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¡Busco a un hombre!

¡Oh, amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón pundonoroso, y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! De los que sienten este temor, son más los que se salvan que los que mueren; los que huyen, ni gloria alcanzan ni entre sí se ayudan.

HOMERO, Ilíada, canto XV

PELOTAS Y LANZAS

Cuando en una escuela el timbre del recreo suena, como en los tiempos inmemoriales lo hacía el estruendo causado por el choque de las lanzas contra los escudos, y un grupo de estudiantes salen por la puerta del aula pateando una pelota, de repente, como rememorando inconscientemente una tradición que habita en sus entrañas, comienza a mediar entre ellos la antigua moral aristocrática cantada por Homero en sus inmortales hexámetros. 

Los niños dibujan con sus cuerpos una igualitaria línea que únicamente se atreven a sobrepasar los líderes naturales, los pastores de hombres, es decir, aquellos dos muchachos que son los mejores en el terreno de juego y a los que la admiración de sus compañeros ha erigido en capitanes. Cada caudillo va seleccionando, uno a uno, los miembros de su escuadra en función de los méritos demostrados en el terreno de juego, y cuando el balón echa a rodar, todo lo demás se torna accesorio. 

La sociedad del espectáculo baja el telón y el buenismo inclusivo se toma un descanso. Los colegiales dejan de interpretar su papel en el teatro del «café para todos» para celebrar la iniciativa, la agudeza, la superación personal, la autodisciplina y el esfuerzo puestos al servicio del grupo. Aburridos de una escuela que renunció a enseñar para entretener, los alumnos usan la competición para potenciar sus cualidades personales, asumir responsabilidades y educarse en el compañerismo, la solidaridad y el trabajo en equipo. 

Los jóvenes aprenden por sí mismos que, como la vida, la pelota nunca viene por donde uno espera, y precisamente por eso, cada jugada es pura invención, puro arte, pura poesía. Vivir como seres humanos es poetizar la vida, lo mismo que el futbolista hace poesía con la pelota o el poeta boxea con las palabras: creando belleza en cada acción. Los niños, al poetizar con la pelota en el patio, descubren que el arte de vivir se parece más al arte de la lucha que a la danza,1porque en la vida no se puede ensayar y premeditar cada minúsculo movimiento que se ejecuta, sino que hay que estar dispuesto y resuelto a enfrentarse a acontecimientos repentinos e inesperados. 

En el aula danzan, mientras que en el patio luchan. En el aula, los políticos y pedagogos imponen una evaluación ficticia en la que nadie pierde y todos obtienen el éxito académico. En el patio, sin embargo, la verdad de la pelota vuelve a poner las cosas en su sitio. Solo uno puede marcar el gol aunque sean todos los que compartan la alegría de ese instante irreversible en el universo. Y aunque solo un jugador puede ser el máximo goleador y solo un equipo puede llevarse la victoria, nadie se traumatiza ni siente herida su dignidad, ni tiene problemas de autoestima, sino todo lo contrario: experimenta respeto hacia su rival y un amor por la competición. Porque únicamente en el duelo es posible conocernos a nosotros mismos y saber a qué altura del camino hacia la virtud nos encontramos. 

LA ÉTICA DE LA COMPETICIÓN

La ética que rige tanto en el patio de recreo como en las costas sobre las que desembarcaron las cóncavas naves de los aqueos es aristocrática y agonal. Lo aristocrático procede del griego aristós («el mejor») y comparte raíz con areté, un superlativo que designa al «más mejor» y que, como ya sabemos, los escritores latinos tradujeron a virtus. Este sentido se conservó en nuestra palabra maestro, que proviene de la latina magister cuyo significado literal es «el más mejor», el amo, el señor y el jefe. Lo agonal procede a su vez de agón («combate, lucha, partido») y se ha conservado en la palabra agonía, que se refiere a la angustia sufrida por alguien que se encuentra al borde de la muerte, es decir, que está luchando por su vida. 

Aunque la lucha parece estar presente en multitud de culturas, lo propio del espíritu griego es concebirla como una competición en pie de igualdad; por eso el aristós es solo aquel que se ha distinguido como el mejor entre sus pares. La moral agonal es la que guía la vida de aquel que aspira a destacarse entre sus iguales; por este motivo, los griegos entendieron que la virtud no solo florece en quien alcanza la victoria, sino también en todo rival que esté a la altura. No es digna de ser cantada una victoria obtenida sin esfuerzo o ante un adversario inferior que no ha dado la talla. 

El hombre griego no lucha por dinero, sino solo por ganarse el mérito y el respeto que le otorgan sus iguales. Así lo constató el embajador persa que asistió a los Juegos Olímpicos. Al contemplar cómo los atletas recibían como premio una corona de olivo en lugar de dinero, el enviado persa escribió asustado a Mardonio, comandante de los ejércitos del imperio aqueménida durante las guerras médicas: «¡Ay, Mardonio, contra qué clase de gente nos has traído a combatir! ¡No compiten por dinero, sino por amor propio!».2

Un atleta griego no se esfuerza por el oro, sino por el honor. Las cabezas de los vencedores en los Juegos Olímpicos eran coronadas con una humilde rama de olivo cortada por el más bello de los efebos, mientras el público agradecía que los dioses les hubiesen permitido contemplar la virtud en este mundo. Todos celebraban el triunfo de la virtud arrojando flores a los excelentes, entretanto estos daban una vuelta triunfal al estadio. En el templo de Zeus, los heraldos proclamaban sus nombres, su patria y su linaje, y al regresar a sus ciudades eran recibidos como héroes. Se derribaba un trozo de la muralla para honrarles con una entrada especial, los poetas cantaban sus hazañas, se erigían estatuas conmemorativas y se les reservaba un puesto de honor en las comidas comunes del pritaneo, sede del gobierno de la polis. Haber luchado y vencido en los Juegos Olímpicos suponía merecer la admiración de toda la sociedad. 

Jenofonte cuenta que el aturdimiento que provocaba la presencia del vencedor olímpico era un sentimiento de naturaleza casi religiosa.3Cuando el atleta muestra su excelencia, cuando es capaz de superar sus propios límites, un resplandor atrae las miradas de todos los presentes del mismo modo que por la noche nos sentimos atraídos por el fulgor de los cuerpos celestes. El atleta que triunfa es digno de contemplación porque parece un dios encarnado. La vista de todos los espectadores queda atrapada por su belleza y cada uno se conmueve en lo más hondo de su alma. Unos se quedan callados, absorbidos por un silencio casi sagrado, mientras que otros gesticulan expresando su entusiasmo. 

LA JUSTICIA DEL MÉRITO

El mérito está relacionado con la idea griega de justicia. Para Platón, la diversidad de significados que tiene la palabra justicia puede reducirse a la fórmula del poeta Simónides,4«devolver a cada uno lo que corresponde, y a esto lo denominó “lo que se debe”». Así, el mérito es anterior a la justicia, ya que esta consiste en el reconocimiento y el respeto del primero. Dar con mérito es hacer justicia, mientras que hacerlo sin mérito es un acto de injusticia que repugna a dioses y a hombres. 

La igualdad de oportunidades es tan justa como injusta es la igualdad de resultados. Veámoslo con un ejemplo. El pancracio era uno de los deportes olímpicos más importantes. Era una especie de combinación de lucha y boxeo cuya invención la mitología atribuía a Teseo cuando se enfrentó al Minotauro. Pues bien, para un griego sería tan injusto que combatiesen dos rivales desiguales como que se coronase a ambos adversarios, desmereciendo con ello al que ha obtenido la victoria. Iría contra el sentido de la justicia tratar de manera desigual lo que es igual o tratar de manera igualitaria lo que es desigual. 

La noción griega del mérito no está vinculada con las normas o la legalidad, sino con el sentido mismo de lo justo, es decir, del orden natural de las cosas. Para un griego existe un tipo de desigualdad natural que la justicia tiene que respetar. Por eso, el mundo heleno construyó una sociedad que valoraba al hombre según sus aptitudes naturales, pero también según su esfuerzo por desarrollarlas y mantenerlas; dicho de otro modo, según sus méritos. La isonomía, que es la igualdad de derechos políticos y jurídicos entre los ciudadanos instaurada por Solón en el siglo IV a. C., no es contradictoria con la idea de que los hombres no somos semejantes en valor y que la justicia ha de reconocer el talento, el ingenio y el esfuerzo.

Los griegos, al colocar el mérito como valor central de su cultura, generaron a un ciudadano con la aspiración de ofrecer lo mejor de sí mismo en cada ocasión, independientemente de la victoria o la derrota. Como afirma Hannah Arendt, la competición da al hombre griego «la oportunidad de mostrarse tal y como es, de manifestarse realmente, o sea, de ser plenamente reales».5La competición nos impulsa a ser como debemos ser y a elevar el yo actual hacia el yo posible. Amar la virtud es amar la mejor versión de nosotros mismos. El término areté se refiere también al coraje necesario para cultivar la excelencia que nace solo en aquel que siente un profundo amor por lo mejor. 

Virtud y competición son dos conceptos imbricados en la mentalidad griega. Solo podemos evaluarnos y realizarnos confrontándonos con la realidad. Es en el conflicto donde brota el sudor que riega la virtud. 

SÓCRATES Y EL TIKTOKER

Antístenes dice: «Es preferible caer en medio de los cuervos que entre los aduladores, porque unos maltratan el cuerpo de un muerto, pero los otros el alma de uno vivo». 

ESTOBEO, III 14, 17 

Como bien advertía Séneca, «para el que ignora el puerto al que encaminarse, ningún viento le es propicio».6No es sensato aspirar a la virtud si no se tiene previamente una imagen de ser humano ideal hacia la que dirigir los pasos. No se puede esculpir el hombre interior sin un modelo que enderece los movimientos del cincel. Quien desee pintar algo, antes siquiera de mezclar los colores en la paleta, deberá tener decidido qué es lo que quiere pintar, porque, de lo contrario, se encontrará dando tumbos, vagando de un lado para otro, rectificando continuamente el criterio sin saber con claridad cuál es la dirección, algo que le ocurre con demasiada frecuencia al hombre posmoderno. 

En la escuela actual se discute mucho sobre las metodologías, los procesos y ámbitos de aprendizaje, la evaluación y la calificación sin haber decidido previamente cuál es el ciudadano que queremos pintar. Debatimos sobre el tipo de barco más apropiado para el viaje, investigamos la mejor manera de colocar las velas y los pesos de la tripulación para aprovechar el viento y optimizar la velocidad de la nave, pero nos internamos en las oscuras y profundas aguas sin determinar cuál es el puerto al que queremos arribar. Las sucesivas leyes educativas han sustituido la ética (la construcción del ethos, el carácter del hombre bueno) por la transmisión de los valores hegemónicos. La escuela plural es una embarcación sin rumbo arrastrada por las corrientes de la ideología del gobierno de turno y de la última ocurrencia o innovación tecnológica, en la que los pasajeros, incapaces de consensuar su destino, renuncian al diálogo racional y a la búsqueda conjunta del bien común. Se impone entonces el principio del «todo vale» como sucedáneo del ideal de comunidad sobre el que se fundamenta la democracia. 

La griega era una escuela de ciudadanía. La mayor dignidad de un ciudadano heleno era participar en la vida pública y emular a los que le precedieron. Estaba educado para que, haciendo uso de su libertad (eleuthería), su igualdad de palabra (isegoría) y su igualdad ante la ley (isonomía), colaborase en la identificación y la construcción del bien común: el mayor bienestar posible para todos los miembros de la comunidad. El bien común no es la suma de los bienes individuales, sino las condiciones que hacen posible el máximo desarrollo de los miembros de una comunidad. Este tipo de bien no puede identificarse con los intereses egoístas de la mayoría porque es indivisible y solo es posible construirlo (y protegerlo) con la cooperación de todos. 

El término idiotes hacía referencia a la persona que se desentendía de lo público y solo se ocupaba de sus propios asuntos. Pues bien, nuestro barco parece estar repleto de idiotas que, incapaces de consensuar el rumbo, han acordado que cada cual elija el lugar de destino hacia el que colocar las velas, generando con ello un conjunto de fuerzas dispares que se neutralizan las unas a las otras y que abocan a la nave a estar siempre a la deriva. Como bien sabemos, una escuela de ciudadanos no puede estar a la deriva. Por este motivo, antes de embarcarla en una nueva aventura, debemos consensuar un horizonte común, una idea reguladora que la oriente; en definitiva, un ideal de ciudadano. 

EL HOMBRE PERFECTO

El objetivo final de toda educación es encaminar al hombre hacia su verdadero ser. Siempre se educa desde una imagen de ser humano que se entiende como la más verdadera, auténtica y bella. La imagen griega del hombre perfecto queda representada en el concepto kaloskagathos (o kalòs kagathós): el hombre bello (kalòs) y bueno (kaí y agathós); es decir, el que posee en su ser todas las virtudes. 

En su origen, la palabra areté se refería a la conducta selecta, digna y heroica del caballero griego encarnada en figuras como la de Aquiles. Kaloskagathos era el término con el que la antigua aristocracia helena se refería a sí misma y que, originariamente, tenía el significado de noble, buena raza, buen ejemplar, hombre que sirve de modelo y que pertenece al selecto grupo de los kaloi kagathoi, los caballeros griegos, los más dignos entre los dignos, aquellos que sobresalían en el campo de batalla y en la asamblea. Especialmente admirados por su nobleza eran los jinetes de la ciudad jonia de Colofón, patria de Homero. Debía de ser un espectáculo digno de admirar su llegada en caballo a la asamblea de ciudadanos, con sus mantos púrpuras ondeados por el suave céfiro. Su destreza y su maestría eran tales que, cuando la caballería intervenía en una guerra de difícil solución, ponían el punto final decantando la victoria hacia la facción que ellos apoyaban, de ahí que nos haya quedado la expresión de «poner el colofón» para cuando se alcanza un final seguro a un asunto.7

Aunque el significado concreto del término kaloskagathos fue cambiando a la par que evolucionaba Grecia desde el primitivo mundo aristocrático hasta la sociedad democrática, su significado general siempre se mantendría, designando el ideal del hombre superior. Gradualmente, kaloskagathos dejó de designar a la nobleza de sangre para pasar a referirse al prototipo de ser humano y de ciudadano que la educación debe modelar. 

Como iremos viendo, mientras los antiguos poetas identificaron la kalokagathia con las virtudes, más bien físicas, del guerrero de noble cuna, Sócrates y Platón iniciaron una revolución ética (y pedagógica) al concebirla como una virtud interna, intelectual y espiritual; una belleza de alma. La gran aportación de Sócrates fue entender que la virtud no es algo con lo que nacen los hombres de buena estirpe, sino que se aprende (aunque no se enseña, ya veremos por qué) y, por tanto, cualquiera la puede adquirir. Si en la Grecia arcaica los llamados a dirigir son los que «nacen» virtuosos, los aristócratas, en la Grecia democrática serán aquellos que «se hacen» virtuosos.

En La República, Platón usa kaloskagathos para referirse al filósofo, «el hombre bello y bueno», amante del saber y la cultura, y en el Timeo lo presenta como el ideal de perfección individual que todos debemos emular y tener presente en cada acción. Y en la misma línea, Aristóteles, tanto en la Ética a Nicómaco como en la Ética a Eudemo, usa kalokagathia como sinónimo de una «nobleza» no de sangre sino de espíritu, como condición de magnanimidad y consecuencia de adquirir todas las virtudes. 

Las escuelas filosóficas de la Antigüedad compartieron sin excepción un mismo prototipo de hombre excelente: Sócrates. El maestro de maestros posee una kalokagathia interior. Platón la ilustró bien por boca de un joven Alcibíades, cuando, al final de El banquete, compara a Sócrates con aquellas estatuas de feos y viejos silenos que los escultores tienen expuestas en las estanterías de sus talleres y que, al abrirlas, muestran la imagen perfecta de un dios escondida en su interior. Toda la filosofía antigua identificará a ese hombre interior de Sócrates con el ideal de ser humano perfecto que la educación en la virtud debe tener como objetivo.

Sócrates fue el auténtico kaloskagathos para el mundo clásico. Era justo, equilibrado, valiente, fuerte y siempre estaba de buen ánimo, incluso en circunstancias tan dramáticas como su ejecución. Todas las fuentes reconocen que su principal virtud era la sabiduría. Pero ¿qué sabiduría puede tener alguien que reconocía no ser un experto en nada? Sócrates poseía un conocimiento práctico sobre lo bueno para el hombre en tanto que hombre; es decir, cómo un ser humano ha de vivir. 

Cínicos, epicúreos, estoicos, escépticos y el resto de las escuelas filosóficas de la Antigüedad entendieron que la virtuosa sabiduría que Sócrates poseía capacitaba a cualquiera para ser feliz en cualquier circunstancia, por difícil que esta fuese. Sobre la virtud como sabiduría, existe una maravillosa anécdota, narrada por Plutarco,8de Estilpón, uno de los discípulos de Sócrates. Cuando Demetrio conquistó Megara, quiso demostrar al filósofo su buena voluntad e indemnizarle por el saqueo de su casa, de modo que le rogó que le presentase una lista con todos los bienes que sus hombres le habían sustraído. Este respondió con ironía: «Nadie me ha quitado ningún bien puesto que no veo que se hayan llevado mi sabiduría». Lo que realmente poseemos, nuestro auténtico patrimonio, es solo aquello que ningún tirano puede arrebatarnos. El hombre ha nacido para conocer el bien; esta es su auténtica sabiduría y su más alta dignidad.

Kaloskagathos es un concepto que fusiona la ética con la estética y que expresa la posibilidad de construcción de un yo virtuoso. Mientras el término kaloskagathos evolucionaba en su significado desde el guerrero noble hasta el buen ciudadano, la palabra paideia sufriría una mutación similar, dejando de designar la crianza del niño para empezar a denotar la educación de las virtudes cívicas, que es la misión de la filosofía. 

La belleza del kaloskagathos socrático es muy superior a la divinidad de un cuerpo perfecto. La excelencia de ese hombre interior únicamente se la puede contemplar en una acción que es bella porque es honrada, justa, valiente, equilibrada y sabia. Ese era precisamente el hombre que Diógenes de Sínope buscaba de manera infructuosa por las calles de Atenas, a plena luz del día, con una lámpara encendida. Los ciudadanos de entonces no entendieron la sátira del filósofo, y por eso el cínico apartaba a bastonazos a los que se acercaban y les decía: «He dicho un hombre de verdad, no caricaturas de hombre». ¿Le resultaría más fácil a Diógenes encontrar a su hombre en nuestras calles? ¿Habita en nosotros ese ciudadano emancipado, valiente, moderado, sabio y justo? ¿Habita al menos el deseo de llegar a serlo? ¿Cómo aspirar a una democracia plena sin buenos ciudadanos? Los jóvenes atenienses tenían un claro modelo de hombre bueno al que imitar. ¿A quién imitan los nuestros? ¿Quiénes son sus referentes? 

EJEMPLARIDAD

Cierto es que hoy seguimos exigiéndonos ejemplaridad, sobre todo en la vida pública. Pero la ejemplaridad es una virtud meramente formal que remite a la capacidad para emular un modelo que hace de ejemplo de conducta. Lo que se ha de evaluar es la bondad del modelo y su ajuste a la naturaleza humana, no la capacidad del individuo para imitarlo. Un «buen nazi» puede destacar por su ejemplaridad con respecto al Führer, un terrorista con respecto a un determinado concepto de hombre de fe y un estúpido con respecto al ideal de la estulticia que describió con tanta brillantez Tomás Moro. 

Pues bien, no parece que tengamos un modelo compartido de hombre bueno; más bien parece que hemos apostado por una sociedad en la que cada cual nos otorgamos el derecho a elegir nuestro ejemplar y el deber de tratar todos los modelos con igual dignidad. Sin duda, la tolerancia es una virtud cívica, necesaria para que pueda practicarse el diálogo democrático que conduce a la identificación y la construcción del bien común, pero, como advirtió Aristóteles, toda virtud es un término medio que se destruye por defecto o por exceso, y si en un extremo se encuentra la intolerancia del fascismo, en el otro se encuentra la tolerancia de lo intolerable. La injusticia, la falsedad o el error no deben ser tolerados. Que aún desconozcamos la verdad objetiva sobre ciertos asuntos no significa que tengamos que aceptar que todos los discursos son relatos con el mismo valor. No saber aún quiénes debemos ser no implica que no sepamos con absoluta certeza quiénes no debemos ni queremos ser. Como apunta agudamente Victoria Camps,9el ingenuo optimismo del laissez faire, laissez passer no tuvo en cuenta entre sus previsiones a Hitler o a Stalin. A las palabras de Camps añadiría que cuando hacemos de la tolerancia un valor absoluto, nos deslizamos hacia el frío nihilismo en el que ninguna virtud puede florecer porque donde todo vale lo mismo, nada tiene valor.

Hoy en día, ser tolerante ya no es tanto un respeto hacia el otro sobre aquellos asuntos privados que «ni me van ni me vienen» como una absoluta falta de principios, convicciones y valores que regulan la conducta. Bajo la excusa de la tolerancia algunos pretenden justificar su más absoluta irresponsabilidad. Convertir la pluralidad en un valor absoluto acarrea como consecuencia inmediata no poder compartir ningún otro valor y, por tanto, destruir todo intento de crear una comunidad de ciudadanos. 

El fin que nos orienta ya no es una imagen ideal de ser humano bajo la que tiene sentido hablar de virtud y vicio, sino la homogeneidad de estilos de vida que imponen las normas de mercado. En ese ambiente, señala Camps, «es fácil que la tolerancia sea ejercida equivocadamente, donde no se debe ejercer. O que se convierta en indiferencia con respecto a todo. Cuando el criterio debería ser el de consentir y tolerar todo aquello que pueda enriquecer y ampliar nuestra común noción de justicia, y no tolerar, en cambio, lo que entorpece o ensombrece los ideales teóricamente asumidos como constitutivos del concepto de justicia».10

No me cabe duda de que debemos ser tolerantes con respecto a todo aquello que es intranscendente para el bien común y aplaudir como un progreso moral la certeza de que sobre ciertas esferas de la vida no existe una conducta verdadera, sana o virtuosa. No hay, por ejemplo, una manera correcta de amar o de disfrutar de la sexualidad. Sobre estos asuntos, imponer un único modelo resulta intolerante. Pero ¿son todas las formas de ser humano igualmente válidas? ¿Se puede afirmar, por ejemplo, que la pederastia es una de las múltiples formas en las que se concreta la sexualidad humana y que no solo debe ser tolerada, sino que ha de ser tratada con la misma dignidad que el resto de las prácticas? ¿Tiene el mismo valor ser justo que injusto, cobarde que valiente, libre que alienado? ¿Es posible ofrecer a nuestros jóvenes un ideal de ser humano que les impulse para que puedan llegar a ser lo que realmente son? 

UNA VIDA EN GERUNDIO

Lo cierto es que con la escuela plural hemos dejado a nuestros alumnos huérfanos de modelos. Ya nadie parece saber qué es un hombre bueno ni un buen ciudadano. Los jóvenes quedan abandonados en barcas repletas de comodidades pero sin brújulas, sextantes ni mapas con los que orientar el rumbo de sus existencias, quedando así a la deriva en un mar, el de TikTok, en el que el tiktoker de turno hace uso de las corrientes para engañarles con su canto y dirigirlos contra los escollos del consumismo donde son presas fáciles de las grandes marcas. 

A falta de un kaloskagathos moderno, el tiktoker se erige en un modelo para ellos, pero ¿modelo de qué? De éxito sin esfuerzo, de virtud desvirtuada, de felicidad reducida a mero consumo. 

El influencer es una campaña publicitaria de carne y hueso, un líder de opinión al servicio de las grandes marcas. Durante la Segunda Guerra Mundial, la teoría de la comunicación en dos pasos evidenció el papel decisivo que tiene el líder de opinión para que un mensaje cale en la población. El líder de opinión ejerce una mayor influencia por ser un personaje carismático, reconocido, y por funcionar como representante de un grupo. Busca la confianza y la empatía de las masas a través de referencias compartidas y de un tono cercano siempre adaptado a las circunstancias. Las marcas comenzaron utilizando mascotas y personajes famosos como portavoces de sus discursos; sírvanos como ejemplo Tony the Tiger inventado en 1952 por Frosted Flakes. Estas figuras mejoraban la imagen de la marca, la acercaban al consumidor y facilitaban su identificación. 

Sin embargo, con la llegada de internet, las marcas comenzaron a utilizar a los propios consumidores como embajadores de sus productos. Los contenidos que generaban los usuarios de redes sociales se convirtieron en una publicidad barata y eficaz. Nació así el tiktoker, el streamer, el youtuber, el instagrammer... Si la engatusadora Venus fue engendrada cuando el dios del tiempo desgarró los genitales de su padre y los arrojó al Mediterráneo, el influencer nació cuando el dios mercado vertió el consumo sobre el mar de la red social. 

El propio Adam Smith ya predijo su advenimiento cuando afirmó que en nuestra sociedad, frente a la minoría que es capaz de admirar la virtud y el buen juicio, la gran masa admira a los ricos y los famosos, y lo que parece aún más extraordinario, lo hacen de forma desinteresada. Tristemente, la adulación y la falsedad son más apreciadas que la competencia y el mérito. Las gracietas y las frívolas hazañas de esa cosa impertinente y alocada que Adam Smith llamaba «el hombre de moda» —y nosotros, los influencers— son, por lo general, más admiradas que las sólidas virtudes.11

El influencer vende un exitoso estilo de vida al que puede llegarse sin la necesidad de pagar el fatigoso peaje del sudor cantado por Hesíodo. Si los dioses nos obligan a recorrer un largo y empinado sendero para alcanzar la virtud, el influencer propone a nuestros jóvenes un atajo: el consumo. Consumir lo que él tiene es el camino más eficaz, directo y placentero para conquistar tanto el éxito como la felicidad. A la cumbre en la que habita se llega consumiendo, una forma verbal que indica que la acción se produce simultáneamente a la del verbo principal. En su discurso, consumir y tener éxito ocurren a la vez, y así como nos entretenemos jugando, somos mejores consumiendo. Consumir, en su forma de gerundio, se convierte en un tipo de actividad constante e inacabada que no debe cesar si se quiere permanecer en el estado deseado. 

En la mayoría de las ocasiones es preciso que el sujeto del gerundio coincida con el sujeto de la acción principal, lo que presupone que felicidad y consumo deben entenderse como un asunto individual. En el consumo no hay vida social, no existe una comunidad de consumidores. Consumir no es una actividad como enseñar o jugar al fútbol, en las que el otro es condición necesaria para llevarla a cabo. Se consume desde el mismo dispositivo individual con el que se contempla y se admira al influencer. 

Además, el gerundio convierte al verbo en un completo circunstancial de la acción principal, de lo que se sigue que el consumo es la circunstancia (el tiempo, el lugar, la finalidad, la causa, el instrumento, la compañía, la materia, la cantidad y el beneficiario) en la que se producen tanto el éxito como la felicidad. Sobre este asunto, nada nuevo bajo el sol. Tan solo recordar que los antiguos tiranos griegos ya idearon un plan para desactivar la democracia: convertir el Ágora en un mercado y al ciudadano en un consumidor. El tiempo libre ya no servía para deliberar y decidir; el bien común fue eclipsado por los bienes de consumo, y la actividad política, por la cual el ciudadano se sentía dueño de sí mismo, fue reemplazada por el consumo, por el cual solo se sentía dueño de cosas.

Pero dejemos por el momento la antigua Grecia y volvamos a nuestro personaje. Un tiktoker no es más que la historia que envuelve un producto. El mercado lo usa para establecer el objeto de deseo y cómo conseguirlo. Lo bello, lo joven y lo saludable que el tiktoker posee puede adquirirse sin fatiga, en el mismo instante en el que se despierta en nosotros ese deseo, es decir, con un simple clic en la pantalla de nuestro dispositivo. A continuación, un algoritmo se encargará de facilitarnos la tarea de buscar dónde podemos comprar la mercancía que se nos ha incitado a desear. El camino del tiktoker es cómodo, breve, sencillo, no exige esfuerzo y, sobre todo, tal como él mismo señala, es inmediato. 

La cuestión que debiera ocuparnos (y preocuparnos) no es que los jóvenes quieran dedicarse al mundo de la publicidad, sino que quieran ser publicidad, deshumanizándose con ello. Zygmunt Bauman ya nos lo advirtió cuando escribió que «la característica más prominente de la sociedad de consumidores —por cuidadosamente que haya sido escondida o encubierta— es su capacidad de transformar a los consumidores en productos consumibles».12El camino del consumo atrae a nuestros jóvenes porque no es encrespado, sino descansado y placentero. No obstante, deberíamos advertirles de que no es un atajo, ya que, como la cinta de Moebius, no acaba nunca, no conoce final. El camino del tiktoker no conduce a ningún sitio y obliga a estar caminando sin descanso hasta que un buen día la fatiga de vivir en el gerundio les alcanza. 

Vivimos en una sociedad de consumo que promueve en todos sus miembros la incesante búsqueda de satisfacción de los deseos que ella misma crea y estimula para mantenerse constantemente en funcionamiento. Publicita y promete una «vida feliz» que consiste en la satisfacción máxima, aquí y ahora, de todos los deseos. Pero, a la vez, la sociedad de consumo requiere frustrar una satisfacción definitiva para así garantizar un deseo en gerundio que sostenga el sistema. El querer del individuo se ve transformado en el combustible que mantiene siempre en marcha el motor del sistema productivo. Lo más reseñable es que esta enajenación del deseo no se consigue por medio de la coerción al individuo, sino a través de la adulación y la estimulación, la multiplicación y la seducción de sus apetitos. Y este es justamente el papel que cumple el influencer dentro del sistema. Su lifestyle, nuevo y diferente, ofrece la ilusión de que se puede consumir, en lugar de construir, la propia identidad. 

El influencer, el nuevo adulador, muestra un camino no explorado hacia la felicidad. Sus filtros subrayan y valoran lo nuevo a la vez que invitan a desechar y sustituir lo antiguo. Lo viejo es una rémora obsoleta que impide experimentar las nuevas oportunidades de felicidad. Pero aunque los influencers se presenten como distintos y especiales, no son ni lo uno ni lo otro. No albergan diferencias sustanciales entre ellos. Son en esencia lo mismo, ya que interpretan el mismo discurso: la obediencia a un sistema que condena al individuo a un consumo perpetuo al definir la felicidad como la satisfacción de todos los deseos posibles. Y como lo posible es siempre infinito, el consumo ha de ser eterno. 

Los diferentes relatos de todos estos influencers no son más que expresiones diversas de un mismo discurso que afirma los valores hegemónicos. Parafraseando a Jean-François Lyotard, podríamos afirmar que un influencer es un microrrelato con una función legitimadora. Su vida digital es un mito, no en el sentido de fábula o falsedad, sino en el de que sus narraciones legitiman las instituciones, las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas y las maneras de pensar por medio de una promesa de plenitud. Sus aparentes diferencias homogeneizan a nuestros jóvenes porque el medio que usan para distinguirse es siempre el mismo: consumir.

Pero volvamos a la virtud y preguntémonos lo siguiente: ¿cuáles son las excelencias que distinguen a este kaloskagathos posmoderno? La única «virtud» que el tiktoker parece poseer es la de dominar la economía de la atención: saber cómo moverse en el agitado mar de TikTok para pescar seguidores. Es bueno entreteniendo. La palabra entretener está construida a partir del verbo tener que proviene del latín tenere y que significa «dominar» o «retener»; dicho de otro modo, expresa la idea de dominar o retener la atención de alguien. Cuando dejamos que se nos entretenga, perdemos el control sobre nuestra atención. A través de la pantalla, el tiktoker abduce la conciencia del joven, le distrae y anula esa comunicación con uno mismo que permite la construcción de un yo estable y auténtico. Esta «virtud» para entretener le otorga el poder de influir en las decisiones de sus seguidores, pero en ningún caso puede ejercer de autoridad para nuestros jóvenes. Recordemos que, en su sentido etimológico, la autoridad remite a la capacidad de hacer que algo crezca y prospere. La autoridad es la cualidad creadora de la persona. El que posee autoridad no destruye al otro, sino que lo hace madurar y expandirse como ser humano. 

Toda educación en la virtud debe ser autoritaria, no en el sentido de imponer ideas por la fuerza, sino en el de proponer un ejemplo de vida que aumente, promueva y haga progresar a la persona, pues los niños crecen observando e imitando modelos que toman como punto de referencia. Tener autoridad supone auxiliar, completar, ampliar, apoyar, consolidar, enriquecer, perfeccionar y dar plenitud a algo. Los romanos distinguían la auctoritas, la forma de ser que supone un bien para otro, de la potestas, la capacidad de imponer. 

Sócrates tenía auctoritas sobre Antístenes, Antístenes sobre Diógenes, Diógenes sobre Epícteto y Epícteto sobre Arriano porque, usando los términos de nuestro enemigo, el lifestyle del maestro supuso una referencia y un impulso para el crecimiento del discípulo como ser humano. Y no por ello fueron los discípulos una copia exacta de sus maestros, sino que tomando a estos últimos como puntos de referencia en una travesía o como varas que guían el crecimiento de algunas plantas, cada uno pudo llegar a ser un ejemplo singular de virtud. 

Sin embargo, nuestra actual educación dista mucho de desarrollarse en la virtud, ya que el adulto, por miedo a incurrir en el autoritarismo, no solo rehúye de la potestas sino también de la auctoritas, y con ello abdica de su responsabilidad como adulto. Una educación sin referentes claros produce individuos desorientados, al igual que una educación sobreprotectora genera seres débiles. Hannah Arendt supo ver en los años cincuenta el germen de la crisis de la educación que estamos sufriendo,13y afirmaba que los adultos tenemos la responsabilidad de introducir al niño en nuestro mundo, que es nuestro, nos guste o no. 

Educar es enseñar a los niños a cómo manejarse en el mundo siendo autoridad para ellos. El niño nos reclama protección frente al mundo, y el adulto tiene la doble responsabilidad de asegurar el desarrollo del niño y la continuidad del mundo. Pero los adultos hemos abolido la autoridad, lo cual solo puede significar una cosa: que rehusamos asumir la responsabilidad del mundo en el cual hemos colocado a los niños. Arendt es demoledora cuando afirma que «es como si los padres dijeran cada día: “En este mundo, ni siquiera en nuestra casa estamos seguros; la forma de movernos en él, lo que hay que saber, las habilidades que hay que adquirir son un misterio también para nosotros. Tienes que tratar de hacer lo mejor que puedas; en cualquier caso, no puedes pedirnos cuentas. Somos inocentes, nos lavamos las manos en cuanto a ti”». En este mundo sin autoridad, el niño no se emancipó, todo lo contrario; quedó sujeto a una autoridad mucho más aterradora y tiránica: la de la mayoría.14

El número de likes y de visualizaciones del tiktoker le otorga una potestas sobre la atención del niño que este confunde como auctoritas. Y así, el niño entiende que para abrirse paso en el mundo debe replicar el peculiar estilo de vida del tiktoker: transmitir en directo la vida privada y hacer lo necesario para alcanzar un éxito que se puede cuantificar en número de visitas y traducir en dinero. 

Los antiguos modelos lo eran por su vida pública y no por su vida privada. La vida privada era propiedad exclusiva del individuo y una frontera que el objetivo de una cámara no podía rebasar. Los nuevos modelos, en cambio, obtienen su fama haciendo pública su vida privada y creando con ello una falsa impresión de cercanía en sus espectadores. El influencer se erige en modelo no por la posesión de ninguna virtud, sino por la confianza que produce la falsa sensación de estar compartiendo su intimidad con los demás. 

Tanto en el Ágora de la antigua Atenas como en el estadio de Olimpia se miraba (y admiraba) a los hombres más divinos para que su reflejo impulsase a todos a ser mejores. El griego sabía que cuando los jóvenes miran y admiran a los buenos se hacen mejores. A nuestros jóvenes, en cambio, nadie les ha enseñado a hacerlo y, por ello, atraídos por el resplandor de los filtros de realidad, miran al influencer y desean tanto su estilo vida como su ocupación. Anhelan un eterno hedonismo infantil y un reconocimiento sin esfuerzo. Pero cuando descubren que todo es una quimera, caen en la frustración y la culpabilidad. 

Es hora de enseñar a nuestros jóvenes a mirar y a admirar bien, e invitarles a usar sus pantallas para viajar a la antigua Grecia, porque, como afirmaba Schlegel, todo el mundo ha encontrado en Grecia lo que estaba buscando; especialmente a sí mismo. La sociedad griega fue un oasis de virtud y, por fortuna, hoy conservamos algunos de sus productos. Los griegos no solo crearon obras virtuosas, sino que ellos mismos fueron obras de virtud. La virtud edificó la Acrópolis, compuso Antígona, redactó la primera Constitución democrática y se interrogó a sí misma sobre qué es la virtud y cómo se adquiere. 

Estas obras de virtud nos siguen mostrando aún hoy las formas más elevadas de ser humano, y por eso es más valioso el estudio de las humanidades que aprender a manejar una tecnología obsolescente, si lo que realmente queremos es que nuestros jóvenes alcancen la plenitud en su desarrollo. Ahora bien, si nuestro único objetivo es capacitarlos para ser productores competentes de mercancías durante su tiempo de trabajo y consumidores durante su tiempo de ocio, dejemos las cosas como están y sigamos mirando y admirando a los influencers.