En tiempos remotos de la antigüedad, España era el fin del mundo, un cabo al extremo de Occidente que se adentraba en un mar desconocido y peligroso. Sus costas, en cambio, eran fértiles y de clima benigno y habitable, como las de los países del Mediterráneo oriental. También eran estrechas y dejaban paso a montañas abruptas que resguardaban extensiones ilimitadas cubiertas de bosques poco habitados, con temperaturas extremas. Las cuencas que rodeaban los grandes ríos que bajaban de aquellas tierras se podían cultivar. También había grandes extensiones donde el ganado, dada la sequedad del clima, era la mejor garantía de supervivencia. Algunas de estas zonas eran bien conocidas, como la cuenca del Guadiana y la del Guadalquivir. Accesibles y fértiles, habían atraído a los seres humanos hacía mucho tiempo. Otras, más remotas, estaban habitadas por pueblos con los que tal vez sería posible comerciar. Más que ningún otro territorio conocido, España era un continente, un continente en pequeño por su variedad de paisajes, las diferencias de clima, la diversidad de los habitantes que la poblaban. También atesoraba una riqueza al parecer infinita de minerales y metales preciosos. Así que España, poblada desde muy antiguo, se convirtió en un imán para los comerciantes y los exploradores más valientes del Mediterráneo.
El nombre de España tiene su origen la palabra latina «Hispania». Este a su vez parece proceder de otra palabra, de origen fenicio: I-span-ya. Los fenicios eran un pueblo del Mediterráneo oriental. Llevaban instalados en parte de lo que hoy es Líbano, Israel y Siria desde el tercer milenio antes de nuestra era. Grandes comerciantes, recorrieron todo el Mediterráneo y fundaron algunas de sus ciudades más importantes. Entre ellas está Cartago, que acabaría siendo más poderosa que la antigua metrópoli. A partir de ahí, los fenicios se lanzaron a explorar la parte más occidental del mundo. Explotaban riquezas, en particular plata, que luego vendían a sus vecinos más poderosos. Aquí, en España, instalaron también algunas colonias, entre ellas Gadir (hacia 1100 a. n. e.), Gades para los romanos, la actual Cádiz. Era un emporio estratégicamente situado a las puertas del gran océano, que daba salida a los productos del interior de la península. También debemos a los cartagineses la fundación de Málaga (Malaca), Almuñécar (Sexi) y Adra (Abdera). En 654 a. n. e., sus continuadores los cartagineses fundaron Ibiza (Ebussus), además de Cartagena.
Los fenicios llamaron a todo aquel territorio I-span-ya, (tierra de lamanes) porque al parecer les sorprendió la abundancia de conejos o lamanes, unos roedores abundantes todavía en algunas regiones de África. Según otra teoría, la palabra quiere decir «costa de metales». Los fenicios, interesados en el comercio y la explotación de las riquezas de I-span-ya, no se esforzaron por ir más allá de las costas, aunque el nombre abarcaba el conjunto de la península: las zonas costeras y los territorios interiores, algunos de ellos muy ricos. Los romanos, que además del interés comercial y económico trasplantaban su cultura allí donde iban y se empeñaban en asegurar un imperio territorial, retomaron la denominación fenicia y la convirtieron en «Hispania».
El territorio español estaba situado en el extremo occidental del mundo conocido. Era la puerta a un océano y a un mundo sin explorar, infinitamente abierto a la imaginación. Así es como se ha querido relacionar nuestro país con Tarsis, supuesto nombre hebreo de Tartessos, el arcano reino del suroeste de España, en Andalucía. Tarsis aparece en el Libro de los Reyes, en el Antiguo Testamento, cuando se relatan las expediciones comerciales que Salomón organizó con el rey fenicio Hiram I de Tiro, en el siglo X a. n. e:
Todas las copas del rey Salomón eran de oro y toda la vajilla era de oro macizo. No había nada de plata, no se hacía caso alguno de esta en tiempos de Salomón, porque el rey tenía en el mar naves de Tarsis con las de Hiram y cada tres años llegaban las naves de Tarsis trayendo oro, plata, marfil, monos y pavos reales1.
El profeta Isaías habla también de las naves de Tarsis, siempre en relación con la riqueza, y el Salmo 72, al cantar la venida del reino de Dios, dice que los reyes de Tarsis y de las islas le ofrecerán sus dones, antes de vaticinar que «se postrarán ante él todos los reyes y le servirán todos los pueblos». La identificación de Tarsis con España por medio del reino de Tartessos ha sido muy discutida, aunque hoy se mantiene todavía porque en Huelva, una de las ciudades de aquel reino legendario, se han encontrado cerámicas fenicias de tiempos del rey Salomón, en el siglo X a. n. e.
De la lengua hablada por los fenicios interesados en las riquezas de I-span-ya quedan pocos rastros. El más importante es el nombre de nuestro país. El fenicio desapareció tras la victoria de los romanos sobre los cartagineses. Otro de los idiomas que se hablaban en la península antes de la llegada de los romanos era el griego. Como los fenicios, los griegos eran un pueblo comercial. A ellos les debemos uno de los primeros nombres para todo el territorio: Iberia, derivado de la palabra «iber». Aunque el nombre latino Hispania, es decir, España, es posterior al griego, en su raíz es más antiguo que el de Iberia.
Para los griegos, España señalaba el fin del mundo conocido. En esta tierra remota tuvieron lugar algunos de los trabajos que superó Hércules, los más arduos y difíciles. Aquí el propio Hércules (o Heracles) levantó sus dos columnas, una en el Peñón de Gibraltar y otra en Abyla, tal vez el monte Hacho, en Ceuta. Marcaban el paso del mundo de la realidad al de la fantasía, en el que vivían los héroes como Hércules. Hasta Iberia vino Hércules a buscar el ganado de Gerión, un monstruo que «tenía los cuerpos de tres hombres, crecidos juntos, unidos en uno por el vientre y divididos entre tres desde los costados y los muslos»2. Gerión era hijo de Crisaor —hijo a su vez de la horrenda Gorgona Medusa— y de Callírroe, hija del Océano. Además, era el dueño de un «rojo rebaño», según el escritor Apolodoro de Atenas, del que se ocupaba el pastor Euritión y el perro guardián Orto, de dos cabezas. Hércules, después de matar al perro, al pastor y al rey, se hizo con el rebaño de bueyes.
Desde el primer momento, los toros parecen formar parte del paisaje español. También forman parte de él, como ya hemos visto, las riquezas. Además de vencer y despojar a Gerión de sus rebaños, Hércules tuvo que robar las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, las hijas del atardecer, encargadas de la custodia del jardín donde crecía el manzano de fruto dorado, símbolo de la inmortalidad. Se dice que aquí, en España, los Titanes hicieron la guerra contra los dioses, y aquí, en los bosques de Tartessos, tuvo también lugar la historia de Gárgoris y su nieto Habis.
Según la leyenda, el rey Gárgoris fue el primero que descubrió la utilidad de criar abejas para recoger miel. También forzó a su hija, y de la unión incestuosa nació Habis, del que intentó librarse abandonándolo en la naturaleza, como ocurrió a Moisés y a los hermanos Rómulo y Remo. Incluso lo arrojó al mar, aunque este, más compasivo, lo devolvió a la playa, donde lo alimentó una cierva. Ya crecido, fue capturado y ofrecido a su abuelo Gárgoris, que lo reconoció y lo elevó a la dignidad real. Habis «sometió a leyes a un pueblo bárbaro bajo el yugo del arado y a procurarse el trigo con la labranza y obligó a los hombres, por odio a lo que él mismo había soportado, a dejar la comida silvestre y tomar alimentos más suaves. […] Prohibió al pueblo los trabajos de esclavo y distribuyó la población en siete ciudades. Muerto Habis, sus sucesores retuvieron el trono durante muchos siglos»3.
España fue el escenario de unos hechos míticos en los que los griegos parecían resumir el principio de la civilización, instaurada gracias a un rey, Habis, que inventó la agricultura y puso a su reino y sus ciudades bajo la protección de los dioses. En el diálogo Critias, Platón describió una tierra próxima a España, y que a veces se ha querido identificar con ella: la Atlántida, la gran isla que se hallaba frente a las columnas de Hércules. En el Timeo, uno de los interlocutores da noticia del apogeo y el final de aquel territorio que dio nombre al océano que más adelante estaba destinado a ser español. «Era una isla más extensa que África y Asia reunidas», y sus reyes «habían creado un extenso y maravilloso imperio, dueño de toda la isla y de otras muchas islas y regiones continentales». En el espacio de un día y una noche ocurrió un cataclismo: «La isla Atlántida desapareció sepultada bajo las aguas. Por ello, todavía hoy —dice Platón—, aquel mar es difícil de franquear y explorar por el obstáculo de los fondos y de muchos escollos que la isla, al hundirse, ha dejado a flor de agua»4.
La presencia de Grecia en España tuvo más de alcance simbólico que de influencia concreta. Debemos a los griegos, eso sí, las primeras noticias de nuestro país. Curiosos y observadores, excelentes publicistas, los geógrafos e historiadores griegos fueron los primeros en describir aquella tierra del confín del Occidente. La tradición culmina en el Libro III de la Geografía de Estrabón, del siglo I a. n. e. Estrabón había recorrido todo el mundo conocido en torno al Mediterráneo. Nunca estuvo en España, sin embargo. Para la descripción de nuestro país se basó en el testimonio de Posidonio, otro historiador y geógrafo griego que estuvo aquí hacia el año 90 a. n. e. Estrabón también cita al geógrafo y cartógrafo Artemidoro de Éfeso (siglo II a. n. e.) y a Polibio (s. II a. n. e.), que también visitó España y fue el primero en escribir una historia de Occidente.
A pesar del interés de aquellos hombres, de la lengua griega apenas nos queda nada, como no sea el nombre de alguna ciudad. Bastantes de estos nombres los adaptaron los griegos de los nombres iberos. Cinco siglos antes de que Estrabón dedicara un libro de su Geografía a lo que él llamaba Iberia, ya Heródoto había hablado de ella, una tierra situada en el extremo occidental del mundo conocido, poblada por gente a la que llamaba «iberos» y atravesada por el río Iber, el Ebro o tal vez el río Tinto. El historiador Apiano de Alejandría (s. II n. e.) dice que en su tiempo había quien llamaba Hispania a lo que antes se llamaba Iberia.
Tanto el nombre de Iberia como el de Hispania, o España, abarcan el conjunto del territorio. Los íberos, en esta perspectiva, como los hispanos o españoles, eran y son el conjunto de los nacidos aquí.
Según las teorías hoy vigentes, los antepasados del ser humano aparecieron en África hace dos millones y medio de años. Un millón de años después, viajaron a Asia y a Europa. Llegaron a España, claro está, donde puede haber rastros de ellos en Atapuerca (Burgos), en Tossal de la Font (Castellón) y tal vez en Pinilla del Valle (Madrid), entre otros lugares. Los restos humanos encontrados en Atapuerca tienen una antigüedad de más de 780.000 años, y por ahora son los restos más antiguos de seres humanos hallados en Europa. Sabemos que utilizaban la piedra, es decir el sílex, para manipular los animales que cazaban.
Entre los 200.000 y los 300.000 años a. n. e., aquellos hombres (hoy llamados «Homo naenderthalensis») vivieron en cuevas y abrigos, o al aire libre, según el clima, y aunque han sobrevivido pocos restos humanos, quedan rastros de su vida en los lugares que ocupaban. Los hay en Gibraltar, en Bañolas (Gerona) y, entre otros, en la cueva de la Carigüela, en Granada, y en la del Sidrón, en Asturias.
Aparece entonces el Homo sapiens, ya moderno. Hoy en día se piensa que estos seres humanos procedían de África, donde se habían desarrollado por su cuenta. Pudieron llegar hasta aquí desde Oriente Medio, habiendo atravesado el Estrecho de Suez, o bien pasando de Túnez a Sicilia y volviendo luego hacia el sur. Quizás aprovecharan una regresión del nivel del mar que les abrió el paso en el Estrecho de Gibraltar, entre Tánger y Tarifa. A partir de ahí se habrían ido instalando por las costas de Levante y las del Atlántico, para entrar luego en el interior, asentarse en las mesetas y llegar después a la cuenca del Ebro y a la costa cantábrica. Solían vivir al aire libre, aunque también utilizaban cuevas, en particular en tiempos de grandes fríos. Cazaban todos los animales que entonces poblaban España, desde los más pequeños, como liebres, tejones y erizos, hasta los más gigantescos: uros, elefantes de piel desnuda y rinocerontes de narices tabicadas. Para hacerse con estos gigantes, tal vez se organizaban en grupos, encargados los unos de quemar la tierra para asustar a los animales y los otros, de cazarlos. Seguían manejando instrumentos de piedra y también debieron de utilizar cortezas, fibras vegetales, cuero y astas.
Entre el 125.000 y el 35.000 a. n. e., durante épocas cuya sola duración nos resulta inconcebible, nuestros antepasados habitaron en asentamientos repartidos por buena parte de Portugal y de España, sobre todo en Andalucía oriental, en Levante, en Cataluña, Santander, el País Vasco, Soria, Burgos y la zona de la desembocadura del Tajo. Hacían fuego en el suelo, en ocasiones con piedras alrededor. Una y otra vez, los grupos volvían a los mismos recintos, con frecuencia espaciosos, orientados hacia el sur y situados en la ladera de una montaña. Así lo muestran los depósitos de cuevas como la del Castillo, en Cantabria. Practicaban la caza en grupo, sin discriminar presas, y aunque comían más vegetales que otra cosa, también se alimentaban de moluscos, además de carne, cuando cazaban. Enterraban a sus muertos y atesoraban objetos que les llamaban la atención, como las conchas de colores y los cristales de roca.
En los últimos años empiezan a especializarse en el aprovechamiento de los recursos. La caza deja de ser estrictamente oportunista y se convierte en una actividad sistemática. Fabrican instrumentos de piedra de forma estandardizada, se ponen a pescar y el instrumental que tallan en hueso y en asta resulta cada vez más complejo. No suelen vivir a más de 600 metros de altitud y se reparten en dos grandes zonas: la costa cantábrica y la mediterránea o levantina. En los últimos veinte mil años de este período, en particular entre el 13.500 y el 9.000 o el 8.500 a. n. e., estos grupos imaginaron y crearon un mundo extraordinario. Empezaron a pintar con formas inigualables por su elegancia y su expresividad. De los más o menos trescientos enclaves con restos artísticos de por entonces conocidos en Europa, más de cien están en la costa cantábrica y en el Pirineo francés.
Los artistas solían pintar y a veces grabar figuras en las zonas apartadas y recogidas de las cuevas, en lugares especiales, donde las representaciones se acumulaban y se superponían con una finalidad que desconocemos. Representaban sobre todo bisontes, como en Altamira, y caballos, además de ciervos y cabras. No abundan las representaciones humanas, aunque sí las siluetas de manos, como en la cueva del Castillo. Ni los bisontes ni los caballos eran los animales más cazados por aquellos hombres. Más bien parecen haber suscitado una admiración sin límites por su fuerza y su agilidad. Hoy en día, algunos relacionan esas pinturas con prácticas de chamanismo. La belleza de las obras que han llegado a nosotros nos habla de una profunda sensibilidad, de una actitud de extrema atención hacia el mundo animal, de una infinita capacidad de observación, una concentración fuera de serie.
También en la zona de Levante, aunque más tardíamente, entre el 3.500 y el 750 a. n. e., se desarrollaron formas artísticas, albergadas en abrigos en la roca y en las partes altas de los barrancos. Representan escenas de caza, animales y —a diferencia de lo que ocurre en el norte— seres humanos en actividades variadas, sobre todo de caza, pero también de recolección, de guerra o de pastoreo. Siguen sorprendiéndonos la naturalidad y la viveza de las escenas, la precisión del trazo, la capacidad de abstraer lo esencial. ¿Intuirían aquellos habitantes de España algo de lo que iba a venir en esas mismas tierras donde ellos habían alcanzado una comprensión tan profunda de la realidad que les rodeaba?
Hacia el 5.800 a. n. e., y ya definitivamente en el 5.500, aparecen en España, como en todo el resto de Europa, nuevas formas de vivir, muy distintas de las anteriores. Estas culturas se habían ido desarrollando lentamente en Oriente Medio y de pronto, sin signos de evolución previa, aparecen completamente maduras en Occidente. Los hombres del Neolítico, como se llama a esta etapa de la Historia, cultivan la tierra en vez de recolectar vegetales silvestres, y en lugar de cazar, se dedican a la ganadería. Fabrican instrumentos especiales de piedra pulida para recolectar y acabar de deforestar. También utilizan agujas, espátulas y cucharas, por lo que es de suponer que tenían costumbres alimentarias propias. Se adornan con anillos, pulseras y colgantes, y aparece, de pronto, la cerámica, a veces adornada con motivos geométricos o estilizados.
El uso de la cerámica constituirá un cambio muy profundo y hará la vida un poco más fácil. En cuanto a la agricultura, cultivan el trigo y la cebada, muchas veces mezcladas, probablemente para paliar los efectos de las malas cosechas. Con esta nueva cultura llegan también las ovejas y se domestica el perro, como, a su manera, se hace con la vaca y el cerdo. Aquellos hombres también pescaban y cazaban, aunque su actividad fundamental fue la agricultura, para lo que quemaban los bosques. Aquí se extendieron por toda la costa mediterránea y atlántica, excepto el noroeste, y aunque hay matices y distinciones, es notable la homogeneidad de su cultura.
También llegaron, o se contagiaron de otras zonas, nuevas formas artísticas completamente originales, que responden a una nueva mentalidad. Especialmente en Levante, se difundieron decoraciones y formas geométricas, impresiones cardiales (hechas con el borde de las conchas del berberecho), representaciones simbólicas y abstractas de la figura humana. Entre estas hay algunas de carácter evidentemente religioso, como la figura vertical en rectángulo, con los brazos levantados y las manos abiertas.
Ya en la segunda mitad del quinto milenio antes de Cristo aparecieron en Almería actividades metalúrgicas que, en los mil años siguientes, se extenderán por Andalucía, el suroeste de España, Portugal y la meseta norte. A partir del año 3.000 a. n. e., la metalurgia se consolida como una práctica habitual entre los habitantes de nuestro país. No hay, eso sí, complejos mineros de envergadura. Extraían el mineral de cobre a cielo abierto, en trincheras o en cuevas, pero la presencia del metal es tal que ha dado nombre a esta época, llamada Edad del Bronce, y que va del 2.500 hasta el 800 o el 750 a. n. e.
Los hombres de ese tiempo empiezan a asentarse en poblados, como el de Los Millares, en Almería, que llegó a contar con unos mil vecinos. Los poblados se levantaban en lugares con posibilidades de explotación agrícola y ganadera. Las técnicas agrícolas habían mejorado, lo que permitió que la gente se agrupara en poblaciones mayores que las conocidas hasta entonces. Se sigue cultivando la cebada y el trigo, y aparecen restos de olivo y de vid, lo que indica que estas dos plantas son anteriores a la llegada de los fenicios y los griegos. También aprovechaban la leche y otros productos de la ganadería. Además, han domesticado el caballo, el mismo animal que los habitantes de cuevas como la de Altamira parecen haber contemplado con tan rendida admiración, como si fueran seres superiores. Con la aparición de los poblados, surgen también desigualdades sociales, nuevas al parecer: se habla de transición al Estado, de formas de cesión de soberanía o, en cualquier caso, de jefaturas y formas inéditas de liderazgo. Entre los objetos que hacen referencia a prácticas religiosas, aparece una estatuilla labrada en piedra que representa un personaje femenino con ojos como de lechuza, que se suele llamar la «divinidad de los ojos».
En el siglo XIII a. n. e. hubo grandes migraciones de pueblos procedentes del centro de Europa que llegaron a los Balcanes y a Grecia, y tal vez están en el origen de la invasión de los dorios que cruzó Grecia en el siglo XI y destruyó Micenas, provocando un cataclismo político y demográfico que llegó a sentirse hasta en las costas de España. Desde el norte, aquellos pueblos también parecen haber emigrado a Occidente. Es la cultura llamada «de los Campos de Urnas», porque sus integrantes practicaban el enterramiento en urnas que contenían los restos quemados de los muertos. Más que un proceso migratorio, es posible que se tratara de uno de aprendizaje y difusión, con intercambios entre comunidades vecinas.
Sea lo que sea, empiezan a aparecer artesanos especializados y aristócratas que se ocupan de la guerra, lo que les proporciona prestigio, poder y acceso a productos de lujo por medio del intercambio o del comercio. De estos años datan tesoros como el de Villena, con sus grandes cuencos, sus delicados brazaletes, sus frascos de oro y de plata. A aquella gente le gustaba la riqueza, el esplendor.
El tesoro de Villena corrobora la imagen antigua de una España abundante en metales, concentrados aquí en una unidad geográfica, cuando en el resto del mundo conocido se hallaban dispersos. España, efectivamente, era rica en plata, en oro, en cobre, en estaño. También era rica en pastos, particularmente en su parte andaluza, y en bosques, bosques tupidos, «sombríos», los llama un autor tardío —el romano Avieno— en recuerdo de aquellos tiempos, mil años antes de Cristo. El hierro se relacionaba tradicionalmente con la llegada de los fenicios, pero ya desde antes los habitantes de España venían fabricando utensilios con ese mineral. El hierro fue clave para la agricultura extensiva del interior, porque permitía fabricar aperos e instrumentos insustituibles. El apogeo de la Cultura del Hierro coincide con la llegada de comerciantes y colonos del extremo oriental del Mediterráneo, en particular fenicios y griegos, atraídos por las riquezas de aquel país lejano.
La llegada de los fenicios y los griegos a las costas españolas dio pie a leyendas y relatos míticos como los que hemos visto. Otro habitante célebre de nuestra tierra fue Argantonio, (literalmente, «hombre de plata»), amigo de los griegos foceos (de la Fócida, en el centro de Grecia), los primeros que viajaron hasta nuestro país, según Heródoto.
Argantonio, el primer español de nombre conocido, del que se dice que vivió trescientos años y que acumuló riquezas sin cuento, fue considerado el último rey de Tartessos. Se ha querido identificar Tartessos, sea reino o ciudad, con la Tarsis bíblica, la región con la que comerciaba el rey Salomón. El nombre hace referencia a un pueblo ibero del suroeste de España con una antigua cultura propia de origen indoeuropeo. Entró en contacto con los fenicios cuando estos empezaron a frecuentar nuestra tierra, en el siglo X a. n. e. El propio término de Tartessos no aparece hasta más tarde, en el siglo VII a. n. e., cuando la presencia fenicia ya era una realidad permanente.
Más que una ciudad, como se pensó durante mucho tiempo, Tartessos parece designar un pueblo extendido por las provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz. También vivía en las orillas del Guadalquivir, hasta Sierra Morena, y en la zona de Lisboa y las riberas del Tajo. Su economía debía de ser agrícola y ganadera, como parece indicar el mito de Habis, y las poblaciones eran seguramente pequeñas, aunque numerosas. El interés que suscitó Tartessos procedía de su riqueza en minerales, en particular plata, que se empezó a producir en el siglo IX a. n. e. Tartessos llegó a convertirse en El Dorado de Occidente.
Durante mucho tiempo hubo contactos entre los pueblos mediterráneos y los que vivían en España, incluso más allá del Estrecho de Gibraltar. Heródoto cuenta cómo se las arreglaban los cartagineses para comerciar con aquellos pueblos remotos: «Cuando arriban a ese paraje [los cartagineses] descargan sus mercancías, las dejan alineadas a lo largo del lugar y acto seguido se embarcan en sus naves y hacen señales de humo. Entonces los indígenas, al ver humo, acuden a la orilla del mar y, sin pérdida de tiempo, dejan oro, como pago de las mercancías, y se alejan bastante de las mismas. Por su parte, los cartagineses desembargan y examinan el oro; y si les parece un justo precio por las mercancías, lo cogen y se van […]»5. Y había más intercambios y de otro tipo, como lo prueba el hallazgo de objetos de producción española en tumbas de Chipre y en Palestina, ya en el siglo XI o en el X a. n. e.
Con toda probabilidad, Tartessos es el fruto de la incorporación de formas sociales y culturales fenicias al tronco de una cultura propia, de raíz ibera. Es característica la figura del toro, que se encuentra aquí, en Tartessos, y en los demás pueblos iberos. Aparece como altares de piedra labrados en forma de piel de toro extendida, y representada en vasos, cajas, exvotos, esculturas, en lápidas y sellados de tumbas. Como los demás pueblos iberos, los hombres de Tartessos parecen haber practicado una religión con dioses carentes de representación. Al contacto con los mediterráneos, y como el resto de los iberos, incorporaron tradiciones orientales como la del Melkart fenicio —el «dios de la ciudad» y del rebrotar de la vida en primavera—, la de Baal —dios solar, relacionado con la figura del toro— y la de Astarté, la diosa fenicia de la fertilidad. Los fenicios levantaron en Sancti Petri, entonces unida a Cádiz, el templo de Melkart, luego llamado Heraklion. Era un gran santuario que protegía las operaciones comerciales y debió de facilitar los contactos entre los fenicios y los españoles. En algún momento del siglo IX a. n. e., los fenicios se instalaron también en Huelva, que se convirtió en un gran puerto comercial que conectaba Tartessos, el Atlántico y el Mediterráneo. Sin duda que antes de la llegada de los fenicios ya había en Huelva un asentamiento ibero en el que se practicaban intercambios comerciales.
Desde los siglos XIV y XII a. n. e. llegaban a España productos, ideas y prácticas sociales de las costas mediterráneas, incluidas las más orientales. Se han encontrado vajillas egeas (griegas) en Llanete de los Moros (Córdoba), cuchillos y hoces de hierro, y vajillas de metal como las de Villena y Calaceite (Teruel). Las hay también en los valles del Tajo y del Mondejo, y en los del Guadalquivir, el Segura y el Ebro. Los trajeron egeos, chipriotas, sicilianos, sardos o gente del centro de Italia. En Jimena de la Frontera (Cádiz), unas pinturas rupestres atestiguan el interés que suscitaron aquellas naves, representadas esquemáticamente pero con sentido del movimiento.
Los fenicios habían desarrollado prácticas avanzadas de navegación y de comercio. Mantenían intercambios con el Mediterráneo occidental desde su base de Creta, que les permitía navegar aún más lejos, hasta los confines del mundo. Conectaron aquellos lugares con las redes comerciales ya establecidas por grupos muy diversos del Mediterráneo occidental. En el siglo IX a. n. e. emprendieron una nueva estrategia. Atrás quedaban los contactos esporádicos, aunque regulares, y empezaron a crear una red comercial propia. Así es como se instalan en Huelva y a partir del siglo VIII a. n. e. organizan un área de comercio con dos zonas, la una en oriente, con los puertos de Tiro y Sidón (en Fenicia), además del de Kition (en Chipre) y el de Jommos (en Creta), y la otra en occidente, con bases en Cartago y en Útica, en Sicilia, en Cerdeña y más al oeste, en Ibiza, en las costas africanas, hasta Mogador, y en las españolas. Algunos seguían practicando el comercio tradicional, con base en Cartago o en las costas orientales. Otros vinieron a instalarse aquí; en Huelva, por ejemplo, que convirtieron en una gran ciudad comercial, o en Cádiz, situada en una isla enfrente de las costas tartésicas, protegida por un gran santuario y pronto convertida en la mayor ciudad de Occidente y nudo de comunicaciones entre el Atlántico y el Mediterráneo. Es probable que el puerto se encontrara donde hoy está la plaza de la catedral. La zona pasó a ser la más densamente poblada de España.
A partir de aquí, y en busca de oro y estaño, los fenicios exploraron las costas portuguesas, donde las poblaciones locales, en Santarém y Almaraz, por ejemplo, los acogieron. A partir del siglo VII a. n. e. emprendieron nuevas expediciones comerciales que les llevaron al estuario del Tajo y al del Mondego, más al norte. También recalaron en la costa mediterránea andaluza. Lo que al principio eran simples fondeaderos en la ruta a Occidente se convirtieron, con el paso de los años, en ciudades como Málaga, con un puerto magnífico y fundada en el siglo VII o en el VIII a. n. e. También hubo comunidades fenicias en Adra, en Morro de Mezquitilla, en Toscanos, en el Cerro del Villar, en Montilla y en Cerro del Prado. Hasta en Alicante, en particular en La Fonteta, hay rastros de la huella de los fenicios, y en la isla de Ibiza establecieron dos centros importantes, en el mismo puerto de Ibiza y en Sa Caleta.
Los fenicios no eran guerreros y no tenían la ambición de conquistar grandes territorios. Cuando se instalaban, lo hacían para comerciar desde puertos o islas con situación estratégica. Les interesaban los metales, en particular la plata. Con ellos empezó la explotación intensiva de las minas de Río Tinto, en una franja rica en minerales que cubre más de cien kilómetros, al sudoeste de España. La zona nunca ha dejado de ser explotada desde entonces. Durante siglos, los fenicios sacaron de aquí riquezas inmensas sin que nadie les molestara. También tenían interés por otros productos: las cerámicas, el tinte púrpura que se obtiene de la cañadilla (Murex), los tejidos, el aceite y el vino. En España se producía lana negra y dorada, muy apreciada en todo el Mediterráneo, objetos de metal y de cerámica, y se practicaba la pesca, cuyo fruto cada vez sería más apreciado. Los fenicios, por su parte, traían productos de lujo para las oligarquías locales que controlaban el comercio: espejos, peines y productos cosméticos. Las estatuillas y los escarabeos egipcios estuvieron de moda durante largo tiempo. Desde sus asentamientos, también fueron introduciendo nuevas tecnologías con las que se fabricaban vasos, copas, jarras y ánforas para la comida y para la bebida, en particular el vino. Los fenicios adoptaban algunas de las aficiones de los iberos y se adaptaban a la demanda local. El Tesoro del Carambolo, con sus pulseras, sus pectorales y su delicado collar, es una muestra de la avanzada tecnología del metal practicada por los fenicios en tierras españolas.
Los griegos, fieles a un sentido lúdico y estético de la vida, eran más aficionados que los fenicios a dejar un recuerdo literario de sus hazañas viajeras. Así que nos han legado multitud de leyendas de sus aventuras por el Mediterráneo occidental, y más en particular por las costas de aquel país misterioso y rico, poblado de seres monstruosos que los propios griegos se habían encargado de vencer para abrir, después de muchos esfuerzos, un nuevo camino a la civilización y al comercio.
Así es como les gustaba imaginar que Menelao, rey de Esparta, cruzó el Estrecho de Gibraltar y pasó por delante de Cádiz. Menesteo, jefe de los atenienses durante la Guerra de Troya, también anduvo por aquí. Fascinado por la suavidad del clima de la costa, fundó un puerto con su nombre, cerca del Puerto de Santa María. Teucro, hermano de Áyax, el amigo de Aquiles, trabajó de preceptor en la Turdetania, en el sudeste de España, y acabó fundando una ciudad que luego sería Cartago Nova, o Cartagena.
Estrabón, menos dado a la fantasía, data la fundación de Cádiz (Gadir) ochenta años después de la destrucción de Troya, por lo tanto en torno al año 1186 a. n. e. Heródoto describió el viaje del griego Coleo de Samos a Tartessos y le atribuye la apertura de aquellos mercados vírgenes… que por entonces ya habían dejado de serlo. Esta historia dio pie a la leyenda de la amistad de Argantonio, el último rey de Tartessos, con los griegos, en particular los foceos.
Como los fenicios, los griegos, al menos en España, no tenían ambiciones territoriales ni políticas. Venían a comerciar y a hacerse ricos, en particular con la plata de España. A diferencia de los fenicios, que practicaban un comercio estatal, dirigido y planeado desde los centros de poder de Tiro y de Sidón, los griegos iban por libre y arriesgaban su propio capital o el que conseguían de otros empresarios, sostenidos por una estructura compleja de créditos, préstamos y seguros. La iniciativa, como sugiere el relato de Heródoto, la tenían los comerciantes que se encargaban de abrir rutas —o más bien de aprovechar las ya establecidas— y, cuando el grado de intercambios era bastante intenso, de abrir algún establecimiento fijo desde el que organizar redes comerciales propias. Así es como fundaron, en la bahía de Rosas, Emporion, enclave comerciante hasta en el nombre (en griego significa «mercado»). También fundaron, a finales del siglo V o en la primera mitad del siglo IV a. n. e., Rhode, muy cerca de Ampurias. Los dos enclaves estaban bajo la protección de la ciudad griega de Massalia (Marsella).
Junto con el de La Picola, Emporion y Rhode son de los pocos enclaves griegos de la antigua España. También en esto los griegos se distinguían de los fenicios. Preferían actuar en mercados previamente abiertos, lo que da una idea de la densidad de las relaciones comerciales y del alto grado de cosmopolitismo que debió de darse en estos centros, sobre todo en los fenicios, mucho más abundantes y transitados. Los griegos desconfiaban de los iberos, y Emporion estaba fortificada y aislada del exterior. En realidad había dos ciudades, una griega, bien protegida por una doble muralla y por guardas permanentes, y otra ibérica. Los españoles tenían por entonces fama de belicosos.
Los primeros griegos traían productos de lujo, vino y aceite. Luego, a partir del siglo V, y con el auge de Marsella y de Emporion, se intensifica el comercio con redes que se adentran en el interior de España, desde Huelva y la costa de Murcia y Alicante hasta la Alta Andalucía y Extremadura. Los iberos apreciaban las cerámicas griegas, vasos, copas y piezas de vajilla áticas. Luego de su ruptura con Massalia en el siglo IV a. n. e., los habitantes de Emporion empezaron a acuñar moneda, como también lo hicieron los iberos algo más tarde. Más que nada, fue un gesto de prestigio y de patriotismo helénico. Las monedas no valían lo bastante como para resultar prácticas ni para que la economía se monetarizara. Los intercambios se seguían haciendo con lingotes de metales, y no existía la noción de capitalización. Sí, en cambio, la de riqueza, y la del poder que la riqueza proporcionaba. Las elites iberas se dieron cuenta muy pronto de lo que eso significaba.
Como los griegos apenas se implantaron en España, su influencia se canalizó a través de sus productos, en particular la cerámica. En Ampurias quedaron algunas esculturas espléndidas, como la de Asclepios, dios de la medicina. Las decoraciones pintadas de sus vasijas debieron de producir un fuerte impacto visual. Los iberos supieron incorporar a su propia tradición algunos de estos motivos, como en la bicha de Balazote (Albacete), una talla que representa un toro con cabeza de hombre barbudo. También les interesaron los leones, como motivos funerarios, sustituidos luego por los lobos y las esfinges. Las esculturas de Cerrillo Blanco en Porcuna (Jaén) pertenecen en buena medida al mundo griego, con sus combates de héroes. Los elegantes rasgos de las damas iberas atestiguan la admiración y la sensibilidad con la que nuestros antepasados contemplaron las obras de arte traídas por aquellos hombres, valientes e imaginativos.
Los iberos y la España oriental
La decadencia y el final de Tartessos llegaron tras el año 535 a. n. e., cuando en Alalia (Córcega) se enfrentaron los cartagineses y los etruscos contra los griegos para dirimir la supremacía en el Mediterráneo occidental y el control de la plata española. A partir de ese momento, el predominio cartaginés, con su base en Cádiz, pudo tal vez contribuir a la desaparición de aquel reino. Quizás fueron otras las causas, como la pérdida del control sobre el comercio de las elites tartésicas, o las invasiones de origen céltico. Fue el final de un mundo original, entre ibero y oriental, que pasó a incorporarse a la leyenda de los orígenes de España.
Los hombres de Tartessos, efectivamente, pertenecieron al tronco común de los pueblos iberos. Como los iberos tenían escritura, una forma de situarlos en la península es mediante sus testimonios escritos. Según esto, los iberos se repartieron por el territorio tartésico, al este del Guadalquivir, por el sur de Portugal, en la cuenca del Guadiana, y también por todo el levante, desde la cuenca del Júcar hasta los Pirineos, con poblaciones a lo largo de la cuenca del Ebro. Como los iberos son autóctonos, o más antiguos que otros pobladores de España, han dado pie a intensas fantasías nacionalistas, ya sean españolistas o catalanas. Los aficionados a estas especulaciones vieron en ellos el origen de las respectivas naciones, incluso de la etnia correspondiente, con sus rasgos morales y de carácter que el pueblo español, o el catalán, habría mantenido después a lo largo de muchos siglos de historia.
La escritura ibera, en sus variantes, es de procedencia griega y fenicia. Los iberos, por muy autóctonos e independientes que fueran, no tenían problemas en incorporar usos, costumbres y productos de fuera, al contrario. Tartessos es un buen ejemplo. Los iberos de la región debieron de recibir bien a los fenicios que comerciaban con ellos. A veces, de tanto como les gusta a los iberos la exhibición oriental de la opulencia, mejoran el original. También por eso el sustrato ibero resulta misterioso y difícil de separar de los gustos orientales. La escritura ibera sigue siendo indescifrable. La lengua o las lenguas que hablaban aquellos hombres se perdieron para siempre con los romanos, y aunque se haya conseguido leer los textos, no se sabe lo que quieren decir.
El nombre genérico de «iberos» reúne a pueblos o grupos diversos. Los historiadores y geógrafos antiguos nos han transmitido sus nombres. En la región de Tartessos estaban los turdetanos, que heredaron la cultura tartésica, y los túrdulos. Los bástulos vivían en la costa mediterránea de Andalucía y los bastetanios en la Andalucía interior, la oriental y la región de Murcia. Más arriba, entre Valencia y Castellón, habitaban los contestanos y los edetanos, y en La Mancha, los oretanos. Alrededor del Ebro, y más arriba, estaban los layetanos y los ilergetas, entre otros.
Vivían sobre todo de la agricultura y producían excedentes —de trigo, de olivo y de vid— que comercializaban. También producían lino, que requería una agricultura de regadío, y esparto. Los dos productos dieron lugar a industrias prósperas, como las que produjeron las cerámicas, las armas y las esculturas. Por lo menos algunos de ellos formaron sociedades jerarquizadas y especializadas, con sacerdotes y guerreros que ocupaban los más altos puestos y concedían gran importancia a la guerra como actividad generadora de prestigio y de riqueza. Vivían en asentamientos pequeños, o bien en pequeños recintos fortificados, o —algo cada vez más frecuente con el tiempo— en poblados grandes o ciudades, llamados «oppida», también fortificados pero que controlaban todo un territorio. Estas ciudades estaban situadas en lugares estratégicos, y las formaban casas en general rectangulares, de adobe sobre base de piedra, con tejados de madera cubiertos de vegetal. Atestiguan el éxito de los iberos en su incorporación de las costumbres venidas de fuera, en la creación de un poder político capaz de organizar los suministros necesarios para la continuidad de la vida en la ciudad, y para el intercambio. Al lado de Emporion, los iberos construyeron una ciudad propia, Ullastret, más compleja y sofisticada que la primera.
Solían enterrar a los muertos después de quemar los cuerpos y dieron una gran importancia a algunos animales, como el toro y el lobo. Algunas de las manifestaciones más altas del arte español están relacionadas con estas prácticas religiosas. Las «damas», como la de Elche o la del Cerro de los Santos (Albacete), son estatuas funerarias. La de Baza resguardaba los restos de un ser humano y su ajuar funerario. Otras esculturas, como las de Cerrillo Blanco, dan fe de la finura con la que se llegó a plasmar el cuerpo en movimiento. ¿Sería su autor un artista griego? En Pozo Moro, en Chinchilla (Albacete), un gran túmulo funerario iba adornado con escenas infernales que parecen salidas de algún santuario de la ribera del Éufrates. Los múltiples ejemplos de exvotos, figuras y pequeñas esculturas configuran un estilo al mismo tiempo oriental y propio, hasta el punto de presentar un aire inconfundible. Por mucho que podamos intuir que los iberos se orientalizaron por decisión propia, ¿cómo es posible que no podamos saber más de gente capaz de asimilar gustos que les eran, en apariencia, tan extraños?
Vecinos de los iberos, y mezclados con ellos hasta el punto de llevar su nombre, vivían los celtíberos, pueblos o comunidades que ocupaban el centro de España y la meseta oriental desde la margen derecha del Ebro. El término «celta» (keltoi, en griego) aparece referido a los habitantes de las zonas más occidentales de Europa, incluido el suroeste de España. Los celtas participan de un sustrato cultural indoeuropeo extendido a principios del primer milenio antes de Cristo por todo Occidente. El núcleo primero español se sitúa en el área en torno al Alto Duero, Alto Tajo y Alto Jalón, y luego se extiende por el centro y el oeste de España. Son considerados celtíberos pueblos como los arévacos, los belos, los titos, los lusones y los pelendones. Fueron incorporando lentamente, a lo largo de casi mil años, elementos culturales mediterráneos, como el armamento, el torno de alfarería, el urbanismo y la escritura. De ahí el nombre de celtíberos, y de ahí los rasgos que los distinguen de los celtas centroeuropeos. Ocupaban una zona extensa en el centro-norte de España, y algunos cálculos cifran la población en unos 450.000 habitantes. Hablaban una lengua celta y solo muy tarde, ya en el siglo II a. n. e., empezaron a utilizar la escritura, de fuerte influencia ibérica.
Los celtíberos antiguos, entre el 600 y el 400 a. n. e., vivían en asentamientos estables, los castros, que son pequeños núcleos de población con una calle central, situados en alto, en lugares estratégicos, con agua y buenas comunicaciones, también con defensas naturales y fortificaciones como murallas, torreones circulares y fosos. Incineraban y enterraban a los muertos, fabricaban cerámica a mano y trabajaban el hierro. Poco a poco las fortificaciones adquirieron más complejidad y los asentamientos fueron más numerosos, y mayores. También hay más zonas de enterramiento y gracias a ellas sabemos que las armas eran un objeto de prestigio, algo característico de las sociedades jerarquizadas. Los guerreros aristócratas concentran el poder, el prestigio y los objetos de lujo: armas y cerámicas importadas. Estos mismos grupos controlan los recursos y el comercio, gracias al cual obtienen los objetos que desean. La economía es agrícola y ganadera, y los celtíberos desarrollaron la industria siderúrgica hasta el punto de fabricar algunas de las armas más apreciadas por los militares romanos, como la falcata, la espada corta celtíbera también llamada gladius hispaniensis o «espada española», más corta que la que solían manejar los galos.
A partir del año 225 a. n. e. empiezan a aparecer las primeras ciudades —oppida—, con edificios públicos y fortificaciones complejas, que se convierten en centros de redistribución de mercancías. Son los años de la invasión romana, que empieza en plena fase expansiva de los celtíberos. Al mismo tiempo que luchan contra los invasores, los celtíberos asimilan algunas de sus costumbres. La organización política de las ciudades lleva a la constitución de asambleas públicas. Se establecen instituciones ajenas al grupo familiar, como la clientela, que forja lazos de interés y de lealtad entre un líder y un grupo de personas dependientes. Los aristócratas se constituyen definitivamente como grupo dominante y concentran la propiedad de la tierra, porque hay distinción entre la propiedad pública y la propiedad privada. Se promulgan normas de derecho público, algunas de las cuales van escritas en placas de bronce. Aparece el regadío y los artesanos —orfebres o fabricantes de armas— alcanzan una gran maestría. Los celtíberos practican un arte de formas geométricas propias muy marcadas, sin influencias orientales o mediterráneas, al que se mantuvieron fieles. En estos años los celtíberos acuñan moneda, en parte para contrarrestar la estrategia romana y reunir apoyos y aliados.
Aquellos antepasados nuestros adoraban a dioses como Lug, divinidad suprema, y Epona, diosa de la fertilidad. Estrabón dice que los celtíberos hacían sacrificios a un dios sin nombre, «de noche en los plenilunios, ante las puertas, y con toda la familia danzan y velan hasta el amanecer»6. Como todos los celtas, reservaban espacios sagrados en la naturaleza. Eran bosques, fuentes o montañas donde vivían las divinidades. Se conoce el santuario de Peñalba de Villastar, en Teruel, y ha quedado, en los nombres de lugares y durante mucho tiempo en la cultura popular, la referencia de matiz truculento al «pozo Airón», siendo Airón el nombre del dios de las aguas profundas, tal vez del inframundo y de la muerte.
A pesar de la riqueza de su cultura y de la complejidad de sus formas de vida, solemos relacionar a los pueblos celtíberos casi exclusivamente con la guerra y el combate. Es cierto que constituyeron sociedades en las que la guerra era una actividad primordial y los guerreros ganaban riquezas y prestigio. A los muertos en combate los exponían en campo abierto, para que los buitres llevaran su alma al más allá. Tito Livio dice que cuando el cónsul Catón prohibió las armas en algunas ciudades españolas, «muchos de los habitantes se mataron», y añade: «Nación feroz, que no concibe la vida sin llevar armas»7. Cicerón, por su parte, afirma que «los celtíberos se alegran en la lucha y se lamentan si están enfermos»8. Se suele encontrar mercenarios celtíberos al servicio de cartagineses, romanos, iberos y turdetanos. Algunos de ellos llegaron hasta Atenas, como lo prueba un fragmento de una comedia de Aristófanes, el hombre de teatro ateniense del siglo V, y Platón, que tal vez los conoció en Siracusa (Sicilia), incluye a los celtas y a los iberos entre los pueblos bárbaros —como los escitas, los persas y los cartagineses—, «gente belicosa, [que] bebían el vino puro»9. Las elites ibéricas, efectivamente, lo bebían en cráteras, grandes copas a veces importadas de Grecia. Los mercenarios iberos, descontentos con el salario recibido, declararon la guerra a Cartago después de la Primera Guerra Púnica. Fue uno de los episodios más feroces del conflicto. De por sí, las sociedades celtíberas, aunque guerreras, no mantenían grandes ejércitos. Los enfrentamientos eran cortos y los celtíberos, belicosos, no desdeñaban las razias contra sus vecinos.
Estos mismos celtíberos se enfrentaron a los cartagineses y resistieron a los romanos cuando las dos grandes potencias de la época decidieron ocupar política y militarmente su territorio. Unos pueblos establecieron alianzas con los invasores antes que otros, pero en conjunto les plantaron cara durante doscientos años, con una infantería ligera, tácticas de guerrillas y de tierra quemada, y disposición a resistir, a veces hasta la muerte, como en Numancia, o durante meses, como en la ciudad de Intercatia (en Palencia, quizás). Olíndico, muerto en el 170 a. n. e., intentó sorprender a un cónsul romano de noche con el asalto a su campamento. Un soldado lo mató con su lanza cuando Olíndico estaba ya muy cerca de la tienda del cónsul. El historiador Polibio comparó aquella guerra interminable con el incendio de un monte, que se enciende de pronto, cuando parece que está apagado. Otro historiador, Diodoro, habla de ella como la «guerra de fuego»10.
En la España interior de la inmensa cuenca del Duero, en lo que hoy es Castilla y León, vivió durante largo tiempo un pueblo conocido como la «Cultura del Soto». Cultivaban el trigo, tenían ganado y vivían en recintos sin defensas A principios del siglo V, se generaliza el hierro y gracias a él se intensifica la producción de cereal, lo que permite acumular excedentes para comerciar con los vecinos. Así se empiezan a agrupar en poblados e incorporan el torno para fabricar la cerámica. También incineran a los muertos antes de enterrarlos. Son los llamados «vacceos», que vivirán en grandes asentamientos de hasta 7.000 habitantes, con grandes extensiones dedicadas a la agricultura y el pastoreo entre cada uno de ellos. También honraban a sus muertos en la guerra, «por nobles y por valientes», según escribe un autor romano, Claudio Eliano11.
Vecinos de los vacceos eran los vettones, que vivían en Ávila, en Salamanca, al sur de Zamora y al oeste de Toledo. Como ocurrió en el territorio de los vacceos, y en toda Europa, el hierro facilitó la explotación agrícola, una mayor población, asentamientos más prolongados y una nueva jerarquía social. Los vettones gustaban de vivir en castros situados en terreno elevado, de difícil acceso y bien defendidos. Participaban de la cultura guerrera de muchos de estos pueblos, lo que no facilitaba la estabilidad social. Cultivaban los cereales y, como había muchos más robles y encinas que ahora, también se alimentaban de bellotas, que molían. A los vettones debemos las esculturas de toros, cerdos y jabalíes (los verracos) que pueblan toda esta región española. Nos han llegado unos cuatrocientos ejemplares, y los más famosos se levantan aún hoy en El Tiemblo (Ávila). Son los famosos Toros de Guisando. Como los verracos están situados en lugares bien visibles, es posible que delimitaran prados y pastizales, aunque también puede ser que tuvieran un significado mágico o religioso, de protección. El gusto por los productos y las costumbres romanas, las nuevas ciudades y las vías de comunicación acabaron con la originalidad de este pueblo, como ocurrió en toda España.
Los pueblos del norte, en particular los astures, fueron los últimos que se rindieron al poder imperial de Roma. Los romanos los conocían como astures y galaicos, y son de origen incierto, tal vez celtas, tal vez descendientes de habitantes más antiguos de la zona. Hoy se les llama «celtas atlánticos». Los primeros restos, y los primeros utensilios en hierro, aparecen en el siglo X a. n. e. en el norte de Portugal. Dos siglos después se generalizan los castros, cada vez más numerosos y mejor fortificados. A pesar de su lejanía y de su aparente aislamiento, mantuvieron relaciones comerciales con otras sociedades mediterráneas. A partir del siglo V, incluso aparecen grupos de cartagineses establecidos en algunos castros de la región, y se encuentran objetos procedentes de la zona del Estrecho de Gibraltar. Al este de la costa cantábrica estaban los vascones, un nombre que no indica diferencia étnica con respecto a sus vecinos, entre ellos los caristios y los várdulos.
A partir del siglo III a. n. e., España entra en situación de guerra permanente, aunque no en todo el territorio por igual. Entonces estos pueblos del norte construirán nuevas fortificaciones, algunas de ellas impresionantes. Surgirá un repertorio nuevo de imágenes bélicas y se fabricarán más armas y más variadas. La resistencia que los astures opusieron a los romanos, y su localización en los confines del mundo conocido, nos transmiten, otra vez, una imagen tal vez errónea. Aunque no tan avanzados como otros pobladores de España, los astures y los galaicos no se dedicaron solo a la guerra, ni estaban del todo aislados.
Según la leyenda, la ciudad de Cartago fue fundada el año 814 a. n. e. por la hija de un rey de Tiro, la princesa Dido, que huyó de su patria. El poeta romano Virgilio cuenta que Dido se enamoró de Eneas, el príncipe troyano que huía de la destrucción de Troya, su ciudad, llevando a su padre con él. Eneas acabó abandonando a Dido, que se suicidó. El héroe fundó Roma, la ciudad que acabaría con el poder de Cartago y la destruiría hasta sus cimientos.
Cartago, ciudad de fundación fenicia, desarrolló un Estado propio cuando Tiro, que había alcanzado su máximo esplendor con el rey Hiram I, decayó tras su derrota por Nabucodonosor II en el siglo VI a. n. e. y fue absorbida por el nuevo Imperio babilónico. Los nombres de las ciudades de Tiro y de Sidón seguían teniendo prestigio en todo el Mediterráneo, pero quienes controlaban la parte occidental eran los cartagineses. Habían heredado de los fenicios la valentía, el carácter emprendedor y comercial, y las técnicas de navegación. Eran hombres de mar. Exploraban las costas con navegación de cabotaje y se aventuraban en grandes viajes que los llevaron a la costa atlántica de África y hasta las Islas Británicas. Con ellos —y con los fenicios— empezó la exploración del Atlántico por los pueblos del Mediterráneo. En el 509 y en el 348 a. n. e., los romanos firmaron sendos tratados con Cartago en los que reconocían la hegemonía de la antigua ciudad fenicia.
En España, los cartagineses se instalaron allí donde se habían instalado sus antecesores. Ibiza alcanzó su máximo desarrollo a finales del siglo IV a. n. e. Llegó a tener unos cinco mil habitantes y también hubo asentamientos cartagineses en Formentera. Cádiz, por su parte, pasó de depender de Tiro a convertirse en una auténtica ciudad estado, como Málaga. Cartago continuó las relaciones comerciales con las dos y estableció otros enclaves, como Carteia, en la bahía de Algeciras.
Los cartagineses siguieron explotando los recursos minerales españoles, en particular la plata, que financiaba el ejército con el que mantenían a raya a Roma. Se calcula que durante la Segunda Guerra Púnica (218-201 a. n. e.), llegaron a producir unas 46 toneladas de plata al año. Allí donde se asentaban, practicaban una agricultura intensiva cerca de las ciudades. Ni a los fenicios ni a los cartagineses les interesaba la agricultura extensiva propia de los latifundios romanos. Seguían cultivando el olivo y la vid. También practicaron la pesca: atún, bonito y melva en la costa de Cádiz y Huelva, y boquerón y sardina en la costa mediterránea. A partir del siglo V a. n. e., la riqueza pesquera de las costas españolas propició la aparición de factorías de salazones y salsa de pescado, una industria compleja que requería la producción simultánea de grandes cantidades de sal y también de recipientes, sobre todo ánforas, para trasladar y exportar los productos a Cartago y a otros puertos del Mediterráneo.
De hecho, los cartagineses comerciaban con toda España, desde los enclaves griegos hasta las ciudades ibéricas y, más al norte, las celtas. La factoría española alcanzó tal grado de desarrollo que no bastó con la moneda cartaginesa. Así se empezó a acuñar moneda en Cádiz, primero en cobre y luego en plata. Tras el desembarco militar cartaginés en nuestro país, se incrementó la producción de moneda para suplir las necesidades militares de los invasores. De sus dioses, los cartagineses trajeron aquí a Tanit, la antigua Astarté, diosa de la fertilidad, que alcanzó gran popularidad y se integró en las divinidades y cultos fenicios ya practicados antes. En España, en cambio, no se practicaron —o al menos no hay rastro de ellos— los sacrificios de niños propios de Cartago.
El principio del fin de aquel imperio industrial y comercial llegó cuando los cartagineses decidieron ocupar España, en parte para pagar la deuda contraída con Roma tras la Primera Guerra Púnica, en parte para recuperar el prestigio y el poder perdido durante el enfrentamiento, en particular con la cesión de Cerdeña y Sicilia. En el 236 a. n. e., Amílcar Barca (c. 270 a. n. e.-228 a. n. e.), con su hijo Aníbal, de nueve años, cruzó el Estrecho de Gibraltar y restableció aquí las posesiones de los cartagineses. Fue una empresa estatal, organizada desde Cartago, y Amílcar tuvo que enfrentarse a la oposición de los celtíberos y los iberos, que en cambio nunca habían opuesto resistencia a los intercambios comerciales ni a las nuevas ideas y costumbres. En la guerra por la independencia se distinguió el general celta Istolatio, derrotado y muerto en combate. Indortes, hermano o amigo suyo, intentó escapar del asedio al que le sometió Amílcar, pero fue apresado y crucificado, después de ser torturado. A su vez, Amílcar fue vencido por Orissón, rey de los oretanos, cuando asediaba la ciudad de Helike, Elche o tal vez Elche de la Sierra (Albacete). Murió ahogado al intentar ponerse a salvo. Antes había fundado Alicante (Akra Leuké) sobre un antiguo asentamiento ibero.
Le sucedió el ambicioso Asdrúbal (245-207 a. n. e.), yerno de Amílcar. Asdrúbal venció a Orissón, pactó con los pueblos iberos, se casó con la primogénita de uno de sus reyes y estableció su base de operaciones en Cartagena (Qart Hadashat, o Cartago Nova), con su espléndida bahía. Cartagena iba a ser la nueva Cartago de la dinastía de los Barca en España. Tras pacificar el territorio ocupado, Asdrúbal firmó con Roma, en el 226 a. n. e., el Tratado del Ebro, que fijaba el Ebro (o quizás el Júcar) como límite de los territorios bajo influencia romana y cartaginesa. Todo se vino abajo cuando Asdrúbal fue asesinado, tal vez en represalia por la muerte de un noble español llamado Tago. Con Aníbal al frente de la España cartaginesa, Cartago y Roma emprenderían una última lucha que no podía acabar más que con la derrota y la desaparición de una de las dos grandes potencias del Mediterráneo occidental. Por España correría aún más sangre, a raudales. Se dirimió entonces si España, la tierra del confín del Mediterráneo, caería del lado de Oriente o del de Occidente. En buena medida, el destino de Occidente se jugó entonces, como iba a ocurrir después, aquí, en nuestro país.