a los funcionarios traidores, y hacer otro tanto con el Comité de Finanzas y sus integrantes.51

Como Robespierre ha tenido tanto peso en el Gobierno revolucionario y ha liderado tantas iniciativas que involucraban y legitimaban el terror, su discurso, interrumpido de cuando en cuando por aplausos, se ha oído con embeleso, aunque también con creciente espanto. Todo apunta a que lo que ha querido plantear a la Asamblea es que sus enemigos y los del pueblo proceden ahora de las filas de los montañeses, sus antiguos aliados. Pretende, por lo tanto (como ha indicado esta misma noche a su casero, Duplay), apelar a los diputados centristas de la Llanura. Los hombres de bien, insiste, entenderán que sus intenciones para con ellos son puras, y que ellos y él tienen un enemigo común en los hombres sanguinarios, pervertidos y corruptos.52

La inesperada extensión del discurso y su exaltado contenido han planteado una disyuntiva a la Convención.53 La incertidumbre de unos diputados perplejos en cuanto a cómo reaccionar se ha hecho patente en las dos intervenciones que han seguido a la suya, protagonizadas por montañeses a los que Robespierre considera enemigos acérrimos.54 En primer lugar, se ha puesto en pie de un salto Laurent Lecointre para proponer la publicación inmediata del texto. La impresión y circulación de un discurso en forma de panfleto constituye un honor reservado a las alocuciones más destacadas. Sin embargo, el gesto de Lecointre solo ha podido surgir del miedo que lo atenaza, pues lleva meses expresando sin tapujos su odio al Incorruptible. Acto seguido, Bourdon de l’Oise, uno de los perennes chivos expiatorios de Robespierre, ha ofrecido una respuesta más osada y astuta al pedir que antes el texto sea sometido a la revisión del CSP y del CSG. Como Robespierre advierte enseguida, lo que se pretende es que lo lean los hombres a los que acaba de acusar de traición.

Couthon, aliado de Robespierre, ha acudido de inmediato en su auxilio para exigir no ya que se publique el discurso, sino que se haga llegar a todas y cada una de las comunas de la nación. El debate empezaba a ir a la deriva cuando lo ha transformado de un modo sorprendente Joseph Cambon, hombre de negocios de Montpellier y presidente del Comité de Finanzas al que ha atacado Robespierre. Lanzándose a una diatriba furiosa (y también, sin duda, alarmada), ha defendido apasionadamente la labor del órgano que encabeza, ha alardeado de su propio patriotismo, cuyo ardor, subraya, no tiene nada que envidiar al de Robespierre, y ha concluido con estas palabras:

Ha llegado el momento de decir toda la verdad: la voluntad de la Convención Nacional está paralizada por un solo hombre, que no es otro que el que acaba de pronunciar su discurso: Robespierre.55

La furia de Cambon y el sorprendente fervor del aplauso que ha provocado han desconcertado a Robespierre, que ha replicado tímidamente, reconociendo no saber nada de finanzas y confesando que su crítica estaba basada en lo que había oído. Esto ha suscitado una respuesta desdeñosa por parte de Cambon. Hacía mucho que Robespierre no recibía un trato semejante en público. La entusiasta reacción que ha provocado Cambon en las diversas bancadas constituye una señal muy preocupante para él.

Como para hacer hincapié en aquel nuevo espíritu contrario a Robespierre, ha vuelto a intervenir Billaud-Varenne: si Robespierre se hubiese molestado en asistir a las sesiones del CSP las últimas seis semanas, no habría incurrido en tantas falsedades. Se muestra a favor de enviar el discurso a los comités gubernamentales para que consideren su contenido, y los diputados lo apoyan con gritos estentóreos.

Aunque no cabía dudar de quiénes eran las personas contra las que Robespierre había dirigido sus ataques, su estudiada imprecisión en lo relativo al grado de las purgas que ha propuesto ha despertado no pocas inquietudes. Étienne-Jean Panis, diputado otrora cercano a Robespierre, se ha lanzado con valentía a abrir una nueva línea de ataque. Solo pedía saber una cosa: si su nombre figuraba en la lista que había elaborado para la purga. No hacía mucho le habían dicho que sí al salir del Club de los Jacobinos. ¿Era así? ¿Y estaba también en ella el diputado Joseph Fouché, célebre bête noire de Robespierre?56 El interpelado se ha puesto ya por completo a la defensiva. Al verse desafiado a dar nombres y hostigado por los diputados, se ha negado de forma categórica a responder y ha ignorado la pregunta de si realmente tenía una lista de proscritos.

Entonces se ha levantado toda una fila de diputados montañeses, entre ellos Louis-Stanislas Fréron, otro de los archienemigos de Robespierre, para condenar la idea de que se dé una amplia difusión al discurso.57 Como ha señalado André Amar, integrante del CSG, hacerlo equivaldría a privar a todos los acusados por Robespierre de su legítimo derecho a la réplica. Al final, se ha acordado que sí se publicará, pero solo para que circule, por el momento, entre los diputados de la Convención.

Cuando se cerraba la sesión, uno de los escribanos le ha pedido a Robespierre las hojas en que lleva escrito su discurso. Siempre revisa sus intervenciones antes de que se publiquen y, dado que las notas que había tomado para este eran un desastre, ha indicado, sin demasiada convicción, que se las hará llegar más adelante.

El diputado moderado Jean-Baptiste Mailhe se ha peleado en tantas ocasiones con Robespierre en el pasado que está asustado por su destino y contrarresta ese temor mediante el fetichista procedimiento de tratar de sentarse junto a él en la cámara cada vez que se reúne la Convención. Eso lo ha convertido en testigo privilegiado del momento en que Robespierre, humillado y amonestado, ha regresado a su escaño murmurando entre dientes: «¡Estoy perdido!».58 Los montañeses lo han abandonado, se ha quedado sin la influencia de que gozaba en la Convención y lo están tachando de dictador. ¿Se mostrarán al menos favorables los jacobinos esa misma noche en el club? ¿Lo defenderán frente a la gravísima acusación de conspirar para erigirse en dictador?