Introducción 

La virtud por los suelos

El ser buena la ciudad ya no es una cuestión de suerte, sino de ciencia y de resolución; y por cierto, buena es una ciudad en cuanto que los ciudadanos que intervienen en su gobierno son buenos, y para nosotros todos los ciudadanos intervienen en el gobierno. Por consiguiente, habrá que estudiar cómo un hombre se hace bueno, pues, aunque se diera el caso de que todos los ciudadanos en conjunto fueran buenos, pero no individualmente, habrá que dar preferencia a esto, ya que de serlo individualmente se sigue el serlo todos.

ARISTÓTELES, Política

EL CAMINO DE LA VIRTUD

Uno de los lugares que más conmoción me han causado es el Duomo de Siena. Este edificio gótico, construido a base de enormes bloques de mármol de Carrara, de colores blanco y verde oscuro que desde la distancia se aprecia negro, es una imponente petrificación de la bandera de esta bella ciudad de la Toscana. Las historias cuentan que los sieneses quisieron demostrar con su catedral la nobleza, el coraje y la fortaleza del pueblo que la levantó. Fueron los propios ciudadanos los que acarrearon durante generaciones las piedras desde las canteras cercanas. Ni siquiera la epidemia de peste negra que diezmó la población de Siena en 1348 detuvo la sed de excelencia de estos hombres y mujeres. 

El Duomo se asienta sobre un antiguo templo de la diosa Minerva y, hoy en día, sigue siendo un espacio consagrado a la filosofía. Todo aquel que cruza su pórtico queda maravillado ante el suelo que lo recibe. Quizá la de Siena sea la única catedral en la que los ojos del visitante se quedan pegados a sus pies, no pueden mirar al cielo y se dejan atrapar por la nobleza de la tierra que lo sostiene.

Giorgio Vasari describió el suelo de la catedral como «el mayor, más bello y más magnífico suelo creado jamás»,1y Richard Wagner, en una carta enviada a su esposa en 1880, confesó haberse sentido «emocionado hasta las lágrimas por la belleza de esos paneles».2Los 56 paneles de marquetería en mármol blanco, rojo, verde, negro y azul son una muestra de la virtud que puede alcanzar el ser humano. En el mosaico trabajaron más de cuarenta artistas y se tardó más de quinientos años en terminarlo.

El camino de la virtud o El monte de la sabiduría, construido a partir de un dibujo del pintor de Umbría Bernardino di Betto, conocido como Pinturicchio, es uno de los paneles más majestuosos. El mosaico muestra en primer plano a la diosa Fortuna: una joven desnuda que sostiene el cuerno de la abundancia en su mano derecha mientras que con su izquierda recoge el viento con una vela. Su equilibrio, como ella, es inestable; su pie derecho descansa sobre un globo terráqueo mientras que el izquierdo se posa sobre un barco ingobernable cuyo mástil está roto. El artista parece indicarnos que, después de un tormentoso viaje, la diosa al fin ha tomado tierra en una isla poblada por un grupo de sabios que ascienden por una colina escarpada e inhóspita. El culto a la diosa Tyche o Fortuna se popularizó durante el helenismo, una época de crisis e incertidumbre no muy diferente a la nuestra. La Fortuna es la encarnación de todas aquellas circunstancias que ni sabemos ni podemos controlar; es una fuerza cruel, caprichosa e imprevisible que juega con nuestras existencias y a la que conviene tener de nuestro lado, ya que concede favores con la misma irracionalidad con la que los arrebata. 

Aunque el hombre corriente empeña su vida por conseguir la buena fortuna, los filósofos representados en el mosaico dan la espalda a Tyche porque, aunque seductora, posee un carácter inestable. El sabio elige el duro y abrupto camino que conduce hacia la virtud. En la cima de este sendero arduo y sombrío, lleno de dificultades y pruebas, les espera una figura femenina que representa a la Virtud. La mujer descansa en una llanura repleta de flores sobre la que se abre un pergamino en el que puede leerse: «Huc properate viri: salebrosum scandite montem pulchra laboris erunt premia palma quies» (El camino para alcanzar la virtud es difícil, pero los que perseveren serán recompensados). ¿Cuál es el premio para aquel que corona la cima?

La palma de la Victoria. En la antigua Roma se representaba a la Victoria con una hoja de palma como imagen de renacimiento, inmortalidad y triunfo del espíritu sobre el cuerpo. Quien alcanza la cumbre de la virtud obtiene la palma de la serenidad, ese sosiego que produce la felicidad plena.

A la izquierda de la Virtud se encuentra Sócrates, y a su derecha, Crates de Tebas. El filósofo cínico arroja sobre la cabeza de la diosa Fortuna los bienes exteriores que los hombres insensatos, y por tanto infelices, persiguen: fama, honor, gloria, seguridad, notoriedad, bienes materiales, placer, confort... El mensaje del mosaico es claro: primero, la virtud es el único bien; segundo, la virtud solo se alcanza con esfuerzo, y tercero, el hombre virtuoso es el más feliz, auténtico y pleno de entre todos. El humano que se encuentre junto a Sócrates y Crates será el más extraordinario y su vida, la más dichosa. Aquel que busque la fortuna abandonará inevitablemente el camino de la virtud, puesto que los senderos que conducen a una y a otra discurren en direcciones contrarias.

PALABRAS ANTIGUAS PARA TIEMPOS NUEVOS

El término virtud proviene del latín virtus, que fue como se tradujo el griego areté, que significaba «fuerza», «poder», «eficacia». En su origen, la palabra se usaba para designar el comportamiento excelso de los buenos guerreros, de tal manera que afirmar que alguien poseía areté implicaba que era «excelente en algún sentido». En un contexto amplio, el término se aplicaba a toda clase de perfección que puede alcanzar cualquier ser, desde un caballo hasta un escudo, a toda capacidad natural desarrollada hasta su máximo esplendor, o al modo de ser más excelso al que algo o alguien puede aspirar. En un contexto más restringido, la virtud se refiere a las perfecciones propias del ser humano. Así, de forma general, podemos definir la virtud como «el desarrollo excelente de una función». 

Areté fue un concepto central en la cultura griega, hasta el punto de que los helenos diseñaron un sistema pedagógico que tenía como objetivo convertir a los niños en ciudadanos virtuosos: la paideia. Esta palabra griega se traduce a veces como «cultura» y otras como «educación», y denotaba la formación integral del ser humano en todas sus dimensiones: una educación física que perfeccionaba el cuerpo, una educación moral que moldeaba un buen carácter y una educación intelectual que dotaba al individuo de una cultura común, un conocimiento poderoso y una sana capacidad de juicio. 

La antigua paideia se encuentra en las antípodas de un modelo de educación como el nuestro, centrado en capacitar para el trabajo (un tipo de educación que los griegos consideraban propia de los esclavos). Nuestras escuelas, como afirma Gregorio Luri,3parecen cada vez más obsesionadas con convertirse en agencias de colocaciones futuras. Desde diferentes sectores de la sociedad se recalca con insistencia que la función de la escuela debe ser la de formar a los jóvenes para unos trabajos que hoy nos son desconocidos. En los foros sobre educación, las empresas tecnológicas están advirtiendo continuamente que «el 65 % de los niños que empiezan hoy primaria tendrán que trabajar en empleos que aún no existen». No deja de sorprender la exactitud del porcentaje de este oráculo. Quizá el rey Layo hubiese conservado vida, reino y esposa si el oráculo de Delfos hubiese acompañado sus pronósticos con porcentajes tan exactos. La OCDE, en un texto de 2010, afirmaba:

Vivimos en un mundo que cambia aceleradamente, y producir más conocimiento y habilidades semejantes a lo que ya tenemos no será suficiente para enfrentar los desafíos del futuro [...]. Debido al rápido cambio económico y social, las escuelas deben preparar a los estudiantes para trabajos que aún no han sido creados.4

El problema no consiste solo en que el futuro laboral que auguran las grandes corporaciones tecnológicas, y al que, según ellas, debería someterse nuestra escuela, suele coincidir con sus intereses comerciales y sus planes estratégicos, sino que se empieza a imponer la idea de que no existe un modelo ideal de ciudadano que nuestras escuelas deban desarrollar. Así, nuestros niños ya no han de aspirar al pleno desarrollo de su naturaleza humana, a ser personas íntegras, a ser buenos ciudadanos; tan solo deben ambicionar una competencia laboral en un mercado fluctuante, mientras, eso sí, lo pasan bien. Porque en lo que las «nuevas metodologías» parecen estar interesadas es en evitar el aburrimiento provocado por la rutina y el hábito (elementos indispensables en la metodología de la virtud). Lo que ahora importa no es saber sino saber hacer, y ese saber hacer debe ser divertido porque, si el sujeto se divierte, confundirá el ocio con el negocio y así trabajará más y mejor. La búsqueda de la experiencia inmediatamente placentera se ha convertido en un objetivo tan importante en nuestra educación que, como reza el mantra que repiten los gurús de la «nueva escuela», los contenidos no importan. Y no se equivocan teniendo en cuenta el valor que encierran los conocimientos inútiles en una sociedad que ha reducido lo valioso a lo útil y lo útil a aquello que sirve al sistema productivo para aumentar el beneficio económico. En la escuela de hoy no tienen cabida Sófocles, Tucídides o Plutarco, porque su lectura es difícil y exige un sobreesfuerzo que no compensa, ya que estos textos antiguos poco pueden enseñar a nuestros hijos sobre cómo trabajar en el mundo ya no de hoy, sino de mañana.

Una de las primeras nuevas escuelas que despreció los fundamentos de la vieja paideia fue la que fundó, en 1907, Elbert H. Gary, presidente de la empresa de acero United States Steel, en una ciudad de Indiana. Gary promovió un plan con el objeto de crear un nuevo modelo de educación para los hijos de sus trabajadores inspirado en los principios pedagógicos del filósofo pragmatista John Dewey. Según este plan, los niños acudirían todos los días a la escuela ilusionados, no sentirían ningún tipo de imposición, aprenderían haciendo y la propia experiencia sería el centro del aprendizaje, de modo que abandonarían el estudio memorístico y la monotonía del libro de texto, y desarrollarían una mentalidad eficiente y emprendedora. El aula debía asemejarse a un taller de trabajo: no habría cursos ni asignaturas, y cada niño aprendería lo que quisiese en función de sus intereses personales. Los alumnos tendrían tal control sobre su proceso educativo que cada uno decidiría cuándo coger vacaciones. John D. Rockefeller supo ver los beneficios que podía aportarle este modelo e invirtió grandes sumas de dinero en desarrollarlo en Nueva York. Sin embargo, sus trabajadores no estaban de acuerdo con el plan; sospechaban que el objetivo real era el de capacitar a sus hijos para que fueran engranajes eficientes de la maquinaria industrial. Desde luego, el hecho de que a esta escuela fuesen los hijos de los trabajadores y no los de los Rockefeller no auguraba nada bueno. 

La «vieja escuela» siempre estuvo vinculada indisolublemente a la virtud, pues no se trata de que el alumno llegue a actuar bien o a ser competente, como diríamos hoy en día, sino de que sea bueno. La paideia no educaba para el mundo laboral, sino para la vida. Educar es enseñar a vivir dignamente; no es abandonar al alumno a cualquier forma de vida, menos aún a las más indignas —la del ignorante, el malvado o el infeliz—, sino elevarlo para que pueda experimentar una vida auténtica y plena. Educar para la vida es educar para la felicidad porque, como afirmaba José Ortega y Gasset, «la vida es quehacer», y todas nuestras acciones están proyectadas a un mismo fin: la eudaimonía, es decir, la vida buena o buena vida de la que nos habla Aristóteles en sus textos.

Como veremos en el capítulo dedicado al estagirita, la felicidad griega nada tiene que ver con el significado actual que la vincula a un estado de ánimo ocasional, a la satisfacción de los deseos o al consumo de bienes y experiencias placenteras y novedosas. Todo lo contrario: es un asunto de mayor calado, incluso se podría decir que es la tarea más importante, que implica toda la vida y que apunta a construir una existencia digna; aquella que permite al ser humano ser más plenamente humano y alcanzar el modo de vida de un hombre virtuoso.

El filósofo escocés Alasdair MacIntyre ha sido uno de los que más exhaustivamente han estudiado el concepto de virtud, a la que ha definido así:

Aquellas disposiciones que no solo mantienen las prácticas y nos permiten alcanzar los bienes internos a las prácticas sino que nos sostendrán también en el tipo pertinente de búsqueda de lo bueno ayudándonos a vencer los riesgos, peligros y distracciones que encontremos y procurándonos creciente autoconocimiento y creciente conocimiento del bien.5

Su definición tiene dos ideas claves que debemos resaltar. La primera es que las virtudes no se alcanzan individualmente, como piensa el neoliberalismo, sino que solo florecen en el terreno abonado de una «práctica», es decir, de aquellas actividades que se realizan en el seno de una comunidad y una tradición, en cooperación con otros, y que están establecidas socialmente, como ser maestro, alumno, padre, político, ciudadano, empresario, trabador, etc. En la práctica del ajedrez, por ejemplo, desarrollamos virtudes como la concentración, el autocontrol, el cálculo mental o la autocrítica. 

Cada práctica lleva implícito un modelo ideal de ser humano, definido por la comunidad y por la tradición que el novicio debe perseguir si quiere llegar a ser un experto: un buen maestro, un buen alumno, un buen padre, un buen político, un buen ciudadano, un buen empresario, un buen trabajador... y, por supuesto, aunque al posmodernismo y al relativismo imperantes les pese, un buen hombre. 

Sin embargo, debemos tener presente que no todas las destrezas que se adquieren con una práctica son virtudes; tan solo lo son aquellas que están orientadas al bien del hombre en cuanto que hombre tanto en lo individual como en lo colectivo. No es una virtud la capacidad de construir una excelente arquitectura contable para evadir impuestos, o la de aquel individuo del que nos habla Montaigne, experto en lanzar granos de mijo y hacerlos pasar por el orificio de una aguja. Montaigne, basándose en el relato de Quintiliano, cuenta que cuando el hábil lanzador de grano pidió una retribución a Alejandro Magno, este, con sorna imperial, ordenó que se le otorgase un kilo de mijo para que «tan hermoso arte no dejase de practicarse».6Pues bien, este tipo de destrezas, como las que hoy se exponen en los concursos de talentos producidos por la televisión o aquellas de las que se jactan los tiktokers, no son virtudes sino una inútil y burda imitación de la virtud. Grabar diez mil vídeos de uno mismo, poseer una horda de seguidores en TikTok y atesorar likes no te convierten en un ser virtuoso, merecedor del favor de los dioses inmortales, tan solo atestiguan el estado de degradación en el que se encuentra nuestro concepto de «lo bueno». 

La segunda idea clave de la definición de MacIntyre es que la vida de todo ser humano está proyectada, por naturaleza, a un mismo bien: nuestro pleno desarrollo como hombres. De ello se deduce, en línea con Aristóteles, que la vida buena es aquella que se dedica a la consecución de este estado de plenitud humana. Nuestras existencias son relatos que, como la Odisea, narran los viajes de búsqueda de este bien del hombre. Es en el transcurso de tales aventuras donde germinan, brotan y se enraízan virtudes en el núcleo más profundo de nuestra alma, dotándonos de sabiduría para identificar el fin de la vida humana, de fortaleza para no desviarnos del camino trazado y de valor para enfrentarnos a los peligros, superando con éxito cualquier dificultad. Las virtudes, a diferencia de los bienes exteriores como el dinero, la reputación o la salud, son bienes interiores que ningún golpe de mala fortuna nos puede arrebatar.

Me temo que MacIntyre no se equivoca cuando afirma que este viejo concepto ético no goza de buena fama en nuestro actual modelo de escuela, ya que choca de bruces con el individualismo, el hedonismo y el relativismo imperantes en nuestros días. Y quizá, precisamente por ello, necesitemos un héroe como el Ulises que Dante nos pinta magistralmente en el canto XXVI de su Divina comedia para que examine lo profundo de nuestra alma y nos recuerde que «de noble estirpe es vuestro ser esencia: para alcanzar virtud habéis nacido, y no a vivir cual brutos sin conciencia».7

PREGUNTAS VIRTUOSAS 

¿Tendría sentido recuperar la educación de la virtud? ¿Sigue siendo válida para orientar nuestras vidas tanto en el plano ético como en el político? ¿Quiénes estarían hoy junto a Sócrates y a Crates en la cima de la montaña? ¿Cómo educaría Sócrates a nuestros jóvenes? ¿Existe una o varias virtudes? ¿Son el mismo tipo de virtud la intelectual y la moral? ¿Se puede ser virtuoso en un determinado aspecto y mediocre en otro? ¿Una excelencia que no está al servicio del bien es una virtud? ¿Está al alcance de todos o se necesita una determinada naturaleza? ¿Cómo se adquiere el conocimiento de la virtud? ¿Qué papel juegan la naturaleza, el hábito y el intelecto en su adquisición? ¿Qué lugar tienen las emociones y la razón en su conocimiento? ¿Por qué las personas virtuosas no son capaces de transmitir la virtud a sus hijos? ¿Puede un niño ser virtuoso? ¿Existe una pedagogía de la virtud? ¿Es indispensable la disposición previa del alumno?

Tales son las cuestiones que este libro pretende abordar. Las resolveremos con ayuda de la luz que arrojó la filosofía griega, enamorada de este concepto. 

Como el joven Menón, del que nos habla Platón en el diálogo que lleva por título su nombre, yo también he quedado hechizado, embrujado y hasta encantado ante el problema de la enseñanza de la virtud. He de confesar que, al igual que Menón, me siento perplejo y aturdido, hasta el punto de que, aunque en muchas ocasiones he hablado de la virtud, ahora, por el contrario, ni siquiera puedo decir qué es. Por eso acudo, casi con reverencia, a aquellos hombres que dedicaron sus vidas a desentrañar estos misterios: Homero, Hesíodo, Sócrates, Platón y Aristóteles. Sus voces de largos ecos, clásicas para nosotros, comparten las virtudes del fuego: dan luz y calientan el corazón. Es por ello por lo que mi intención es alumbrar con aquel fuego de antes, y sin embargo eterno, nuestro presente a fin de reorientar nuestros pasos hacia aquel monte en el que Sócrates y Crates nos esperan para compartir su dicha.