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ISABEL II UNA MONARCA « A LA MODA»

La reina llevaba un traje blanco de dos faldas, la inferior de seda y la superior, que formaba cola, de tisú de plata y guarnecida de riquísimos encajes; en la cabeza y en el cuello lucía el magnífico aderezo de brillantes y esmeraldas, obra de Samper, valuado en más de 3 millones de reales9.

La reina Isabel II fue una monarca a la que le gustaba ir a la moda y lucir bonitos y elegantes trajes de diario y de corte que acompañaba de numerosas joyas, tal y como vemos en sus retratos y se nos informa en la prensa. A lo largo de su vida fueron varias las modistas, sobre todo francesas con taller y casa de modas en Madrid, las que confeccionaron y comercializaron prendas y complementos para la soberana y sus hijas.

Una de las preferidas por las damas elegantes del Madrid isabelino y hasta por la propia reina fue Madame Petibon. Esta modista de origen francés se había establecido en Madrid, primero en Fuencarral 4 y después en Preciados 9, y gracias a su habilidad y buen gusto se había convertido en la número uno de las modistas de la Villa y Corte.

La fama de Petibon, cuyo nombre real era Celestina, aumentó al convertirse también en la modista de referencia para la cabecera de El Correo de las Damas que con frecuencia acudía a ella para hacerle consultas o resolver dudas en cuestiones relacionadas con la moda10.

Su almacén de modas estaba adornado con elegancia y contaba con un gran surtido de telas, cintas, blondas, sombreros, figurines y patrones que le enviaban desde Francia otras colegas. Dado el surtido, su exquisito gusto y el buen hacer de la modista, las fashionables de Madrid acudían a su taller para comprar elegantes sombreros y vestidos que lucían en sus salidas por el paseo del Prado.

Factura de Celestina Petibon a la señora De Mansillas por la compra de un sombrero de terciopelo verde (1862). Biblioteca Regional Comunidad de Madrid.

© Biblioteca Regional de Madrid

Además de Petibon, en el armario de la reina, y en el de su hija, la infanta más querida por los madrileños, Isabel de Borbón, la Chata, hubo también prendas de una de las modistas más afamadas de los años setenta y ochenta del siglo XIX, Madame Honorine.

Su nombre verdadero era Enriqueta Jeriort, y de ella sabemos que primero abrió su negocio en la Carrera de San Jerónimo, luego en la calle de la Victoria y posteriormente en la calle Alcalá número 80, donde inauguró una gran casa de modas en el año 1887.

Fue precisamente para la apertura de su nueva casa de modas de la calle Alcalá, cuando Honorine tiró la casa por la ventana y organizó una inauguración en la que sirvió un lunch y exhibió algunas de sus mejores prendas. A esa inauguración acudió uno de los redactores de cabecera de moda de La Moda Elegante, ofreciendo una crónica con todo lujo de detalles de la apertura de la casa y de las prendas que vio, destacando un traje para soirée de seda y con encaje de Chantilly, otro de tul perla con flores bordadas y complementos como sombrillas de encaje fruncido. A juicio del redactor, la casa de Honorine era digna de la high life madrileña y de los favores de la clientela más exigente11.

Honorine era una modista que contaba con taller, donde confeccionaba sus propias prendas llegando incluso a dotar de autoría a alguno de sus modelos. En el Museo del Traje se conserva un traje morado que perteneció a la Chata en cuyo bolsillo interior aparece el nombre de la modista en letras doradas12. Su casa de modas, descrita por Benito Pérez Galdós en su noveno Episodio Nacional como un «depósito de todas las monerías parisienses de última novedad», estaba llena de géneros importados desde París como vestidos, sombreros y abrigos. Honorine no dejaba nada al azar y cuando recibía género lo anunciaba en la prensa para que sus clientas estuviesen al corriente.

En la misma época que Madame Honorine había otra francesa con renombre en la ciudad y que también era modista de cámara de su majestad y de su alteza real. Su nombre era Madame Caroline Boissenin y desde su taller de la plaza de Santa Cruz realizó prendas para ambas como vestidos chiné de diversos colores, de raso, escoceses, batas, cuerpos descotados… y un largo etcétera que conocemos por las cuentas conservadas en palacio.

Que la reina era una de sus mejores clientas no nos cabe duda, pero no solía pagarle a tiempo, lo que hacía a Caroline pasar por graves apuros económicos llegando incluso a peligrar su negocio por las deudas que tenía con los proveedores a los que acudía a comprar género para satisfacer la demanda de la corte. En 1861 la situación económica por la que pasaba era tan preocupante que estaba a punto de ser llevada ante los Tribunales por sus acreedores debido a la falta de pago. Ella, que mantenía a sus hijos y a su madre con su oficio de modista, no tuvo más remedio que escribir a la reina apelando a su bondad y exponiéndole su situación para que así le pagasen lo que se le adeudaba.

Vestido para La Chata realizado por Madame Honorine. Museo del Traje.

© Museo del Traje

Un vestido bordado para una reina por las mejores bordadoras de Madrid

Quizás uno de los atuendos más emblemáticos que lució la reina Isabel II fue un vestido de raso blanco con decoración bordada en hilo dorado a base de motivos heráldicos de castillos y leones rampantes. Este traje, con el que sería fotografiada por Jean Laurent y Minier hacia 1860 y posteriormente retratada por Benito Soriano Murillo en 1864, seguía la moda romántica del momento y se componía de un corpiño escotado, mangas de pagoda y doble falda, bajo la cual luciría miriñaque.

Este lujoso atuendo fue, con toda probabilidad, utilizado por la monarca durante la ceremonia de apertura de las Cortes el 10 de enero de 1858 junto a un manto a juego, y la ayudó a reforzar su imagen representativa. Años después, cuando ya se encontraba en su exilio parisino, la reina lo regaló a la Virgen de los Reyes de la Capilla Real de la catedral de Sevilla y se confeccionó con él un manto, saya y zapatos para la Virgen y pantalón y chalequillo para el Niño Jesús.

Las artífices de los espléndidos bordados en hilo dorado del vestido fueron las hermanas Gilart Jiménez, cinco bordadoras que tuvieron obrador en el Palacio Real, donde trabajaron bajo las órdenes de Mauricio Mon Hernández13. Las cinco hermanas realizaron numerosos bordados para vestidos de la reina, como los que hicieron para un traje en terciopelo carmesí lucido el 5 de enero de 1858 durante la presentación del príncipe Alfonso XII o los que hicieron para el disfraz de reina bíblica Ester, atuendo que llevó la monarca durante un baile de máscaras de los duques de Fernán Núñez en 1863 y del que se hablará más adelante 14.

Las Gilart, de nombre Rosa María, Magdalena Catalina, Ana María Josefa, Rita y Margarita, habían nacido en el pueblo mallorquín de Felanitx y se habían trasladado a Madrid, donde residían en la calle Fuencarral número 20, hacia mediados del siglo XIX. En la Villa y Corte serían conocidas como «las mallorquinas», y se convirtieron en unas de las más célebres bordadoras por la gran calidad de sus trabajos. De todas ellas, quizás fue Rosa María la que más éxitos cosechó por su trabajo, llegando a obtener una medalla de plata en la Gran Exposición Universal de Industria de Londres en 1851. Era tal su destreza que llegaría incluso a abrir un establecimiento propio de bordados en la calle de Jacometrezo 1715.

Estas célebres artesanas fueron asimismo responsables de bordados para mantillas, mantos y túnicas que serían regaladas por la reina a diversas imágenes devocionales de toda la geografía española. Incluso obra suya fue un gran escudo de armas de España en seda, oro y plata para la colgadura del trono que presidía el salón de sesiones del Congreso de los Diputados.

Tarjeta de visita con retrato de Isabel II luciendo el vestido de «castillos y leones». Jean Laurent y Minier (ca. 1860). Museo del Romanticismo.

© Museo Nacional del Romanticismo

Un vestido para una fiesta de disfraces en el palacio de los Fernán Núñez

Durante el siglo XIX entre la aristocracia madrileña van a ser frecuentes actos sociales como la asistencia a casinos, teatros, zarzuela, ópera, tertulias, espectáculos de cuadros vivientes y bailes en las residencias palaciegas. En concreto, eran los bailes de trajes o de disfraces que tenían lugar en las residencias nobles de familias como los duques de Fernán Núñez o los de Medinaceli los más esperados en el año.

Los anfitriones de estos bailes no dejaban nada al azar y para asegurarse de que pasaban a la posteridad, contrataban a fotógrafos para que hiciesen fotos grupales e individuales a los asistentes. Posteriormente esas fotos se convertirían en pequeños retratos que se vendían en algunos negocios de Madrid a los que acudían los madrileños para comprarlas, ya que no hemos de olvidar que los que aparecían en ellas eran las celebrities del momento.

La Marquesa de Gaviria y la señora de Bulnes acudieron a la fiesta de disfraces de los Fernán Núñez en 1863 siendo fotografiadas por Pedro Martínez de Hebert. Colección Stéphany Onfray.

Cortesía de © Colección Stéphany Onfray

Aquel 14 de abril de 1863, los duques de Fernán Núñez engalanaron su residencia de la calle Santa Isabel, el palacio de Cervellón, para acoger su baile de trajes y recibir en él a lo más granado de la alta sociedad madrileña donde, cómo no, se encontraba también la reina Isabel II y su consorte Francisco de Asís. La Duquesa luciría para la ocasión un traje de reina mora y su marido vestiría de don Gonzalo de Córdoba.

Los invitados, ataviados con sus disfraces evocando épocas pasadas, eran objeto de interés por parte de los madrileños del momento, que se dieron cita ante el palacio de los duques para ver a los invitados:

La circunstancia de asistir a este baile sus majestades y altezas aumenta su interés y celebridad; y así fue que desde las nueve de la noche inundóse de una apiñada muchedumbre la calle de Santa Isabel desde la plazuela de Antón Martín hasta el palacio de los duques, viéndose allí gentes de todas las clases de la sociedad, unas tapadas, otras descubiertas, que acudían ansiosas de entrever algunos disfraces al través de los cristales de los coches, que, en no interrumpida hilera, tardaron tres horas largas en conducir a los invitados al palacio de la fiesta16.

La asistencia a estos bailes requería una preparación previa de los atuendos, los invitados encargaban a artistas el diseño de los figurines y la confección de los trajes a los sastres y modistas más reputados de la villa siguiendo la temática escogida por los anfitriones. Para ese baile de 1863, la reina Isabel II pidió al que entonces era el primer pintor de cámara, Federico de Madrazo, el diseño del vestido de la reina Ester que luciría en el evento.

El pintor estuvo tan pendiente de este encargo que se interesó por aspectos como el peinado, las joyas, los complementos o los zapatos que llevaría la reina, entrevistándose con los diversos profesionales encargados de tales asuntos. También visitó a la modista de la soberana, Madame Caroline, que era la encargada de la confección del vestido inicialmente. Sin embargo, sabemos, por la factura conservada en palacio, que finalmente fue Madame Honorine quien lo realizó en cachemir blanco con bordados en oro; llevaba, además, una túnica corta encarnada de terciopelo sujeta al cuerpo por un cinturón de oro con piedras preciosas y un manto de cachemira color púrpura.

Además de realizar el diseño del vestido de la reina, Madrazo confeccionó otros para la misma fiesta, como el de Felipe IV para Francisco de Asís o el de princesa judía para Luisa Fernanda, hermana de la reina y duquesa de Montpensier.

La reina Isabel II ataviada como la reina Ester para asistir al baile de trajes de los Fernán-Núñez en 1863. Pedro Martínez de Hebert. Colección Stéphany Onfray.

Cortesía de © Colección Stéphany Onfray