En el verano de Caprarola aún vivías con Maite. Hay muchos papeles de vuestros últimos tiempos en las carpetas. Voy con cuidado porque es ver follar al hijo. Por suerte lo guardabas todo. Y me asombra hasta qué punto en la nimiedad brota la verdad. Este papelito que le dejarías una noche cuando ella ya dormía:

Chata, tienes que hacerme un favor profesional. Llamar a Antoni Tápies a las diez de la mañana y concertar una entrevista en los siguientes términos: «Llamo de Mundo Diario, de parte de Arcadio Espada, que llamó ayer para concertar una entrevista para el suplemento del domingo (mejor en catalán)». Si tienes algún problema, despiértame. Si no, te llamaré a la Herder, cuando me despierte.

Mejor en catalán. No lo hablabas ni lo leías apenas. Ignorabas que Tàpies llevaba un acento grave. Tàpies siempre fue un hombre gravísimo. Como prueba la firma que ponías a tus artículos: te llamabas Arcadio. Yo, en cambio, fui siempre Arcadi. La o se desprendió como piel muerta, y atribuí el hecho a las chicas en el primer libro que escribí. La necesidad de mejorar mi oferta me llevó a aprender catalán y Arcadi fue la declinación natural. El mercado no era solo sentimental, sino también angustiosamente laboral. De modo que me puse a estudiar la lengua con disciplina y así pude ganarme la vida en catalán, a diferencia de ti que solo te la ganaste en castellano. En Arcadio, te lo confieso, siempre he escuchado un sonido como beocio, rústico. Por el contrario, en Arcadi oía, y aún oigo, a dos Zalto estrellándose. ¿El dring es real, objetivo, me pregunto ahora? ¿O solo es el eco de la excitante petición de entrada en aquel mundo del que tú conociste solo el umbral?

Sigo con la nota. Algunas de tus palabras me estremecen. Chata, como decía tu madre: la única catalana castiza que ha existido sobre la tierra. ¿Y ese favor profesional? No sé bien lo que oculta, pero sospecho que no querías darle trato de secretaria a Maite. Su gestión concluyó con éxito y en la Navidad de 1978 apareció la entrevista. Demostraba que habías leído Memòria personal, la autobiografía de Tàpies. Al principio incluías el párrafo en que el pintor narra una excursión con su mujer al Turó de l’Home, en el Montseny, donde se perdieron a causa de la niebla. La entrevista se titulaba «El necesario equilibrio» y deduzco que te sedujo la enseñanza que el pintor había extraído del incidente: «Com si la mateixa muntanya ens hagués volgut recordar el necessari equilibri que hi ha d’haver entre l’atracció de la llum dels cims i la vida prop del poble».1

Qué buena vida tuvieron siempre este tipo de hombres, con el corazón en el mismo lado de la cartera, en equilibrio vigilante. Y qué fascinación comprensible ejercían sobre los niños progres. Paso a veces por delante de la casa de Tàpies, que construyó el arquitecto Coderch con su severa inteligencia, recordando cuánto te gustaron la luz y el orden del patio interior donde hablasteis. Sé que vivías en el conflicto. El marxismo que leías dictaba que la ideología era un producto de la clase social del sujeto. El que vivía bien era de derechas. Solo al que traicionaba su clase y se alistaba en la vanguardia de la revolución la doxa le procuraba alguna escapatoria. Pero el asunto propiciaba situaciones individualmente incómodas. Los afortunados trataban de salir como podían del problema. Tàpies intentaba camuflarse entre la niebla del espiritualismo: las cumbres, los valles, el necesario equilibrio. En cambio, Manuel Vázquez Montalbán, tu maestro, plantaba cara: las derechas quieren que la buena vida sea solo para ellos. Tenía razón.

La derecha quiere un mundo desigual. Tiene un considerable aliado, al que la economista Beatrice Webb y su marido Sidney identificaron con cínica agudeza en esta frase que leo en un calendario: «La naturaleza todavía se niega obstinadamente a cooperar, haciendo que los ricos sean innatamente superiores a los pobres».2

La derecha aduce la libertad como razón genérica. La libertad es el bien mayor, innegociable, y la desigualdad un desgraciado, pero inevitable efecto colateral. Nacemos y crecemos desiguales, tanto por naturaleza como por cultura, y cualquier ingeniería que trate de corregir drásticamente esa premisa acabará produciendo una sociedad estática e indeseable. La desigualdad oculta el espinoso asunto del privilegio. Lo crucial no es que la desigualdad sea la derivación obligatoria del ejercicio de la libertad humana. Lo crucial es que el hombre solo busca y ejerce el poder, de cualquier índole, en la medida en que el poder sea privilegio. Llegar a donde los otros no llegan es el objetivo. El placer principal del paraíso es la observación demorada de los que quedan fuera. La izquierda quería un mundo igualado. En tu juventud, al menos. Ahora no sabría decirte, ni decirnos, lo que quiere. Una sociedad igualada progresa, aunque demasiado lentamente como para que una vida individual lo perciba. La mediocridad es la condena de la sociedad igualada, pero algunos temperamentos consideran una bendición la condena. Hay quien ha venido a la vida a empatar a cero. Tu caso era llamativo. En casa el dinero siempre fue justo. Y toda tu vida te faltó una casa propia. Siempre hubo qué comer, pero dónde vivir no estaba tan claro cuando tuvieseis que abandonar la portería donde creciste. La inquietud te persiguió mucho tiempo. De modo que a veces te tentó la mediocre solución segura, y hasta hiciste unas oposiciones para entrar en el cuerpo administrativo de la Seguridad Social, en las que fracasaste con gran brillantez. Pero en cuanto se insinuó la posibilidad de trabajar sin horario, como jugando a la bolsa de la vida, empezaste a mirar por encima del hombro a los mediocres garantizados. Javier, tu mejor amigo, decidió estudiar el oficio honrado y esencial de maestro. Un día le hiciste números sobre un velador de café. Siempre iba a ganar lo mismo y a ser él mismo, le advertiste —pero, sobre todo, te advertiste—. Al cabo de los años sigo escuchando aquella canción, «Las cuatro y diez», de Aute. Le tenías un cariño especial al cantante desde que te metiste en una cama de donde acababa de salir él. La canción es un conciso y eficaz tratado sobre el tiempo, dulce lo justo.

Eran jóvenes cuando James Dean lanzaba piedras a una casa blanca. Todo estaba por jugarse, entonces. Pero veinte años después tenían que levantarse apurados de la mesa, porque debían fichar a la hora en el almacén.

La entrevista a Tàpies señala bien tu umbral de tolerancia. ¡Cuánto tragabas! En el último párrafo te decía el pintor: «Es esencial saber que en Catalunya es donde se hace más patente el concepto de universalidad. Quizá por esto es por lo que me siento tan catalanista. La visión del mundo que hemos tenido los catalanes ha sido de las más democráticas, de las más universales que ha habido en la cultura occidental. Aprender catalanismo es para mí aprender universalismo».

Y punto final. Conociendo cómo cuidabas la última palabra de tus entrevistas, intuyo el acuerdo y hasta la satisfacción con lo que decía el maestro pintor. Me recorre algo parecido a la ternura cuando observo que escribías Catalunya en catalán escribiendo en castellano. En especial porque también escribías Plà, aún más gravemente acentuado. Bueno, te estabas haciendo. Te estaban haciendo.

La carpeta del adiós a Maite muestra algo del trabajo que se toma el tiempo con los sentimientos. Imagino la fiebre con que escribiría aquel abandonado. Pero el sentido y la nobleza de lo escrito se fueron con la agitación, como se van las alucinaciones. El investigador debe tener cuidado con los documentos escritos. No es cierto que su reproducción sea siempre objetiva, porque con frecuencia es incompleta. No está la fiebre. Se acusa a la memoria de falsear lo vivido. Es posible. Pero la elaboración sin papeles del recuerdo, su viaje al hoy, añade a veces la fiebre al hecho y permite verlo con una nitidez inesperada. De esta carpeta prefiero lo que se escribió a una temperatura normal, sin voluntad de perdurar. Para evocar cómo acabasteis aparto el largo papel que empieza: «Un poco callado, un poco así», seis palabras que bastan para advertir la infección literaria que las seguirá. Y elijo esta nota de ella: «No vendré esta noche. Espero venir mañana. Me ha llamado el Javi por teléfono y me voy a Avià. Naturalmente, no se os ocurra llamar a la Herder. Hasta luego. Un beso. Maite».

No puedo reproducir, y sería conveniente, la raya firme y tensa con la que ella rubricaba su nombre y que aquí se mantiene.

Avià es una remota aldea de las estribaciones pirenaicas, y el primer destino de maestro en prácticas que tuvo Javier. Allí estuvo ejerciendo unos cuantos meses. Algún fin de semana volvía a la ciudad y tenía con Maite unos amores difíciles, porque aún no habías desaparecido de sus vidas. Aute también formó parte de aquellos momentos delicados. Una noche ella se acostó contigo y al despertar de repente en la madrugada comprobaste que se había ido a la cama de Javier. Sospecho que no te pusiste a leer a Wilhelm Reich. Esperaste insomne a que saliera el sol y fuiste a la cocina a lavar el montón de platos que había quedado de la noche. Ibas cantando «Al alba». Quizá te diera algo de pudor usarla para tu pequeña peripecia, porque creías que la canción fue escrita para contar la desgarradora experiencia de la amada de un fusilado.

Extrañamente tenías identificado, incluso, al trágico protagonista: aquel miembro del Frap, José Humberto Baena, al que fusilaron en Hoyo de Manzanares al alba del 27 de septiembre de 1975. Todo era falso, a excepción de la muerte. Aute compuso la canción años antes de los fusilamientos de septiembre y siempre la tuvo como una estricta canción de amor. Su muerte, tan explícita —cuervos, guadaña, luna (lorquiana) de sangre, pólvora— solo era la muerte del amor. Cuando la escribió, Aute no cantaba en público y Rosa León era su intérprete favorita. Al escucharla, ella le dijo que era la canción de un fusilado. Ya era septiembre, Franco había culminado su obra completa y «Al alba» acabó convirtiéndose en un himno contra la muerte política.3

Aquellos dos oyeron tus trinos y Javier se burló al día siguiente de tu conducta autocompasiva. Hizo bien. La autocompasión, además, puede ser placentera y hay en tu vida indicios de sus raros vericuetos. Después de alguna de sus noches de amor con el otro, Maite se levantaría apresurada, camino de aquel trabajo en la librería que nunca sería capaz de abandonar. La escena —chica malhu­morada y con frío abandona la cama revuelta camino del insustancial trabajo de cada día— era la de cualquiera de las películas francesas que adorabais. Y de una en concreto, La Dentellière, aquella sufrida aprendiz de peluquera que encarnaba Isabelle Huppert, por cuyo sino de dependienta tentada por la vida burguesa llamabas a Maite La Encajera. Sus prisas por llegar a la hora debieron de ser la causa de que un par de veces, en tu deambular algo sonámbulo por la casa buscando qué escribir, descubrieras sus braguitas sobre las sábanas, probablemente aún húmedas. La visión te hizo sufrir en los términos convencionales de la copla:

Todavía está en la cama

el hoyo que ella dejó,

las horquillas de su pelo

y el peine que la peinó.

Pero tú eras resiliente mucho antes de que circulara la palabra. El dolor acabó mutando y la imagen de aquel descuido se convirtió en una de tus más eficaces recurrencias onanistas.

Maite viajó a Avià el miércoles 4 de marzo de 1980. El viernes anterior fue el último día de sexo entre vosotros. Quizá lo supierais. No antes del encuentro, pero sí después. Salió pronto por la mañana; hacía mucho frío y los transportes estaban en huelga. Fue largo y difícil llegar hasta Avià. El tren la dejó en Manresa, donde habían acordado que Javier la recogería con su coche. Pero en Manresa había dos estaciones y no bajó en la que él esperaba. Cuando el tren se puso otra vez en marcha la vio pasar tras los cristales y dedujo que bajaría en la siguiente. Subió con rapidez al coche y le dio a tiempo a encontrarla. Estaba aterida y confusa, y el mundo se le caía encima como solo pasa cuando la vida es una ópera prima.

Unos días después le dejaste sobre su mesilla de noche una cinta con tu voz y unos versos de Félix Grande: «Me muevo por la casa / igual que un escorpión borracho. / Vuelve, loba, regresa».

Qué estupidez de animales. Pero tú apreciabas mucho a aquel escritor. Entre tus libros de cabecera estaba Memoria del flamenco, una especie de novela poética sobre el cante que leíste como si fuera el Gilgamesh. Había otro motivo mejor para tu admiración. El poeta había participado junto a José Manuel Caballero Bonald y Fernando Quiñones en la grabación del mítico Archivo del Cante Flamenco. Más mítico aún que el resultado te lo pareció siempre el viaje mismo a los mil tugurios andaluces donde los autores recogieron de boca de los viejos la eucaristía de formas flamencas ancestrales. Aquel viaje que trataste de evocar dentro de tus posibilidades un año más tarde, cuando fuiste a Andalucía a entrevistar flamencos y a zanjar definitivamente tu vida con Maite.

Aquella vida había empezado la tarde del 12 de junio de 1975. Tú estabas sentado con Javier en un banco de la Rambla de Cataluña, soportando el cafard de los dieciocho años. Es verdad que Franco se estaba muriendo —y era excitante—, pero la vida pública aún no se imponía sobre la vida íntima. Ella pasó. Años después diría que en realidad se paró delante de aquel banco por Javier. Tú la recordabas vagamente, porque unos meses antes se había presentado para formar parte de un grupo de teatro donde zanganeabas. Al cabo de unos días fuisteis a la playa. Allí conociste su sexo antes que su boca. Los besos eran demasiado sentimentales para tu edad y para la época. Putas y progres los tenían casi prohibidos. Pronto empezasteis a hacerlo todo juntos. Menos a la cama, Javier solía acompañaros siempre. Juntos cumplisteis el rito del champán a la muerte de Franco, en el bar Boston de la calle Aribau, a donde ibais a menudo. Allí atendía las mesas una solterona cariñosa y fea, pulcramente vestida con un delantal blanco almidonado, y su hosco hermano cocinaba. Hacían un buen revuelto de huevos con tomate. Aquella noche, de calles desiertas, solo estabais vosotros en el restaurante. Al final de la cena pedisteis el champán. La televisión estaba encendida y al cierre de la emisión, que era antes de la medianoche, sonó el himno nacional. Los chicos os levantasteis brazo en alto, en señal de burla, y luego brindasteis por el cadáver. El hermano se acercó y dijo muy serio que lo habíais puesto en un compromiso. Aquel día habían pasado muchas cosas insólitas en la ciudad. Da idea de lo que éramos que los mercados agotaran sus provisiones de bacalao seco. Por lo demás habías tenido un día corriente. La noticia te la había dado tu madre cuando entró a despertarte.

—Ya se ha muerto —dijo.

Tu madre sentía dolor y no quisiste aumentarlo. Así que dijiste «Bueno», te incorporaste en silencio y fuiste al baño. Cuando llegaste al almacén donde trabajabas no fue lo mismo. El almacén estaba lejos, en el barrio de Pueblo Nuevo. Cada día, antes de coger el metro, comprabas el Diario de Barcelona a una viejecita que montaba su puesto de periódicos sobre el bordillo de un cine. Escogías de la pila uno que estuviera intacto y lo desplegabas como si fuera un incunable. Yo también tuve esa costumbre y quizá fuera por darle un carácter de manuscrito. Ahora que ya no lo leo en papel la ilusión del manuscrito se pierde un poco. Pero sigo creyendo que mi periódico se ha escrito para mí, y de ahí mi gratitud y mi odio cuando lo leo hasta reventarlo. La primera mañana con Franco muerto escogiste tu ejemplar con mayor cuidado. Sabías que lo guardarías para siempre. Aquí lo tengo, sobre la mesa, y soy yo el que ahora lo despliega con emoción crecida. La portada es un lienzo negro y su diseño de necrológica, aunque rudimentario, es eficaz. Pero con la media cuartilla de texto enseguida sobreviene la ira. Gramatical, por supuesto: «El fatal desenlace es ya una realidad. El pueblo español se había acostumbrado a confiar en que la singular fortaleza de Franco iba a demorar todavía más, a pesar de su avanzada edad, el fatal desenlace».

El fatal desenlace.

Cómo un escriba, que se esperaba firme y a mano alzada, dirigiéndose a la historia, pudo dejar ir ese chafarrinón fatal. Franco murió hacia las 4:30 de la madrugada y es probable que ese texto se escribiera con prisa y angustia. Lo disculpo: es difícil escribir con un foco sobre los ojos. De ahí que admire tanto a aquel que años más tarde, urgido a dar en primera plana la noticia de la elección del papa Wojtyla, los cerró para escribir este antológico titular, claro, sobrio, preciso, endecasílabo, heptasílabo y esencial, que fue tan cierto en aquellos primeros minutos de papado como en los últimos: «El nuevo papa, un polaco joven, abierto en política y moderado en el dogma».

En el almacén llevaba meses trabajando un jubilado que contrataron para reparar el desorden con el que manejabas la contabilidad. Siempre tuviste una gran audacia para aceptar los trabajos que te ofrecían. Estaba cantado que en cuanto el viejo se hiciera a la rutina de la empresa te pondrían en la calle. No tuvisteis mala relación. El viejo era un franquista acérrimo y afable y por debajo de la carcasa que te hacía despreciarlos, lo cierto es que tenías una gran curiosidad por ese tipo de hombres. Discutíais a menudo de política. Lo importante no es quién tuviera razón en cada encontronazo, sino su jadeo, en el camino final de su vida, ante tu juventud despiadada. Como todas las mañanas, cuando llegabas él ya estaba en el despacho. Practicaba la puntualidad meritoria, lo que te irritaba. Desplegaste la portada del periódico ante sus ojos:

—¡Por fin!

El hombre apenas reaccionó. Solo inclinó el cuerpo sobre la mesa y balbuceó que aquel no era el día, que esperaba un poco de humanidad. Sollozaba. Te quedaste inmóvil, con el periódico como una pancarta, dudando de si entrabas a matar. Pero dejaste el periódico y el macuto sobre tu mesa y, sin decir nada más, saliste del despacho al encuentro con los compañeros en el fondo del almacén.

Un año después de la muerte de Franco el padre de Maite renunció a la patria potestad sobre su hija. La mayoría de edad estaba en veintiún años y la renuncia era imprescindible para que ella pudiera alquilar un piso y emanciparse. Su emancipación, justificada por las incómodas relaciones que tenía con su familia, tenía que ser compatible con el proyecto que os rondaba por la cabeza. Fundar una comuna era el proyecto. Aunque no la llamabas así. Comuna era una mala palabra. Designaba en catalán el váter comunitario, como te decía tu madre cada dos por tres, poniéndote de los nervios. Tú usabas colectividad. Hay muchos papeles en tus carpetas sobre El Corro, como la llamasteis. Destaca la severidad. Casi todos los papeles son alambicados y extraños. Tengo dificultades para entenderlos, no solo por tu letra imposible. En algún momento tengo que citar la frase de L. P. Hartley y va a ser ahora, y así me la quito de encima: «The past is a foreign country; they do things differently there».4

Como de costumbre, prefiero los hechos a tus meditaciones. El 9 de julio de 1977 era sábado y acababas de cumplir los veinte años. Había convocada una reunión en la casa. Tengo aquí el orden del día, mecanografiado sin errores:

 

ORDEN DEL DÍA

 

Evaluación de la nueva coyuntura

— La marcha de Javier C.

— Se acaba la adolescencia: contradicciones.

— Planteamientos económicos e ideológicos de alcance o plazo más largo.

— Superación de las posibles tensiones mediante la dialéctica, la autocrítica y el diálogo.

 

Esquema organizativo

— Participación activa de la gente en las estructuras.

— Fijación de varios responsables:

Javier: Limpieza, mantenimiento, finanzas.

Arcadio: Archivo revistas, materiales...

Alicia: Planificación, archivo discos.

Maite: Archivo revistas, archivo discos.

Presen: Archivo libros, materiales.

 

EL CORRO

 

Me pregunto si había alguien en la ciudad, aquella noche de sábado y todas las noches de sábado de las cercanías, capaz de redactar un orden del día semejante. Y debatirlo. Me impresiona esta voluntad de orden: de L’Ordine Nuovo de aquel Gramsci por el que tanto afecto sentías. Sin embargo, hay un papel que alude curiosamente a l’ordine nuovo, que no lleva fecha y que no sé situar en el tiempo, aunque deduzco que se trata de uno de tus papeles póstumos. Tengo que ir espigando una frase de aquí y de allá para cuadrar algo inteligible con tus palabras, sin añadir ninguna, pero sin respetar siempre su orden, y sin vacilar cuando encuentro al lado alguna podrida:

La vida podría haber tenido una desenvoltura espumosa. Y no fue así: se convirtió en caverna. El peor mal de esa edad es, sin duda, la trascendencia. Bajar las braguitas de alguna chica mona era en aquel tiempo para mí, para muchos, una acción de guerra, victoriosamente jugada contra el opresor. Luego de la victoria nos empeñábamos en construir «l’ordine nuovo» y ese fue el clamoroso error. Cubiertos los objetivos, bastaba deslizarse por los veinte años hasta que las fuerzas y el sueño duraran. Pero nos complicamos inútilmente la vida. Un empacho moralista acabó por devastarnos. Hubiera sido tal vez necesario reunir al grupo en un instante, convocarlos a la alegría y seguir la ruta del martini blanco. Esa tarea [suplir el viejo orden] hubiera requerido mayor tacto, menos altisonancia, paso de pájaro y astucia de lobo. Y entramos como elefantes en un suelo jabonoso, declamando la victoria, con épica enmohecida —a nosotros que nos parecía rutilante.

Los animales; tú también.

Suplir lo que llamabas el viejo orden no estuvo nunca a tu alcance. Tampoco en el orden sentimental. De tu identificación del sexo con el acto revolucionario hay abundante rastro en tus papeles. Pero ninguno como el ejemplar de La revolución sexual, de Wilhelm Reich, febrilmente subrayado y comentado, y con un desgaste casi pornográfico. Aquel libro que tenía unas palabras finales tan bellas: «El amor, el trabajo y el saber son las fuentes de nuestra vida. También deberían gobernarla».

De Reich no te interesó nunca la política, sino la vida. A lo largo de tus años propagarías la fe reichiana con tu característico entusiasmo, prendido sobre todo a su impugnación de Freud. Un pensamiento clave de Reich consideraba que la cultura nacida de la represión sexual, o sea, la cultura según Freud, era una cultura pobre y envenenada. La cultura fértil surgía de los hombres sexualmente liberados. De modo que solo serías un escritor libre si practicabas el sexo libre. Reich te enseñaba que el obstáculo de un sexo libre —¡y la principal amenaza para tu carrera intelectual!— era la ideología dominante. Y, por lo tanto, señalaba un hermoso y excitante camino. La revolución no se reducía a la conquista del poder, sino que abarcaba la conquista del propio hombre. Y del lado que considerabas de mayor interés, que era el de las mujeres. Conquistarlas era, así, un verbo de amplio espectro. El libro de Reich fue el guion de aquella comunidad, que se deshizo con rapidez, si es que llegó a hacerse. No te dio tiempo a entender que gran parte de lo que atribuías a la cultura dominante era una dominante decisión biológica.

Fuera en nombre de la revolución o solo del deseo, tú tratabas de meterte entre las piernas de la primera que se cruzaba, y se cruzaban. Hasta putas se cruzaban. Una tarde te acostaste con una de alto precio cerca de tu barrio, enviado por la revista Climax —donde trabajabas—, concretamente enviado por el periodista Xavier Vinader, militante comunista y especialista en tramas fascistas y jefe de redacción de una revista llamada, repito, Climax. Deduzco que tu trabajo allí era de amplio espectro, porque, aparte de acostarte con profesionales, podías entablar diálogos como este con Antonio García-Trevijano, el presidente de la Tercera República española:

—¿No acepta, entonces, el materialismo histórico?

—Acepto el dialéctico, sí, pero no el histórico.

Climax trataba de imitar el éxito de Interviú, el fenómeno periodístico más espectacular de la Transición. Interviú aplicaba una fórmula mil veces probada por la prensa popular, que era acompañar los textos con desnudos. Su target estaba a medio camino del Sun y de Playboy, y el verbo que más conjugaban era destapar. Destapaban el crimen y los cuerpos. El pasado y el presente. El pasado era el franquismo y el presente las mujeres. La revista alcanzó una tirada estratosférica cuando reunió los dos factores en el cuerpo de Marisol. Viendo desnuda a aquella mujer esplendorosa, mito del franquismo, el país pareció acceder de pronto a una letárgica paz civil. Mi hipótesis es que si no hubo guerra fue por la necesidad de gozar de todos aquellos cuerpos.

Vinader era un rojo sin excusas y la confluencia de desnudos y tramas fascistas no le ocasionaba el menor trauma. Ni a él ni a nadie, pero a él menos que a nadie, porque era un joven contrahecho, de sexualidad difícil, que ponía una mirada seriamente ávida cuando revisaba las páginas golosas del número en preparación. Y compartía también el criterio general, más o menos explícito y formalizado en varias ocasiones por el periodista Antonio Álvarez Solís, el director de Interviú, de que los desnudos eran un camino seguro para la concienciación del pueblo. Al final del franquismo, Álvarez Solís, que había ido de su falangismo juvenil al comunismo más o menos militante, escribía en el Diario de Barcelona unas columnas que apreciabas. Tenía una escritura irónica y siempre llegaba hasta el borde vibrante de lo que podía decirse. Una mañana, bastante temprano, fuiste a buscarlo con Ramón a un piso de la calle Doctor Carulla para llevarlo a que diera una charla a los alumnos de Periodismo de la universidad. En aquella casa vivía con la madre del que sería años después el gran cantante y compositor Alfonso Vilallonga. He hablado alguna vez con él de aquel Álvarez Solís, casi cincuentón, de biografía aparatosa, y en el gran momento de su vida profesional. Y, en especial, de cuando irrumpió con diecisiete años en su despacho de director de Interviú y le dijo con calma y escuetamente:

—Escúchame, Antonio: si vuelves a tocar a una de mis hermanas te pego un tiro.

Cuando la madre de Alfonso se enteró por el propio Álvarez Solís de aquella irrupción terminante, habló con sus hijas —la mayor acababa de cumplir los quince— y decidió separarse. Pero cuatro años después volvieron a vivir juntos. Siempre es interesante comprobar cómo la pasión acepta el crimen.

En su charla en la universidad, Álvarez Solís defendió el ecléctico modelo de Interviú, aunque anunció algo divertido: que los desnudos de las mujeres irían desapareciendo una vez el pueblo lector diera muestras de estar concienciado, comprando fielmente la revista a pesar de la gradual desaparición de los santos. La izquierda se mostraba incómoda con el método de concienciación, por los reproches de un feminismo aún marginal pero visible, que denunciaba la incompatibilidad entre los objetivos del periodismo denuncia y la mercantilización del cuerpo de la mujer, sean estrictamente suyas —salvo mujer y periodismo— todas esas palabras. Pero al margen de la estrategia que tuvieran los periodistas de izquierdas, o de las justificaciones que utilizaran para su trabajo, el modelo Interviú fue un éxito porque los españoles de la época tenían una agobiante necesidad de verlo todo al desnudo. El fin de la dictadura política coincidió con el fin de la dictadura clerical, de modo que la libertad fue en aquellos tiempos una palabra carnosa. Y tú te empleaste a fondo.

A Vinader tu reportaje le pareció insulsamente lírico. Te miraba con ojillos anhelantes: «Es que no cuentas lo que pasó, coño, solo hay literatura». Tenía toda la razón sobre el ínfimo relato y describía con precisión lo que cree la gente que es la literatura. En la barra de un bar cercano esperaba a que acabases tu amigo y compañero Marcos. Se había tomado la molestia de acompañarte hasta la casa donde ella recibía, un discreto apartamento en la calle Sagués, y sobre todo la molestia de quedarse abajo. Se repetía así, de un modo algo esperpéntico, la sentencia que el propio Marcos había dejado en una carta que comentaba tu escritura: «Era duro reconocer que, por puta lógica, había pasado por las etapas por las que te veía pasar a ti. Tú habías vivido (y habías follado, que todo hay que decirlo) más que yo, pero yo había sido más ratón de biblioteca, cosa que, a la larga, esa es la verdad, más bien me ha servido poco».

Era cierto lo de follar —así se repetía aquella tarde en Sagués—, pero no lo era en absoluto que ser ratón de biblioteca le hubiese servido de poco a Marcos. Su brillante escritura fue para ti un motivo constante de sufrimiento. Convertía la tuya en una palabrería deforme y exhibía, además, el placer de irse haciendo, lo que nunca conociste y que yo tampoco he logrado conocer. El párrafo que cito está en una carta singular, que ocupa una docena de folios mecanografiados, de líneas apretadas y márgenes estrechos, como le gustaba hacer a tu amigo. No lleva fecha, pero debe de ser de finales de 1976. Es una espléndida carta de desamor adolescente, que alude a muchos hechos que no conozco. Y hay algunas interesantes descripciones de ti y de tu vida íntima. Esta, por ejemplo: «Ya en quinto [de bachillerato] te gustaba jugar al proletario, al desposeído de la fortuna, al autodidacta contra viento y marea. Recordaré siempre (hasta que la muerte nos separe) la primera frase que me largaste al entrar en mi casa. Viste un tubo de deso­dorante sobre una estantería y, con esa sonrisa tuya tan típica, comentaste: “¡Qué burgués!”. Y perfectamente en serio».

Tendrías unos dieciséis años. No hacía mucho que Vázquez Montalbán había escrito su primer artículo en profundidad sobre la gauche divine, que incluía estas líneas: «Se pirran por las experiencias comunales de los hippies, pero rechazan todo conato de postergación del desodorante».5

La amistad con Marcos capotaba desde la aparición en tu vida de Maite (él la llamaba obstinadamente Teresa) y la constatación técnica de que no ibais a ser Jules et Jim, ni siquiera al baño maría. Marcos llegó a merodear por El Corro, pero lo dejó pronto. Queda memoria de una noche aciaga en que os reunisteis a analizar con seriedad esdrújula el tipo de relación que Maite y tú teníais y hasta qué punto erais una pareja abierta o cerrada. A Marcos lo acompañaba su difícil amor de entonces, Sílvia: si pudieras saber que hoy se presenta ante el público como analista junguiana dirías que todo estaba escrito. Los dos se emplearon con la despiadada dureza propia de los adolescentes: Maite y tú formabais una cochina pareja burguesa. Quizá fuera por cochina por lo que, defendiéndose con desinhibida bravura, Maite asintió irónicamente y le hizo saber a Marcos cuánto le gustaba lamerme el culo y que la lengua topase de pronto con algún resto. No volvió por allí, aunque seguisteis manteniendo una cierta amistad y algún trabajo en común. En tus papeles hay varios textos suyos. La inmensa mayoría, ya digo, son de una infrecuente madurez. Querría haber transcrito parte de uno que nunca se publicó, al menos íntegramente, y que es la crónica desopilante de una edición de las llamadas Sis hores de cançó a Canet, aquel remedo de Woodstock al que fuisteis juntos. Era significativo que Marcos escribiera esto sobre la interpretación que hizo Rafael Subirachs de «Els Segadors»: «Un himno revolucionario catalán que aún duerme el sueño de los justos». Era el verano de 1975. Ni tú ni él sabíais nada de ese himno. Pero te pusiste a ello y pronto lo cantarías al final de los mítines del Psuc. Todas las estrofas. De «La Internacional» siempre se te resistió una. Escribí a Marcos por si tenía algún inconveniente en que usara aquí su texto. Lo tenía: «Qué pedantería. Prefiero que desaparezca. Y no es una figura retórica. Abrazo». Me extrañó su respuesta. Aún no ha llegado el momento en que te cuente a fondo la relación que mantienen muchos de los que te conocieron con aquel pasado. Llamativamente, las renuencias de Marcos son las de un hombre cuya escritura es pasado. Pero hay estómagos literatos que solo pueden comer hervido. Marcos fue aquel con el que medirte. Todo lo que escribía decretaba que eras un joven en modo borrador. Su ventaja la viviste como una sostenida y secreta pasión maligna. Pero ese estiércol abonó tu crecimiento.

No he encontrado el reportaje sobre la puta de Sagués. A cambio tengo una carta de abril de 1979 en que le explicabas el encuentro a Javier, que estaba haciendo el servicio militar en Ceuta, una noche en El Corro. Transcribo un fragmento, porque esta vez tu escritura no se amazacota con meditaciones elevadas y dolientes, sino que va alegre y derecha a los hechos. Cuánto se parece lo que cuenta a una tarde en un parque acuático. ¡Recordarás su dinámica insoportable!

Ayer mismo, hijo, la Maite aún estuvo a punto de consumar con la perfecta reproducción que de tus rizos, de tu cara y de tu talento, sobre todo de tu talento, guarda en forma de muñeco en la cambra de la tardor. Pero no pudo ser porque el muñeco, francamente, la tenía demasiado larga. Fue la inauguración del barril, treinta litros de Gandesa, de los que seguramente hay ya que restar cinco o seis y, ya sabes, el flamenco, el Ramón monísimo, con unas bragas rojas que se puso mientras escondía la polla por detrás para no hacer bulto, el Javier C. al que yo le enseñé por vez primera mi miembro enhiesto, enhiestísimo, y me dijo «Cabrón, sí que la tienes larga, vaya tío, yo no la tengo así», el Arcadio, yo mismo, que se pegó un buen polvo y bueno, la Maite, como una loba enfebrecida saltando entre los ángulos a la búsqueda de lo más sagrado, tanto la estrella negra disfrazada de rojo de los culitos como el semen caliente y vibrante, resultado lógico de un perfecto manoseo bucogenital. ¡Qué noche, tío!, qué dinámica insoportable. Yo ya no sé muy bien lo que pasa, solo puedo comentarte que esta mañana, con los ojos recién dormidos, el aspecto que ofrecía la habitación de verano era desolador. Ay, si me viera mi padre: colillas, dos pares de bragas, un vibrador, un olor a hombre y semen que echaba para atrás y una botella vacía, de Chivas Regal diez años, cuyas últimas gotas resbalaban por mis mejillas a las tantas de la madrugada. «No sé com acabarà tot aquest somni», del abril que estalla jubiloso.

El verso (en realidad: «No sé com acabarà tot aquest joc»)6 es de una canción de Maria del Mar Bonet, que estaba en un disco suyo de la época, À l’Olympia, grabado en directo en 1975. Del color de su funda, un violeta claro, pintasteis la puerta de la terraza, las estanterías y los cajones de las camas de la que llamabais la «habitación de verano». La carta a Javier guarda, más emboscado, otro verso. Maite dormía en «la cambra de la tardor», el título de un poema de Gabriel Ferrater. No puedo asegurarlo, pero parece que el nombre nació del hecho combinado de la persiana del cuarto no del tot tancada, com un esglai que es reté de caure a terra,7 y de una de las primeras veces que hicisteis el amor allí, cuando en el reposo llegaron voces de hombres trabajando:

«Aquelles veus d’obrers — Què són?»

Paletes:

manca una casa a la mançana.8