I.

EL JOVEN PIADOSO OJOS DE ANFETAMINA

Me dicen Vitico desde que tengo memoria. Supongo que fue porque mi padre se llamaba Víctor y yo entonces fui “Victitor”, y de ahí se fue deformando a Vitico y nunca más me llamaron de otra forma. Solo supe de otro Vitico, un tal Vitico Castillo, que es un cantante llanero famoso en Venezuela.

Víctor Bereciartúa, mi padre, nació en 1918 y con el tiempo llegó a ser segunda firma de Alpargatas. Mi abuelo, el abuelo Pascual, y su hermano Andoni, vinieron del País Vasco probablemente cerca del año 1900. Pascual y Andoni, o Antonio, se establecieron en la provincia de Santa Fe. Mi padre, sus dos hermanos y una hermana mayor eran de Villa Cañás, el mismo pueblo de las hermanas Legrand. Es posible que se la hubieran apretado a Mirtha cuando eran chicos. ¿Por qué no? Yo nunca estuve en Villa Cañás, pero lo que recuerdo de mi abuelo es que llegó a tener una muy buena posición económica. Fue en su casa donde vi el primer televisor, un Sylvania blanco y negro, por supuesto. En mi casa hubo después un Zenith donde vi el primer beso de mi vida: Nélida Lobato con Eber Lobato. Fue un quiebre, me quedé esperando para siempre que me pasara eso. Con ella, con Nélida Lobato, por supuesto. Y también tengo memoria vívida de un discurso de Frondizi, el único presidente argentino que me pareció inteligente en todos estos años.

Mi madre se llamaba Nelly y venía de padre austríaco y madre alemana. Lo que dio una tormenta genética interesante en los hermanos Víctor y Susana Bereciartúa: mezcla de vascos con alemanes.

Mi madre murió muy joven, a los 63 años. Y Víctor, que era el peor de los dos, vivió hasta los 86. Venía a ver a Riff disfrazado con una campera y una gorra negras. Susana me lleva tres años, los mismos que Liliana le llevaba a Pappo. Eso también nos hacía muy parecidos.

Pasé los primeros años de mi infancia en un departamento normal en la calle Vicente López y después nos mudamos a otro más grande sobre la avenida Quintana, a tres cuadras. Por la distribución de los cuartos, a veces oía que mi madre le hablaba a mi padre de una manera más bien autoritaria. “Sí, Nelly, tenés razón”. Siempre le escuchaba decir lo mismo. Como si estuviera resignado.

Cuando era chico, sentía que estaba como dominado por mi madre, pero no era así. De grande, entendí que él atajaba todos los reproches con esa fórmula mágica. “Sí, Nelly, tenés razón”.

Y así la dejaba tranquila. Fue una gran enseñanza de Víctor para mí.

Pero mi padre me dio también la primera desilusión de mi vida cuando me sentó frente al televisor para decirme que Titanes en el ring no era en serio. Yo tendría unos trece años y me quedé mudo.

Me acuerdo de los dedos magnéticos del Indio Comanche y del piquete de ojos de Martín Karadagián. Era bravo el armenio. Un tipo alcoholizado pisó a su madre y la mató. Y él lo buscó, lo encontró, le pegó un tiro y se entregó a la policía. Cumplió su condena y siguió con su vida. Y vino Titanes…, con La Momia y Hans Águila en el jurado. No había cosa más ridícula en el planeta. Pero era imposible no mirarlo.

De chico era un poco bicho, muy introvertido, casi no tuve amigos. Me agarró la gran epidemia de polio que hubo en Argentina en 1956 y tuve poliomielitis, la parálisis infantil. Debe haber pasado que no estuve nada bien porque unas tías de Italia que nunca conocí me mandaron una armónica. Por esos años murió el abuelo Guido, el padre de mi madre. Lo estaban velando en el living de mi casa y cuando entré para mirar, mi tía Beatriz me atajó y me dijo: “El abuelito se fue al cielo”. Y a mí me agarró una duda: ¿cómo se fue al cielo si veo que está acá?

Los mejores momentos los pasaba solo en la casa del Tigre que mi padre había comprado para los fines de semana. Por eso tampoco jugué al fútbol en la calle ni anduve en bicicleta, porque nunca tuve equilibrio y porque en el río se hacían otras cosas. Eso hizo que, de más grande, tampoco me enganchara con las motos. Mi viejo fue uno de los fundadores del club de rugby Pucará y tanto él como sus dos hermanos eran rugbiers. O sea que en un determinado momento también me hicieron jugar a mí. Entré en la séptima división del CUBA. Antes de los partidos tomaba un jarabe que era anfetamina pura, pero después decidí que, para cagarme a trompadas, mejor lo hacía con quien quisiera y no necesariamente en una cancha. No me interesó seguir. También me mandaron al CCU (Club de Cadetes Universitarios), que quedaba en la calle Viamonte. Un lugar muy lindo donde hice yudo y hasta gané un campeonato de ajedrez. Y practicaba natación, pero dejé porque me disgustaba ver a otros tipos desnudos en las duchas lavándose el bulto. No sé si me tentaba o qué… No me gustaba. Al final me pusieron a aprender box con un profesor que había sido campeón olímpico: “el Negro” Alejandro Trías. Me iba muy bien en mi clase, les ganaba a todos. Entonces me pasaron con los mayores y en la primera pelea salí con la cara rota. No pude volver al colegio por un par de días.

Mi familia me había programado para seguir una carrera universitaria y practicar algún deporte.

Eso es lo que se suponía que yo iba a hacer.

Y ninguna de las dos cosas sucedió.

Porque escuchando a Elvis en la radio del Chevrolet 51 de mi padre encontré el escape para no ser lo que debía ser.

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Terminé la secundaria en el Colegio San Pablo de la calle Pacheco de Melo, que estaba manejado por el Opus Dei, que es decir mucho más que un colegio católico. Me recibí ahí de bachiller y gané el cuarto premio de Devocionario Joven Piadoso. Supongo que los convencí de que podía convertirme en un religioso más. Pero no. Porque no se puede confiar en gente que no coge. De hecho, mi desencanto con la Iglesia católica vino con el descubrimiento de que la autosatisfacción fuera pecado mortal. Llegué a hacerme hasta siete pajas por día y, la verdad, nunca sentí que estuviera haciéndole el mal a nadie. Tres veces me confesé por lo mismo hasta que dije: “¡Basta!”. Y no volví a confesarme nunca más. Tampoco soy practicante y a medida que pasa el tiempo, las religiones me parecen cada vez más un cuento chino. Respeto a toda la gente que tiene fe y de ninguna manera hablaría mal de alguna creencia en particular, aunque si tuviera que elegir algo, creo que la opción mística más lógica es el budismo. Mi hija menor está bautizada en la Iglesia anglicana, pero en ellos sí se puede creer porque se casan, tienen hijos y hacen una vida normal. Las prohibiciones de la Iglesia católica terminan en todas estas desagradables novedades que hemos tenido sobre la pedofilia.

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El futuro, sin embargo, me tendría reservado un lugar en la fe. Resulta que, en un momento, el boliche Halley se mudó de la calle Maipú a Corrientes y Callao, donde antes estaba el cine Cosmos y donde ejercía el pastor Giménez. El edificio entero lo había alquilado Alberto Corapi, que era donde funcionaba Halley y demás, como yo en ese momento estaba con mucho tiempo libre, ocupé una oficina adonde caían todas las llamadas que eran para el pastor Giménez o sus acólitos, y yo los atendía como “el hermano Víctor”. Les puedo asegurar que al menos a una docena de personas les arreglé la vida, pues a todas les contesté con la mejor onda.

Una tarde me llamó un hombre que me dijo que estaba sin trabajo y que no aguantaba más a su mujer. Como sus hijos eran chicos, trataban de disimularlo, pero estaban al borde de la separación. Vivían en estado de colapso y se puteaban todo el día. El consejo del hermano Víctor fue este: “Con calma, andá a una farmacia que te conozcan y comprate una tira de Sildenafil; hacete de un ramo de flores y sé dulce y amable con tu mujer mientras ella te insulta. En ese momento, sacá el ramo de flores y después hacele el amor como si fuera la primera vez. Porque la mala onda que te tira tu mujer no permite que te llegue un trabajo ni la calma que vos necesitás”. Les juro que, a los quince días, ese hombre cuyo nombre no recuerdo llamó de nuevo a mi oficina para agradecérmelo.

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En el Colegio San Pablo me tuvieron desde primer grado hasta el primer año de la secundaria. Luego mi madre me pasó al Guadalupe porque pensó que los curas alemanes me iban a reformar. Había encontrado una forma para escaparme del colegio. Iba hasta el lugar donde estaban los celadores y al lado de mi nombre agregaba la “P” de presente. Cuando se daban cuenta de que no estaba en el colegio, llamaban a mi casa, pero no atendía nadie porque yo lo dejaba mudo poniéndole cinta aisladora entre los bordes que hacen contacto. Hasta que un día mi hermana lo desarmó y ahí me cazaron.

Entonces hice segundo, tercero y cuarto año en el Guadalupe, que era todavía peor. Todas las mañanas a las ocho y media izaban la bandera con una marcha militar. Cuarto lo di prácticamente sin cursar; fueron treinta y tres exámenes uno detrás del otro. Pasé treinta y dos de muy buena forma. En uno, por decir que las Islas Malvinas podían ser argentinas, pero ¡quién iba a vivir ahí!... Por decir eso, un profesor nacionalista me mandó a marzo con un 3. Estudiaba toda la noche previa estimulado por ese jarabe llamado Adetate que nos compraba la madre de Martín, un compañero del colegio: una anfetamina tan poderosa que hasta te hacía crecer el pelo. Cuando se descubrieron los efectos que tenía, lo declararon en Argentina la segunda droga más poderosa después de la heroína. El tema es que el jarabe me ayudaba a romper con mi timidez, a hacer cosas que no me animaba a hacer. caso porque era medio autista.

Y ese fue mi comienzo con las anfetaminas. Las primeras me las convidó mi hermana: Dexedrina spansule. Tomaba esas píldoras y me venían unas ganas de hablar que me permitía comunicarme mejor con los demás, porque si no, era muy apagado.

Al mismo tiempo, a mi mamá le gustaban muchos los remedios. En el baño tenía un ropero lleno de pastillas. Y de algún modo fui su conejillo de Indias. Ella decía “Let medicine help you”(3) y gastaba en psiquiatras, psicólogos, hasta intentó sin resultado que hiciera la terapia con el experimento del ácido lisérgico. Las anfetaminas eran muy fáciles de conseguir, las comprabas en la farmacia sin receta. Las que yo tomaba se llamaban Obesín. Las tomaba alguna amiga para no comer y estar más flaca. ¿Y saben qué? Llegué a estar una semana sin dormir: totalmente loco.

Era todo un experimento de los laboratorios. Gastaban tiempo y dinero para encontrar medicamentos que solucionen en parte la vida de las personas o que las ayuden a no sé qué, hasta que terminaban descubriendo que muchas personas podían morir por ese tipo de remedios. Fue una época donde, en general, todo lo que prohibían en el norte lo mandaban para acá, y acá no lo prohibían porque total que se envenenen los del subdesarrollo.

Me pusieron un psiquiatra que se llamaba Ronaldo Ucha Udabe, toda una eminencia en la medicina, muy capo. “Mirá, Vito, vos estás muy tensionado y tendrías que hacer como hacen los ejecutivos de empresas muy importantes, que se toman una o dos semanas y se desenchufan de todo”.

Escuchándolo, claro, yo me imaginaba un paraíso de minas con vestidos hawaianos trayendo tragos. Y no. Terminé en el sanatorio Bosch, que después fue el sanatorio Agote, frente a la embajada de Inglaterra. En ese momento me estaba viendo con una chica muy linda a la que decían “Conejito”. Ella estaba de novia con Sergio Renán y vivía en una pensión. Cuando Renán la llamaba, me despachaba y se iba corriendo a verlo. Era más o menos conocida porque hacía un aviso de Canada Dry vestida así de conejito. Era de veras un minón.

Pero un día salí de la pensión, me subí a un taxi y terminé en el sanatorio Bosch con un bolsito. Era toda una manzana y toqué el timbre en una puerta muy grande.

Apareció alguien.

—¿Qué quiere?

—Vengo a internarme.

—Ah, bueno, pase.

Me hizo entrar y cerró la puerta con tres cerrojos y candados. Miró a la guardia y le dijo: “Che, acá hay uno que viene a internarse solo”.

Estuve internado en el Bosch dos semanas con una salida en el medio. No me hicieron nada, lo único era estar ahí adentro y tomar una medicación muy leve. Estando ahí me di cuenta de que no tenía ningún problema y que al lado de los demás, era un boludo. Me daba pena ver a la gente que estaba en el pabellón 2, ya desahuciados, sin solución. Pero yo sí la tenía.

Después de esa experiencia lunática me derivaron con Rolando Benenzon, uno de los primeros musicoterapeutas que hubo en el país. Y tres veces por semana tenía que hacer psicoanálisis. Aparecía en los últimos quince minutos de la sesión. Una sola vez me quedé toda la hora… El consultorio olía a pedo, a lugar cerrado. Mientras el analista me hablaba, yo pensaba: “¿Pero por qué le tengo que contar todo lo que se me pasa por la cabeza a este gordito que está enfrente mirándome como una lechuza?”. No volví más.

Pero reincidí y una vuelta me tomé como cincuenta Obesín en un día. Tuvieron que hacerme una cura de sueño y me dieron Halopidol durante quince días. Armaron todo en el cuarto de mi hermana. Me habían puesto hasta una enfermera y yo me hice fantasías eróticas, pero apareció una mujer que no tenía ningún encanto, yo creo que a propósito. Mi padre solo me despertó para sacarme de la cama y ver juntos el gol de Cárdenas con el que Racing salió campeón del mundo. A los quince días me levanté y no me entraba la ropa. Ni siquiera una media. Me habían engordado como a un pollo. Y estuvo bien que lo hicieran.

Cuando llegó el psiquiatra para evaluarme, tuvo que esperarme porque estábamos con mi novia Rosa en la ducha. Estos, creo yo, son los detalles más interesantes en cualquier historia.

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Para poner en contexto todo este tiempo, debería decir que vengo de una época donde coger no era un pecado, sino más bien un milagro. Así que es menester contar cómo fue mi debut sexual.

No fui precoz en el descubrimiento del sexo, salvo por mis propios medios. Entonces debería tener unos quince años y un día recibo una llamada de mi tío Francisco, Pancho, hermano de mi abuela. Era un habitué de nuestra casa de fin de semana en el Tigre, donde pasaba horas jugando a las cartas. “Pibe, venite para mi escritorio”.

Hace tanto tiempo de esto que recuerdo haber llegado a su oficina en trolebús, un medio de locomoción arcaico, precámbrico. Pancho tenía varios hoteles y algo de campo, pero su mayor destreza era el juego: un atorrante.

“Esperame por favor ahí, en el sillón Chesterfield”. Y me quedé. Pero me dio curiosidad y tuve la insolencia de abrir apenas la puerta y espiar. Ante mi sorpresa, llegó una chica, casi una niña, de unos dieciséis años y guardapolvo blanco. Apoyó la carpeta en el escritorio y se le subió al cuello al tío, que era alto, levantando la piernita para darle un beso.

—Hola, Pancho. ¿Cómo estás?

—Muy bien. Ahora te voy a dejar con un sobrino mío, ¿sabés? ¿Ya le entregaste el tesorito a tu novio?

—No, ese si quiere el tesorito se va a tener que casar.

Escuché toda la conversación y, haciéndome el boludo, volví al sillón Chesterfield. Pasé. Era una chica muy linda, por cierto. Morocha con un par de ojos divinos. Me dio unos besos con una atención maravillosa. Muy desenfadada ella, por cierto. Entendía mucho de un tema del que yo no sabía nada. Me desvirgó. Esa fue mi primera vez y fue muy placentera. Hay gente que queda traumada por la primera vez. Yo no, en absoluto. Mi único trauma fue todo lo que oí antes, cuando ella hablaba con mi tío. Todavía hoy sigo preguntándome por qué la cosa sería así. Si el tío le decía que me atendiera a mí y ella se le colgaba del cuello para besarlo, es que algo pasaba. Lo cual me sorprendía mucho porque el tío no era un hombre para nada atractivo. Hay hombres que pueden llegar a grandes y mantenerse atractivos, como yo, por ejemplo. Pero no era su caso.

También pensé en el novio. Pobre pibe, tener que esperar a casarse para le entregara el “tesorito”.

Nunca supe su nombre. Si me lo hubiera dicho, la habría llamado de nuevo. Lo único que sé es que volví en el trolebús sintiéndome un hombre. Pasaron muchos, larguísimos meses, hasta la próxima vez.

3. “Deja que la medicina te ayude”.