3. El muro de la muerte

Están jugando al fútbol en la vereda y la pelota cae del otro lado del Muro de la Muerte, que es el nombre con que Roitter bautizó al paredón que custodia un pequeño y gastado jardín atravesado por un camino hecho de pequeñas piedras blancas que culmina en la entrada de una casa estilo inglés —la única casa así de toda la manzana— donde trepan madreselvas hasta asumir dimensiones fantasmagóricas. Sobre todo durante los lentos atardeceres de verano, que era cuando los chicos se asomaban para intentar ver a las hermanas Brothers —también bautizadas así por Roitter—: dos viejas chiquitas y arrugadas como pasas de uva que cada vez que se les caía la pelota la arrojaban de vuelta toda reventada a cuchillazos. Roitter dice conocer la historia, no siempre se comportaron así las hermanas Brothers, ni usaban el cabello tan corto ni mucho menos lo tenían todo cubierto de canas. Hasta hace unos pocos años vivían con sus padres en esa misma casa. Eran dos chicas alegres, muy divertidas. Los sábados podías verlas jugar en la vereda con otros chicos que ya no existen, riendo y haciendo bromas a los vecinos, orgullosas y medio engreídas. Daba un poco de vergüenza mirarlas a los ojos. Hasta el día en que sus padres se mataron en un accidente de auto y se volvieron viejas de pronto.

—Dicen que todo fue por culpa del juego de la copa.

—¿Qué es el juego de la copa? —pregunta Lautaro.

—No quieren saber —dice Roitter—, mejor que no sepan.

—Yo sí quiero —dice Speedy, sonriendo.

—Nadie sabe por qué un tío lejano viene a visitarlas una vez por mes con una valija llena de dinero —dice Roitter y luego entrecruza los dedos de las manos con las palmas hacia arriba y le hace un gesto a Speedy que rápidamente se sube a los hombros de su amigo y trepa por el paredón.

Lautaro se da cuenta de la fuerza que hace Speedy, el modo en que le tiemblan las manos cuando dice:

—Está cerca de los enanos.

Speedy da un salto y simula que se ata un cordón de la zapatilla.

—Andá a buscarla.

Por primera vez, Lautaro siente el peso que puede tener una mirada.

—¿Quiénes son los enanos?

Roitter y Speedy se ponen serios de pronto.

—Estás seguro, Speedy, de que son los enanos —dice Roitter.

El tono amenazante de su voz no sonó a una pregunta.

—¿A quién se le fue la pelota del otro lado del Muro de la Muerte? —dice Speedy.

Lautaro quiere correr, desaparecer: no le falta mucho para comenzar a llorar.

—¿Quiénes son los enanos? —pregunta Lautaro.

—Son los Leprechaun —dice Roitter—, duendes. Aparecen por las noches en tus sueños. Son los culpables de que te hagas pis en la cama.

—Yo me hacía pis encima cuando vivía en la casa de mi abuela, ahora no me hago más —dice Lautaro.

—Me parece que vamos a necesitar los equipos —dice Roitter y se baja las medias, señal de que ya no van a seguir jugando al fútbol

—¿Ahora? –pregunta Speedy, asombrado y algo molesto.

—Sí, la pelota ya está perdida para siempre—dice Roitter —. Andá a buscar los equipos y dejame el reloj. Tengo otra idea.

Speedy ya estaba corriendo cuando Roitter alcanza a decirle:

—Y la bici, ¡traé tu bici!

Roitter juega con el reloj Casio de Speedy. Lautaro se sienta a su lado para que Roitter le permita ver cómo su helicóptero esquiva los proyectiles, pero no piensa en el jueguito, sino en la bici de Speedy, una Bmx que le trajeron los Reyes Magos. Los padres son los Reyes Magos. A Speedy sus padres le compraron una Bmx pero él insiste en decir que, cuando se despertó a la mañana, lo primero que hizo fue ir a buscar su zapatilla. Y ahí estaba la bicicleta nueva, azul brillante, un protector acolchado en el manubrio y otro sobre el caño. Tiene pedalines en la rueda trasera. Es hermosa. Los camellos de los Reyes Magos comieron todo el pasto y bebieron toda el agua. A cambio le dejaron la bici. Es un estúpido, Speedy. ¿Nunca comen ni beben nada Los Reyes Magos? Cree que leyeron la carta que dejó debajo de su zapatilla. La tarde en que le mostró su bici nueva, Lautaro tuvo ganas de vengarse. «Yo no tengo la culpa si mi papá no me deja», le había dicho Speedy. O porque todavía era nueva. Ya habían pasado muchos días.

—¿A vos qué te trajeron Los Reyes Magos?

—Nada —dice Roitter como si le hablara al reloj—. Porque no existen.

—A Speedy le trajeron la bicicleta y a mí, la pelota —dice Lautaro—. Yo ya sé que no existen. Mi mamá me lo dijo pero Speedy dice que…

—¿Querés jugar?

Lautaro ya había perdido tres veces cuando regresó Speedy con su bicicleta y una mochila colgada de los hombros.

—¿Trajiste los equipos?

Sin bajarse de la bicicleta, Speedy se quita la mochila y se la da a Roitter que observa lo que hay dentro.

—¿Y las baterías?

—Están puestas —dice Speedy—. El equipo cazafantasmas listo para ser usado, señor Dan.

Roitter saca un walkie talkie, levanta la antena y lo enciende: suena a lluvia.

—Teneme un minuto —dice Roitter y le pasa el walkie talkie a Lautaro—. No toques el botón rojo que se acciona el buscador de fantasmas.

Roitter saca el otro walkie talkie y después mete la mano dentro de la mochila.

—Está en el bolsillo —dice Speedy.

Aprieta los frenos de la bici y la sostiene solamente con la rueda delantera durante varios segundos.

—Los bicivoladores lo hacen en serio, no apoyan los pies en el piso —dice Lautaro.

Roitter saca la cinta de papel y corta una tira larga. Cuando está por encintar el walkie talkie en el manubrio de la bici, Speedy dice:

—Con esta bici no, Dan. Es nueva.

Roitter coloca el walkie talkie en el manubrio y le pasa varias vueltas de cinta para quede bien ajustado.

—Yo manejo.

Speedy se para en los pedalines traseros y Roitter comienza a pedalear con dificultad al principio, hasta que gana velocidad en la calle. Lautaro los sigue detrás, corriendo. Si no fuera sábado a la tarde, ya los habría perdido. Roitter dobla por San Blas y entra en un pasaje. A Lautaro le cuesta respirar, siente que le tiemblan demasiado las piernas en el momento en que le devuelve el walkie talkie a Roitter.

—Estuviste llorando —dice Speedy.

Lautaro levanta los hombros y mira a Roitter que tiene la antena levantada del walkie talkie apuntando hacia una de las casas.

—Ahora voy a accionar el botón rojo —dice Roitter, mirando de costado a sus amigos—. Si se escuchan voces es porque la casa está embrujada.

Speedy levanta una baldosa floja del piso y la revienta contra el piso. A lo lejos se escucha el ladrido de un perro, y luego de otro como si le respondiera.

Del walkie talkie sale sonido de lluvia al principio y luego unas voces de hombres, difusas y entrecortadas.

Roitter rápidamente baja la antena del walkie talkie y se lo da a Speedy que tiene un pedazo de baldosa en la mano. Después se vuelven a subir a la bicicleta. Lautaro no entiende nada. Lo único que sabe es que debe correr detrás de sus amigos cuando Roitter grita:

—¡A lo del Viejo Peluca!

La casa del Viejo Peluca tiene un pequeño jardín delantero. Es una casa antigua y la puerta es de chapa. Hay un limonero; la única casa con un limonero en todo el barrio. Ya saben lo que tienen que hacer; no hace falta que Roitter se los diga. Apenas dejan la bicicleta en el piso, los tres corren a juntar limones. Acribillar a limonazos la puerta de chapa del Viejo Peluca les genera una sensación muy excitante, incluso se ríen desaforadamente como endemoniados cuando el viejo sale con una escoba para intentar alcanzarlos. Un día don Alberto agarrará de los pelos a uno de esos chicos y ocurrirá un verdadero desastre.

Lautaro pierde a sus amigos en la huida y decide regresar a su casa. La reconoce apenas dobla la esquina, pero necesita tenerla entre las manos para contar la cantidad de cuchillazos que tiene la pelota que le regalaron Los Reyes Magos.