Capítulo uno

Para Noelle. Mi chica. Mi mejor amiga.

Aquí está. Una carta de la yo del pasado para la tú del futuro. Es rarísimo escribir esto sabiendo que, dentro de quince años, realmente vas a estar leyendo estas palabras. ¡Noelle Butterby del Futuro! Me pregunto dónde estarás y en quién te vas a convertir. Supongo que para eso es esto, para escribir las predicciones y esperanzas que tenemos para la otra. (Y más te vale que pongas a Leo DiCaprio en mi carta, Elle, y que no solo sea una cita y un mísero beso de buenas noches. Quiero la escena del carro empañado en Titanic, agregándole canciones de Boyz II Men y quitando las muertes provocadas por el iceberg, obviamente).

Ahora, pasemos a las esperanzas que guardo para ti, Noelle Futura, y son muchas.

Primero que nada, espero que estés tan ocupada que casi se te haya olvidado venir esta noche para estar presente cuando desentierren la cápsula del tiempo. Espero que llegues directo de un vuelo desde… ¿Los Ángeles, quizás? ¿Indonesia? ¡Ah! ¿Qué tal de Queensland, la tierra de los instructores de buceo más sexys? De donde sea que vengas, sé que habrás viajado tanto que los nombres de tus hijos serán en honor a pueblos lejanos que nadie conoce, y que serás la clase de persona que empieza a hablar en francés a media plática «por accidente».

En segundo lugar, espero que tu vida esté llena de amor. Sí, sí, ya sé, el clásico cliché, típico de mí, pero es cierto. Es lo que espero. ¡Que esté llena de amor! De ese que trae mariposas y escalofríos, que no te deja comer y te da ganas de vomitar. Mencionaría a tu alma gemela, a la persona que está al otro lado de tu hilo rojo, pero no quiero que hagas un gesto tan exagerado que los ojos se te terminen volteando, pues ya no podrías ver al hombre. Porque será totalmente sexy. Y encantador. Y tan alto que te va a doler el cuello. Quizás incluso tenga que comprar zapatos especiales por lo enormes que serán sus pies. Solamente lo mejor para ti, amiga mía. Ya lo verás.

Espero que encuentres un trabajo que no se sienta como trabajo.

Espero que al fin domines la receta de masa para pizza en la que fracasamos todos los fines de semana.

Espero que te subas en un globo aerostático, que pases una noche de verano durmiendo en algún lugar bajo las estrellas (sin tiendas de campaña). Espero que tomes ese tren nocturno. Pero, sobre todo, espero que seas feliz, Noelle Butterby. Que ya veas lo que yo veo, todo tu poder, bondad y luz, y que los dejes salir. Que le muestres al mundo que estás aquí.

Y, finalmente (porque el tamaño del papel y el sobre que nos dieron es tan pequeño que es ridículo), espero que estemos donde estemos, sigamos hablando, pase lo que pase. Y recuerda, al menos cuando no podamos estar juntas, solo tenemos que cerrar los ojos e imaginar.

Te quiero, Noelle.

Por siempre,

Daisy x

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No estoy muy segura de dónde creía que iba a estar en este momento de mi vida. Si me hubieras preguntado hace, digamos, quince años, «oye, Noelle, ¿dónde crees que estarás el nueve de marzo dentro de quince años?», estoy segura de que probablemente habría dicho algo como «feliz, con la vida resuelta» o «espero que con una vida igual a la de los anuncios de catálogo navideño. Ya sabes. Casa bonita, esposo sonriente vestido con suéter, uno de esos elegantes sofás esquineros». Pero una cosa es segura: no habría esperado esto. Yo, sola, varada en mi auto bajo la nieve en una autopista llena de tráfico, con mi teléfono muerto y las lágrimas llevándose mi maquillaje más rápido que cualquier producto caro. Y mi corazón rompiéndose un poquito. Un desastre, la verdad. Entre todas las cosas que podría haber esperado para esta noche, sin duda ser un desastre no era una de ellas. Ni de cerca.

Quizá debí saber que esta noche iba a ser un desastre, que «se iría a la mierda» como diría mi hermano Dilly. La inesperada caída de nieve en pleno marzo, el terrible tránsito que apenas comienza a avanzar se para, el enchufe para cargar el teléfono en mi carro viejo descompuesto de nuevo, llegar media hora tarde pese a haber salido de casa justo a tiempo y haber planeado el maldito viaje meticulosamente. Alguien un poco más supersticioso diría que todas esas fueron pequeñas señales o algo así, pistas de lo que me esperaba. Pequeños movimientos desesperados del universo diciéndome «¡Regrésate, Noelle!» y «¡Alto! Sé que crees que ir a lo de esta noche es lo correcto, y sé que han pasado quince años, pero, confía en nosotros, va a ser tremendamente decepcionante, y será mejor que te des la vuelta y te gastes el salario de dos días en Krispy Kreme y te comas varias docenas de donas de camino a casa». Pero, contra todos mis instintos, me sentía optimista. Con náuseas y sintiendo como si tuviera un montón de anguilas revolviéndose en mi panza, claro, pero tenía esperanzas. Incluso me sentía un poco emocionada. Volver a ver mi antigua escuela, a los excompañeros ya crecidos, los viejos salones, la cafetería en la que comimos frituras grasientas e incontables papas al horno que parecían de plástico. Leer al fin la carta que Daisy me escribió antes de morir, y recoger la cámara; sus últimos y hermosos momentos resguardados en la cinta en su interior. Además, quizá volvería a ver a Ed. Hablaríamos. Puede que hasta nos tomáramos un trago, habláramos del momento en que se arruinaron las cosas, del momento en que nos fuimos a la mierda.

La nieve está azotando con más fuerza el parabrisas de mi carro, como si fuera un globo de nieve volteado. Llevamos siglos sin avanzar. No estoy segura de cuánto tiempo ha pasado, pero fue lo suficiente para que le tuviera que mandar un mensaje a mamá para avisarle que estoy atrapada en el tráfico antes de que el teléfono se apagara en mi mano, y suficiente también para leer la carta de Daisy bajo el brillo ambarino de la luz interior de mi auto. También he tenido suficiente tiempo para llorar, tanto que me tuve que sonar la nariz con el paño de microfibra verde neón que guardamos en la guantera para desempañar las ventanas, esperando que ningún conductor me haya visto. Lo que lo desató fue ver la letra de Daisy; las pequeñas «C» como lunas nuevas en vez de puntos sobre las «I», y escuchar su voz musical y llena de vida en mi cabeza mientras leía. Sus chistecitos. La mención del hilo rojo, esa cita que leyó en un libro y de la que habló por semanas, llena de emoción. Y verlo todo en blanco y negro: todo lo que no he hecho.

Detrás de mí, un conductor hace sonar su claxon inútilmente y provoca que otra persona haga lo mismo. Como si fuera a servir de algo, como si eso tuviera la más mínima influencia en las filas y filas de autos embotellados. Siento el pánico creciendo dentro de mí y trago saliva para controlarlo.

Seguro que pronto comenzaremos a movernos. Debe haber cientos de nosotros en la autopista, quizá miles, y todos queremos llegar a lugares, a nuestras casas, con nuestra gente. No nos dejarían aquí por mucho tiempo sin quitar o arreglar lo que sea que está provocando esto, ¿verdad? Las luces traseras del carro delante de mí se apagan como diciéndome «Sí, de hecho, sí lo harían, Noelle», y de nuevo, como la espuma en el cuello de una botella, el pánico comienza a subir por mi pecho. Enciendo el radio.

La cámara no estaba ahí. Eso tampoco me ayudó con lo de las lágrimas, el hecho de que la cámara de Daisy, con veinticuatro fotos sin revelar, no estaba ahí, en la cápsula del tiempo. Aunque, claro, muchas cosas no estuvieron ahí esta noche, incluyendo a la mitad de los invitados que confirmaron para la reunión, el fotógrafo del periódico local y los puestos de cerveza y parrillada que anunció la escuela. La nieve y el tráfico lo arruinaron todo. Pero yo sé que Daisy puso su cámara en el sobre de plástico junto con su carta antes de que lo enterraran años atrás, y por su peso supe, desde que me lo entregaron, que no estaba ahí adentro.

—Temo que no hemos desenterrado todo por el clima —dijo la nueva jefa del departamento de historia, con las mangas enrolladas y las mejillas de un rojo cereza—. Muchos de los sobres están en esta cápsula del tiempo, pero los demás están en la otra, que sigue enterrada y, desafortunadamente, ahí se quedarán hasta que reagendemos la reunión.

El pasillo detrás de mí se llenó de ecos y cuchicheos decepcionados de los exestudiantes que se estaban poniendo al corriente con viejos amigos con vino barato en vasos de plástico, condensando todas sus vidas en anécdotas de diez minutos, quejándose del clima, de los trenes cancelados y de lo triste de que la nieve arruinara la noche.

—Pero es que… la cámara estaba aquí —dije—, dentro de este sobre.

—Ya veo —respondió la mujer—. Como mencioné, podría estar en el otro contenedor. —Entonces me entregó una pluma y una tabla sujetapapeles con una hoja—. Si dejas tus datos aquí, te avisaremos cuando el evento esté reagendado. Y si encontramos algo.

Y eso fue todo: un garabato al fondo de un registro de nombres mal hecho antes de que alguien con una chamarra de seguridad se abriera paso para avisar que iban a cerrar las puertas en diez minutos. Y fue entonces, al darme la vuelta, con el corazón aplastado y mi carta y el sobre de Daisy en la mano, que vi a Ed. Veintiséis y medio meses desde que rompimos, desde que se subió en ese avión hacia Estados Unidos y se alejó más de ocho mil kilómetros de mí, ahí estaba. A unos metros, en el lobby del colegio, con su piel dorada y sus ojos brillantes y la frescura de quien vuelve a casa. Con nuevas experiencias y nuevos lugares encima como una pátina sobre su piel. Y me vio de inmediato. Nuestros ojos se unieron como si tuvieran pegamento. Y… nada. Ni un saludo con la cabeza. Ni siquiera una sonrisita incómoda. Solo un gélido instante antes de que se diera la vuelta y las puertas automáticas se lo tragaran. Doce años de recuerdos juntos, de asados los domingos, navidades, pequeñas vacaciones y de verme decolorándome los vellos del estómago al parecer no se merecieron siquiera la sonrisa que le lanzas a un desconocido en un supermercado. «Ay, Dios». Qué deprimente. Donas. Debí elegir las malditas donas.

La nieve sigue cayendo afuera, implacable, y como si estuvieran sincronizadas, el mar de luces naranja de los frenos que iluminan el camino nevado frente a mí comienza a desaparecer una por una, como velas ante un soplido. Los conductores se rinden, los motores se apagan.

—Y ahora, una canción —dice el DJ en el radio— para combatir el frío. Qué lástima que esto no pase en Navidad, ¿no? Porque está con todo.

Tiene razón. Está con todo. Nieve. Nieve en serio, carajo. Y junto a mí, mi teléfono muerto como un espejo negro en el asiento del copiloto. Ni cómo pasar el tiempo viendo Instagram o Twitter o respondiendo el mensaje de mi amiga Charlie sobre Ed («el tipo es un pendejo máximo, Noelle. Un cobarde y un tarado»), ni cómo diseccionar el encuentro como dos detectives de poca monta. Y, claro, ni cómo llamar a mamá, ni a nadie, en realidad. Intento conectar el cargador otra vez, pero claro que no sirve de nada.

Suelto un «¡mierdaaaa!» inútil y me cubro la cara caliente y empapada con las manos. En el radio suena una canción de Harry Styles, algo sobre fresas una tarde de verano, y podría reírme por la ironía de tener enfrente el termostato que anuncia sin pudor que estamos a menos cinco y los carros sin avanzar, congelados. No puedo estar atrapada. «No puedo». Mamá. ¿Qué voy a hacer con mamá si me tengo que quedar aquí más de un par de horas?

Pasan veinte tensos minutos antes de que la pantalla de información vial encienda sus alegres luces como de Broadway para anunciar: «FUERTES RETRASOS POR CIERRE DE LA M4», dos minutos para que las lágrimas comiencen a caer de nuevo (y para que la tela de microfibra haga aparición otra vez), y otros cinco para escuchar el golpeteo de unos nudillos en la ventana del lado del copiloto.

Capítulo dos

—Eh, hola. ¿N-necesitas algo?

A través de la pequeña rendija del cristal que apenas bajé, observo al hombre con la seriedad de sus ojos cafés y pestañas muy negras mirándome con los ojos entrecerrados mientras caen los enormes copos de nieve.

—Eh. Y-yo… —Mi voz se escucha ahogada, como si tuviera un montón de calcetines metidos en la garganta—. Estaba tratando de…

—Te vi con el teléfono. —Me interrumpe, y agita su brazo en el aire con un gesto algo desesperado antes de volver a guardar su mano en el bolsillo del abrigo.

—Ah. Entiendo. —Genial. Como me lo temía, los demás conductores sí vieron el drama que armé dentro de mi auto. Las lágrimas, las maldiciones al aire, el maldito trapo del color de los calzones de alguien que se va de rave—. No tengo señal —digo, aclarándome la garganta y reacomodándome en mi asiento, como para demostrar que soy una persona muy estable—. Y ahora no tengo batería. Intentaba comunicarme con mi mamá. —Le muestro mi teléfono muerto—. Aunque sí pude enviar un mensaje antes de que se apagara, por suerte.

El hombre mira hacia un lado, al camino frente a él, y luego vuelve sus ojos a mí desde atrás del cristal.

—Bueno… Si necesitas un teléfono o un cable para cargarlo, solo tienes que echarme un grito, o algo así. —El extraño es estadounidense. Muy estadounidense. Creo que mi hermano Dilly podría adivinar correctamente de qué estado es tras escuchar unas cuantas palabras de su boca. Dilly está obsesionado con todo lo que tenga que ver con Estados Unidos. La comida, las películas, sus extraños buzones y cómo todos comen tarta de fruta (eso dice él, no yo). Incluso una vez salió con un tipo de Boston y se pasó semanas hablando en un acento estadounidense tan extraño que Ian, el vecino de al lado, nos buscó para preguntarnos con mucho tacto, y pidiéndonos que no nos alarmáramos, si sería posible que Dilly hubiera sufrido una reacción alérgica.

—Ah, gracias. Pero no es el cable —le digo al estadounidense—. Es el cargador. La, eh, cosa para conectarlo al carro.

—Ah.

—El tonto de mi hermano lo descompuso. Conectó una laptop. Apenas tenía dos días de haber regresado a casa, me pidió prestado el auto y con eso bastó. Aparentemente necesitaba mezclar un demo urgentemente. Solo salió a comprar puré de tomate.

—Claro.

—Es un coche súper viejo —sigo hablando como si a este pobre tipo le importara, pero estoy nerviosa y para mí es necesario ante las respuestas cortas y los silencios. No puedo evitar esa necesidad de llenar el espacio con palabras. Además, él es…, bueno, no se puede discutir con la ciencia y la naturaleza. Este hombre es bastante atractivo. O sea…, mucho—. El aire acondicionado se atora y solo echa frío —continúo—, y a veces el carro llega a poner los seguros, nos atrapa y se niega a dejarnos salir.

—Ya veo —es lo único que dice, pero noto una sonrisita detrás del cristal empañado, como si este hombre supiera que el aire acondicionado se descompuso porque derramé una lata de refresco sobre el tablero—. Bueno, si necesitas cargarlo, estoy… —Lanza una mirada sobre su hombro hacia un carro negro que está parado junto al mío, con la luz interior prendida y la puerta semiabierta—… aquí cerca.

—Oh —asiento—. OK. Gracias. Pero estoy segura de que en unos minutos más comenzaremos a avanzar.

—Qué optimista —dice, casi para sí mismo.

—Sí. Bueno, eso espero. —Y es verdad. Lo necesito. Porque mamá no está acostumbrada a quedarse sola en casa, sin mí, y si pienso demasiado en eso, en cómo estoy atrapada aquí, y en el gran desastre que fue esta tarde, podría echarme a llorar otra vez, y este hombre, toda la autopista, más bien, ya vio demasiado. Además, no tenía planeado estar en casa hasta después de las diez, lo que significa que aún me queda una hora para llegar tranquila, sin drama, sin encuentros incómodos con desconocidos y autos extraños y estadounidenses con direcciones raras.

—Pues, me voy. —Se incorpora y se despide con un movimiento incómodo con la cabeza.

—Gracias —le digo—, por la oferta. —Y un momento después, mi ventana está completamente cerrada y él ya volvió al interior de su auto sobre el asfalto congelado.

Capítulo tres

Es increíble lo dolorosamente lenta que pasa media hora cuando no tienes teléfono. No me gusta pensar que soy adicta a mi celular o, si lo soy, definitivamente no estoy tan esclavizada a él como mi amiga Charlie, que pasa cada noche de domingo haciendo estrategias para no utilizar el suyo. «Paso toda la semana en el teléfono, Noelle, aunque le digo a todos los pobres tontos que estén dispuestos a escucharme que no tengo tiempo», dice. «Antes me emocionaba la meditación. Me excitaban los tipos con barba. Pero ya no. Ahora me excita una pantalla y la conexión a internet. Es triste. Es una tragedia moderna».

Pero sin mi teléfono, lo único que puedo hacer es mirar por el parabrisas, morderme las uñas hasta sangrar, ver a la gente saliéndose de sus carros para ir a buscar un arbusto donde orinar, sacando de sus cajuelas cobijas viejas y empolvadas o paquetes de las bolsas de compras mientras la nieve sigue cayendo. Hace un rato, un conductor en el otro carril sacó lleno de orgullo un banjo de cinco cuerdas.

El radio vuelve a dar las noticias, pero son las mismas que hace veinte minutos. Algo sobre un futbolista y un caso en la corte, luego esa voz nasal anunciando que «la nieve cubre partes del Reino Unido. Fuertes retrasos. Caminos cerrados. Se recomienda no viajar si no es necesario».

Y quizá debí haber escuchado a mamá, tanto que me suplicó que me quedara. «Gary, el del veintiuno, puso en Facebook que va a haber quince centímetros de nieve, Noelle», me dijo antes de que saliera. «Y nunca se equivoca. Solía trabajar en una tienda de abrigos».

Pero, claro, mamá no viaja ni cuando es necesario. Han pasado tres años desde la última vez que fue a algún lado, o más bien, a cualquier lugar más allá de los contenedores de reciclaje que están afuera o el viaje de cada ocho semanas a la estética y de regreso, el cual hace como si estuviera bajo arresto domiciliario y solo tuviera permitida una ventana de cuarenta y cinco minutos antes de que los policías aparezcan para lanzarla contra el cofre de un auto y esposarla. Es de entrada por salida, sin tomarse una taza de té ni hacer plática con la de la caja. Si yo le hiciera caso, no iría a ningún lado. ¿Y dónde terminaríamos las dos si las cosas fueran así?

Volteo a ver al estadounidense en su carro. Siento que se va a dar cuenta de que le estoy lanzando miraditas, como un pervertido en un bar, pero entre más tiempo pasa y más intento, una y otra vez, luchando inútilmente contra el cargador, sacando el cable y volviéndolo a meter, más sé que tengo que aceptarlo: Necesito ayuda. Porque necesito comunicarme con mamá, y es obvio, con la orina en los arbustos y los banjos como evidencia, que no vamos a avanzar pronto.

Abro la puerta del coche y me bajo. La nieve me recorre la cara mientras me pongo el abrigo. Este vestido prestado y tan delgado como un papel para forjar sin duda fue una de mis peores ideas. Está helando.

El estadounidense está viendo algo en su regazo cuando me acerco a su carro. Un libro, creo, ¿o será un periódico? Levanta la vista cuando toco en el cristal y baja la ventana. El aroma a café caliente y a cuero de auto nuevo sale por la abertura hacia el aire frío.

—Hola —dice.

—Odio pedirlo, pero si me pudieras prestar tu cargador…

—Claro. ¿Me quedo con el teléfono y te aviso cuando esté cargado, o quieres… entrar o…?

Deja de hablar, señalando desganadamente con un pulgar sobre su hombro hacia el interior de su carro.

Uf, qué situación más incómoda. Sería raro meter mi celular por la ventana de un desconocido, decirle que esté atento a cuando tenga suficiente carga para hacer una llamada y esperar que no vea ninguno de los mensajes que podrían llegarme, porque no es exactamente poco común que Charlie me mande de la nada una foto del nuevo tatuaje que le hizo a Theo en su muslo peludo, o una foto zoomeada del paquete de Orlando Bloom tomado por los paparazzi con la frase «Más evidencias de mi teoría de que Algunos Penes Pueden Ser Hermosos». Pero también es raro subirme al auto de un desconocido, por más parado que esté, por más encantador y normal que parezca el tipo y la ínfima probabilidad de que sea un asesino en serie. En circunstancias normales, preferiría no hacer ninguna de las dos cosas. Pero estas no son circunstancias normales, ¿verdad? Un hombre que está hablando en el otro carril con un policía saca triunfante una baguette de casi un metro de su asiento trasero como para probar el punto.

—Supongo que voy a entrar —digo—, si no tienes problema.

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El auto del estadounidense es un auto de adulto, de esos con calefacción en los asientos. De esos que tienen un buen puño de monedas y un paquete de pañuelos desechables de bolsillo en la guantera por si hay una emergencia de llanto o mocos. Dudo que el estadounidense se haya tomado un refresco aquí adentro. Dudo que haya embarrado una hamburguesa de McPollo en el lugar del copiloto en un estacionamiento de un supermercado y frotado la cátsup en el asiento hasta que se volvió una con la tela.

—¿Quieres usar mi teléfono para llamar en lo que se carga el tuyo? —pregunta el estadounidense.

—Ah, eh… No me va a contestar. —Cierro la puerta del carro—. Mi mamá. No contesta llamadas de números que no reconoce.

—Oh. Ya veo. —El radio está encendido, suena algo folky, con una voz ronca y lenta y el sonido suave de una guitarra, y la calefacción zumba por lo bajo. El hombre mueve algo en el apoyabrazos entre nosotros, saca un cable y conecta un extremo en el puerto bajo el estéreo. Me pasa el otro—. Toma.

—Ah. Gracias. —Conecto mi teléfono y me lo pongo en el regazo. Un alivio cálido me recorre como brandy cuando el símbolo de carga se enciende en la pantalla. Suelto un «uf» y él sonríe.

Y, ahora, silencio. Ambos miramos hacia adelante por el parabrisas empañado por la nieve. Jugueteo con un botón de mi abrigo. El estadounidense se acomoda en su asiento y se pone a jalonear un hilito en sus jeans a la altura del muslo. Me lanza una mirada, nota que estoy haciendo lo mismo y nos ofrecemos una de esas sonrisas corteses que se reservan para los desconocidos. Tiene un rostro agradable, de esos rostros intangiblemente agradables que no puedes describir con palabras. Cuando Charlie estaba buscando novio, solía ponerse a ver la app de Plenty of Fish y decía «Solo quiero un hombre con un rostro agradable, ¿sabes? Uno de esos rostros amigables, confiables, reales, que te hacen sentir que sí. Te seguiría a donde vayas, chico, y sé que hay grandes probabilidades de que no me pasaría nada». Sí. El estadounidense tiene uno de esos rostros.

—La nieve está con todo —digo, porque, aceptémoslo, necesito decir algo—. En el pronóstico dijeron que sería ligera, si es que caía.

El estadounidense se agacha para asomarse por el cristal, donde hay dos perfectas rebanadas de sandía hechas por los limpiaparabrisas entre la nieve.

—Sí. Aunque supongo que sí es más o menos ligera.

—¿Lo es?

Él se encoge de hombros.

—Bueno, es ligera en comparación con la nieve de… Toyama o Siracusa, o algo así.

—O… del Polo Norte —agrego en voz baja.

—Claro —me dice con una sonrisa—. O del Polo Norte.

La nieve sigue cayendo con sus copos que parecen plumas de ganso, como si una almohada gigante hubiera explotado en el cielo, y en el radio comienza otra canción. Por un momento se instala el silencio incómodo. Me voy a ir. En cuanto tenga la más mínima carga, me voy a ir…

—¿Estás cerca de tu casa? —me pregunta.

—Más o menos. A media hora —le digo. Él asiente y me cuenta que va de camino al aeropuerto para irse a la suya.

—¿Dónde está tu casa? —Dilly daría cualquier cosa por adivinar el estado y ver si tiene razón.

—En Estados Unidos. ¿Oregón?

¿En serio? —La pregunta sale con una voz tan chillona y sorprendida que él enarca sus cejas oscuras. Y no puedo decirle por qué. Es que ahí se fue Ed. Ahí iba a ir yo también, con él, para comenzar de cero. Hasta que no pude. Hasta que no me quedó más opción que quedarme—. Yo, eh…, tuve un amigo por correspondencia de Portland. —Cambio de tema. Sigue siendo verdad, pero no es algo tan denso como la historia de Mi Novio Doctor Que Me Dejó Por Un Hospital en Oregón que no me pidió escuchar.

—¿En serio?

—Yo tenía trece años —digo—. Fue por algo de la escuela. A todos nos asignaron un amigo por correspondencia internacional y algo pasó que, no sé, dejó de ir a la escuela durante seis semanas. O quizá solo quería evitar mis cartas, lo cual probablemente fue una buena idea.

El estadounidense suelta unas risitas. Su risa es agradable. Cálida y sincera. Y eso me relaja un poco.

—…y luego me pusieron a una chica genio que no tenía mucho interés en mi correspondencia. Solo duramos dos semanas. Ella hablaba de la prehistoria y Sócrates, y yo solo recuerdo que le contaba algunos datos sobre Brian de los Backstreet Boys.

Se vuelve a reír.

—De hecho, no vivo muy lejos de Portland —dice—. Bueno, a una o dos horas. Estoy en la costa.

—La costa. Suena bien.

Un reporte vial interrumpe la suave música folk y él inmediatamente baja el volumen. Intenta encontrar música de nuevo, tocando una flecha en la pantalla unas cuantas veces hasta que decide dejarlo en una estación cualquiera. Compartimos otra sonrisa incómoda reservada para los desconocidos.

Presiono el botón lateral de mi celular. El símbolo de la batería se enciende y se vuelve a apagar. Claro. Obviamente se va a tomar su tiempo mientras estoy atrapada en un carro con un desconocido.

—Mi teléfono sigue muerto —le digo—, lo siento. Solo necesito suficiente batería para hacer una llamada, no debería tomar mucho tiempo más…

Él eleva un hombro hacia su oreja.

—No pasa nada —dice—. Además, quizá… ¿para pasar el tiempo? —Toma un periódico que está doblado junto al asiento y lo levanta, mostrándome un crucigrama sin terminar, con letras escritas con pluma roja en algunos de los cuadros—. Dos cabezas piensan mejor que una, ¿no?

Hago una pausa.

Por lo general.

—¿Por lo general?

—En el caso de los crucigramas, una cabeza, y una que no sea la mía, probablemente es mejor. De hecho, también en el caso de la geografía.

Él sonríe. Un hoyuelo en forma de coma aparece en su mejilla y algo se enciende dentro de mi estómago, como una chispa.

—Bueno, supiste que Portland está en Oregón.

—Es cierto.

—¿Ves? La mayoría de la gente de aquí me escucha hablar y dice «¿Nueva York?» o «¿Eres de California? ¿Conoces a Keanu Reeves?».

Me río.

—Sí. Me temo que para nosotros no existen más estados.

—¿No?

—No, me temo que no. Para nosotros todos trabajan en Paramount Pictures y van al baile y probablemente conocen a alguien llamado Chad… —Me quedo callada de pronto—. Ay, Dios. Obviamente ahora me temo que te llames Chad y obviamente no quería decir que…

—Sam. Soy Sam.

—Sam. —Sam. Tiene sentido. Se ve como un Sam. Sam es un nombre fuerte, clásico, seguro, y tengo la certeza de que él es todo eso—. Yo soy Noelle.

—Noelle. Como…

—El papá de la Navidad, sí.

—Iba a decir… Gallagher. —Sus mejillas se tuercen en una extraña sonrisita tímida y no sé si lo dice de broma o no.

—Él es Noel. Yo soy Noelle. No-elle. Noel, pero con una L extra y una E al final. Un detalle muy importante.

Él asiente.

—Noelle.

Sonrío.

—Correcto.

Acerca una pluma al periódico en su regazo.

—Muy bien, Noelle no-Gallagher. ¿Qué tanto sabes de filósofos antiguos? La dieciséis vertical me está matando.

Capítulo cuatro

—Ay, Noelle, no lo puedo creer. ¿Tienes comida? ¿Agua? ¿No estás pasando frío? Están hablando de eso en todos los noticieros. Al parecer Lorry se metió en problemas. Gracias a Dios nadie salió herido. Pero ahora, con tanta nieve, ay, Dios, es una pesadilla… Tú estás bien, ¿verdad?

—Estoy bien, mamá. ¿Tú estás bien?

—Aquí está Ian.

—¿Ahí está? ¿En serio?

—¡Andaba por aquí! Qué suerte, ¿no? Vino a revisar la puerta de al lado. Los nuevos inquilinos se han estado quejando de eso. Le dije: Noelle y yo siempre decimos que la nueva inquilina parece ser muy apretada, como si tuviera un palo metido en el trasero, y le conté que le sonreíste al sacar los botes y ella te ignoró. No me sorprende que se quejen de algo como la puerta…

—¿Se va a quedar?

—Ian, pregunta que si te vas a quedar. Él… Claro. Sí. Dice que se quedará hasta que regreses. Seguro que vuelves como a las once, ¿verdad?

—No sé si llegaré a las once, mamá. El tráfico está completamente detenido.

—Ay, Noelle…

—Volveré lo más pronto que pueda, te lo prometo. Pero ahora no tengo mucha batería…

—¿No? Se está quedando sin batería, Ian. ¿Qué? Ian dice que pongas tu teléfono en modo avión para ahorrar batería y que ya colguemos, para no arriesgarnos.

—No te preocupes. Un chico que estaba cerca me ofreció que lo cargara en su auto, así que aquí he estado. Pero no sé cuánto lo pueda cargar para…

—¿Un desconocido? Ay, Dios. Por favor, ten cuidado.

—No te preocupes, mamá. Es un buen muchacho. Estaba estacionado junto a mí. Estadounidense. Iba hacia el aeropuerto.

—Ah. Oh. Ya veo. Bueno. ¿Tiene… tu edad?

—Eh. Sí, supongo…

—¿Es alto? ¿Guapo?

—N-no sé. ¿Sí? Sí, supongo, me parece que tiene piernas largas. Oye, mamá, me estoy empapando porque estoy afuera…

—Bueno, ya sabes lo que decía Dilly de los estadounidenses con los que salió.

—Mamá…

—Que están llenos de vida. Mucha energía, muy atléticos, ya sabes. Y que no les da pena demostrarlo. Que aparentemente andan desnudos de aquí para allá mientras preparan el desayuno, ¿te acuerdas? Hotcakes. Eso comen, eh. Y no es el postre. Como desayuno.

—Ya voy a colgar.

—Con huevos revueltos.

—Adiós, mamá. Vuelvo a casa en cuanto pueda.

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Es increíble lo rápido que pasa media hora cuando estás teniendo una de esas conversaciones, de esas inesperadamente simples que te hacen sentir que las palabras no salen de tu boca con la rapidez suficiente. De esas en las que los minutos se convierten en horas, pero sientes como si el mundo alrededor de tu pequeña burbuja se quedara totalmente detenido. Podría caer un meteorito en llamas y ni siquiera levantarías la mirada, solo dirías «¿Sentiste eso? ¿Como un temblorcillo?».

Mi teléfono volvió a la vida hace más de una hora, pero sigo en la comodidad del auto de Sam el estadounidense. Aquí sigo. Yo tampoco lo puedo creer.

Me salí para llamar a mamá cuando mi batería alcanzó el diez por ciento de carga y me detuve un momento ante la puerta abierta mientras me cerraba el abrigo, sin saber si debería agradecerle y despedirme o no. Porque ya tenía carga suficiente para hacer lo que necesitaba: llamar a mamá, asegurarme de que Ian se quede con ella y de que la ayude a acostarse. Pero Sam y yo estábamos en medio de una conversación sobre fantasmas a la que anhelaba volver, por alguna razón, y lo mejor es que no hemos comido. Y la verdad, de la manera más simple y completamente inesperada (y ligeramente culposa): me la estaba pasando muy bien.

—Podrías, eh…, cargar tu teléfono un poco más —sugirió Sam, estirándose hacia el asiento del copiloto mientras su cabello se sacudía por la suave pero gélida brisa. Tiene un cabello hermoso. Grueso, oscuro, y probablemente huele a lluvia y coco—. Si quieres.

Y yo asentí desde afuera, con el teléfono en la mano, aliviada de que me lo hubiera pedido.

—Además, aún no terminamos el crucigrama, ¿no? —dije en tono de broma.

—Sí, y no estoy seguro de que lo vayamos a terminar —me respondió entre risas.

Sentí un cosquilleo mientras hablaba con mamá en la carretera, mientras los copos de nieve caían sin parar, como si fueran infinitos, tras ese maravilloso suspiro de alivio cuando supe que estaba bien y la tibia sensación de haberme divertido. Lejos de casa. Con alguien nuevo. Por más que busque, no puedo recordar la última vez que me pasó algo así. Hace años. Definitivamente fue hace años. Y se me había olvidado esa sensación, que me parece que es como algo burbujeante, de conocer a una persona completamente nueva, y cómo puedes soltarlo todo cuando no saben nada el uno del otro, y todo lo que comparten es nuevo e interesante y casi como si el universo se estuviera expandiendo. Quizá también por eso sentí culpa, además de saber que mamá estaría preocupada, porque ha pasado tanto tiempo.

—Eso de ser guía alpino suena un poco loco —digo. Sam está acomodado de lado en su asiento para verme de frente, con su ancha espalda recargada en la ventana del auto—. Tu trabajo…

—Mi trabajo.

—¿Andas por todos lados? ¿Viajas mucho… de aquí para allá? —Montañista. Sam es un montañista de verdad.

Él asiente.

—Voy a donde me necesiten. Aunque en este momento mi base está en Oregón. En un lugar llamado Mount Hood. Tienen programas de escaladas y soy guía junto con otros montañistas. Pero no sé cuánto tiempo más siga ahí.

—Mount Hood —repito—. Lo digo como si supiera de qué hablo. Mi conocimiento sobre las montañas es, pues…, una porquería, la verdad.

Sam se ríe y en su mejilla aparece el hoyuelo que es como una medialuna pequeñita.

—Ah, pues es súper alta, súper llena de nieve y súper montañosa. Eso es lo único que hay que saber, ¿no?

—Espera, ¿me estás diciendo que subes montañas congeladas?

Una sonrisa tímida aparece en el rostro de Sam mientras golpetea el volante con un dedo.

—¿Me vas a volver a preguntar si no me da miedo caerme y morir?

—Lo siento, pero no me dejas otra opción.

No dejo de abandonar mi cuerpo para observarme desde el otro lado de la ventana, y estoy noventa y nueve por ciento segura de que la Noelle Butterby de afuera, con la nariz pegada al cristal, está murmurando: «Con todo respeto, ¿qué carajos nos está pasando en este momento?». Porque estas cosas no pasan. No de verdad, no en la vida real. Especialmente no a mí. A personas como Charlie, sí; no me sorprendería que ya le haya pasado alguna vez. Antes del bebé, ella y su esposo Theo salían mucho y siempre se enamoraban instantáneamente de amigos que acababan de hacer en retiros de yoga, y volvían a casa con historias de personas con las que compartieron habitación y que les curaron las migrañas con enemas y perdón, y que se iban a ver de nuevo para tener un brunch. Pero a mí estas cosas no me pasan. De verdad que no. Para empezar, ¿que estemos atrapados por la nieve? En Inglaterra apenas si conocemos la aguanieve, por supuesto que no esperamos nieve real, como de video de Last Christmas, y aun así, aquí me tienen, en medio de lo que prácticamente es una tormenta de nieve y dentro del auto de alguien que hace noventa minutos era un desconocido sin nombre, un tipo en un carro. Y siento… algo. No sé exactamente qué. Me siento viva. Emocionada. Como si por mi sangre corrieran estrellas, electricidad. Y pensar que no quería subirme a este auto. Creí que iba a ser terriblemente incómodo estar aquí, con mi aspecto de figura de cera derretida, los ojos hinchados, el maquillaje corrido por las lágrimas y en un vestido ridículo, de falso satín rojo, que normalmente no usaría ni loca. Una prenda que saqué del guardarropa de Charlie porque me pareció que decía «adulta de mundo» y «la estudiante con más probabilidades de tener la vida resuelta y ser feliz; mira de lo que te perdiste, Ed».

Pero ahora que estoy aquí, con Sam…, ni siquiera puedo explicarlo. Solo sé que no me quiero ir. Me imagino la cara de Charlie si pudiera verme en este momento. Diría: «Eh, disculpa. ¿Eres Noelle Butterby? ¿Y ese es un hombre no identificado? ¿En serio estás…, santo Dios…, divirtiéndote?».

Sam se estira en su asiento junto a mí y se aclara la garganta.

—¿Crees que tu mamá va a estar bien?

—Creo que sí —le respondo—. Un amigo, que antes era nuestro vecino, Ian, dijo que se quedará con ella. Antes de que se mudara con su novia, nos ayudaba mucho con las necesidades de mamá, así que… es el mejor para ese trabajo.

Sam asiente y juega con la pluma que trae en la mano.

—¿Cuánto tiempo lleva enferma?

—Ella no… En realidad, no está enferma.

—Oh…

—O sea, sí, sí está enferma, pero… no sé. —Hablar de mamá me aplasta el corazón. Es como un golpe gélido de realidad en mi burbujita cálida a kilómetros de eso—. Creo que es solo que cuando hablas de enfermedad, la gente piensa en hospitales, medicinas, estar en cama y cosas así, pero mi mamá… ella no encaja en eso. Hace seis años le dio un derrame cerebral. Y no ha vuelto a ser la misma desde entonces.

—Lo siento —dice Sam tras un momento de silencio.

—La verdad es que tenemos suerte de que se haya recuperado. Le cuesta caminar. Al principio perdió mucha sensibilidad del lado derecho. Pero ahora, principalmente, ha perdido seguridad. Y no lo digo por quejarme porque, bueno, las cosas siempre pueden ser mucho peores, pero… cada vez hace menos y menos y yo hago más y más y… —Y quiero decirle que luego pasan noches como esta, pero no lo hago, y te preguntas cuánto tiempo más podrás seguir flotando en lo que se siente como un barco gigante que no sabes maniobrar y que no deja de crecer y crecer—. Pero estamos bien —digo—. La mayor parte del tiempo.

Miro a Sam, la nieve cae afuera del cristal detrás de él, rítmicamente, como en un protector de pantallas de los noventa, y espero el gesto, los ojos entrecerrados, el juicio y, sobre todo, la lástima que noto que recorre el rostro de la gente a veces. Lástima por mamá, claro, pero también por mí. Treinta y dos años y con la necesidad constante de estar cerca de casa. Un mundo del tamaño de un puntito en el cielo comparado con los planetas enormes de la mayoría de la gente. Pero Sam no hace nada de eso.

—Suena muy pesado eso de tener que ser siempre… los hombros —es lo único que dice.

«Sí». Los hombros. Nunca había escuchado que lo pusieran así.

—A veces sí llega a ser pesado. Por ejemplo, esta noche… —Miro mi vestido de satín rojo, los puntos donde cayó la nieve secándose lentamente para volver al color carmesí—. Esta fue la primera noche en que salí desde hace como diez meses y tuve que planearla con precisión militar, asegurarme de volver a casa a cierta hora y…

—Y mira lo bien que salió —dice Sam con una sonrisa, extendiendo la mano, como un mago que presenta el final de su truco.

Me río.

—Bueno, pudo ser peor.

Sam me mira de soslayo.

—Sí. Estoy de acuerdo —comenta.

La fuerte vibración de un teléfono en el espacio bajo el estéreo interrumpe la calma del auto, y como respuesta automática, ambos nos estiramos para tomarlo. Mi mano choca con la de Sam y me recorre un cosquilleo que termina burbujeando en mi estómago al sentir el calor de su piel contra la mía. Sam aleja la mano cuando el teléfono cae a mis pies y noto que… Mierda. No es mi teléfono. El nombre de «Jenna» está en la pantalla sobre el suelo, entre mis botines, llamando, y yo definitivamente no conozco a ninguna Jenna.

Me agacho para recogerlo. Sé que mis mejillas deben estar más rosas que un camarón, porque siento las malditas orejas en llamas y siempre hacen eso cuando me avergüenzo. Dilly me dice «Cara de Langosta» cuando me pasa, y sé que en este momento debo tener la máxima Cara de Langosta.

—P-perdón, creí que era el mío, pensé que quizás era mi mamá…

—No te preocupes, no pasa nada. —Sam toma el teléfono de mi mano mientras el nombre de Jenna desaparece y la pantalla muestra un pequeño rectángulo café que anuncia una llamada perdida.

—Y ahora tienes una llamada perdida. Perdón.

—No pasa nada, en serio. Es solo una llamada —dice, pero algo cambió en su cara, en sus ojos café oscuro, y no sé exactamente qué es. Quizás ahora él tuvo una inyección de realidad en forma de llamada. Borra la notificación con un movimiento de su pulgar—. La vida era más sencilla cuando no estábamos siempre disponibles ni era tan fácil interrumpirnos, ¿no?

—¿Cómo? ¿Cuándo nos comunicábamos por cartas?

Sam asiente.

—Sé que ya nadie lo hace, pero suena tentador. Menos presión para responder en este mismo momento, ¿sabes?

—Algunas personas aún lo hacen —le digo—. Steve y Candice lo hacían.

Sam me mira con el ceño fruncido.

—¿Quiénes?

—Unas personas que trabajaban en una oficina que limpio —le digo—. A eso me dedico. A limpiar. Casas y oficinas. No es exactamente glamuroso, pero se acomoda para lo de mi mamá… —Y no estoy segura de si hablar y hablar ayudará a diluir los crecientes niveles de incomodidad en el auto, pero claramente voy a intentarlo. Porque intenté robarme su teléfono. Por el contacto de nuestras manos. Por la forma en que Sam se alejó como si hubiera tocado un palo con mierda. Por todas esas cosas que dispararon el barómetro de incomodidad de cero a un evidente siete de diez, y de pronto todo esto se volvió a sentir un poco ridículo. Yo. En su auto. Con él—. Dos personas que trabajan ahí, Steve y Candice —continúo—, tenían un affair y me encontraba las notas que se mandaban en Post-it tiradas en sus botes de basura todos los viernes por la tarde.

—¿Y qué decían? —me pregunta Sam, con apenas la sombra tímida de una sonrisa en su cara.

—Por lo general tenían que ver con té. Como «Steve, ¿té a las tres?». Y «Candice, tu té está muy caliente». Y una vez encontré una muy directa que decía «buenas tetas».

Sam se ríe.

Wow.

Yo también me echo a reír.

—Ya sé.

—¿Ves? Quizá pudiste haber tenido algo con tu amigo por correspondencia de Portland si hubieran sido más como Steve y Candice.

—O me habrían expulsado.

La vibración del teléfono de Sam atraviesa como una daga helada el silencio del auto una vez más. Sus ojos oscuros van a la pantalla.

—Ah. Ahora sí tengo que contestar…

—Me voy a salir para darte privacidad. Además… —Tomo mi teléfono— …ya tengo ochenta y seis por ciento de carga. Probablemente debería dejar de robarte tu energía y dejarte en paz.

Sam lo piensa por un momento, con Jenna en una mano y la manija del auto en la otra, y no sé qué quiero que diga, pero sé que no me quiero ir. La verdad no. Ni un poco.

—No, es… O sea, no tienes que irte… Parece absurdo no dejar que se cargue al cien, si…

—Te daré privacidad —repito, abriendo la puerta del carro—. Yo, eh…, de todos modos necesito ver cómo está todo en casa.

Sam asiente sin decir nada.

Mientras salgo del auto lo escucho hablarle al teléfono con una voz diferente, dulce y baja, diciendo: «Hola, tú».

Capítulo cinco

—Estoy en pánico, Charlie. Debería volver a mi carro, ¿verdad? O sea, ¿qué parte de esto es normal?

—Te estás llevando bien con un desconocido, Noelle. Te prestó su cargador y estás atrapada en una tormenta de nieve. No se la estás chupando mientras su novia te graba, lo cual, por cierto, es algo que las personas hacen todo el tiempo en el estacionamiento de Alston Park pasada la medianoche, y no entran en pánico. Se la pasan muy bien.

—Claro.

—Entonces, ¿te quieres quedar en su coche?

. Pero no sé si él quiere que me quede y quizás estoy abusando de su amabilidad, y además esto es muy muy raro, ¿no? Es como…

—Me acabas de decir que fue su idea que siguieras cargando tu teléfono.

—Sí, fue su idea.

—Lo cual demuestra que… oh, espera, Theo me está diciendo algo. Oooh. Interesante. Theo cree que solo me llamaste porque subconscientemente quieres acabarte la batería para tener que pasar más tiempo con el divertido y guapo estadounidense.

—O quería llamarte para que me dijeras que no debería estar metida en el auto de un desconocido. Que quizá no estoy tomando decisiones muy inteligentes después de haber tenido un día raro y lleno de emociones con lo de Ed y la cámara de Daisy, y que quizá no estoy pensando con claridad y…

—Ni loca te voy a decir eso, Elle. Perdón, pero me gusta que te la estés pasando bien con un buen muchacho. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo así, eh? Recuerda que ni siquiera aceptaste tener una cita con Jet.

—¿Jet?

—Al que Theo conoció en el retiro de reiki, el del torso… ¿Te acuerdas?

—Vagamente…

—Y tampoco quisiste ir en una cita doble con nosotros y Simon, el podólogo, aunque le he confiado mis pies a ese hombre desde hace ocho años, Noelle.

—Es cierto. ¿O sea que crees que debería quedarme? Piensa que la tal Jenna podría ser…

—Quédate en el carro.

—Es muy agradable, Charlie. Me siento… No sé. Como si me hubieran inyectado algo. Hace rato me tocó la mano por accidente y…

—¿Hubo chispas? ¿Energía?

—Sí. Eso.

—Ay, Dios. Obviamente te vas a casar con él.

—Charlie, no seas ridícu…

—Theo dice que le encantaría poder leerte el aura en este momento.

—Dile que ya me la leí y en este momento mi aura se está cagando.

—Quédate en el coche, Noelle.

—Ya, está bien, lo haré.

—Y quizá después de esto estarás lista para Jet.

—No creo que llegue el día en que esté lista para Jet.

—Qué lástima. Theo dice que da una clase de cunnilingus. Practican con naranjas. Oh, y a veces con melones. ¿Noelle? ¿Elle, sigues ahí?

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Tras la muerte de Daisy me tomó nueve meses atreverme siquiera a ver una autopista, y no podía ni pensar en manejar por una. Las autopistas son ruidosas, rápidas e impredecibles, todo puede terminar mal en el medio segundo que te toma cometer un error tonto. Una autopista me arrebató a mi mejor amiga. Y debió llevarme a mí también. Pero esta noche, frente a la enorme carretera tan quieta, cubierta de nieve, flanqueada por los árboles, con gente por aquí y por allá, filas de autos encendidos por dentro, como casas distantes por la noche, la burbuja de miedo que aún vive dentro de mí se dispersa como la corona de un fuego artificial. Esto es solo el asfalto sobre el que Sam y yo estamos parados. Solo es concreto y nieve y árboles y personas intentando volver a casa.

—No puedo creer que tu paraguas tenga orejas —dice Sam.

—Todos saben que las orejas hacen adorable cualquier cosa.

—¿Sí?

—Claro. Está demostrado científicamente.

Sam y yo estamos haciendo fila detrás del camión de una panadería que tiene la puerta de atrás abierta y una luz amarilla iluminando su interior. Estamos bajo mi paraguas, que fue un regalo de Dilly y sin razón alguna está diseñado para imitar el rostro de un koala. Sam lo sostiene en lo alto para que nos cubra a los dos, y las orejas del koala bailan con el viento helado. Sam es muy alto. Más de uno noventa, seguro. A mamá le encantaría eso. «No tolero a los hombres bajitos», dice siempre, como si estuviera hablando de una plaga de ratas. «Son unas cosillas malévolas y rencorosas».

Después de hablar con Charlie por teléfono, me fui caminando para buscar un arbusto en los alrededores para orinar, y la experiencia fue tan revitalizante como se esperaría. De regreso, dos policías me dijeron que los grupos de apoyo en crisis venían en camino y un camión estaba ofreciendo comida y agua gratis para los conductores un poco más adelante en la autopista, y mientras un helicóptero sobrevolaba el cielo negro, me di cuenta de lo serio que era todo esto. «Tráfico detenido. Agua y comida gratis. Grupos de apoyo en crisis». Para nosotros. Para Sam y para mí, para los cientos de personas que estamos atrapados aquí, en la autopista. Le escribí un mensaje a Ian para actualizarlo de la situación y de pronto sentí la boca seca por la ansiedad. Tan diligente como siempre, Ian me respondió de inmediato, muy a su estilo. Mitad mensaje y mitad reseña de Trip Advisor, y eso me hizo sonreír y aminoró mi angustia al imaginármelos a mamá y a él en casa, seguros y sin frío.

«Aquí todo bien y bajo control», me escribió. «Escuchando el reporte del tráfico en el radio. Muy buena cobertura. Presentador agradable. Galés. No te enfríes».

Para cuando volví al carro, Sam ya había terminado su conversación con Jenna.

—Comida —le dije a señas desde el otro lado de la ventana, y él la bajó—. Más adelante, al parecer. En la parte de atrás de un camión. ¿Voy y te traigo?

En ese momento, Sam abrió la puerta de su lado.

—Me pondré la chamarra. Un camión restaurante.

Recorrimos la autopista entre autos con las puertas abiertas y otros conductores, con más hambre de la que habíamos sentido en la vida, hablando de las peores cosas que hemos comido y bromeando sobre lo que esperábamos que nos dieran.

—Empanadas de Cornualles calientitas —dije yo.

—Nunca las he probado —comentó Sam—. Espero que sean ostiones.

—¿Ostiones? Nunca los he probado, pero guácala.

—Deberías probarlos antes de juzgarlos.

—Nop —respondí—. Imagínate que se me hincha la cara. Podría tener una reacción alérgica. He escuchado mucho de eso. No hace falta más que un ostión para que la cara te quede como una papa al horno. —Y Sam se rio, formando nubecitas en el aire con su aliento. Es elegante, eso diría mamá, con su abrigo de lana negra, abotonado casi hasta el cuello, con una bufanda gris oscuro anudada al cuello. «Muy fifí», diría mamá. «Sus hombros son maravillosos. Y qué espalda más fuerte y encantadora». Apuesto a que Jenna diría lo mismo, quien quiera que sea Jenna, pues no hemos aclarado eso, y ¿por qué tendríamos que hacerlo? Sam me acaba de conocer. Soy solo una mujer de la M4 que se suena la nariz en trapos de microfibra y se aferra a su teléfono como si fuera un salvavidas. Pero ahí sigue ese algo, esa sensación que no puedo describir. Esa sensación de electricidad, de efervescencia, de vida. O chispas, como diría Charlie, y eso es lo que me hace querer preguntarle y saber, y quisiera que se quedara y a la vez que se fuera al diablo.

—¿Queso?

Una mujer con un chaleco reflejante nos sonríe desde adentro del camión de la comida, ofreciéndonos dos sándwiches en triángulos de cartón. Me los entrega seguidos de dos botellas de agua que equilibro entre mis brazos.

—Gracias —le decimos, y un hombre pasa junto a nosotros para llegar al frente de la fila.

—¿Tienes algo sin gluten, querida? —pregunta el hombre.

—¿Queso? —repite la mujer mientras nos alejamos, como una marioneta que solo tiene programada una palabra: «Queso».

Sam y yo nos volteamos a ver exactamente al mismo tiempo, y la sonrisa en su rostro provoca que una ola reviente en mi estómago.

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Volvemos al carro por la orilla de la carretera, donde la nieve es más profunda pero menos resbalosa porque no hay tantas pisadas ni marcas de llantas. Unos arbolillos flacuchos flanquean el camino, con la nieve balanceándose en sus delgadas ramas como azúcar glas, y avanzamos lado a lado, haciendo crujir la nieve bajo nuestros zapatos. El aire está demasiado silencioso, como suele pasar cuando nieva. Los sonidos se escuchan ahogados y cercanos, pues la nieve es un insonorizador natural.

Sam me mira al mismo tiempo que yo volteo a verlo, con el paraguas de koala sobre nuestras cabezas y el botín de sándwiches y agua embotellada aún entre mis brazos. Y de golpe me doy cuenta: Esto. La autopista. La nieve. Sam y yo. El hecho de que él podría ser cualquiera, el hecho de que es un extraño. El hecho de que, de algún modo, y en verdad no sé cómo, no siento que lo sea.

—¿Qué pasa? —me pregunta con tono tranquilo. Pese al poco tiempo que he pasado con Sam, es fácil ver por qué se dedica a lo que se dedica. Supongo que es lo que necesitas si de pronto terminas colgado en una montaña y esperas que alguien te salve. Necesitas a una persona tranquila y segura. La clase de persona a la que le iría bien en el apocalipsis.

—Nada —digo, negando con la cabeza, pero eso no ayuda a detener el rubor que me va cubriendo las mejillas. «Cara de Langosta», dice la voz de Dilly en mi cabeza. «Ya, en serio, Elle, te estás poniendo totalmente Cara de Langosta en este momento. Arréglalo»—. No sé —continúo—, es solo que… No puedo creer que haya pasado esto. Es como…, pues, es una locura, ¿no?

—¿Qué? ¿Esto? ¿La nieve? ¿Caminar por la freeway?

Freeway —repito—. Y sí. Todo eso.

Sam se pasa una mano sobre la barba incipiente en su mentón.

—Sí. Supongo que sí.

«Y también esto», quiero decir, «caminar contigo, un desconocido que vive a miles de kilómetros de distancia y que hace apenas unas horas iba hacia el aeropuerto, y yo, de camino a casa tras una noche que terminó espectacularmente mal. La carta de Daisy. Su cámara perdida. Ed». Pero, si hubiera terminado espectacularmente bien, si mi teléfono no se hubiera descargado, Sam y yo no nos hubiéramos conocido. Yo no estaría aquí.

—Casi es bonito, ¿no? —comento, cambiando estratégicamente de tema—. Los árboles, la nieve…

Casi —dice Sam—. Es eso, o tienes algo así como un síndrome de Estocolmo con la autopista.

—Quizá. Pero, mira, si nos acomodamos así. —Le doy la espalda a Sam, al congestionamiento de autos inmóviles y a los conductores, algunos en sus autos y otros afuera—. Y caminamos mirando para acá, hacia los árboles y la nieve… —Lo miro sobre mi hombro y noto que una de las orejas del koala se mece de un lado a otro, como una mano que te llama—. Podríamos estar en cualquier lugar.

Sam hace un gesto.

—¿Oo…key?

—No te convencí.

Sam se ríe y en las orillas de sus ojos aparecen unas arruguitas.

—No sabes de lo que te pierdes, Sam. Ten un poco de imaginación.

Sam hace una pausa. He notado que es algo que hace mucho antes de hablar, como si preparara las palabras en su cabeza antes de pronunciarlas en vez de dejar que todo salga como un armario atiborrado de cosas al que de pronto le abren la puerta.

—Supongo que, si me presionas, podríamos estar en algún parque —dice—, o en… un bosque muy pelón.

—Podríamos estar en Islandia, por ejemplo.

—O en Quebec. ¿Has ido a Quebec?

Niego con la cabeza y sigo caminando.

—Nunca. La verdad es que no he ido a ningún lugar así. Aunque me encantaría.

—Pues ahí tienes. —Miro sobre mi hombro hacia él. Ahora sí va caminando de lado, con una sonrisa divertida, como un maestro estricto que al fin aceptó ser parte del juego bobo de un alumno—. Sí. Aquí estamos, en la nieve de Quebec. Wow. Es idéntico a los folletos.

—¿Ya ves? Solo tenemos que ignorar el sonido de la música de los carros…

—Sí, y los radios de la policía y el helicóptero y… ¿eso es un…? —Sam deja de caminar por un instante y yo hago lo mismo—. ¿Eso es un banjo?

—Tengo toda la información necesaria para poder afirmar que sí, es un banjo.

—Okey. —Sam se ríe y comenzamos a caminar de nuevo, aún de lado, y pensar en cómo nos veremos para los otros conductores me hace sonreír, con un cosquilleo y las mejillas ruborizadas.

—Podríamos fingir que hay un músico callejero en el parque de Quebec en el que estamos —le digo—. Acabas de poner dinero en el estuche de su banjo porque los estadounidenses siempre dan propinas, y a los ingleses eso nos aterra. Dar demasiado o dar muy poco…

—Y estamos de vacaciones —agrega Sam, como si fuera la realidad—. De viaje por el mundo. Lo planeamos por meses, años. Hasta imprimiste un itinerario.

—¿Eso hice?

—Creo que eso hiciste.

—La verdad es que sí me gustan los itinerarios —le digo.

—Así estamos, en Quebec y con jet lag —continúa Sam—. Con un músico callejero y un itinerario.

—Y definitivamente no en la orilla de la M4. Con sándwiches de queso de emergencia.

—Caminando de lado.

—Con un extraño —agrego, y al mirar de nuevo sobre mi hombro, me encuentro con los ojos de Sam y él solo se encoge de hombros.

—No sé —dice lentamente—. ¿Todavía somos extraños?

De pronto, desde atrás de nosotros, se escucha un fuerte golpe y un grito. Sam se gira más rápido que yo, y entonces la veo. Una mujer en el suelo congelado, tumbada contra la defensa de un auto y agarrándose la cabeza, con un hilillo de sangre recorriéndole la cara, como los que se ven en los tutoriales de maquillaje para Halloween en Instagram. Sam corre hacia ella con mi paraguas de koala en la mano.

Capítulo seis

Llegó de la nada, en una caída en picada desde el corazón hasta el fondo del estómago. Y siento cómo aterriza como una roca en mis entrañas al ritmo de la puerta de un carro que se cierra de golpe allá afuera. Sam está dos coches más adelante, acuclillado junto a la puerta abierta del auto de la mujer, con un policía parado a su lado. Su sonriente boca rosada se mueve, está hablando, pero sus ojos están enfocados en la herida que está curando. La mujer se resbaló en el hielo y se dio en la cabeza contra la defensa de su propio carro. El policía corrió hacia allá al mismo tiempo que Sam. Le dijo al oficial que tiene entrenamiento de primeros auxilios, que en su trabajo siempre está curando heridas. Yo me acerqué, sintiéndome como un inútil costal de papas, y Sam me ofreció una sonrisita sin quitar la mano de la cabeza de la mujer y me entregó el paraguas. Luego volvió a su auto para tomar una mochila enorme de la cajuela y le dije que lo esperaría adentro. Y aquí estoy ahora. Con mi triste koala empapado y doblado en el suelo del auto rentado de Sam y las botellas de agua sin derramar, pero aplastadas porque se me cayeron, como si fuera la tonta de una serie de comedia, cuando Sam se echó a correr. Ahora lo veo a través del parabrisas, tan sabio, alto, guapo y amigable, con los labios separados en un gesto de concentración, mientras la lluvia sigue cayendo. Y la voz en mi cabeza aparece como un actor que acaba de recibir su pauta: «¿Qué estás haciendo?», dice, crítica y tajantemente. «¿A qué estás jugando, perdiéndote en la fantasía? No estás en una película, Noelle, es la vida real. Es tu vida. Y esto no va a ir a ninguna parte. De ninguna manera. Porque Sam tomará un avión para volver a su vida y tú te irás a casa a seguir con la tuya. A Levison Drive, con mamá, a tu rutina y tu trabajo, y no habrá nada más que eso. Porque tú y él son desconocidos. Y no lo conoces y él no te conoce». Asiento en la oscuridad del carro como un niño al que acaban de regañar y me jalo la pesada manta hasta la barbilla. Un hombre del grupo de apoyo en crisis, vestido como esquiador, me dio dos cobijas, una bolsa con galletas y dos botellas de jugo de naranja hace unos minutos por la puerta del auto y luego se fue con el policía y Sam a ofrecerles su ayuda en forma de ziplocs con comida.

El teléfono bloqueado de Sam vibra de nuevo bajo el estéreo como otro intento del universo de regresarme a la realidad, tal vez. Un mensaje que estoy segura viene de la perfecta Jenna, con sus largas piernas y su cabello dorado, aunque no puedo ver qué dice. Y luego mi propio teléfono vibra. Es un recordatorio de la compañía de gas pidiéndome que les mande la lectura de mi consumo. En los dos casos es un recordatorio de que allá afuera la vida normal nos espera para continuar, y que esta extraña situación en la autopista, atrapados en la nieve con galletas, es solo una pequeñísima parada. Un intervalo.

Al fin, Sam abre la puerta del carro y entra apresuradamente.

—Hace muchísimo frío. —Se echa vaho en las manos y me mira—. ¿Estás bien?

Asiento.

—Sí. ¿Ella está bien?

—Sí. Como nueva. Su amiga va a manejar, así que está en buenas manos. —Sam lleva una mano hacia el radio y le sube un poco el volumen.

—Es genial que sepas qué hacer —le digo—. Muy valiente.

Sam suelta unas risitas.

—Ni tanto. Aunque debo reconocer que me gusta estar preparado para lo peor. Lo cual suena muy perverso si lo digo en voz alta, pero, no sé, nunca sabes qué te puede estar esperando a la vuelta de la esquina, ¿no? —Me mira con una ceja ligeramente enarcada—. Puedo escuchar los engranes de tu cerebro trabajando.

—¿Qué?

—Es algo que suele decir mi mamá: «Tus pensamientos no me dejan dormir».

—Ah.

—¿Estás preocupada? ¿Por la gasolina, la comida y… por estar atrapada? ¿O fue por la sangre?

—No —respondo—. Bueno, sí. Quizá. Y sí estoy preocupada. Pero intento no pensar en eso. Esa suele ser mi técnica la mayor parte del tiempo.

—Vamos a estar bien, Noelle no-Gallagher —dice con una sonrisa, e imagino cómo será escalar una montaña con él, lo cual es ridículo porque lo más que he escalado son los escalones en la estación de Convent Garden; y solo hasta la mitad, porque entré en pánico y le dije a un pobre desconocido con un maletín que me estaba dando un ataque cardiaco y que pidiera ayuda (lo cual no hizo). Pero apuesto a que eso no me pasaría si Sam estuviera conmigo. Él sería todo heroico e imperturbable, todo «allá afuera hay muchos leones, pero si todos me siguen, haré que salgamos con vida. Aunque primero debo quitarme la camisa».

—La nieve ya está empezando a ceder —continúa—. El policía dijo que no durará mucho más.

—Oh. Bien. Qué bueno.

Sus cejas se fruncen bajo su suave cabello oscuro.

—Pareces decepcionada.

Lo miro.

—Uf, no puedo.

—¿No puedes qué?

«No puedo decirte que no me quiero ir nunca, Sam», es lo que le quiero decir. «No puedo decirte que apenas te conozco, pero no quiero salir de este auto, ni siquiera puedo poner en palabras claras, concisas y cuerdas por qué».

—Nada —digo y suelto un quejido, escondiendo mi cara que ya siento ruborizándose, como si tuviera una mascarilla volcánica que se calienta automáticamente. Escucho las risitas de Sam detrás de mis manos.

—Ya, en serio, ¿qué pasa?

Lo miro entre las rendijas de mis dedos.

—Me la estoy pasando muy bien —digo las palabras ahogadas por mis manos—. Contigo. Aquí.

Sam aprieta los labios como para contener una sonrisa que se le quiere escapar.

—Ya veo, y eso es… ¿malo?

No. No. —Me río, con la cara más caliente que un bistec sobre las brasas—. Es solo que… todo esto es rarísimo. Y… pues estamos varados.

—¿Y?

—Y… no tenemos comida además de estos sándwiches y galletas y yo tengo que orinar en arbustos y detrás de letreros que anuncian el maldito Burger King más cercano y tú vas a curar heridas, y sangre, y crees que lo único que quiero es estar en mi casa, donde todo es normal, seguro y cálido, pero… no quiero irme a casa. —Bajo las manos a mi regazo—. Ya. Lo dije.

Sam me mira en silencio y luego lleva la vista hacia el parabrisas, como si estuviera analizando lo que dije. Después me ve a mí.

—¿Ayuda en algo si digo que estoy igual?

Sonrío.

—Sí, ayuda. Bueno, mira, quizá podríamos quedarnos.

—Construir una cabaña en Quebec —agrega Sam—. Con palitos y banjos viejos.

—Es un trato.

Sam se ríe, pero no dice nada más.

Quiero preguntarle sobre Jenna. Sobre una esposa o una novia. Sobre qué lo espera en casa, si siente lo mismo que yo. La atracción. La sensación de… algo. Pero no lo hago, no puedo. No quiero que nada lo arruine, porque esta noche es perfecta. Tan inesperada y extrañamente perfecta.

Mis ojos van hacia el reloj en el tablero: 2:00 a.m.

—Dios mío, no puedo creer que se suponía que esta noche iba a estar en una fiesta —digo.

Sam bosteza y suelta una pequeña risita.

—¿En una fiesta?

—Sí. —En realidad, no es mentira. La reunión iba a ser algo así como una fiesta, con cervezas, música, comida y reencuentros con viejos amigos. Pero si dijera reunión, si dijera cápsula del tiempo en voz alta frente a Sam, sé que me sentiría obligada a contarle más. Y soy tan propensa a contar más. Soy ese armario lleno de cosas que al abrirlo te deja caer todas las palabras para llenar el silencio. Pero Daisy, el haberla perdido y casi haberme perdido a mí misma, es una de esas cosas que quiero guardar cerca de mi pecho. Tan pegado a mí que a veces creo que ya abrió un hueco en mi piel, un agujerito oscuro que lleva quince años escondido ahí.

—Sí, lo tenía todo planeado —sigo—. Se supone que me encontraría con un exnovio y le iba a demostrar que estoy bien. Ya sabes, para que viera que se equivocó o algo así. Y también había una parte de mí, una parte estúpida, quizá, que esperaba que la chispa se encendiera de nuevo. Que fuera…, no sé, nuestro destino, que Ed volvería a casa después de dos años. Es doctor. Reumatología pediátrica. Se fue por el trabajo.

Sam me escucha atentamente.

—Pero él me ignoró. Ni siquiera me hizo un saludo distante cuando me vio. Y así fue como terminé aquí.

Sam mira por el parabrisas, organizando metódicamente las palabras en su cabeza como hace siempre.

—El año pasado hice una escalada con varios médicos —me cuenta—. Y puede que sean inteligentes, nobles y todo eso, pero en mi experiencia, en las montañas hacen muchas estupideces. Se lastiman, olvidan cosas importantes, casi se mueren intentando tener la foto perfecta para Instagram. Me dieron ganas de aventar a uno de ellos y decirles a los policías que no llevaba el calzado correcto o algo.

Suelto una carcajada sincera que siento hasta el estómago.

—Quizás eso también aplica para las fiestas —dice, mirándome—. Ignorarte: una estupidez.

Siento un calor que recorre mi piel como si acabara de salir el sol.

—En serio. Parece que Ed el ped es un estúpido —dice Sam, como si no hubiera lugar a dudas—. Aunque no me hayas pedido mi opinión.

—Pero sí quería saberla.

Capítulo siete

Me despierto de pronto, una mano tibia me sacude sujetándome el hombro, y por un momento lo olvido. Afuera sigue oscuro, pero la nieve ya paró y las brillantes luces blancas de los cientos de autos alrededor dan la impresión de que alguien hubiera encendido las luces de la casa. Se acabó la función.

—Perdón —dice Sam con la voz ronca—. Van a reabrir la carretera. Un policía acaba de avisarme por la ventana.

—Ay, Dios. Me… ¿me quedé dormida?

—Creo que solo una hora.

—¿Y tú?

Se ve pálido y su cabello oscuro está despeinado en la coronilla, como si sí hubiera dormido.

—Supongo que tomé algunas siestas.

Me incorporo y me quito el cabello de la cara. Sam ya dobló su cobija en forma de rectángulo y la dejó sobre el apoyabrazos. Hago lo mismo, doblando la mía hasta hacerla un bulto grueso y pongo una mano encima. De pronto vuelvo a pensar en lo extraño que es todo esto y lo siento como una cachetada. Dormí en el auto de un desconocido. Dormí envuelta en la cobija de otro desconocido. Comí las galletas que me entregó un hombre con pasamontañas en la M4. Salí de casa hace casi doce malditas horas. Si de pronto descubriera que todo esto fue un sueño febril, me parece que lo creería. Eso tendría más sentido.

—¿Qué piensas que deberíamos hacer con esto? Con las cobijas.

Sam se encoge de hombros y se peina el cabello oscuro y ondulado con las manos.

—¿Donarlas? ¿Conservarlas?

—Me las llevaré yo. No quieres andar cargando con ellas por el aeropuerto, ¿verdad? ¿Te vas a ir directo al aeropuerto?

—Eso haré —dice Sam sin más.

Hay algo en el auto entre nosotros, y no sé qué es. Quizás es solo que es demasiado temprano y acabo de despertar, pero de pronto el auto se siente frío y tengo la piel de gallina. La calma y la acogedora calidez se fueron y todo se siente un poco tenso, incómodo. Como cuando se encienden las luces al final de una película en el cine y te sientes algo vulnerable, te preocupa cómo se ve tu cara adormilada a los ojos de los extraños que van contigo hacia la salida, con la piel fría por el aire acondicionado y el inevitable inicio de la cruda de diversión. Y, aunque no quisiera, desearía que volviera a estar en la noche anterior. Ocho horas. Solo fueron ocho pequeñas horas. Y ya las extraño. Es ridículo. Soy ridícula.

Sam endereza su asiento y estira la espalda. Se relaja y luego me mira. El carro está en un silencio sepulcral. No está encendido el radio ni nos llegan desde afuera las voces de los otros conductores, de los otros estéreos de los autos. No se escucha ni el relajante zumbido del calentador.

—Supongo que es hora de irme —digo.

Sam asiente sin ganas, pero no dice nada, así que me pongo a recoger las cosas que me llevaré: las cobijas, mi bolsa, mi paraguas de koala, mi bufanda.

—¿Te ayudo? Puedo acompañarte. —Me ofrece una pequeña sonrisa con esas últimas palabras. El globo de tensión creciente entre nosotros se desinfla un poco y siento que puedo respirar mejor.

—Si no te molesta.

Sam y yo salimos del carro, con los abrigos cerrados hasta el cuello. Está helando afuera y el suelo bajo nuestros pies brilla como vidrio quebrado por la sal que el grupo de apoyo en crisis debió echar con los enormes tubos de cartón que traían. Sam sostiene mis cosas mientras intento abrir mi auto.

—¿Por qué no quiere…? —Lucho con la llave—. Esta maldita cosa suele dejarnos encerrados adentro, no afuera

—Déjame intentarlo.

Sam me pasa mis cosas y mueve la llave en la cerradura mientras observo cómo se muerde sus labios rosados y el cabello le cae sobre los ojos. Quiero decirle que no nos perdamos la pista. Quiero abrazarlo. Dios mío, ¿en qué estoy pensando?

—Listo. —Sam se yergue y abre la puerta del auto. Lo miro, con los restos de nuestra noche juntos apilados entre mis brazos.

—Gracias.

Él asiente con solemnidad.

—Y gracias por el cargador. Y por la compañía. Y por… todo.

Sam sonríe, con ese gesto que hace que aparezca el agujerito en su mejilla.

—Igual —dice. Luego sus labios se abren y creo que va a decir algo más, pero no lo hace. «Vamos, pídeme mi teléfono». Mi dirección de correo electrónico o mi usuario de Instagram. Algo. Podríamos ser amigos. Podríamos seguir en contacto, mantenernos actualizados. Una segunda oportunidad para tener un amigo por correspondencia en Portland. Casi. Él vive en Oregón y casi nunca viene a visitar a la familia que dijo que ve «cada que viene el papa», pero… no podemos dejar las cosas así, ¿verdad?

—Creo que es hora de irnos —dice Sam cuando se enciende el motor de un auto detrás de nosotros.

—S-sí. Está bien. Claro. —Sonrío, pero es un gesto falso, incómodo y que se nota forzado, pero él se lo cree, o eso parece, no nota mi decepción. Comienza a alejarse y yo me quedo aquí, junto a la puerta abierta de mi carro mientras los motores van cobrando vida a mi alrededor, con las cobijas y mis cosas bajo el brazo como si fuera 1999 y estuviera de camino a una pijamada. De pronto, Sam se detiene y sus zapatos hacen crujir la nieve.

—¿Noelle?

El corazón se me eleva en el pecho, como si estuviera flotando.

—¿Sí?

—Vete con cuidado.

Y eso es lo último que me dice Sam.

Cuando vuelvo a mi auto, cuando echo el montón de tiliches al asiento del copiloto, mientras enciendo el motor, cuando el auto comienza a oler al polvo quemado de mi vieja calefacción, mientras prendo el radio, espero. Espero que Sam se baje de su auto, que me diga que baje la ventana, que me entregue un número, un garabato en la página de su viejo crucigrama. Pero no viene. Y aunque quisiera ser yo quien se lo pidiera, algo dentro de mí me dice que no lo haga. Honestamente, ¿qué caso tendría seguir en contacto? Tantos kilómetros. Otra persona para extrañar. Probablemente él conoce a mucha gente, a muchos extraños, y su amabilidad, lo fácil que es hablar con él son solo parte de su trabajo. Por eso las personas lo recomiendan. Seguro dicen: «Ah, necesitas a Sam. Es un buen tipo, tranquilo y súper agradable. Además, si lo que buscas son unos brazos fuertes que podrían luchar cuerpo a cuerpo con un puma y luego cargarte sobre su hombro sin razón, uf, definitivamente él es lo que necesitas».

Cuando el tráfico comienza a moverse, Sam y yo pasamos un rato lado a lado. Yo en mi auto y él en el suyo, en ese vehículo rentado que pronto dejará en el aeropuerto a perderse entre una flotilla de autos iguales. Lo miro un par de veces más, estudiando su cara a través del cristal, la línea recta que es su nariz, la sombra de barba en su quijada, las arruguitas por sonreír tanto que enmarcan sus ojos cafés, y lo guardo todo en mi memoria.

La carretera se abre, los carros avanzan a más velocidad y sigo mirando a Sam hasta que su coche no es más que un puntito en la distancia y al fin, igual que esas ocho horas perfectas, se va.

Capítulo ocho

Cinco semanas después

Charlie da un par de golpecitos sobre el mostrador de madera, como un borracho impaciente en un bar.

—¡Oye, nena! —grita—. ¿Cómo vamos con los tomates? —Se voltea hacia mí, con un poco de delineador rosa neón en las esquinas de sus ojos soñadores—. Esos tomates, no sabes, Noelle. Los probé la semana pasada. Sentí que mi vida cambió… literalmente. Algo… se abrió dentro de mí. La fruta puede hacer esa clase de cosas, ¿sabías?

—¿A poco?

—Y algunas verduras también. Con los espárragos correctos… —Charlie guiña el ojo—. Créeme. —Y lo haría, claro, si tuviera idea de qué me está hablando.

Se inclina sobre el mostrador y estira el cuello para ver hacia el fondo de la tienda.

—¿Theo? —grita de nuevo—. Ay. —Theo no responde. Un cliente que está llenando una botella con un viscoso y ambarino aceite de oliva de un contenedor de cristal nos lanza una mirada sin parpadear, como un profesor enojado, y me dan muchísimas ganas de soltar una carcajada.

Me encantan los miércoles. Sé que a algunas personas las rutinas les parecen asfixiantes, monótonas o aburridas. «Eres como un robot, Elle», diría Dilly. Pero para mí…, no sé. Las rutinas te permiten saber lo que viene. Las rutinas te permiten tener algo que esperar. Y todos los miércoles son iguales. Ian va a la casa para desayunar con mamá, por lo que puedo levantarme y salir temprano, cuando solo somos unos cuantos paseadores de perros y yo, el resplandor de un nuevo sol, los cantos de las aves y el sonido de mis pasos. Paso por el pequeño supermercado que siempre baja sus precios demasiado tarde y te da las flores del día anterior muy baratas; ahí compro lo que encuentro (hoy fueron dos manojos de lirios del color de la leche de fresa). Voy a casa de Adly, un banquero de Londres al que le hago la limpieza cada dos semanas y que casi nunca visita su departamento estéril, y luego voy a limpiar el dúplex de mi amiga Charlie y su esposo Theo que está arriba de Buff’s, su tienda de abarrotes, y deli, libre de plásticos. Su casa es completamente opuesta a la de Adly. Hay tapetes y almohadas por todos lados, además de los extraños artefactos de metal que, tras sacudir y observar cada semana desde hace dos años, estoy segura son, en su mayoría, esculturas de genitales. Limpio, organizo y acomodo las flores en las ventanas, y a las doce, Charlie vuelve a almorzar y se arma una comida orgánica del bar de ensaladas de Theo que, según me informa, le «abrirá el tercer ojo por un rato». Luego, como ahora, nos quedamos paradas sobre el brillante suelo de madera de la tienda y hablamos mientras Theo anda de aquí para allá, visitando la bodega y atendiendo clientes, casi todo el tiempo con Petal, su bebé de tres meses, colgando sobre su pecho en un canguro, con sus manitas que son como estrellas de mar cerradas en puño. Los miércoles no pasa gran cosa. Son muy simples pero confiables, son pequeños marcadores que me recuerdan que sobreviví otra semana y que soy afortunada por eso. Además, Theo y Charlie son dos de las personas más alegres que conozco, y sin importar qué hagas, su alegría se te pega como un perfume.

—Ya. —Theo aparece detrás del mostrador, con un monitor de bebé en una mano y la caja de almuerzo verde limón de Charlie en la otra. Hoy no trae a la pequeña Petal ni el canguro que él mismo hizo a mano con un viejo cobertor—. Son los últimos, amor mío.

—Eres el rey de mi corazón —dice Charlie, llevándose las manos en puño hacia el pecho.

—Tú eres la reina del mío —responde él, y se le acerca para acomodarle la diadema y darle un beso en la punta de la nariz con esos labios escondidos por su gruesa barba café.

Charlie y Theo están muy enamorados, con esa clase de amor público y descarado que normalmente me daría ganas de meter la cabeza en leche hirviendo. Pero a ellos les va bien, encaja en su mundito hippie, desvergonzado y a veces profundamente extraño.

—Petal ya está en su segunda siesta —señala Theo, a la vez que mira el monitor de bebé; la cabecita despeinada se ve como una bola peluda en la pantalla oscura—. Creo que el masaje para bebés le ayuda.

Charlie sonríe.

—Eres el mejor padre en toda la historia de los padres —dice—. Antes creía que era Peter Andre. Pero la verdad es que te lo llevas de calle.

Theo se ríe.

—¿Quieres subir a darle un besito de despedida?

—Más vale que no —responde Charlie, viendo el monitor en la encimera—. Parece que está profundamente dormida y no quiero despertarla. Además, tengo una cita en diez minutos.

—Ah. —Theo asiente y se mete una mano bajo la gruesa tela del bolsillo cuadrado en su delantal—. Diles a los músicos raritos que visitan el estudio que vengan a comer aquí. La semana pasada vino una banda de rock entera, Noelle, del estudio de Char. Se acabaron todo. Eran canadienses. Les encantó mi quimbombó.

Me río.

—Creía que las estrellas de rock inhalaban cocaína directo de unas nalgas desnudas y le lanzaban televisiones a la gente. No que se extasiaban con vegetales.

—Mmm —exclama Charlie, asintiendo, con un tomate deshidratado al sol entre sus dedos. Tiene las uñas cortas y pintadas de un color rosa toronja—. Claro que también hacen eso. El cantante es un viejo cochino y cara de plato, pero… —Se encoge de hombros—. ¿Qué te puedo decir? Esos tipos saben de verduras. Y una vez que me hicieron publicidad en su Instagram, de pronto me llegaron como cinco mil seguidores nuevos. Son unos pendejos. Pero unos pendejos muy útiles. En fin… —Cierra la tapa de su almuerzo y sacude la cabeza—. ¿Me acompañas en el camino al trabajo, Noelle?

La campana de la tienda suena como una vieja bicicleta sobre nuestras cabezas mientras salimos de la tienda de Theo, hacia el cálido sol de primavera. Un auto con todas las ventanas abajo pasa a toda velocidad haciendo escándalo con los bajos de su música dance y dejando a su paso un denso humo gris que sale del escape.

—Doce y media —dice Charlie, mirando el reloj en su muñeca antes de entrelazar su brazo con el mío—. Hoy estás viviendo la vida loca, Noelle Butterby.

—¿Porque compré muchísimos dátiles orgánicos?

Charlie se ríe y me aprieta el brazo.

—Porque son las doce treinta y estás recorriendo el camino que nos lleva al peligroso territorio de Ed McNerdo-Donnell.

Me encojo de hombros, aunque claro que lo sé; bien podría tener un mapa en mi habitación con tachuelas que marquen todos sus movimientos y rutas alternativas para evitar cualquier encuentro predecible. Desde lo de la cápsula del tiempo, Charlie ha visto a Ed dos veces en el pueblo, aunque de lejos, y ambas veces fue un miércoles alrededor de las doce y media, cerca de la estación de tren. Desde entonces, he estado evitando esa parte del pueblo y tomando la ruta larga hacia mi carro.

—Ya sé —le digo a Charlie—. Pero me niego tajantemente a seguir evitándolo. Este es mi pueblo, ¿no? Y aunque haya regresado, debería ser él quien se sienta incómodo de encontrarse conmigo. —Las palabras que salen de mi boca suenan convincentes, pero no estoy segura de que mi corazón se las crea. Supongo que ya pasará, que se aburrirá de ser el único rarito que no entiende.

—Esa es mi chica —dice Charlie—. Y recuerda lo que te dije. Cuando lo veas, solo sonríe, salúdalo agitando una mano, di: «¿Qué tal?», y sigue caminando como si tuvieras siete mil cosas más importantes que hacer. Ya sabes, como que «nos vemos, llevo prisa, no tengo chance de platicar». Ah, corre —me jala hacia la calle—. El monito está en verde.

La primavera llegó de pronto, como si nunca se hubiera ido. Abejas amodorradas, el olor característico del pasto recién cortado y la inocencia de creer que puedes salir sin chamarra (hasta que una nube se traga el sol por completo). Agradezco que estemos a mediados de abril, cuando el sol desvanece las manchas viejas y la fresca brisa de la primavera se lleva las telarañas; todo listo para lo nuevo. Las semanas después de la reunión se sintieron eternas, como los infinitos cielos grises de afuera. La primera semana estuve hablando a la escuela todos los días para ver si habían encontrado la cámara de Daisy. Me rendí cuando escuché el suspiro del hombre al otro lado del teléfono en cuanto le dije mi nombre.

«Creo que debes esperar a que reagenden el evento», me dijo con tono aburrido. «Aunque no es probable, si acaso lo desenterramos, tenemos tu contacto». Le pedí disculpas, aunque aún no sé por qué. No lamento querer algo que era de mi mejor amiga, ni querer ver las últimas fotos que tomó de todos juntos. Y no lamento querer enviarle nuevas fotos de Daisy a su mamá, Mingmei, que ha vivido quince años con las mismas. La semana pasada no me animé a enviarle la carta, la que le escribí a Daisy quince años atrás, hablando de todo lo que íbamos a hacer. Una carta en la que hablo de todas las cosas que su hija pudo haber hecho sería mucho más fácil de leer, estoy segura, si incluyera fotos, llenas de vida y de sonrisas, como siempre fue Daisy.

Y luego, claro, también estuve fantaseando con Sam. Dios mío, las malditas fantasías y la repetición. Al principio pensé tanto en él que se me empezó a olvidar cómo se veía, como si el recuerdo se hubiera desgastado al igual que la impresión de un periódico viejo. Ya lo hago mucho menos, gracias a Dios, pero aún pienso en él, obviamente (incluyendo el sueño digno del Oscar que nos tuvo a Sam y a mí como protagonistas en una regadera de exterior sobre la montaña la semana pasada, el cual sonó como una novela de época cuando se lo escribí a Charlie en WhatsApp a la mañana siguiente). Pero la rutina de la vida normal y el nuevo sol primaveral han ayudado mucho a que la nieve de marzo se sienta como algo que pasó en otra vida. Y eso me alivia. Ningún homo sapiens normal quiere pasar sus noches intentando imitar en voz alta la risa ronca y sexy de otra persona y preguntando: «Queridísimo Google, ¿cuenta como acoso si son solo pensamientos y de vez en vez escribo “Sam Oregon Mount Hood Guía de Montañas Sexy Instagram” en tu barrita de búsquedas y espero encontrar una cuenta?».

Charlie recarga la cabeza sobre mi hombro y su cabello rubio platinado me hace cosquillas en el mentón.

—Me la he pasado leyendo la carta que te escribió Daisy —me dice, suspirando—. Creo que la he leído unas veinte veces.

Asiento.

—Yo también, Char.

—Me encanta cómo escribía. Cómo habla sobre tu alma gemela, la masa de pizza. Y lo del hilo rojo… ¿Cómo era eso? Recuerdo algo. Vagamente. ¿No nos dio unos hilos rojos alguna vez?

—Sí —sonrío—. Un día de San Valentín.

Charlie vuelve a suspirar y se lleva una mano extendida al pecho.

—Es una creencia… Un proverbio chino —le digo a Charlie—. Que un hilo rojo conecta a dos personas que están destinadas a conocerse. Puede enredarse, pero nunca se romperá.

Wow —exclama Charlie—, era exageradamente romántica, ¿verdad? Yo… No sé. Magia. Debió ser novelista. Poeta. No me queda duda de que habría movido montañas.

—Claro que sí —respondo, y aparece un nudo inesperado en mi garganta.

—Me sentía un poco triste de no haber ido a la escuela con ustedes —confiesa Charlie.

—¿En serio?

—Sí —dice con tristeza.

Daisy y yo conocimos a Charlie a los dieciséis, cuando comenzamos a trabajar por las tardes como meseras en un catering local para bodas y fiestas de cumpleaños de lujo. Charlie tenía dos años más que nosotras y era la chica cool que anhelábamos ser, con ese cabello que siempre cambiaba y sus combinaciones de shorts muy cortos con medias de red. Era una mesera de mierda, en serio, era la peor, y no hacía nada más que besuquearse con los padrinos y comerse los platos que los invitados dejaban a la mitad, y nosotras no hacíamos más que cubrirla. Nos enamoramos de ella oficialmente el día que sobornó a un chef para que se metiera unos panes en los bóxers, los cuales le pidió de regreso una hora después para servírselos a un invitado que le agarró las nalgas sin su consentimiento.

«Panes horneados con la cola», nos dijo con una sonrisa traviesa, y luego se fue antes de que se sirviera el postre, cuando su novio músico del momento la recogió en su vieja minivan, con el humo del cigarro saliendo de las ventanas como si fuera una fogata sobre ruedas.

—No dejo de pensar en lo que Daisy me habría dicho, si tuviera una carta —dice Charlie—. ¿Qué crees que me hubiera dicho, Elle?

Sonrío, pero una burbujita de tristeza comienza a inflarse en mi pecho. Hubo un tiempo en que me la pasé torturándome con la pregunta de qué pensaría Charlie secretamente de mí por permitirle a Daisy que se subiera al auto. Una vez se lo pregunté y le pareció algo terrible, obviamente; dijo que ella también la hubiera dejado irse, y eso me ayudó. Pero me pregunté una y otra vez si solo me lo dijo para hacerme feliz. Porque Charlie es buena para eso. Absolutamente implacable en su apoyo a las personas que ama, hagan lo que hagan. En serio creo que si de pronto yo anunciara que me voy a dedicar a jugar beisbol al desnudo, ella estaría ahí, en las gradas, con mi nombre en un jersey, echándome porras.

—Creo que te hubiera dicho que te besuquearas con todas las estrellas de rock —le digo—. Que te metieras al backstage del Warped Tour. Que siguieras siendo Charlie Wilde. Salvaje…

—…por naturaleza. —Charlie termina mi frase y las dos nos reímos. Llegamos a Wilde Heart, el estudio de tatuajes de Charlie, con su estrecha fachada de cristal. Lo tiene desde hace seis años; una aventura a la que decidió lanzarse como siempre lo hace, sin una gota de miedo o dudas de su capacidad.

—Cuéntame… —Suelta mi brazo y pone una mano en la puerta de cristal de su negocio, la cual tiene un marco de madera pintado de rosa chicle—. ¿Ya encontraste al estadounidense de Ohio? —Las nubes pasan sobre el sol y una fresca brisa sacude las puntas de su cabello en bob recto.

—Oregón. —Me río—. Y no, sabes que no. —Pero no le digo que sí lo he intentado. Que me la paso poniendo todo tipo de términos en Google, que de hecho sí encontré el lugar de trabajo de Sam, la página de los programas de escaladas que mencionó, en Mount Hood. Llegué a eso por la mención de un «Sam» en un blog de otro guía, donde se detalla «Un día en la vida de». Eso es lo único que he podido encontrar.

—Investigador privado —sugiere Charlie.

—Sí —le digo, tras reírme de nuevo—. Eso no sería para nada de loca.

—Puede que él también esté intentando encontrarte.

—Lo dudo.

—Tuve mi primer despertar sexual con un estadounidense —dice—. En Messenger. Se llamaba Justin.

—Pensé que tu primer despertar sexual había sido con H de Steps.

—Ah, es cierto. No podemos olvidarnos de H. Entonces tuve mi segundo despertar sexual con un estadounidense en Messenger. El primero fue H. En ese video: It’s the way you make me feel. Carajo. Los olanes. La mirada trágica de un hombre victoriano que te arruinaría la vida.

—Claro.

—Y tu corset —agrega Charlie, y ambas nos echamos a reír a carcajadas. Extiende los brazos y la rodeo con los míos en un abrazo. Charlie siempre huele a caramelos de pera y chicle, lo cual contrasta con el fuerte aroma a cáscaras de naranja fermentadas que viene de la frutería de al lado.

—Elle —dice, mirándome tras soltarse del abrazo—. ¿Crees que sigo siendo ella?

—¿Quién? —le pregunto después de un instante.

Charlie me mira con tristeza.

—Charlie Wilde.

—Bueno, ahora eres Charlie Christopoulos. ¿Recuerdas que te casaste? Con el griego que acabamos de ver. El barbón de los tomates que cambian vidas.

Me río, pero Charlie no hace lo mismo.

—No, me refiero a… ¿He cambiado? O sea, ¿completamente?

La tomo por los hombros.

—No. Y también sí. Igual que todos. Porque es normal, todos crecemos, todos cambiamos, ¿no? Pero, claro, para mí siempre serás Charlie Wilde.

Eso la hace sonreír y en su cara hay un gesto de victoria. Me da un beso en la mejilla.

—Adiós, Noelle —me dice, y luego se mete a su negocio mientras la escandalosa música del interior se escapa a la calle para luego volver a amortiguarse cuando la puerta se cierra.

Camino unos diez minutos, hago una parada en la panadería para comprar el pan que a mamá le gusta y luego en la farmacia por unas cosas que me pidió. Pero es como dicen, bueno, como Charlie, Theo y esos videos raros sobre la ley de la atracción que ven en YouTube dicen: entre más pienses en algo, entre más atención le pongas, da lo mismo si es algo que quieres o no, más parece que se manifiesta. Y cuando un pitido anuncia al monito verde y voy cruzando la calle, lo veo. Es Ed. Está afuera de la cafetería junto a la estación de tren, hablando por teléfono, con una mochila colgada al hombro, su boca se mueve muy rápido.

Es demasiado tarde. Él me ve, me saluda agitando la mano y ya no puedo detenerme, no puedo darme la vuelta. No tengo más opción que seguir caminando junto al montón de gente que va cruzando hacia su lado de la calle, justo hacia él. Al poner un pie sobre el asfalto, planeo hacer lo que Charlie me dijo, una sonrisita, un saludo con la mano en el aire y un «¿Qué tal?» mientras sigo caminando, demasiado ocupada para detenerme, pero Ed ya está colgando el teléfono, bajándolo y avanzando hacia mí, y nos encontramos a unos pasos de la banqueta.

—Nellie —dice—. Hola.

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Es raro ver a alguien que solías ver tan seguido que ya era parte del escenario de tu vida. Aunque hayan pasado setecientos días sin una palabra de esa persona, vuelve a acomodarse en su lugar. De inmediato recuerdas las cosas que habías olvidado. Las líneas bien marcadas de sus pómulos, la boca ancha que besaste mil veces, los dos lunarcitos como gotas de pintura en su quijada. Mientras lo miro, una parte de mí quiere abrazar a Ed, acurrucarme con él, ponerme al corriente de su vida, hablar de los miles de recuerdos que solo nosotros compartimos. Escucharlo decir: «Fuimos unos tontos, Nell. ¿Por qué hicimos lo que hicimos? ¿Por qué me fui sin ti?». Obviamente otra parte de mí quiere salir corriendo y fingir que no pasó nada en mi mundito, como siempre.

—Hola —le digo—. ¿Qué tal?

—Todo bien. Me da gusto verte. ¿Cómo has estado? —Sonríe y el sol se refleja en su mirada. La luz siempre hace que los ojos de Ed se vean del más profundo verde oliva.

—Bien, bien. Vengo de regreso del trabajo… —Se me hace un nudo en el estómago. No puedo creer que lo tenga enfrente. A Ed. A quien por tanto tiempo fue Mi Ed.

—Yo acabo de terminar —me dice—. Trabajo en el hospital. Un turno de diez horas que se vuelve de doce y luego de trece. Ya sabes cómo es, Nell. —Me lanza una sonrisa cómplice.

—Claro. ¿O sea que regresaste?

Ed asiente.

—¡Sí! Se abrió una oportunidad en reumatología, pero por ahora estoy trabajando con adultos. Mi hermano me recomendó, y fue una cosa como de destino, ¿sabes? Estados Unidos es increíble, pero… no sé. Necesitaba alejarme por un tiempo. Y extrañaba mi hogar. —Me mira y siento cómo el calor se extiende por mi pecho como si me bañara la luz del sol. Pero casi al mismo tiempo me empiezo a enojar recordando cómo me ignoró en la reunión y se dio la vuelta como si no me conociera. Como si yo fuera nadie.

—Oye, y ¿recogiste tu sobre?

Me mira por un momento.

—¿Qué?

—Tu sobre —insisto—. En la reunión. Lo de la cápsula del tiempo.

—Ah. Sí. Sí lo recogí. —Se rasca la nuca, ladea la cabeza y me mira con una mueca. Ese gesto de «ay, mierda» que me ha mostrado mil veces antes, desde el otro lado de la mesa o de su almohada a la mía, cuando él la cagaba o cuando yo cocinaba algo pésimo para cenar tras pasar siete horas marinándolo… «Nell, esto…», mueca, «…perdón, esto sabe… horrible». Casi sonrío aquí mismo en la banqueta al imaginarnos a ambos deshaciéndonos en carcajadas en nuestra mesita redonda antes de echar la cena a la basura y llamar a Masala Hut para pedir nuestra orden de siempre.

—Oye, lo siento. Es solo que… No esperaba verte.

—¿No esperabas verme?

—No, no, obviamente sabía que ibas a ir, claro que lo sabía. Creo que solo pensé que no nos íbamos a encontrar, y de pronto… ahí estabas. Me sacó de onda. —Se ríe y me muestra esa sonrisa desfachatada sobre la que hablé obsesivamente en la escuela con Daisy, quien estaba en la misma clase de biología que él. «No lo entiendo, Noelle», decía Daisy. «Cómo les gustan a ti y a Charlie los tipos desfachatados. Claro, es lindo, gracioso y todo eso, pero ¿no quieres a alguien mejor? ¿Alguien más alto? Yo quiero un poeta maldito. Alguien como Lee, el chico de la clase de fontanería. Se nota que es así. Tiene toda la vibra complicada de Byron».

—Lo siento, Nell —dice Ed—. ¿Qué te puedo decir? Fui un poco cretino.

Asiento.

—Un poco. Muy.

—Bueno, tienes razón. Muy.

Eso es lo injusto de las rupturas. Casi siempre son de un solo lado. Una persona ya lo decidió antes que la otra. Ya pasó el duelo, ya guardó sus emociones y tú…, bueno, tus sentimientos siguen vagando por aquí y por allá, como gatitos perdidos, intentando encontrar su casa. Así se siente eso. Mis sentimientos errantes y sin hogar salieron de sus rincones oscuros. Porque volvió él. La persona que los echó a la calle. Y durante doce años, Ed fue mi casa.

—Lo siento, ya tengo que irme.

—Claro. —Ed asiente y da un paso hacia adelante, como si planeara abrazarme, pero solo se guarda las manos en los bolsillos y endereza los hombros—. Quizá podríamos… ¿tomarnos un café o algo?

Lo pienso por un instante.

—Adiós, Ed —es lo único que digo, y me doy la vuelta. Porque esto ya duró más de lo que había planeado en mi cabeza y quiero irme cuando aún tengo la ventaja. Antes de que él diga algo que lo arruine. Oregón y todo lo que me perdí al no irme con él. La mujer de los rizos color caoba en su foto de Twitter durante algunos meses, a la cual le hice zoom y critiqué tanto con Charlie. «Se ve cruel», decía Charlie, cayendo hasta lo más bajo. «Y apuesto que le apesta la boca. Ya sabes. No ha comido por horas y tiene ese aliento amargo que huele a caca de caballo. Parece del tipo».

No espero a que Ed se despida, no le doy la oportunidad de hacerlo. Me voy con el corazón saliéndoseme del pecho, como si hubiera comenzado a correr mucho antes de lo que lo hice.

Capítulo nueve

Hoy abrí tres veces la página web del programa de escaladas en el que trabaja Sam. Algunos días me parece totalmente inofensiva y dulce la idea de mandarle un email. Otras veces siento que sería lo mismo que estar afuera de su casa con una barba falsa y lentes oscuros, y escondida tras un arbusto, cámara profesional en mano. Tengo dieciséis a medio escribir en mi carpeta de borradores. Claro que no he mandado ni uno, pero a veces, cuando él se aparece en mi mente, siento la tentación de hacer clic en enviar. En este momento también estoy pensando en él, mientras amarro unos narcisos con un cordel, poniendo un tulipán color guinda en medio del ramo, y recuerdo la conversación que tuvimos sobre flores durante esas ocho horas en su carro.

—¿Dirías que tu hobby es tu trabajo? —le pregunté a Sam esa noche bajo mi cobija.

—Sí, supongo que sí lo es. ¿Y el tuyo? —dijo.

—Ojalá lo fuera —le respondí, y luego le mostré fotos de mi Instagram, los arreglos y ramos que hago para las recepciones y ventanas de mis clientes como toques finales para cuando los espacios quedan limpios y ordenados: una explosión de color fresco, el aroma de la temporada al otro lado del cristal—. Normalmente compro mis flores en el supermercado al final del día —le dije—, las flores que nadie quiere.

Sam sonrió y dijo:

—Eso te convierte oficialmente en la rescatadora de flores.

Un cierto cosquilleo me recorre la espalda al escuchar el sonido de su voz en mi cabeza. Quizás eso es lo que más me gustó de las horas que pasé en el auto con Sam. Me hizo preguntas, me escuchó, y no había nada prohibido. No tuve que preocuparme de que mis palabras lastimaran a alguien por error. Y no es que hablar de mi extraño e inesperado amor por las flores le haga daño a nadie, pero tiene su carga por lo mucho que desearía poder hacer algo más en mi vida con eso. Comenzó como algo que hice solo por hacerlo, plantando bulbos en macetas en nuestro pequeño patio de cemento el verano después de la muerte de Daisy. Creo que me ayudó tener algo que cuidar, algo que hacer todos los días. Algo que comenzó siendo nada y luego se convirtió en una explosión de vida y color. Si dejaba de cuidar las semillas o los bulbos, si yo ya no estaba, se morirían o no tendrían la oportunidad de convertirse en algo más. Desde ahí se convirtieron en una inesperada fuente de ánimos para mí. Y sería mentira si dijera que no desearía que pudieran ser una parte más grande de mi vida. Inscribirme a un taller de floristería de seis meses, ir a la universidad, ver cómo me sale un ramo de novia que será llevado hacia el altar en vez de algo que se pone en un jarrón en la sala y se publica en internet. Pero si le dijera algo de esto a mamá, lo internalizaría. Lo vería como todo lo que yo haría si no tuviera que estar con ella.

—Creo que voy a hacer té de manzanilla. —Mamá entra a la cocina con sus pantuflas grises arrastrándose sobre el linóleo y una mano apoyada en la encimera color pizarra para no perder el equilibrio—. Anoche me tomó siglos dormirme… Oh. Qué bonitas, cariño. ¿Para quién son?

—Para la oficina de Jetson —le respondo—. Mañana van a tener dinámicas para mejorar el trabajo en equipo, así que iré a limpiarles temprano. A Candice le encantan los narcisos.

—¿La chica de la recepción?

Asiento.

Mamá sonríe y las arrugas junto a sus ojos parecen el dibujo de unas ramas sin hojas.

—No te merecen —me dice—. Contrataron a alguien para la limpieza y recibieron un maldito ángel.

—Ya es algo que esperan. Les emociona descubrir qué llevaré.

No le cuento que Candice y Estive me pidieron que los agendara para encargarme de las flores de su boda hace meses, y que me costó todo el trabajo del mundo decirles que no. Pero se van a casar en Edimburgo, que está a más de 600 kilómetros (por supuesto que los conté una y otra vez, para estar segura) y simplemente es imposible. Ahora que Ian ya no vive al lado y Dilly está de gira con su banda, viviendo en una camioneta vieja y apestosa, ya no tengo a nadie que pueda estar atento un día o dos. Espero que en algún momento sea diferente. Pero hasta entonces, tendré que conformarme con hacer ramitos en la mesa de la cocina. Espero que pasen grandes cosas algún día, pero son las pequeñas cosas las que importan, ¿no? Nos mantienen con los pies en la tierra. Las pequeñas cosas son las que más extrañamos cuando la normalidad se pone de cabeza.

Mamá bosteza mientras la tetera hierve hasta apagarse; el humo se eleva bajo la alacena como un hongo nuclear.

—Dilly dice que probablemente vendrá a casa la próxima semana —me cuenta—, se quedará unos días. Dice que ha ganado bastante en el circuito del norte.

—Esperemos que sí. La última vez que Dilly dijo eso, el dueño del club le pagó con carne. No estoy segura de que el ayuntamiento acepte chuletas de puerco y salchichas de res como pago por los impuestos en estos tiempos.

Mamá se ríe, llevándose su diminuta mano al estómago mientras espera que la bolsita repose en su taza. A veces miro a mamá y apenas puedo creer que yo haya comenzado en su estómago. Mamá es pequeña; las tiendas de ropa lo llaman petite. Cuando hacía presentaciones como cantante, y era buenísima, de niña la veía en el escenario de los lugares vacacionales, boquiabierta. Todo lo que se ponía le quedaba perfectamente, y sus rasgos de hada bajo las luces del escenario la hacían ver como una especie de estrella de Hollywood de los cincuenta. Dilly es igual a mamá. Con facciones bonitas y delgado, pese a que come como si tuviera un estómago escondido en cada extremidad de su cuerpo y devora pollos rostizados enteros mientras los demás apenas podemos con un sándwich. Yo no soy como ninguno de los dos. Salí a papá. Realmente nunca lo conocí, pero he visto fotos y tengo un único recuerdo borroso de él cuando Dilly era bebé. Es alto como yo. De cabello rizado como yo. Cuando era niña, soñaba con saber de pronto algo de él, como pasa en las películas, que tendría una razón perfecta para su ausencia y de repente todo tendría sentido y se revelaría una solución inmejorable. Nos imaginaba caminando lado a lado, con nuestros rizos salvajes moviéndose al unísono. Pero conforme te haces más vieja y más sabia vas aprendiendo que algunas personas simplemente no están destinadas a estar en tu vida. Simplemente no funciona, aunque en el papel, en teoría, debería. Simplemente es como es. Y de cualquier manera, mamá siempre ha sido suficiente para Dilly y para mí. Un pueblo entero en una personita. Bueno, eso fue para nosotros, hasta el derrame.

—Tenemos muy poco dinero, Noelle. —Las palabras de mamá cortan de tajo mis pensamientos.

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

Siempre tenemos muy poco dinero. Siempre hemos tenido que organizarnos, tachando las deudas en la lista que está en el refrigerador conforme se van pagando, planeando con anticipación cualquier cosa que queramos comprar que no sea básica. Todo el tiempo ha sido así para mí.

—Es que… bueno, no me había dado cuenta de que todavía quedan seiscientas cincuenta libras de deuda en la tarjeta de crédito de Dilly —dice mamá—. Y los pagos mensuales son de casi el doble de lo que esperaba.

«¿Qué?». Y quiero decirlo, dejar que salga de mi boca como suelo hacerlo, pero con mamá no lo hago. Porque a ella la trato como si fuera de cristal, como si la más mínima sacudida pudiera quebrarla. Y ahora que estoy tan cerca de ella noto que su piel, que normalmente es rosa y está religiosamente bien humectada, se ve gris. Parece cansada.

—Dijo que mandaría el dinero —continúa mamá—. De lo de sus tocadas.

—Y no lo ha hecho.

—Estoy segura de que traerá algo, Noelle —me dice, con los ojos bien abiertos y llenos de emoción, como para convencerme. Dilly. Su bebé. Tan parecido a ella, en apariencia, en sueños, en ambiciones, en el talento musical—. Es sólo que… hasta entonces.

«Y por si no lo hace», pienso.

—Hablaré con él. —Quiero decir mucho más. Porque todos los días espero que mamá diga esas palabras, que reconozca que necesita ayuda, terapia, un grupo de apoyo como el doctor sugirió alguna vez, que reconozca que extraña la persona que solía ser, antes de volverse diminuta. Pero no lo digo. Porque yo lo entiendo mejor que nadie. Y las cosas podrían estar mucho peor. Estoy aquí. Tengo a mi familia. Tengo este hogar. Y eso es una suerte. Más suerte de la que tienen muchos. Más suerte de la que pudimos tener en aquel tiempo…—. Vamos a estar bien —le digo, y creo que la convencí. Aunque no estoy segura de haberme convencido a mí misma.

Mensaje: Hola, Nell. Me dio gusto verte el otro día. Avísame si quieres ir por café :) Puedes contactarme en mi nuevo número. 07882 171 7712 x

Capítulo diez

Dilly no viene mucho a casa. Prácticamente vive en la carretera, tocando la guitarra y haciendo coros en su banda, Five Catastrophes. Y aunque Dilly tiene la responsabilidad y el sentido común de una nuez con cáscara, siempre me hace sentir aliviada que venga a pasar un tiempo a casa. No tengo que regresar corriendo después del trabajo. Puedo ir al mercado en martes, revisar las extrañas prendas vintage que tienen en una esquina. Puedo visitar a Charlie en su estudio, llevar algo de comida y disfrutarla con ella en las sillas hidráulicas de cuero donde hacen los tatuajes. Cuando Dilly viene a casa, mi tiempo es, aunque sea brevemente, mío. Menos hoy. Tenía planeado verme con Candice en el salón de té junto a la oficina de Jetson para hablar de su boda y ayudarla a planear lo de las flores. Pensaba usar un cupón de cumpleaños que he estado guardando desde febrero. Pero luego Dilly me mandó un mensaje: «¿Podrías venir lo más pronto posible?». Y luego envió una larga y dispersa nota de voz que empezaba con «¿Te molestaría regresar a revisarle el tobillo a mamá?», pero lo dejé de escuchar antes de que continuara y eché el teléfono en mi bolsa. Es una nuez. Eso es lo que pasa cuando dejas a cargo a una nuez.

Encuentro a mamá sentada en la sala con la pierna elevada en el sofá, una bolsa de chícharos congelados sobre su pierna derecha y una bandeja de salchichas congeladas en el pie. Dilly está en el sillón individual, con las manos abiertas sobre las orillas de los descansabrazos, como si acabara de darle terapia. Trae el cabello rubio, que casi parece blanco, parado, como merengues sobre su cabeza.

—¿Q-qué pasa?

—Solo estamos meditando un poco —dice Dilly—. Ayuda con los niveles de dolor.

—¿Niveles de dolor?

—¿No escuchaste mi mensaje de voz? —pregunta.

Mamá está inhalando profundamente por la nariz y sollozando cada que exhala, pero está tiesa, como si le hubieran vertido concreto en las articulaciones.

—Sí… bueno, no, no completo, era un maldito podcast, Dilly. Ya dime qué pasó.

—Ay, Noelle. —Mamá abre los ojos y me mira, como un cachorrito regañado—. Me caí.

El corazón se me va a las nalgas.

—¿Te caíste? ¿Dónde te caíste?

Mamá comienza a llorar y esconde la cara entre sus manos. Las lágrimas le corren entre los dedos.

—Me subí a la escalera —explica con voz temblorosa—. Quería subir al desván. Tengo muchos discos ahí arriba, tantas cosas que ya no uso, micrófonos y eso, y pensé…, bueno, Ian se la pasa hablando de eBay, y como la otra noche estábamos hablando de dinero, yo… —Se me aplasta el corazón, como si un puño lo estuviera apretando.

—Ay, mamá. ¿Por qué diablos intentaste subir una maldita escalera? Dilly, ¿dónde estabas?

—Estaba en la tina —dice, encogiéndose de hombros—. Viendo Gilmore Girls.

—Tuve suerte de no haberme caído por la escalera —continúa mamá—. Caí en el descanso. Pero se me atoró la pierna en un peldaño y… ay, Noelle, me duele muchísimo.

Corro al sofá y quito con cuidado la bolsa de chícharos del tobillo flaco de mamá. Tiene una mancha morada y azul que parece irse oscureciendo segundo a segundo mientras me siento y la observo.

—¿Está muy mal? No puedo verlo.

Dilly se acerca y hace una mueca.

—Está, eh, sí. Está bien, yo creo.

—¿Bien? Dill, está negro y morado.

Dilly enarca una sola y triste ceja como diciéndome «Pues entonces tú dile que tenemos que ir al doctor, porque yo no lo voy a hacer».

—Creo que quizá deberíamos buscar a alguien que te lo revise, mamá.

Casi de inmediato, se pone pálida. Odia los hospitales. Después del derrame estuvo cuatro semanas en uno y todos los días me rogaba que la sacara de ahí, como si estuviera presa en vez de recibiendo los cuidados necesarios. «Aquí vienes con algo tan simple como un maldito problema de vesícula y sales con SARM. Y en un ataúd con el horrendo órgano tocando My way. No me mires a mí, eso es lo que dice Sheila. Ella, la de la cama cuatro. Antes era enfermera dental».

Mamá sorbe sus mocos, se incorpora en la silla y niega con la cabeza, como para sacudirse la preocupación cual gotas de lluvia.

—No. Es un morete —declara—. Estaré bien. —Se estira para ver, pero por la forma en que sus ojos se abren sé que la alarma lo que encuentra ahí, creciendo, como una isla marmoleada sobre su piel—. Solo necesito algunos analgésicos, y podrías llamarle a Gary, del veintiuno. A ver si tiene compresas frías o algo en el congelador. Estas salchichas están empezando a descongelarse. Vas a tener que cocinarlas, Noelle. No las desperdicies. Haz algún guisado. Un pastel de salchichas.

Volteo la cocina buscando todo lo que pueda servir para un tobillo lastimado: ibuprofeno, crema desinflamatoria que caducó en 2003, KitKats para el susto, y Dilly se manifiesta diez minutos después con varias compresas frías que consiguió en el congelador de Gary (y un nuevo y reluciente pedazo de mierda inventada que se acaba de sacar de la cola).

—Fue un poco vergonzoso —dice, riéndose—, y ni se diga incómodo. El viejo Gary se emocionó de ver a un famoso.

—¿Qué?

—Pues no me había visto desde que tocamos en Radio Rock Gloucester. No sé, su cara cuando abrió la puerta y me vio. Estaba como… impactado. Supongo que así estuve yo en Waterstones, cuando me encontré a Brian May.

Quiero decirle que es tan probable que Gary (quien practica porras hooligan antes de que empiece la temporada de futbol) escuche Radio Rock Gloucester como que mamá y su pierna exploren Asia sin nada más que un compás y un arpón, pero estoy intentando encontrar las almohadillas térmicas, abriendo todas las alacenas como si fueran a estar entre las galletas de chocolate y las latas de sopa.

—¿Crees que deberíamos llamar al 111? —le pregunto a Dilly—. Para pedirles asesoría médica.

Dilly reaparece en la puerta tras ir a llevarle las compresas frías a mamá.

—No. Yo creo que el hielo lo resolverá. Además, odia que se haga escándalo.

—¿Entonces sugieres que la dejemos así?

Él no me responde nada y se pone a buscar algo en su iPhone. Revisa fotos de distintos tobillos y pantorrillas inflamadas en Google Images y luego se va a la sala.

—¿Dilly? —le digo, subiendo la voz—. Dilly, ¿tienes la bolsa de agua caliente que te dieron en Navidad?

—¿Qué? —Dilly asoma la cabeza por la puerta, con el teléfono pegado a la oreja.

—¿La bolsa de agua caliente?

—No tengo de esas. Ah…, ¿qué onda? ¿Cómo vas? No, acá relax con la familia. ¿En qué andas? Es El Tormenta, mamá. Sí, Dwayne, pero ahora quiere que le digan El Tormenta…

Suspiro, me agarro de la encimera y le echo un vistazo a nuestra cocinita que en este momento se siente tan vacía y tan sofocante al mismo tiempo. Desearía que alguien más estuviera aquí, alguien que me apoyara. Cuando estaba con Ed, le tocaron varias cosas como esta. Él se sentaba tranquilamente en la mesa de la cocina mientras su cerebro analítico buscaba y armaba una solución entre el caos a su alrededor.

«El médico familiar podría recetarle sertralina», decía, o «Podrías contratar a alguien que la cuide, Nell». Si estuviera aquí ahora, haría lo mismo. Y luego ambos nos reiríamos en secreto del nuevo nombre artístico. La banda de Dilly se la pasa cambiando sus nombres artísticos. Han pasado por todo, desde cubiertos hasta distintos tipos de sedimentos.

—¿Elle?, ¿dónde están las bolsas de agua caliente? No, no, Tormenta, aquí sigo.

Dilly es pésimo en las crisis. Se descompone. Y es solamente porque alguien lo ha protegido de ellas toda su vida, mamá. Dilly nació con un agujero en el corazón. Ahora está bien, se cerró con el tiempo, algo que los doctores esperaban que pasara. Pero a veces creo que mamá le ofrece su mejor versión a Dilly para no cargarle nada. Supongo que piensa que mi corazón puede soportarlo, y a veces me pregunto cuántas veces pensarán esos dos: «Noelle lo resolverá. Noelle se encargará de eso». Y también me pregunto qué pasaría si dijera: «No. De hecho, Noelle no lo va a hacer. Noelle está harta de encargarse de todo». Pero no lo hago. Porque amo a Dilly. Porque amo a mamá. Y ¿no es por eso que hacemos todo lo que hacemos? Directa o indirectamente. Es por amor.

—Noelle —grita mamá—. Noelle, cariño, ¿estás ahí?

—Sí —le respondo—. Sí, aquí estoy.

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Me resulta incomprensible que apenas hace una hora estaba dormida en mi cama y ahora estoy en la silenciosa sala de espera de un hospital con unos pants, abrigo y una vieja camisa de pijama que tiene el dibujo de la enorme, redonda y algo-inapropiada-para-salas-de-emergencia cara de un Moomin.

La pierna de mamá se hinchó por la noche y en la madrugada ya no podía con el dolor. Dilly seguía despierto, pues volvió a medianoche del pub, borracho y oliendo a cerveza y hamburguesas de un restaurante de kebabs. Fue a ver a un tipo con el que anda a veces, llamado Matt, y que trabaja ahí, detrás de la barra.

«Volví a casa y estaba “echando el miedo”», dijo, «y al salir la escuché llorando en su cuarto». Luego me despertó. Y mamá nos pidió, literalmente nos pidió que llamáramos a un doctor. El alivio y la preocupación me cubrieron como una ola. Pero luego mamá comenzó a entrar en pánico. El miedo, la respiración agitada, la rabia, las palabras horribles. «¿Por qué diablos llamaste a una ambulancia? Me van a llevar, Noelle. Me van a llevar». Le dije con toda calma que estaría bien, fingí que las palabras rebotaron contra mí como balas de plástico, pero respiré profundo al subirme a mi carro congelado y tuve que convencerme de no llorar. Quería decir que estoy haciendo lo mejor que puedo, que eso es lo único que intento.

Dilly estaba aterrado en la puerta principal, mordiéndose la manga de algodón, con la luz de la ambulancia dibujando unas franjas siniestras sobre su rostro pálido. Le dije que se quedara en casa. No iba a ayudar a nadie y solo nos estresaría tanto a mamá como a mí. Además, estaba borracho. Lo último que necesitaba era a mi hermano vomitando en el bote de basura de un hospital e intentando no devolver un Lucozade.

La ambulancia llegó y se fue rápido, y yo la seguí en mi auto. A mamá se la llevaron, la revisaron las enfermeras que le tomaron la presión y la temperatura y luego la mandaron a hacerse una radiografía de emergencia. Todo el tiempo estuvo temblando, con una mascarilla de oxígeno sobre la cara, los ojos abiertos como platos y el rostro petrificado pese a las falsas sonrisitas de apoyo que yo le mostraba desde la silla de plástico naranja de la sala de espera. Hace media hora que se fue y ni siquiera sé cómo van a saber dónde encontrarme. Me botaron aquí, en estas bancas afuera de la silenciosa área de reumatología, luego de que seguí a mamá en su silla de ruedas hasta donde pude; y antes de que lograra preguntar dónde los esperaba, se la llevaron por el pasillo hasta un elevador. Ahora el corredor está en silencio, salvo por el zumbido de dos máquinas expendedoras y el ir y venir de los doctores y enfermeras, con sus zapatos chillones sobre los pisos bien pulidos. Pienso en Ed. En él recorriendo estos pasillos de niño, la noche en que Daisy murió, y en él recorriéndolos ahora, de adulto. Como doctor. Este es su lugar de trabajo, un sitio al que viene a ganarse la vida mientras las de otros se destruyen.

El reloj de la pared marca las 2:45.

Así pasa con la medianoche, la soledad y los malos recuerdos. Te hacen clamar por consuelo y seguridad. Y por lo mismo le mandé un mensaje a Ed desde el estacionamiento, mientras tomaba valor para entrar. Este es el hospital al que vinimos cuando nos avisaron de lo de Daisy. Lo recuerdo todo: el espacio del estacionamiento, el abrumador perfume de rosas de la enfermera que nos recibió, la agonía en el rostro de la mamá de Daisy, el hombre con el enorme paraguas rojo que estaba bloqueando la entrada, cómo el color me pareció demasiado vibrante para mi mundo, donde todo se estaba volviendo gris…

Abrí el mensaje de Ed en el auto mientras la lluvia chocaba con el cristal desde el cielo negro, y luego guardé su número en mi teléfono, reemplazando el viejo, que nunca me atreví a borrar.

«Mamá está en el hospital», le escribí. «Estoy aquí sola. ¿Estás trabajando? Noelle x».

Aunque una parte de mí espera que no lo vea, otra parte, una un poco más grande y que está en mi pecho como un abismo, daría cualquier cosa por verlo abrir las puertas en este momento, con su ropa de médico y su sonrisa desfachatada. Un rostro conocido. El rostro de alguien que me conocía. Que me conoce. Que nos conoce, a mamá, a Dilly y a mí, y nuestra vida perfectamente estructurada que fue parte de la suya durante doce años.

Suena el timbre de un elevador, y por un momento, creo que es mamá, pero son unas enfermeras y una mujercita frágil que casi ni se ve viva, a la que llevan en silencio en una camilla. Desde debajo de las sábanas blancas se asoman unas uñas rojas perfectamente arregladas. Me pregunto si mientras se las pintaba se imaginó que esos dedos estarían sobre una camilla mientras gente desconocida la empuja por un corredor, con cables serpenteando por toda su piel. Y entiendo por qué mamá odia los hospitales, por qué tanta gente los odia. No existe otro lugar que dé esta sensación de extrañeza, como si fuera otro mundo, y el aire siempre tiene una estática densa, de vidas que terminan y cambian y comienzan, todo al mismo tiempo. De pronto me siento sola. Y supongo que es porque estoy sola. Con todo esto.

Me llevo el café a la boca con manos temblorosas solo por hacer algo, y se abren las puertas de entrada con un sonido como de algo que se desatora. Pasa solo un segundo antes de que él se detenga, el mismo segundo en el que mi corazón hace lo mismo detrás de mis costillas, como si alguien lo hubiera desconectado.

Es… no. No. Puede. Ser.

«Sam».

Sam, el estadounidense de la autopista. Frente a mí. Alto. Real. Aquí.

Se queda petrificado y con la boca abierta, igual que la mía, con un vaso de café en la mano.

—No lo puedo creer. —Cada palabra pronunciada en voz muy baja se me atora en la garganta.

Noelle —dice él—. Noelle, ¿estás…? Ay, Dios. ¿Estás bien?

Y aquí, al fin, me echo a llorar.

Capítulo once

Creo que por mi aspecto, Sam debe suponer que las cosas están peor de lo que realmente están.

—Le pasó algo a mi mamá —le dije entre lloriqueos, y luego solté un sollozo violento y desesperado que no sé de dónde salió y hasta a mí me tomó por sorpresa.

No recuerdo la última vez que lloré frente a alguien, bueno, además de cuando lloré enfrente de toda la M4 y, particularmente, de Sam, pero en mi defensa, no me di cuenta de que lo estaba haciendo a la vista de todos. Pero ya era demasiado tarde. Cuando comenzó, ya no lo pude detener, y Sam me abrazó. Lloré sobre su ropa, con su pecho fuerte y tibio bajo la tela oscura. Olía exactamente igual que en la noche de la autopista. A lluvia. A loción de cedro. A ropa limpia.

—Perdón —le dije, separándome de él—. Perdón, estoy muy mal… Soy un desastre. ¡Y tú! ¿Tú estás bien? Ni siquiera te he…

—Estoy bien —me respondió con tono tranquilo—. Vine por mi papá. Tiene algunos problemas. Pero está bien.

Al fin nos sentamos y Sam me dio un pañuelo desechable de un paquete que traía en los jeans mientras yo seguí hablando sobre mamá, la radiografía y que no sé dónde está.

—Eres muy organizado —le dije con voz ronca.

Él se rio y me dijo:

—Ya me habías visto sacar un kit de primeros auxilios de mi mochila en una autopista, ¿y lo que te sorprende es que traiga pañuelos desechables?

Las lágrimas que me limpié fueron por mamá, claro, pero no solo por eso. Esa preocupación no era suficiente para crear una cascada de sollozos espontáneos, vergonzosos y llenos de mocos. Creo que fue la soledad. Ese abismo de soledad que sentí en la banca de la sala de espera y que se fue volviendo tan profundo y oscuro que temí que me tragara toda hasta hacerme desaparecer por completo. Luego apareció Sam, igual que en aquella autopista nevada, justo cuando más necesitaba a alguien.

—¿Crees que esté roto? —me pregunta, y le explico lo que pasó ahora que las lágrimas ya se detuvieron, sentados en las sillas de plástico, con una máquina expendedora haciendo sus ruidos junto a nosotros. Su luz azulada hace que los Converse blancos de Sam se vean azul claro. Le cuento lo de mamá y la escalera. Cómo Dilly me despertó, lo de la ambulancia, incluso que le mandé un mensaje a Ed, y él me escucha. Me dice que se rompió la pierna en la preparatoria, que ha visto a escaladores que se rompen todo y en lo alto de la montaña, a kilómetros de la ayuda, y todo terminó bien, nunca se sabe; y se siente tan bien que sus ojos cafés no se hayan despegado de mi cara y que me escuche como si todo dependiera de las palabras que salen de mi boca. Es como si estuviéramos en el auto. Es como si hubiéramos continuado donde lo dejamos.

—¿Qué? —me pregunta Sam, con una sonrisa en la comisura de su boca. Apenas me doy cuenta de que dejé de hablar y solo me le quedé viendo.

—Es que… estás aquí. No te parece que es… ¿una locura?

Una locura. —Sam se ríe—. Parece que así es con nosotros.

De pronto, las mariposas. Se echaron a volar de la nada.

—¿Y volviste por tu papá? —le pregunto—. ¿Está bien?

Sam lo piensa por un momento y se mira las manos, que tiene entrelazadas sobre el regazo.

—Volví por mi papá, pero también por trabajo. Estaba en Gales. De hecho, llevaba una semana en Gales. Conseguí un nuevo trabajo ahí. Pero luego recibí la llamada. Se cayó. Otra vez. Pero va bien.

—Lo siento.

Sam se encoge de hombros.

—Así pasa —dice sin más.

—Entonces, ¿ahora vives en Gales?

Sam asiente y se pasa una mano por el cabello oscuro.

—Por un rato. Más o menos fue por eso que volví la semana pasada. Estaba arreglando cosas. Ya sabes, cuando… nos conocimos.

Siento que algo se abre en mi pecho cuando dice esas palabras y me mira bajo sus pestañas negras. Además: Gales. Eso no está lejos. Máximo una hora o dos en tren. Podríamos seguir en contacto. Podríamos ser amigos. Podríamos ser… No. No, basta, Noelle. No hace falta que te pongas loca. No quieres ser la mujer detrás de un arbusto con la barba y los lentes raros.

—Suena emocionante —le digo—. Trabajo nuevo. Cerca de tu papá.

Sam sonríe con pesar, como si no le resultara para nada emocionante.

—Supongo —contesta—. El trabajo de Gales está bien. Es en Snowdon, lo cual es bueno. Es solo que no esperaba estar aquí tan pronto. O sea, regresar.

—Pues a mí me alegra que lo hayas hecho —confieso, y Sam no dice nada, solo me muestra una pequeña sonrisa.

Nos quedamos en silencio por un rato, lado a lado en esta sala de espera con piso brillante. No puedo creer que él esté aquí. No puedo creer que nos hayamos vuelto a encontrar por casualidad. Pienso en la página web, en los emails que quería mandarle, y por un momento me dan ganas de contarle, pero no lo hago. Se escucha el ruido de una camilla que viene por el pasillo y poco después aparece, empujada por tres enfermeras. Una de ellas nos sonríe al pasar.

—Odio los hospitales —susurro moviendo solo un lado de mi boca.

—Yo también —dice Sam.

—Y son peores de madrugada. No soy buena para las madrugadas.

Sam hace un sonido, como una pequeña carcajada que no se atrevió a salir de la garganta, y señala con una mano hacia el reloj de la pared. Blanco, circular, con números negros redondeados.

—Tres quince —anuncia, y luego se acerca y me da un golpecito en el brazo con el suyo—. Como que recuerdo que nos fue bien a las tres quince en el carro. Cuando nos comimos las galletas del grupo de apoyo en crisis. Creo que por ahí de las tres quince me contaste la historia del baterista de Dilly y la dominatrix.

Me río en voz baja, pero el sonido rebota por toda la sala que está en silencio, como cuando se te salen unas risitas en la iglesia.

—Me encanta que estés aquí —confieso—. O sea, claro que no me encanta que estés aquí, porque estar aquí implica que pasó algo malo, pero… me da mucho gusto volver a verte.

—Lo mismo digo. —Sam no agrega nada más, pero vuelve a acercar su brazo al mío y lo deja así por un momento más—. Noelle no-Gallagher.

Vamos por dos vasos más de ese café de máquina que sabe a plástico, nos sentamos lado a lado y hablamos, sobre el vuelo de Sam, sobre el clima, sobre el embotellamiento. Sam me cuenta que le platicó a un amigo de los sándwiches de queso del camión y del conductor con el banjo, y me pregunto si también le habló de mí, de lo extrañamente bien que lo pasamos, igual que yo lo hice con Charlie, analizando hasta el más microscópico detalle al estilo Holmes y Watson.

La máquina expendedora hace sus clics y zumbidos y en la distancia se escucha sonar un teléfono del hospital. El silencio se posa entre nosotros y noto que mis viejas amigas, las estrellas, volvieron a correr bajo mi piel.

—¿Me perdí de algo más? —le pregunto—. En las, ¿cuántas?, cuatro o cinco semanas que han pasado. ¿Escalaste buenas montañas?

—Claro —dice Sam.

—Me sigue pareciendo que estás un poco loco, por cierto.

—¿O sea que nunca te voy a convencer de ir a una escalada?

Me lanza una sonrisa juguetona y el estómago me da un vuelco. Por Dios, qué guapo. Guapísimo, al estilo clásico. Ojos oscuros, mentón fuerte, nariz recta.

«Lo tuyo son los mentones y las narices», me dijo Dilly un día. «Tienes un tipo, y siempre tiene que ver con narices y mentones fuertes. Muy predecible. Vive un poco. Experimenta con una cara redonda alguna vez, Noelle. Una barbilla que no pueda cortar un pastel».

—¿Y tú? —me pregunta Sam—. ¿Me perdí algo emocionante con los Post-it? —Me gusta su voz. El acento, claro, pero es grave y cambia un poco de tono al final de algunas palabras, un sonido ronco y sexy. Una vez intenté imitarlo para que Charlie lo escuchara, pero ella me dijo que sonaba como la voz de las películas de Saw.

—Sí. Steve y Candice se van a casar. ¿Te conté de eso? Sí. Los Post-it fueron apenas el inicio de su historia de amor.

—No lo puedo creer. ¿En serio?

—Ya sé… O sea, te mentiría si dijera que no hubo una parte de mí que sintió un poquito de celos…

—Pues estoy igual…

—¿Señor Attwood?

Levantamos la vista casi al mismo tiempo. Hay una mujer en la puerta, con su uniforme azul de enfermera, pálida, con los ojos cansados y una sonrisa optimista.

—Llegó el doctor.

Sam se aclara la garganta y posa sus enormes manos sobre los muslos.

—Gracias, enfermera.

Ella asiente, se da la vuelta y desaparece tras la puerta.

Sam asiente también, mirándome.

—Tengo que… Oye, espero que tu mamá esté bien, Noelle —dice en voz baja. Luego toca mi mano, suave y brevemente, y esta vez no hay sobresalto, ni de su parte ni de la mía, pero la corriente que recorre mi cuerpo es exactamente la misma. Electricidad. Chispas. La energía de una explosión del aura o lo que sea que Charlie y Theo dicen que es. Él se pone de pie.

—Deberíamos… —Me levanto—. Quizá deberíamos… No sé. —No pasa todos los días, ¿verdad? Que dos extraños de países completamente diferentes, en continentes distintos, se encuentren por casualidad dos veces en unas semanas. Quizá sí estoy destinada a conocer a Sam. Quizás encontrármelo es una señal, como dijo Charlie, como dijo Theo—. ¿Te gustaría que sigamos en contacto? —Ya. Lo dije. Está ahí afuera. No lo puedo retirar.

Sam no responde de inmediato, y de pronto un calor me recorre la espalda como si estuviera junto al fuego. «Ojalá no se lo hubiera preguntado». Yo y el Moomin de mi pijama lo miramos fijamente, esperando una respuesta.

—P-podríamos intercambiar emails o algo —continúo—. Pero, claro, sin presión si… bueno, seguro estás ocupado y todo eso… con lo de las montañas y… —Ay, Dios. Ya cállate. «Cierra el maldito armario».

Sam traga saliva y se rasca la nuca.

—Sí —dice—. Claro. Por supuesto. Pero… ahorita no traigo mi teléfono…

—Toma. —Voy a una mesita ovalada de madera que tiene varios folletos informativos junto a la máquina expendedora y tomo el primer papel que encuentra mi mano: un panfleto sobre la donación de sangre. Saco una pluma de mi bolsa y escribo mi teléfono—. Listo —le digo, entregándole el folleto—. A la antigüita. Como Steve y Candice.

Cara de Langosta por mil con esas últimas palabras.

Cool —dice él, con una sonrisa, y lo dobla en su mano—. Gracias. Cuídate, Noelle.

Y exactamente igual que cuando volví a casa tras aquella noche helada de marzo, es como si él nunca hubiera estado ahí.