
Ahriman olió lo que le habían hecho al prisionero incluso antes de verlo con sus propios ojos. El tufo a sangre y carne cruda le había inundado la nariz en cuanto se había abierto la puerta de la celda. Habían colgado al prisionero por la piel. Una lámpara rodeada de alambre bañaba de luz amarilla el cuerpo suspendido. Varios ganchos oxidados le perforaban la espalda y los brazos, y ya no le quedaba piel en las manos. La piel expuesta exudaba un líquido traslúcido en un vano intento por curarse. Un ojo inyectado en sangre se clavó en Ahriman cuando entró en la celda, y fue entonces cuando se dio cuenta de que le habían quitado el otro ojo. El prisionero tenía restos de sangre en la mejilla derecha, justo debajo de la cuenca vacía, y dos heridas con sangre coagulada en la frente. Ahriman vio dos pernos de metal centelleando entre las salpicaduras del suelo.
Gzrel había dejado al prisionero y a sus hermanos Space Marine en manos de Maroth, y era obvio que el vidente había decidido probar a destrozar el cuerpo del Space Marine antes de quebrantar su voluntad. De hecho, no tenía la menor duda de que la piel de las manos del prisionero ahora colgaba de la armadura de Maroth.
—¿Por qué has venido? —preguntó el prisionero con un gruñido ronco.
Ahriman no respondió de inmediato. ¿Por qué había venido? Gzrel se había mostrado reacio a dejar que Ahriman se acercara a su nuevo trofeo, pero Ahriman había insistido hasta que Gzrel había cedido. Había conllevado mucha sutileza y no había estado exento de peligro. ¿Por qué había asumido ese riesgo? Creyó que lo había hecho a fin de averiguar lo que el prisionero recordaba de la batalla, pero ahora, al observar el rostro mutilado y sangriento del Space Marine, se preguntaba si su motivación había sido otra.
—¿Qué recuerdas? —inquirió Ahriman. Tras la manifestación demoníaca, Gzrel y el resto de iniciados del Tormento se habían abalanzado sobre ellos. Varios supervivientes de la manada de Karoz habían mencionado la sombra que había engullido al campeón y el fuego que lo había hecho desaparecer. Gzrel había dado por hecho que el prisionero había sido quien había quemado al demonio. Precisamente esa hazaña era la que había impresionado al señor del Tormento y lo había convencido de quedarse con el prisionero y sus hermanos. Había pedido a los Space Marine que se arrodillaran ante él, pero se habían mantenido indoblegables. Esta rebeldía había llevado al prisionero a esta cámara y le había costado un ojo. El prisionero torció el labio, dejando al descubierto unos dientes pálidos que brillaban con la sangre de sus heridas. —Recuerdo a mi hermano muriendo. Recuerdo que el pecho se le partió en dos. Recuerdo el hedor de la disformidad. Recuerdo una sombra. —Ahriman percibió un destello en el ojo del prisionero. Su aura brillaba con una ira, una rabia y un poder ligados a una voluntad crispada—. Lo recuerdo, hechicero.
Ahriman asintió.
«Lo sabe», pensó Ahriman. «Me vio y sabe lo que soy en realidad». Había acudido a la celda desarmado, pero eso no impediría que silenciara al prisionero. Sus dedos se retorcieron y sintió cómo su pensamiento se hacía eco en la disformidad. Qué fácil sería. «No», pensó. En cuanto relajó la mente, la disformidad se sosegó.
—Mi señor desea tu servicio. Percibe un gran poder en ti. —¿Es por eso que estás aquí, hechicero? —Ahriman volvió a intuir el odio en sus palabras.
—Yo sirvo a mi señor —contestó Ahriman—. Y tú eres un psíquico, adiestrado en el combate y la destrucción. Siente predilección por los juramentos de los psíquicos, y tú has despertado su curiosidad.
El prisionero agitó los músculos desnudos e hizo sonar las cadenas. En ese instante empezó a manar sangre fresca de las zonas donde los ganchos le perforaban la piel.
—Tu señor es esclavo de las mentiras y la ignorancia. —Al hablar se le escapó algo de saliva moteada de rojo—. Mi juramento es solo mío, y no se lo prestaré a él.
—Hay cosas peores.
—¿Las hay? Tal vez para ti, hechicero. Temes a la verdad, lo percibo sin necesidad de verte la cara o de oírte decirlo. Yo no temo a la verdad, aunque vaya a costarme la vida.
«Unas palabras que alguna vez me habría dicho a mí mismo», pensó Ahriman.
—Y, sin embargo, sigues vivo.
El prisionero soltó una risa ensangrentada que hizo temblar las cadenas.
—Sí, sigo vivo. Gracias a tu mentira. ¿Deseas que te dé las gracias?
Ahriman se quedó en silencio un momento; luego levantó el brazo y se quitó el casco. Los ojos azules, enmarcados por un rostro de suave piel aceitunada, se encontraron con el ojo y la cuenca hundida del prisionero.
—Mi señor cree que eres poderoso, y lo eres —afirmó Ahriman. Sin el casco, su voz era suave y resonante.
—No soy ningún traidor. No serviré a tu señor.
—Dices que no eres un traidor, pero esta es una nave imperial proscrita —replicó Ahriman—, y tú llevas la marca de quien ya ha roto juramentos.
Si bien era cierto que a primera vista la Hijo del Titán no parecía una nave rebelde corrupta como la Medialuna de Sangre, tampoco era ninguna imperialista perdida.
—Yo no rompo juramentos.
—Pero aquí estás, marginado del Imperio que te creó. ¿Hay alguna diferencia? —preguntó Ahriman.
El prisionero escupió y la flema ensangrentada siseó al corroer el suelo de metal.
—Puede que para ti no la haya, hechicero. —El prisionero dejó caer la cabeza sobre el pecho y cerró los párpados.
Ahriman asintió, consciente de que no obtendría nada más. Dio media vuelta y se dirigió a la puerta de la celda con la mano en alto para golpetear el oscuro metal. Se detuvo y se volvió para mirar al prisionero.
—Lamento lo de tu hermano —confesó Ahriman—. Los otros dos siguen con vida, pero no sé por cuánto tiempo.
El prisionero alzó la vista, y Ahriman notó que los marcados ángulos de su aura se difuminaban momentáneamente antes de recuperar sus líneas diamantinas. El prisionero asintió.
—¿Cómo te llamas, hechicero?
Ahriman contempló el casco negro que tenía en la mano. Tal vez había quienes todavía recordaban su nombre; pero él no era Ahriman, y no volvería a serlo.
—Mi nombre es Horkos —dijo.
El prisionero soltó una risa que derivó en una tos perruna. —Otra mentira. No te preocupes. Me salvaste la vida y, aunque es un vínculo que preferiría no tener, es uno que honraré. No descubriré tu mentira. —El prisionero hizo una pausa y respiró hondo—. Mi nombre es Astraeos, hechicero, y pongo mi silencio en tu conciencia.
Ahriman no respondió y dejó al prisionero colgado en la penumbra.
El Tormento había empezado a hacer suya a la Hijo del Titán. Ahriman prácticamente había recorrido los seis kilómetros de largo que medía la nave en el camino de vuelta a sus aposentos, y en cada esquina había encontrado una nueva señal que indicaba que el Tormento hundía los colmillos cada vez más en el buque. Les había costado activar los sistemas de la Hijo del Titán, pero eso no les había impedido reclamar su alma. Los servidores y varios grupos de esclavos fustigados habían limpiado la carnicería ocasionada por la batalla, pero solo para que el Tormento la reemplazara por otra. El olor a carne quemada y hollín impregnaba el aire. En las cubiertas abiertas y pasillos más amplios, Ahriman se había encontrado con varias manadas del Tormento, apiñadas alrededor de braseros rudimentarios y hogueras repletas de cadáveres donde las llamas devoraban la carne. Los iniciados del Tormento aullaban en torno a las hogueras mientras veían cómo la grasa y la piel se calentaban hasta hervir, haciendo que el humo que emanaba de ellas se propagara en nubes grasientas. Gritaban cánticos guturales a la vez que vertían un líquido oscuro sobre la cubierta en libación.
Ahriman caminaba en el filo de la luz de las hogueras para esquivar a las fragorosas manadas. Avanzaba haciendo oídos sordos a los aullidos y evitando mirar las siluetas que se retorcían en el humo de la pira. Modificó su recorrido por la nave para evitar pasar por el hangar y los espacios de carga donde se habían reunido los iniciados del Tormento. Quería despejar la mente, reflexionar sobre su conversación con Astraeos, y entender las inferencias y temores a medio formar que se amontonaban en los márgenes de sus pensamientos. Las disciplinas mentales que antes habían sido algo tan innato en él le habrían brindado una claridad inmediata, pero eran herramientas que no podía esgrimir de nuevo. Trataría de encontrar algo de tranquilidad, y tal vez así hallaría paz. Pero la paz lo eludía. Incluso por los pasajes y pasarelas secundarios veía señales que evidenciaban la suerte cambiante de la Hijo del Titán. La nave no parecía contar con una tripulación humana viva, no en el sentido estricto de la palabra, solo con servidores, y los iniciados del Tormento habían marcado a todos los que Ahriman había visto. A aquellos que aún conservaban sus rostros humanos les habían arrancado la piel y sonreían a Ahriman con caras húmedas cubiertas de tendones. Y a aquellos que carecían de un rostro verdadero les habían clavado trozos de piel sobre los visores para que los sensores oculares se vieran a través de los agujeros estirados de los ojos y la boca. También habían traído esclavos de la Medialuna de Sangre. Se movían arrastrando los pies en largas filas y tenían marcas en la piel grisácea de las que supuraba pus. Casi todas ellas habían trabajado en la Medialuna de Sangre durante todas sus vidas y nunca habían visto la luz de un verdadero sol. Existían únicamente para trabajar. La suya era una existencia miserable, una que no sería más llevadera en la Hijo del Titán. Los supervisores mutantes ya acechaban por las pasarelas y las cubiertas inferiores, llevaban las maltrechas armaduras llenas de sangre y de colgajos de piel de aquellos que de alguna forma habían disgustado a sus maestros.
No era la primera vez que Ahriman veía algo así, como si hubiese una cantidad limitada de atrocidades imaginables. Esa era una verdad que había observado una y otra vez en el destino de aquellos que habían sucumbido a los poderes de la disformidad. Los instintos más bajos y básicos eran lo primero y lo que más salía a relucir, del mismo modo en que las impurezas salen a la superficie candente de un crisol de fundición.
«¿Y yo qué?», pensó mientras se apuraba a pasar por un compartimento de carga bordeado de columnas. Aquí también había piras ardiendo y cánticos que resonaban en el aire. «Yo he caído tan bajo como estos miserables, puede que incluso más. ¿Cómo puedo pensar que no he cambiado en absoluto? No soy mejor que ellos. A su espíritu lo mueve la rabia; al mío, el orgullo. Somos iguales, solo el camino que llevó a nuestra caída fue diferente».
—¿Te ha gustado mi trabajo? —La voz ronroneó desde las sombras. Ahriman se detuvo al percatarse de que había permitido que su conciencia revelara por dónde deambulaba. Maroth salió de detrás de una columna con caras de metal. Aunque el vidente mostraba los dientes afilados, nadie habría calificado esa expresión de sonrisa. Tenía una mano apoyada en la empuñadura de una espada envainada; y en la otra llevaba una cuerda llena nudillos que iba pasando entre los dedos. Los huesos hacían ruido al golpear el metal de su guantelete. Ahriman olía el poder en él, rancio y denso como el aliento de un demonio.
—¿Obra tuya? —preguntó Ahriman, aunque sabía que Maroth se refería a Astraeos. El vidente sonrió y los huesos volvieron a chasquear entre sus dedos.
—Me comí el ojo —confesó—. Horkos, ¿sabías que antes se pensaba que comerse un ojo otorgaba sabiduría? —Se encogió de hombros, haciendo que las pieles curtidas de los hombros golpearan contra las placas de la armadura—. Ya lo veremos. Quizá tú deberías probar el otro, si decidimos sacárselo.
Ahriman permaneció en silencio con la cabeza inclinada en señal de respeto.
«Comerse un ojo no otorga sabiduría, imbécil», pensó. «Quien sacrifica el ojo es quien recibe la bendición, no quien lo toma». —En cuanto a los otros dos prisioneros… Bueno, si rehúsan inclinarse ante nosotros, tal vez podamos comprobar qué efecto tienen varios ojos.
«Antaño te habría enseñado cuán profunda es tu ignorancia». El pensamiento gruñó en la mente de Ahriman, que tuvo que esforzarse por reprimirlo. Él era Horkos, el perjuro, el peor de los renegados; Horkos no tenía esos pensamientos.
—Sí, maestro —contestó. Maroth se rio entre dientes, haciendo un sonido similar al traqueteo de las escamas secas. —Bien. Ven conmigo. Hay algo más que deseo que aprecies.
La oscuridad envolvió a Ahriman mientras seguía a Maroth. Tras unos minutos, Ahriman supo que se dirigían al casco exterior, pues los pasajes eran cada vez más fríos y estrechos y las puertas blindadas más gruesas. Finalmente, el aire ralo dio paso al vacío y tuvieron que ponerse los cascos. Las naves como la Hijo del Titán permitían que algunas partes del casco externo drenaran el calor y la atmósfera. De manera similar a las capas de piel muerta, estas secciones, gélidas como el vacío, servían de amortiguación contra posibles daños y no consumían energía.
Cuando avanzaban por un pasaje oscuro en dirección a una puerta sellada sintió que se le erizaba la piel. Además, percibió un fortísimo olor a cobre en el aire del casco. Se detuvo con los ojos clavados en la puerta que tenía enfrente. Había algo tras esa puerta, algo que irradiaba malevolencia y hambre como el calor de una forja.
—¿Lo sientes? —dijo Maroth a la vez que se daba la vuelta para mirar a Ahriman. La parte frontal del casco de Maroth tenía la forma del hocico de un sabueso, cuyos ojos brillaban en la penumbra. Ahriman estaba seguro de que, tras el gruñido del sabueso, Maroth estaba sonriendo.
—¿Qué es? —preguntó Ahriman sin moverse. Había empezado a bloquear partes de su mente para blindar su espíritu con capas pasivas de protección.
—Ven a verlo —contestó Maroth antes de acercarse a una puerta cerrada. Era pequeña y estaba reforzada con gruesos largueros de metal. La superficie de la puerta destelló bajo la luz roja de los ojos de Maroth. Estaba llena de manchas: ojos, espirales, letras dentadas y líneas ganchudas, todas pintarrajeadas con un oscuro líquido congelado, que para Ahriman no eran más que garabatos infantiles. Entonces Maroth levantó una mano, activó la cerradura y tiró de la puerta para abrirla.
Tras la puerta había una oscuridad tan absoluta que parecía un agujero que conducía al olvido. Ahriman percibió el olor de la carne podrida y el agua húmeda, y el hedor le inundó la boca y la nariz, pese a que no había aire que pudiera transmitirlo. Maroth volvió a mirarlo, gesticuló con la mano en alto y entró. Ahriman se detuvo. Cada parte de su ser le gritaba que saliera corriendo, que se alejara de la puerta expectante, pero no podía hacerlo, debía seguirlo. Maroth no le permitiría escapar de esta revelación. Dio un paso adelante y atravesó la puerta.
Oscuridad. Por un instante no pudo ver más que los iconos que parpadeaban en el borde de la pantalla de su casco. Pero luego aparecieron varias siluetas, todas perfiladas con una luz tenue pese a que no había ninguna fuente de luz. Vio a Maroth. El vidente volvió el rostro hacia él, mirándolo con ojos que parecían brasas oscuras sobre la faz de un sabueso de hierro. La otra silueta flotaba en el espacio. Tenía las extremidades extendidas, atadas a unos muros invisibles por una maraña de cadenas y, aunque tenía el cuerpo cubierto de andrajos, podía apreciar la masa y definición muscular propias del cuerpo de un marine. La piel de su rostro y sus manos estaba completamente pálida y desprovista de pelo. Una línea de puntos rudimentarios, con los que habían suturado una herida irregular que le había atravesado carne y hueso, le recorría el pecho. Tenía varias tiras de piel curtida colgando de la piel, sujeta con alfileres, cada una de ellas repleta de marcas de quemaduras que se retorcían en cuanto se las miraba. Ahriman notó el sabor de la bilis en la boca. La figura suspendida lo miró fijamente con unos huecos negros que antes habían sido ojos.
—¿No es magnífico? —preguntó Maroth, cuya transmisión de voz estaba cargada de estática. La criatura giró la cabeza y clavó los ojos vacíos en el vidente.
«Corre. Huye ya, idiota». El pensamiento inundaba la mente de Ahriman. La criatura abrió la boca y esbozó una sonrisa que era demasiado ancha y dejaba entrever demasiados dientes. Una lengua negra acariciaba los relucientes y afiladísimos incisivos. Entonces bufó, haciendo un ruido que debería haber sido imposible dentro de la cámara sin aire.
—El marine que mató Karoz —dijo Ahriman en voz baja. —Cadar, creo que se llamaba. Sí. Quedó gravemente herido y su vida pendía de un hilo cuando llegó a mí, pero seguía vivo. Es muy fuerte. —Maroth asintió como en señal de aprobación—. La carne moribunda resultó ser un estupendo receptáculo.
A Ahriman no le había pasado desapercibido. El cuerpo del marine era una funda de carne sin espíritu, y su silueta no era más que una máscara de piel. Ahora un demonio ocupaba el caparazón que había quedado, y su esencia era oscura como la noche, rebosante de hambre y malicia. No era inteligente, actuaba por puro instinto y deseo. Las ataduras con las que Maroth lo había inmovilizado lo hacían parecer un insecto clavado a una mesa. Había juzgado mal al vidente. Era ignorante y tosco, pero había adquirido y puesto en práctica sabiduría tradicional que Ahriman no lo había creído capaz de comprender. Y el fruto de tal hazaña era una abominación.
Apartó la mirada de la criatura y vio que Maroth lo estaba observando.
—Es mío, y me obedece solo a mí —declaró Maroth.
«Quería que lo viera», pensó Ahriman, «que viera el poder que comanda. No le basta con poseerlo; otros debemos ser testigos de él y sobrecogernos». Se postró ante él, a sabiendas de que era eso lo que esperaba. La criatura bufó por encima de él. «Esta será el arma que utilice para destruir a Gzrel y arrebatarle el Tormento. ¿Me ha traído hasta aquí para poner a prueba su poder? ¿Seré yo su primera víctima?».
Maroth dejó que Ahriman permaneciera arrodillado un buen rato.
—Levántate, Horkos.
Ahriman se puso en pie y miró a los ojos rojos de Maroth. «No», pensó. «Soy su primer aliado».
—Ahora lo has visto —dijo Maroth y se dio la vuelta para irse. Al seguirlo, Ahriman sintió la mirada vacía de la criatura clavada en la nuca.
Ahriman regresó solo a sus nuevos aposentos. Gzrel le había cedido el espacio, pero había sido tanto un insulto calculado como una recompensa por sus servicios. La estancia, vasta y hacinada a la vez, no era tanto una cámara, sino un vacío en la estructura de la nave. Había un muro cubierto de remaches y soldaduras que se alzaba hasta perderse en la oscuridad que había en lo alto, y el resto de muros se unían a él en ángulos y alturas diferentes. Las tuberías atravesaban el espacio como si tuvieran prisa por llegar a otras áreas más vitales. Algunas eran tan altas como un hombre; otras no superaban el grosor de un dedo. Serpenteaban por el suelo en grupos, abarcando el espacio de manera similar a las enredaderas. Una luz espesa con tonalidades rojas exudaba de las llamas que había prendido en unos cuencos llenos de aceite para máquinas. La habitación apestaba a metal tibio, humo de aceite y aire estancado. La gruesa capa de grasa grisácea y polvo que cubría el suelo amortiguó el sonido de sus pasos al atravesar la compuerta circular. Alzó la vista y sus ojos se perdieron en la penumbra que había más allá del manto de tuberías enmarañadas. Aire, refrigerante, combustible, agua y residuos… todo pasaba por este hueco olvidado en una nave que medía seis kilómetros de largo y era capaz de albergar treinta mil almas. Se encontraba en el corazón de la nave y, sin embargo, era un lugar olvidado. Aunque debía ser una señal del lugar que ocupaba dentro del Tormento, el aislamiento le resultaba casi agradable.
Cerró la compuerta y se volvió con un movimiento que denotaba cierto cansancio. Le dolía la cabeza, pues la presencia de la criatura atada seguía presente en su mente como una magulladura. Entonces pensó en Astraeos… ¿Guardaría silencio?
Si se lo contara a Gzrel, el señor del Tormento no le creería. Tal vez.
Habría sido mejor silenciarlo.
Volvió a negar con la cabeza. Necesitaba pensar, reflexionar y recordar.
Empezó a recitar las fórmulas en voz baja, sintiendo cómo las sílabas resonaban en su boca y saboreando los sutiles cambios que se producían en el éter que lo rodeaba. Caminaba mientras susurraba y, al avanzar, iba trazando un patrón en espiral con los pies. Ya había colocado las lámparas en las posiciones correctas y las había dejado encendidas para allanar el camino. Cualquiera que las hubiese visto no se habría dado cuenta de su importancia. Con el patrón que había formado, los pasos que había dado y la concentración de su mente había construido una estructura dentro de la disformidad que haría que la cámara pasara completamente inadvertida. El ritual se alimentaba de recuerdos que se hallaban en un lugar de su interior que había sellado hacía mucho tiempo, pero necesitaba intimidad.
El aire adquirió una calidad densa y crispada, la cámara se desdibujó frente a sus ojos, y pudo oír un sonido similar al de la arena al deslizarse sobre piedra seca. Luego, con un último paso y una última palabra, la cámara volvió a verse con nitidez y se hizo el silencio.
Asintió para sí mismo, como si intentara aseverar su propia convicción, y se volvió hacia un cofre sellado que había en una esquina. El olor a polvo le inundó la nariz en cuanto abrió la tapa de metal prensado. Dentro había madejas de telas de color pálido colocadas en capas sobre unos voluminosos objetos. Sus formas habían quedado ocultas bajo el material, igual que los edificios quedan ocultos bajo la nieve espesa en invierno. Sacó la tela y miró lo que había debajo. No era gran cosa. Cualquiera que hubiese visto los objetos habría pensado que eran baratijas maltrechas que había recogido en algún campo de batalla o templo quemado. Había una barra con un garfio en la parte superior, con la superficie ennegrecida y llena de ampollas, y el astil astillado; un escarabajo tallado del tamaño de una mano humana con una piedra pulida partida y desgastada, y un fragmento de metal pulido con la forma de una hoja de roble. A su lado estaba el casco, colocado de manera que la placa frontal miraba a Ahriman con los ojos vacíos. Era de color rojo. Una placa de bronce deslustrado iba desde la parte superior de la línea de visión hasta debajo de la barbilla, formando una especie de yugo de arado perforado por dos ojos de cristal rojo. Dos líneas fluidas de lacado negro se extendían por debajo del ojo izquierdo cual senderos de lágrimas, y de la frente nacía una cimera astada. El casco estaba mugriento y maltratado, como si se lo hubiese arrancado tras la batalla y lo hubiese condenado a desaparecer bajo una capa de polvo.
Ahriman bajó la vista y contempló la cara del casco un instante, luego alargó la mano y lo sacó del cofre. Lo sostuvo y miró fijamente los ojos enturbiados por el polvo. En numerosas ocasiones se había preguntado por qué había conservado esto y los desechos de otra vida. Suponía un riesgo, ya que podría haber quienes aún recordaran a los Thousand Sons, quienes pudieran reconocer el casco, el escarabajo o la barra rota. Incluso podría haber algunos que aún recordaran el nombre de Ahriman. Pero también era un recordatorio de quién había sido y qué había hecho.
Esa, por supuesto, era otra razón por la que los conservaba. Era un exiliado en toda la extensión de la palabra, un traidor y destructor de todo aquello que alguna vez había dado sentido a su existencia. La legión de los Thousand Sons había incumplido el decreto del Emperador contra el uso de poderes psíquicos. Lo habían hecho creyendo que era en servicio del Imperio que los había creado y, por esa transgresión, su mundo natal había ardido. Unos pocos habían sobrevivido, arrancados del infierno por deseo de su primarca, Magnus el Rojo. Pero en realidad había sido el poder de los demonios lo que los había salvado, y también el mundo al que habían huido, situado en lo más profundo del Ojo del Terror. En ese mundo de polvo, la realidad y el poder de la disformidad se mezclaban y se difuminaban. Allí la barrera entre el deseo y la verdad había desaparecido. Magnus, convertido en algo que iba más allá de la carne, había bautizado su nuevo hogar como el Planeta de los Hechiceros. Aunque los poderes ocultos de los Thousand Sons habían florecido, también lo habían hecho la mutación y la corrupción de sus cuerpos.
Los Thousand Sons no solo habían empezado a involucionar en criaturas de forma inhumana, sino que los poderes de la disformidad habían comenzado a potenciar la inestabilidad de su herencia genética. Sus armaduras se habían convertido en carne que parpadeaba con ojos desprovistos de párpados. Sus manos y demás extremidades se habían transformado en garras o tentáculos sin huesos. Mentes de pensamientos y propósitos refinados se habían vuelto hervideros de locura que bullían con tormentas hechas de sueños lúcidos. Algunos lo habían visto como una bendición, como un obsequio de los Grandes Poderes que residían en la disformidad, o como una etapa en su evolución hasta convertirse en semidioses. Ahriman había visto el cambio como lo que era: la muerte lenta de todo lo que habían sido y la negación de todo lo que habían aspirado a ser.
Allí, en los aposentos iluminados por las llamas, Ahriman podía ver a sus hermanos de legión como si se encontraran de pie frente a él. Había intentado salvarlos. Había dado con otros que coincidían en que la legión se encontraba al borde de la destrucción. Juntos habían formado una camarilla y habían iniciado su labor lejos de la vista de Magnus. Entre los conspiradores estaban los psíquicos más poderosos de una legión de hechiceros. Su propósito, tal y como había sido siempre el de los Thousand Sons, era derrocar a la oscuridad a través del conocimiento. Bajo la tutela de Ahriman, habían creado una cura para la mutación que estaba consumiendo a la legión. La habían llamado la Rúbrica.
«La Rúbrica». Dejó que la frase recorriera su mente. «Un monolito a la arrogancia».
Había creído que funcionaría, que revertiría el cambio que estaba destruyendo a su legión. En vez de eso, simplemente había destruido a sus hermanos con sus propias manos. Algunos habían sobrevivido; los demás se habían convertido en espíritus y polvo atrapados dentro de sus propias armaduras, en poco más que autómatas, en ecos que habían permanecido para recordarle su propio fracaso. Se habían convertido en los Rubricae. En consecuencia, Magnus había desterrado a Ahriman y a su camarilla del Planeta de los Hechiceros. A partir de ese momento, dejó de ser uno de los Thousand Sons y dejó de ser Ahzek Ahriman. No era nada, un fantasma que cumplía su penitencia en los márgenes del infierno.
No había vuelto a ver a ninguno de sus hermanos desde entonces, aunque había oído historias de hechiceros y señores de la guerra que solo podían ser de los Thousand Sons. Solo sabía de uno que podía seguir vivo, y no en el sentido más estricto de la palabra. Puede que fuera el último, pues los demás probablemente habían caído en batalla o sucumbido a la locura, o algo peor. Ahriman se estremeció al ver el rostro cubierto de polvo del casco. Un día moriría, y el tiempo finalmente enterraría su existencia.
«No». Pensó en el demonio que había mencionado su nombre mientras se cernía sobre él. «No, no soy libre aún. Algo recuerda que existo. Algo viene a por mí después de todo este tiempo».
Había dejado de respirar. De repente, la piel se le erizó de frío dentro de la armadura. Dejó caer el casco en el cofre y se puso en pie. Algo se acercaba. Aunque la disformidad parecía un oasis de tranquilidad, no tuvo la menor duda. Su certeza era tal, que era como si una mano le hubiese rozado la espalda en la oscuridad. Algo lo había encontrado, algo proveniente del vasto océano de la disformidad, y venía a por él. Pensó en el Planeta de los Hechiceros, en la luz del noveno sol derramándose por sus grimorios abiertos, en la presencia que había detrás de él y que no debería haber estado allí. El recuerdo se formó en su mente.
«No, eso no», pensó, y la sola idea le heló el aliento hasta volverlo un vaho frío. Las puntas de los dedos también se le llenaron de escarcha.
«Soy el destino y, finalmente, he vuelto en mí». Se sobresaltó y empezó a mirar alrededor de la cámara. Sus ojos iban de las tuberías serpenteantes a las sombras espiraladas que creaban las llamas de aceite. Nada.
—Habla —dijo con voz débil, y el espacio pareció tragarse la palabra—. Por los vínculos inherentes a este lugar, te ordeno que hables.
Silencio.
Le dio la impresión de que las llamas se agitaban y se atenuaban. El sonido de la nave, muy parecido al de un corazón, se volvió cada vez más ensordecedor. Dio un paso atrás. Estaba murmurando, recitando oraciones que le llegaban a los labios desde las profundidades de la memoria. Todos sus pensamientos sobre el pasado, su penitencia y su castigo se desvanecieron. Ahora estaba en manos de un instinto más antiguo que cualquier leyenda o cuento tradicional, el instinto de un hombre en un bosque solo con la oscuridad y el aullido de los lobos.
La manija de rueda de la compuerta de entrada circular comenzó a girar. Oyó que algo arañaba el metal de la compuerta.
«Deja que vuelva a ser polvo», pensó. «Deja que caiga al fondo y quede reducido a la nada. Deja que ese sea mi destino». Pero otra voz, clara y cínicamente precisa, habló en su mente: «Y, sin embargo, te aferras a la vida. ¿Alguna vez te has preguntado por qué?».
La manija dejó de girar. La compuerta empezó a abrirse, haciendo chirriar las bisagras sin lubricar. Sus manos y su cuerpo permanecieron inmóviles mientras las tormentas refrenadas de energía etérea que lo envolvían aguardaban el momento de ser liberadas.
—¿Tú eres a quien llaman Horkos? —La voz femenina provenía de la ranura de una máscara agrietada lacada en rojo. Ahriman guardó silencio mientras observaba la figura que atravesaba la compuerta. Era alta y se movía con una suavidad que evocaba la imagen de un par de soportes ortopédicos trazando arcos sobre un pergamino. Una túnica de tela negra con capucha le cubría el cuerpo, y la arrastraba por el suelo al acercarse. Las dendritas mecánicas que tenía adheridas a la espalda soltaron la manija exterior de la compuerta y se retrajeron, enrollándose como serpientes con escamas de metal. Sus ojos resplandecían con el color verde de sus implantes augméticos.
—Tu maestro me ha enviado —señaló, y Ahriman no pudo obviar el rencor que había en sus palabras. Siguió sin moverse. Las siluetas y las formas no eran vinculantes para aquellos que conocían los misterios de la disformidad, o las criaturas que engendraba—. Me ha enviado para llamarte a su presencia.
Se acercó un poco más. Entonces, Ahriman se dio cuenta de que no llevaba ninguna máscara, de que el lacado rojo agrietado era en realidad su cara. También vio el collar de hierro forjado que le rodeaba el cuello. La superficie estaba llena de runas dentadas cuyas formas habían quedado ensombrecidas por la sangre seca que había en los recovecos. Era un collar de esclavo y lo habían sellado en torno a su cuello cuando aún estaba caliente. Las runas eran obra de
Maroth, unos conductos rudimentarios en pos del dolor y la coacción. Permitió que su mente rozara la de ella y sintió las duras líneas de la lógica implantada y una furia latente bajo la superficie.
—Me enviaron a buscarte —continuó ella. Su voz tenía un tono desafiante. El Tormento no podría someterla con facilidad. Poseía un aplomo imperioso, una cualidad que reforzó su impresión de que había un destello de desprecio en su mirada artificial. A simple vista, resultaba evidente que no era una tecnosacerdote de Marte. Era algo distinto, otra marginada u otra renegada. En su mente empezaron a juntarse varias ideas fragmentadas, y entonces cayó en la cuenta de lo que era, al menos en parte.
—Eres la tecnosacerdote, Carmenta, y esta era tu nave, ¿no es así? —Carmenta no respondió, pero las dendritas mecánicas de su espalda se estremecieron brevemente, como si hubiesen respondido a un impulso reprimido de repente—. Deberías tener cuidado —continuó diciendo Ahriman mientras se agachaba para embalar y sellar el cofre—. A Gzrel no le gusta la rebeldía, a menos que sea en su servicio. Le gustan los esclavos obedientes y con el espíritu roto.
—Ya veo por qué has sobrevivido tanto tiempo. —Ahriman casi se echó a reír; en vez de eso, negó con la cabeza y cogió el casco carbonizado acabado en pico. La mayoría de los humanos miraban a los Space Marine con asombro y miedo, pero ella no tuvo esa reacción. Entre criaturas como Gzrel y sus guerreros del Tormento, responder de cualquier otra forma resultaba peligroso. Ella también lo aprendería o moriría antes de llegar a hacerlo.
—¿Sabes por qué me llama mi señor? —preguntó mientras se dirigía a la compuerta para abrirla.
—Otra nave nos ha encontrado —contestó ella. Casi se detuvo por la sorpresa. Si la nave hubiese llegado de la disformidad, habría sentido la ola psíquica de proa regresando a la realidad. Además, no habían saltado las alarmas, y la Hijo del Titán no se había sacudido al disparar sus armas. Cuando dos naves se encontraban en esta región, el resultado de su encuentro siempre estaba escrito en sangre.
Carmenta llenó el silencio, como si hubiese intuido algunas de sus preguntas.
—Es una nave de guerra —declaró.
«Gzrel debe de estar nervioso», pensó. El Tormento seguía teniendo dificultades para despertar a la Hijo del Titán, aun teniendo a su antigua ama como esclava, y la Medialuna de Sangre era más carroñera que guerrera. Gzrel no querría arriesgar su trofeo en una batalla que no estaba seguro de poder ganar.
—La nave nos ha saludado y ha solicitado enviar un emisario para hablar con tu señor —continuó Carmenta.
—¿Desean tratar con nosotros?
—Dicen que están buscando algo y están dispuestos a ofrecer grandes recompensas si se les ayuda. —Ahriman sintió un escalofrío repentino, pero no supo por qué.
—Entonces, ¿nos ha llamado para discutir si debemos o no recibir a este emisario? —preguntó al salir por la compuerta detrás de Carmenta. La tecnosacerdote emitió un sonido bajo que bien podría haber sido una risa.
—No. Tu señor ha accedido. El emisario ya está aquí.
Por un instante, a Ahriman le pareció oír una risita que se desvaneció en la penumbra de sus aposentos antes de que la compuerta se cerrara ruidosamente.