Nos morimos una tarde de otoño, con aguacero. Tú te quitabas los zapatos y los dejabas sobre el radiador, y yo pensaba en París y en los poetas muertos y en los cementerios a los que nunca iría contigo.
El árbol de Navidad parpadeaba a tu lado. Era noviembre.
Todo era a destiempo entre nosotros.
Te sacudiste las gotas de agua, que te brillaban como purpurina en los rizos, y te sentaste a la mesa vestido con mi pantalón de pijama de Mickey Mouse.
Dijiste que el vino era malo y que yo era el amor de tu vida, todo en la misma frase, como si fuera el estribillo de una canción absurda. La tortilla ya estaba fría y las espinacas de la quiche se me quedaron atrapadas entre los colmillos. No pude abrir la boca mientras me hablabas de serpientes. Lo sabes todo sobre las serpientes y me lo contaste concienzudamente, con esa forma tuya tan natural de hacer mansplaining.
A mí me importaba un bledo la pitón más grande del mundo, que al parecer estaba en un terrario de Chicago, y no me creí que en Galicia no hubiera víboras porque en la aldea de mi madre siempre las hubo. Las llamaban «bichorros». Lo sé porque la abuela me contaba la historia de un vecino que se murió haciendo la siega. Era tan pobre que, aunque sintió la picadura y vio marchar al reptil entre la hierba recién cortada, siguió trabajando con la guadaña. Eran tiempos en los que era mejor perder la vida que el jornal.
Así que igual te crees saber más de lo que sabes, pero eso debe ser el amor, escuchar las cosas inútiles que tiene otro en la cabeza y no pensar, contener el impulso de decir «Cállate, idiota», parpadear y mirar fijamente, detenerse en tus pestañas y su movimiento bamboleante, aunque, en ese momento, debo admitir, lo único que yo quería era recoger los platos e ir al baño a lavarme los dientes. Lo hice en cuanto se acabó el mencía y fui a buscar otra botella.
A la segunda ya no te importaba la denominación de origen. Sabía que te gustaba más el rioja, pero escoger según mis gustos era una forma de empoderarme. Qué expresión tan estúpida, pero me negaba a complacerte también en eso.
Unos días atrás le había dicho a mi amiga Susana que una mujer jamás debe olvidar que lo que es está por encima de lo que siente. Como idea está muy bien, y ella, que es joven y lista y además me quiere, me alabó la frase. Luego se quedó callada, seguramente pensando en qué demonios significaba eso.
Me acordé de esta conversación en el delicatessen de Dr. Teixeiro justo cuando iba a escoger La Montesa y cambié de inmediato a un Guímaro edición especial. Diecisiete euros la botella, pero a ti te pareció un horror, un horror que bebiste a buen ritmo, todo hay que decirlo. Eres un perfecto dipsómano y un perfecto esnob y yo, una buena aprendiza. Del beber mucho. Ser esnob me parece demasiado cansado. Bastante tengo con inventar sentencias que a la hora de la verdad solo se refieren a marcas de bebida.
Cuando regresé a la mesa con la boca fresca, con la botella en una mano y una tableta de chocolate en la otra, la rodeé para besarte. Siempre me apetece besarte, creo que nunca nada en la vida me ha gustado tanto como besarte, pero también para que no siguieras hablando del tamaño de las anacondas. Al sentarme, dije: «¿Sabes?, los búhos compiten con los zorros por el alimento y se atacan entre ellos».
Aquella tarde parecíamos el puto National Geographic.
Los días de tus ausencias me dedicaba a ver documentales de La 2 para surtirme de inspiración y escribirte, o para poder mantener contigo conversaciones inanes. Ya era todo demasiado intenso entre nosotros. Era vernos y sentir como si nos hubieran enchufado a una corriente muy pasada de voltios. Necesitábamos temas frugales, anodinos, para rebajar la tensión.
Y para no hablar de nosotros.
«Nosotros» era una palabra sin futuro, y las palabras sin futuro tienden a desmoronarse en el presente.
Mejor evitarlas.
Allí, en «la mesa del destino», como tú la llamabas, habíamos extendido alguna vez la rosa de los vientos exponiendo todas las salidas posibles, pero la aguja jamás se detenía en ningún punto.
No había caminos, solo caos.
Supongo que oírme hablar a mí de luchas animales te pareció demasiado extraño, signo inequívoco de que me estaba yendo por las ramas, evitando tableros con brújulas que no conducen a ninguna parte.
Te levantaste y me cogiste de la mano, tirando de mí para que yo hiciera lo mismo.
Nos besamos.
La Berenguela repicó seis veces. Cuando acabó el sonido del cobre, abrimos los ojos. Los tuyos se habían vuelto líquidos, como si se estuvieran deshaciendo.
Fuera arreciaba.
Nadie por la calle. Solo el agua rebotando en la piedra.