LA DISFORMIDAD

—Padre…

Está esperando. Siempre ha estado esperando. En este lugar, el tiempo no existe, no de verdad, no a menos que las fuerzas que viven en su marea lo conjuren en un sueño. Aquí, la eternidad es la verdad.

—Padre…

Poco a poco, con cansancio y a desgana, forma la idea de unos ojos, de una boca, de extremidades, de un asiento bajo él. En la lejanía hay otro asiento, y un hilo de pensamiento y voluntad que lo vincula de vuelta a un lugar de metal, piedra y tiempo. —Padre…

Abre los ojos.

La oscuridad se encuentra ante él y se extiende a lo largo de todas las dimensiones. La oscuridad y él a solas. En ese momento percibe el eco de cada hombre y cada mujer que alguna vez se han despertado junto a una hoguera que amenaza con apagarse, y que han visto la noche arrastrarse poco a poco hacia ellos conforme la luz de las llamas se desvanece.

La oscuridad se torna un espejo negro. Mira a su reflejo: un hombre sentado en una silla de piedra, anciano, con una piel oscura que cuelga de los huecos de sus mejillas. Su barba está manchada del color del hierro y la nieve. Los hombros y extremidades bajo su túnica simple y negra son delgados. El polvo llena las suelas desnudas de sus pies. Tiene los ojos claros, y no hay rastro de amabilidad ni de piedad en ellos.

El asiento y el hombre se encuentran sobre una estrecha plataforma de piedra. Tras él arde un muro de fuego que se curva hacia arriba y arde y reluce como la superficie de una estrella. El reflejo cambia. Por un instante, una silueta de hierro y cuchillas, con ojos ardientes como carbones, le devuelve la mirada desde un trono de cromo. Entonces desaparece, y el reflejo se convierte en una mezcla de imágenes que se superponen una sobre la otra: un guerrero dorado con la espada desenvainada frente a las puertas de una fortaleza colosal, una figura ante la boca de la cueva de una montaña, un niño con un palo y los ojos llenos de miedo, una reina con una lanza en lo alto de un acantilado, un águila con diez alas que vuela contra un cielo lleno de rayos; las imágenes cambian sucesivamente como las de unas cartas que se lanzan al aire. —¿Hay algo de verdad en ti? —pregunta la voz que proviene de la oscuridad.

Las imágenes se desvanecen, y la oscuridad vuelve a presentarse ante él. Cae hacia el abismo de abajo, como una cascada de tierra obsidiana.

—¿Hay algo de verdad en la raíz de tus mentiras, padre?

La oscuridad se convierte en un bosque: troncos oscuros que se alzan hacia un cielo inalcanzable, raíces que se arrastran hacia el abismo que hay abajo. El hombre de la silla está sentado en el suelo cubierto de nieve, con una hoguera encendida ante él. Una sombra se desplaza por la oscuridad entre los árboles. Es enorme, con un pelaje azabache y ojos plateados. La criatura arrastra la oscuridad tras de sí conforme avanza, pero se detiene antes de llegar al borde de la luz.

—Afirmas ser un hombre —dice el lobo—, pero eso es una mentira que se ha revelado ante cualquiera que pueda verte aquí. Niegas buscar ser un dios, pero estableces un imperio para que te venere. Te haces llamar el Señor de la Humanidad, y esa es tal vez la única verdad que has pronunciado alguna vez: que quieres hacer que tus hijos sean esclavos.

El lobo ladea la cabeza, y, por un momento, deja de ser un lobo para convertirse en una sombra hinchada, marcada por los rayos, con unos ojos que son agujeros que dejan ver un horno al rojo vivo.

—Pero este hijo… —gruñe el lobo, y sus músculos se preparan bajo su pelaje al tiempo que los labios se le retiran para mostrar los dientes— este hijo ha vuelto a tu cuna de mentiras.

El lobo da un salto. En un abrir y cerrar de ojos, el bosque se transforma en una cortina de color negro cortado, el color de la migraña. La sombra de un hombre estira unas manos con forma de garra a través de la oscuridad. El fuego coge fuerza y se enciende hasta convertirse en un muro en llamas, y las garras arañan todo lo que se ha prendido fuego. La sombra arde hasta convertirse en cenizas y hollín. El lobo retrocede, entre aullidos. Unos rayos recorren la oscuridad del bosque. El lobo da vueltas a lo largo del límite de la luz del fuego. Detrás de la criatura, otros ojos brillan en las sombras más oscuras situadas entre los árboles, unos ojos relucientes y fríos como la luz de unas estrellas crueles.

El hombre gira la cabeza. No mira al lobo, sino a la oscuridad que se encuentra tras él.

—Reniego de ti —dice el hombre, y, en ese lugar que es más real que la vida misma y tan irreal como un sueño, sus palabras hacen temblar la oscuridad con su estruendo.

—¿Ni siquiera vas a hablar conmigo, padre? Ahora que tu imperio de mentiras se desmorona, ¿no me vas a contar la verdad? —Sois una sombra —dice el hombre—, nada más que eso. No ofrecéis nada porque no sois nada. Venís con un hijo transformado en marioneta, pero no le habéis contado por qué lo necesitáis. Lo necesitáis porque no contáis con nada que sea verdad, con ninguna espada que no sea una falsedad, con ninguna fuerza que no sea mentira. Lo necesitáis porque sois débiles. Lo necesitáis. Le tenéis miedo. Y fracasará.

Unas carcajadas llenan la noche, como un aleteo de alas, el traqueteo del sonido de un moribundo que intenta respirar, y se arremolinan entre ellas una y otra vez en bucles de risotadas. La oscuridad se hincha hacia delante, se estira, se arremolina, se estruja. El hombre del asiento de piedra se estremece. El fuego se dobla y se encoje. La imagen del hombre también parpadea, y, por un segundo, se asemeja a un cadáver sentado sobre un trono, con los huesos de sus manos aferrados a sus reposabrazos, adolorido.

Cierra los ojos.

La imagen empieza a tornarse borrosa, como si la viera a través de un viento lleno de polvo. Las carcajadas aumentan de volumen cada vez más.

Siempre ha sido así: una y otra vez, en incontables formas y metáforas, la muerte y la oscuridad se ponen distintas caretas. El ciclo continúa sin fin, se repite y aúna cada vez más fuerzas conforme la Noche se acerca con su hambre voraz. Y tanto entonces como ahora, solo hay una respuesta ante ello.

Matanza.

Sangre y finales.

Sacrificios y muertes.

—He vuelto —anuncia la voz del lobo en la oscuridad.

—Reniego de ti —dice el hombre, conforme la imagen se desvanece hasta convertirse en el eco de un sueño y en una risotada sin fin.