CAPÍTULO 1

Mis padres y mi vida más temprana

Los rasgos característicos de la cultura india han sido durante mucho tiempo la búsqueda de las verdades últimas y la concomitante relación discípulo-gurú1. Mi propio camino me condujo hasta un sabio semejante a Cristo, cuya hermosa vida fue cincelada para la posteridad. Fue uno de esos grandes maestros que constituyen a día de hoy la única riqueza que queda en la India. Surgidos en cada generación, han protegido su tierra contra el destino que sufrieron Babilonia y Egipto.

Mis primeros recuerdos cubren los rasgos anacrónicos de una encarnación anterior. Me llegaron claros recuerdos de una lejana vida anterior: la de un yogui2 en mitad de las nieves del Himalaya. Esas visiones del pasado, gracias a algún vínculo que no se puede calibrar, también me permitieron vislumbrar el futuro. Las impotentes humillaciones sufridas en la infancia no han salido de mi mente. Era consciente, con resentimiento, de no poder caminar ni expresarme con libertad. Brotaron, en mi interior, oraciones a oleadas al ser consciente de mi impotencia corporal. Mi intensa vida emocional cuajó, en silencio, en forma de palabras en muchos idiomas. Entre la confusión interior de lenguas, mi oído se acostumbró poco a poco al entorno de sílabas bengalíes de los míos. ¡La mutable óptica de la mente de un niño!, que los adultos consideran que se halla limitada a los juguetes y a los dedos de los pies.

La efervescencia psicológica y la falta de respuesta de mi cuerpo me llevaron a muchos llantos obstinados. Recuerdo el desconcierto general de la familia ante mi angustia. También se me agolpan recuerdos más felices: las caricias de mi madre y mis primeros intentos de balbuceos, así como los de andar a trompicones. Tales triunfos tempranos, que suelen olvidarse con rapidez, son sin embargo una base natural de la confianza en uno mismo.

Mis recuerdos lejanos no son algo único. Se sabe que muchos yoguis han conservado su autoconciencia, sin verse interrumpidos por la dramática transición hacia y desde la «vida» y la «muerte». Si el hombre es tan solo un cuerpo, su pérdida marca, en efecto, el final de su identidad. Pero si los profetas, a lo largo de los milenios, hablaron con acierto, el hombre es, esencialmente, de naturaleza incorpórea. El núcleo persistente de la identidad humana solo se alía de manera temporal con lo que perciben los sentidos. Aunque resulten extraños, esos recuerdos claros de mi infancia no son extremadamente raros. Durante mis viajes por numerosas tierras he oído hablar de remembranzas tempranas de labios de hombres y mujeres sinceros.

Nací en la última década del siglo XIX y pasé mis primeros ocho años en Gorakhpur. Este fue mi lugar de nacimiento, en las Provincias Unidas del noreste de la India. Éramos ocho hijos: cuatro niños y cuatro niñas. Yo, Mukunda Lal Ghosh3, era el segundo varón y el cuarto hijo. Mi padre y mi madre eran bengalíes, de la casta kshatriya4. Ambos fueron bendecidos con una naturaleza santa. Su amor mutuo, tranquilo y digno, nunca se expresó frívolamente. Una perfecta armonía paternal era el centro de calma para el tumulto revoltoso de ocho jóvenes vidas.

Mi padre, Bhagabati Charan Ghosh, era amable, serio, y a veces severo. Aunque lo queríamos mucho, los niños manteníamos respecto a él cierta distancia reverencial. Destacado matemático y lógico, se guiaba principalmente por su intelecto. Pero mamá era una reina de corazones y nos enseñaba solo a través del amor. Tras su muerte, mi padre mostró más su ternura interior. Noté entonces que su mirada se metamorfoseaba a menudo en la de mi madre.

En presencia de mi madre probamos nuestro primer conocimiento agridulce de las escrituras. Los cuentos del Mahabharata y del Ramayana5 se empleaban con ingenio para satisfacer las exigencias de la disciplina. La instrucción y el castigo iban de la mano. Un gesto diario de respeto a papá era que mamá nos vistiera cuidadosamente por las tardes, para recibirlo en casa cuando volvía desde la oficina. Su posición era equivalente a la de un vicepresidente, en el Ferrocarril Bengal-Nag-pur, una de las grandes empresas de la India. Su trabajo implicaba viajar, y nuestra familia vivió en varias ciudades durante mi infancia.

Madre tenía en todo momento la mano abierta hacia los necesitados. Papá también era bondadoso, pero su respeto por la ley y el orden se extendía al presupuesto. Una quincena mamá gastó en alimentar a los pobres más que los ingresos mensuales de papá.

«Todo lo que pido, por favor, es que mantengas tus caridades dentro de un límite razonable». Incluso una suave reprimenda de su marido era dolorosa para madre. Pidió un coche de caballos, sin insinuar a los niños ningún desacuerdo.

«Adiós; me voy a casa de mi madre». ¡Un antiguo ultimátum!

Rompimos en tremendos lamentos. Nuestro tío materno llegó oportunamente; le susurró a papá un sabio consejo, recibido sin duda de tiempos pasados. Después de que padre hiciera algunos comentarios conciliadores, mamá despidió sin pesar el taxi. Así se zanjó el único problema que percibí entre mis padres. Pero recuerdo una discusión característica.

—Por favor, dame diez rupias para una desdichada mujer que acaba de llegar a la casa.

La sonrisa de la madre tenía su propia capacidad persuasoria.

—¿Por qué diez rupias? Con una es suficiente.

Mi padre añadió una justificación: cuando mi padre y mis abuelos murieron de repente, tuve mi primer contacto con la pobreza. Mi único desayuno, antes de caminar a lo largo de kilómetros hasta la escuela, era un pequeño plátano. Más tarde, en la universidad, estaba tan necesitado que solicité a un juez rico una ayuda de una rupia al mes. Se negó, comentando que incluso una rupia es importante.

—¡Con qué amargura recuerdas la denegación de esa rupia!

El corazón de mi madre encontró una lógica instantánea.

—¿Quieres que esta mujer también recuerde con dolor tu negativa de diez rupias que necesita con urgencia?

—¡Tú ganas! —Con el gesto inmemorial de los maridos vencidos, abrió su cartera—. Aquí hay un billete de diez rupias. Dáselo con mis mejores deseos.

Mi padre tendía a decir de entrada «No» ante cualquier nueva propuesta. Su actitud hacia la mujer desconocida que tan fácilmente se ganaba la simpatía de mamá era un ejemplo de su cautela habitual. La aversión a la aceptación instantánea —típica en Occidente de la mentalidad francesa— no es más que el respeto al principio de la «debida reflexión». Siempre encontré a mi padre razonable y equilibrado en sus juicios. Si yo podía reforzar con acierto mis numerosas peticiones con uno o dos buenos argumentos, invariablemente ponía a mi alcance el ansiado objetivo, ya fuera un viaje de vacaciones o una moto nueva.

Padre aplicaba una estricta disciplina a sus hijos en sus primeros años, pero su actitud hacia sí mismo era realmente espartana. Por ejemplo, nunca iba al teatro, sino que buscaba la recreación en diversas prácticas espirituales y en la lectura del Bhagavad Gita6. Rehuyendo cualquier clase de lujos, se aferraba a un viejo par de zapatos hasta que resultaba inservible. Sus hijos se compraron automóviles luego de que estos se popularizaran, pero padre siempre se contentó con el trolebús para sus desplazamientos diarios a la oficina. La acumulación de dinero en aras al poder que este da era ajena a su naturaleza. En una ocasión, tras organizar el Banco Urbano de Calcuta, se negó a beneficiarse con algunas de sus acciones. Tan solo deseaba cumplir con un deber cívico durante su tiempo libre.

Varios años después de que mi padre se jubilara, llegó un contable inglés para examinar los libros de la Compañía de Ferrocarriles de Bengala-Nagpur. El asombrado investigador descubrió que mi padre nunca había solicitado las primas atrasadas.

—¡Ha hecho el trabajo de tres hombres! —afirmó el contable a la empresa—. Se le deben 125 000 rupias (unos 41 250 dólares) en concepto de indemnizaciones atrasadas y no satisfechas.

Los funcionarios presentaron a mi padre un cheque por esta cantidad. Pensó tan poco en ello que pasó por alto hacer cualquier mención del asunto a la familia. Mucho más tarde, mi hermano menor, Bishnu, le interrogó al respecto, cuando se dio cuenta de que existía aquel cuantioso depósito en un extracto bancario.

—¿Por qué alegrarse por las ganancias materiales? —le respondió mi padre—. El que persigue un objetivo de ecuanimidad no se alegra ante las ganancias ni se deprime por las pérdidas. Sabe que el hombre llega sin un céntimo a este mundo y se va sin una sola rupia.

Al comienzo de su vida matrimonial, mis padres se convirtieron en discípulos de un gran maestro, Lahiri Mahasaya, de Benarés. Este contacto reforzó el temperamento naturalmente ascético de mi padre. Mi madre le confesó a mi hermana mayor, Roma, algo extraordinario:

Tu padre y yo cohabitamos como marido y mujer solo una vez al año, con el propósito de tener hijos.

Mi padre conoció a Lahiri Mahasaya a través de Abinash Babu7, empleado en la oficina de Gorakhpur del Ferrocarril de Bengala-Nagpur. Abinash instruyó mis jóvenes oídos con apasionantes relatos de muchos santos indios. Concluía invariablemente con un homenaje a las glorias superiores de su propio gurú.

—¿Has oído hablar de las extraordinarias circunstancias en las que tu padre se convirtió en discípulo de Lahiri Mahasaya?

Fue en una apacible tarde de verano, mientras Abinash y yo estábamos sentados juntos en el interior de mi casa, cuando formuló esta intrigante pregunta. Sacudí la cabeza con una sonrisa de anticipación.

—Hace años, antes de que tú nacieras, pedí a mi oficial superior, tu padre, que me concediera una semana liberado de mis obligaciones en Gorakhpur para visitar a mi gurú en Benarés. Tu padre se burló de tal pretensión.

«¿Vas a convertirte en un fanático religioso?», preguntó. «Concéntrate en tu trabajo de oficina, si es que quieres progresar».

—Ese mismo día, mientras caminaba entristecido de vuelta a casa por un sendero del bosque, me encontré con tu padre, que se desplazaba en un palanquín. Despidió a los sirvientes y al transporte, y se puso a caminar a mi lado. Tratando de consolarme, me señaló las ventajas de luchar por el éxito mundano. Pero le escuché con desgana. Mi corazón repetía: «¡Lahiri Mahasaya! No puedo vivir sin verte».

»Nuestro deambular nos llevó hasta el borde de un campo tranquilo, donde los rayos del sol de la tarde todavía coronaban la alta ondulación de la hierba silvestre. Nos detuvimos llenos de admiración. Allí, en el campo, a pocos metros de nosotros, apareció de repente la materialización de mi gran gurú8.

«¡Bhagabati, eres demasiado duro con tu empleado!». Su voz resonaba en nuestros asombrados oídos. Desapareció tan misteriosamente como había venido. De rodillas, yo clamaba: “¡Lahiri Mahasaya! Lahiri Mahasaya!”.

Tu padre se quedó inmóvil de estupefacción durante unos instantes.

«Abinash, no solo te doy permiso, sino que yo mismo me doy permiso para partir mañana hacia Benarés. Debo conocer a este gran Lahiri Mahasaya, que es capaz de materializarse a voluntad para interceder por ti. Llevaré a mi esposa y pediré a este maestro que nos inicie en su camino espiritual. ¿Nos guiarás hasta él?».

«Por supuesto». La alegría me colmaba ante la milagrosa respuesta a mi oración y el rápido y favorable giro de los acontecimientos.

—La noche siguiente, tus padres y yo partimos hacia Benarés. Al día siguiente cogimos un carro de caballos y tuvimos que caminar por estrechas callejuelas hasta la apartada casa de mi gurú. Al entrar en su pequeño salón, nos inclinamos ante el maestro, que se sentaba en su habitual postura de loto. Parpadeó con sus penetrantes ojos y los dirigió a tu padre.

«¡Bhagabati, eres demasiado duro con tu empleado!». Sus palabras eran las mismas que había empleado dos días antes en el campo de Gorakhpur. Añadió: «Me alegro de que hayas permitido que Abinash me visite, y de que tú y tu esposa le hayáis acompañado».

—Para alegría de estos, inició a tus padres en la práctica espiritual del Kriya Yoga9. Tu padre y yo, como hermanos discípulos, hemos sido muy amigos desde el memorable día de la visión. Lahiri Mahasaya se interesó definitivamente por tu propio nacimiento. Tu vida estará seguramente unida a la suya: la bendición del maestro nunca falla.

Lahiri Mahasaya dejó este mundo poco después de que yo entrara en él. Su foto, en un marco hermoseado, siempre adornó nuestro altar familiar, en las distintas ciudades a las que trasladaron a mi padre por razón de su cargo. Muchas mañanas y noches nos encontrábamos madre y yo meditando ante un santuario improvisado, ofreciendo flores sumergidas en una fragante pasta de sándalo. Con incienso y mirra, así como con nuestras devociones unidas, honrábamos a la divinidad que había encontrado plena expresión en Lahiri Mahasaya.

Su imagen ejerció una influencia extraordinaria en mi vida. A medida que crecía, el pensamiento del maestro crecía conmigo. En la meditación, a menudo veía su imagen fotográfica salir de su pequeño marco y, asumiendo una forma viviente, sentarse ante mí. Cuando intentaba tocar los pies de su cuerpo luminoso, este cambiaba y volvía a convertirse en la imagen. A medida que la infancia se iba convirtiendo en la niñez, descubrí que Lahiri Mahasaya se transformaba en mi mente, pasando de ser una pequeña imagen, englobada en un marco, a una presencia viva e iluminadora. A menudo, le rezaba en los momentos de prueba o confusión, encontrando en mí su dirección consoladora. Al principio me afligía porque ya no vivía físicamente. Cuando empecé a descubrir su secreta omnipresencia, dejé de lamentarme. Él había escrito a menudo a sus discípulos que estaban demasiado ansiosos por verle: «¿Por qué venir a ver mis huesos y mi carne, cuando estoy siempre al alcance de vuestra kutastha (visión espiritual)?».

A la edad de ocho años fui bendecido con una maravillosa curación a través de la fotografía de Lahiri Mahasaya. Esta experiencia intensificó mi amor. Mientras estaba en la finca de nuestra familia en Ichapur, Bengala, me vi afectado por el cólera asiático. Mi vida pendía de un hilo; los médicos no podían hacer nada. Junto a mi cama, mi madre me indicó frenéticamente que mirara el cuadro de Lahiri Mahasaya en la pared sobre mi cabeza.

—¡Inclínate ante él mentalmente! —Ella sabía que yo estaba demasiado débil incluso para levantar las manos en señal de saludo—. ¡Si realmente muestras tu devoción y te arrodillas interiormente ante él, tu vida se salvará!

Miré su fotografía y vi allí una luz cegadora que envolvía mi cuerpo y toda la habitación. Mis náuseas y otros síntomas incontrolables desaparecieron; estaba curado. Al instante me sentí con fuerzas para inclinarme y tocar los pies de mi madre en agradecimiento a su incon- mensurable fe en su gurú. Madre presionó su cabeza repetidamente contra la pequeña imagen.

—¡Oh, Maestro omnipresente, te agradezco que tu luz haya curado a mi hijo!

Me di cuenta de que ella también había sido testigo del resplandor luminoso por el que me había recuperado instantáneamente de una enfermedad habitualmente mortal.

Una de mis posesiones más preciadas es esa misma fotografía. Regalada a mi padre por el propio Lahiri Mahasaya, es portadora de una vibración sagrada. La fotografía tuvo un origen milagroso. Escuché la historia de labios del hermano discípulo de padre, Kali Kumar Roy.

Parece que el maestro sentía aversión a ser fotografiado. A pesar de sus protestas, en cierta ocasión le tomaron una foto colectiva con un grupo de devotos, entre los que se encontraba Kali Kumar Roy. Un fotógrafo sorprendido descubrió que la placa, que tenía imágenes claras de todos los discípulos, no revelaba más que un espacio en blanco en el centro, donde razonablemente había esperado encontrar la silueta de Lahiri Mahasaya. El fenómeno se discutió hasta la saciedad.

Cierto estudiante y experto fotógrafo, Ganga Dhar Babu, se jactó de que la figura fugitiva no se le escaparía. A la mañana siguiente, mientras el gurú estaba sentado en postura de loto en un banco de madera, con un biombo detrás, Ganga Dhar Babu llegó con su equipo. Tomando todas las precauciones para el éxito, expuso con avidez doce placas. En cada una de ellas encontró pronto la huella del banco de madera y del biombo, pero una vez más faltaba en todas la forma del maestro.

Con lágrimas en los ojos y el orgullo quebrado, Ganga Dhar Babu buscó a su gurú. Pasaron muchas horas antes de que Lahiri Mahasaya rompiera su silencio con un comentario embarazoso:

—Yo soy Espíritu. ¿Puede tu cámara reflejar el Invisible omnipresente?

—¡Veo que no puede! Pero, Santo Señor, deseo con todas mis fuerzas una imagen del templo corporal donde solo, según mi estrecha visión, ese Espíritu parece habitar plenamente.

—Ven entonces mañana por la mañana. Posaré para ti.

De nuevo, el fotógrafo enfocó su cámara. Esta vez la figura sagrada, no revestida de misteriosa imperceptibilidad, apareció nítida en la placa. El maestro no volvió a posar para otra foto; al menos, yo no he visto ninguna.

La fotografía se reproduce en este libro. Los bellos rasgos de Lahiri Mahasaya, de carácter universal, apenas sugieren a qué raza pertenecía. Su intensa alegría por la comunión con Dios se revela ligeramente en una sonrisa algo enigmática. Sus ojos, medio abiertos para denotar una atención nominal al mundo exterior, están también medio cerrados. Completamente ajeno a los pobres señuelos terrenales, estaba totalmente despierto, en todo momento, a los problemas espirituales de los buscadores que se acercaban a su bondad.

Poco después de que yo me curase, a través de la potencia de la imagen del gurú, tuve una influyente visión espiritual. Una mañana, sentado en mi cama, caí en un profundo ensueño.

«¿Qué hay detrás de la oscuridad de los ojos cerrados?». Este pensamiento inquisitivo acudió arrollador a mi mente. Un inmenso destello de luz se manifestó de inmediato a mi mirada interior. Formas divinas de santos, sentados en postura de meditación en las cuevas de las montañas, se formaron como imágenes de cine en miniatura en la gran pantalla de resplandor dentro de mi frente.

—¿Quiénes sois? —pregunté en voz alta.

—Somos los yoguis del Himalaya.

La respuesta celestial es difícil de describir; mi corazón se emocionó.

—¡Ah, anhelo ir al Himalaya y ser como vosotros!

La visión se desvaneció, pero los rayos plateados se expandieron en círculos cada vez más amplios hasta el infinito.

—¿Qué es este maravilloso resplandor?

—Soy Iswara10. Soy la Luz.

La voz era como el murmullo de las nubes.

—¡Quiero ser uno contigo!

De la lenta disminución de mi éxtasis divino, rescaté un legado permanente de inspiración para buscar a Dios. «¡Él es la alegría eterna, siempre nueva!». Este recuerdo persistió mucho después del día del arrebato.

Otro recuerdo temprano es sobresaliente, y dicho sea literalmente, pues llevo la cicatriz fruto de aquello hasta el día de hoy. Mi hermana mayor, Uma, y yo, estábamos sentados por la mañana temprano bajo un árbol de neem, en nuestra vivienda de Gorakhpur. Ella me ayudaba con un libro escrito en bengalí, al menos cuando podía apartar mi mirada de los loros cercanos que comían frutos maduros de margosa. Uma se quejó de un forúnculo que tenía en la pierna y trajo un frasco de pomada. Yo, por mi parte, unté un poco de pomada en el antebrazo.

—¿Por qué usas medicinas en un brazo sano?

—Bueno, hermana, creo que mañana voy a tener también un forúnculo. Estoy probando tu ungüento en el lugar donde aparecerá el forúnculo.

—¡Pequeño mentiroso!

—Hermanita, no me llames mentiroso hasta que veas lo que pasa por la mañana.

—La indignación me invadió.

Uma no se dejó impresionar y repitió por tres veces su burla. Una resolución inflexible resonó en mi voz cuando le di una respuesta despaciosa.

—Por la fuerza de voluntad que hay en mí, digo que mañana tendré un forúnculo bastante grande en este mismo lugar de mi brazo; ¡y tu forúnculo se hinchará al doble de su tamaño actual!

La mañana siguiente me encontró con un forúnculo hermoso en el lugar indicado, y las dimensiones del forúnculo de Uma se habían duplicado. Con un grito, mi hermana se apresuró a acudir a mamá.

—¡Mukunda se ha convertido en un nigromante!

Con suma gravedad, Madre me conminó a que nunca utilizara el poder de las palabras para hacer daño. Siempre he recordado su consejo y lo he seguido.

Mi forúnculo fue tratado quirúrgicamente. Una notable cicatriz, dejada por la incisión del médico, sigue presente ahí hoy en día. En mi antebrazo derecho llevo un recordatorio constante del poder de la palabra del hombre.

Aquellas sencillas y aparentemente inofensivas frases que dirigí a Uma, pronunciadas con profunda concentración, habían tenido la suficiente fuerza oculta como para explotar como bombas y producir efectos definitivos, aunque perjudiciales. Comprendí, más tarde, que el explosivo poder vibratorio de la palabra podía dirigirse con sabiduría para liberar la vida de las dificultades, y así operar sin cicatriz ni reprimenda11.

Nuestra familia se trasladó a Lahore, en el Punjab. Allí adquirí una imagen de la Madre Divina en forma de la diosa Kali12. Santificó un pequeño santuario informal en el balcón de nuestra casa. Me invadió una convicción inequívoca de que la consecución coronaría cualesquiera de las oraciones que hiciese en ese lugar sagrado. Un día, estando allí con Uma, observé dos cometas que volaban sobre los tejados de los edificios del lado opuesto de la estrechísima calle.

—¿Por qué estás tan callado? —Uma me empujó juguetonamente.

—Solo estoy pensando en lo maravilloso que es que la Madre Divina me dé todo lo que le pido.

—¡Supongo que Ella te daría esas dos cometas! Mi hermana se rió burlonamente.

—¿Por qué no? Comencé a rezar en silencio, pidiendo hacerme con ellas.

En la India se juega con cometas cuyas cuerdas están cubiertas de pegamento y vidrio molido. Cada jugador intenta cortar la cuerda de su oponente. La cometa liberada vuela sobre los tejados; es muy divertido atraparla. Como Uma y yo estábamos en el balcón, parecía imposible que una cometa suelta llegara a nuestras manos; su cuerda colgaría de forma natural sobre los tejados.

Los jugadores del otro lado de la calle comenzaron su pugna. Se cortó una cuerda; de inmediato la cometa flotó en mi dirección. Quedó inmóvil por un momento, debido a la repentina disminución de la brisa, que bastó para enredar firmemente la cuerda en una planta de cactus situada en la parte superior de la casa de enfrente. Se formó un lazo perfecto para que yo pudiera apoderarme de ella. Le entregué el premio a Uma.

—Ha sido solo un accidente extraordinario, y no una respuesta a tu oración. Si la otra cometa viene a ti, entonces creeré. —Los ojos oscuros de la hermana transmitían más asombro que sus palabras.

Continué mis oraciones con una intensidad in crescendo. Un tirón forzado del otro jugador provocó la pérdida abrupta de su cometa. Se dirigió esta hacia mí, bailando en el viento. Mi servicial ayudante, la planta de cactus, volvió a asegurar la cuerda de la cometa en el bucle necesario para que yo pudiera agarrarla. Presenté mi segundo trofeo a Uma.

—¡Ciertamente, la Madre Divina te escucha! Todo esto es demasiado extraño para mí. —Mi hermana salió corriendo como un cervatillo asustado.