Capítulo II

Los Ángeles, 1982. Madonna grababa su primer disco. Vivíamos temporalmente en la que considero mi primera casa. Un proyecto de grabación mantenía ocupado a mi papá y su amigo millonario, el que sí podía darse el lujo de dedicarse a la música. No tenía nada que ver con la realidad financiera de mi padre en ese momento. Hacía tan solo unos años, papá se había despedido de sus hermanos y de su madre, Tita Yeya, para quedar a su suerte. Homeless. Mi abuela paterna —borderline no diagnosticada— decidió vender la casa para enlazar a su única hija con alguien de abolengo. Se aprovechó del buen apellido Cortés y pagó el cover de entrada a una familia de la aristocracia en México, dejando a dos de sus hijos en situación de calle.

Mamá y papá crecieron como juniors consentidos, pero llegaron a la edad semiadulta sin fondos en las cuentas de banco familiares; querían mucho, pero no sabían ganar tanto —o nada—. Simplemente no les inculcaron el trabajo duro; les enseñaron a estirar la mano nomás, y vaya si eso no les complicaba la vida que habían empezado juntos.

Papá era muy talentoso en el piano y muy inestable emocionalmente. Su primer intento suicida llegó a los diecisiete años. Desconozco si le estaba yendo bien o mal en el negocio de la música. En esa época empezó a construir el estudio de grabación que le robaría todo su tiempo, esfuerzo y aliento. Un estudio que nadie ha visto, que sigue en proceso de construcción y que siempre está próximo a estrenarse. El mismo en el que grabaría el disco que lo catapultaría a la fama y lo haría, en su mente, merecedor de un Grammy.

En su adultez temprana, con veinticuatro años, le llevó dos meses darse cuenta de que mi llanto le resultaba odioso. No lo dejaba curar en paz su cruda por alcohol y sábete qué otras drogas que hubiera consumido. Lloraba frenéticamente junto conmigo. Entraba en pánico. Me imagino que, en ese estado, es peor que insufrible tener a una bebé que llora porque no se siente bien, porque tiene frío, porque quiere más leche o porque se hizo pipí. Para solucionarlo y terminar con su sufrimiento, decidió de forma impulsiva vaciarme un vaso de leche helada en la cara por atreverme a emitir aquel sonido.

Esto lo sé por mi madre, quien me contó cómo pasé de un llanto fuerte y fastidioso a un chillido más agudo y potente. Emitía sonidos cual criatura del inframundo. Mamá se enojó muchísimo con él, pero en lugar de reprenderlo, decidió meterse al instante a la regadera conmigo y bañarme con agua caliente. Trató de sacarme del trauma irreparable. Mi salvadora. Mi Madonna.

A mamá siempre le gustó vestir a la moda. Usaba como inspiración el estilo de Madonna, Cher y Cindy Lauper. Nada conservador, siempre juvenil y un poco alocado. Seguramente me sacaba a pasear en brazos por L.A. porque dudo que les hubiera alcanzado para comprar una carriola. Vestida icónicamente de la década ochentera, caminaba sobre el paseo de la fama en Hollywood mientras soñaba con ver su nombre escrito en una de esas estrellas.

Me imagino que la apuesta por Los Ángeles no salió muy bien porque hay fotos de mis papás conmigo, al año y medio de edad, de regreso en la Ciudad de México. Vivíamos cerca de mi agüela en San Jerónimo, en la que considero mi segunda casa. En los retratos aparezco de bebé con pelo punk, un mohawk natural. Rebelde, rebelde, como la canción de Bowie. Eso sí, en todas las fotos salgo sonriendo porque fui muy risueña y alegre. Fea, pero simpática. Mi mojo los primeros años de vida.

Recuerdo que papá se bajaba del auto a cerrar las rejas de un estacionamiento que tenía una bajada pronunciada. Mamá dice que es imposible que recuerde eso; yo tenía menos de dos años. Creo que es porque me daba vértigo estar en el coche con la calle tan empinada por delante y tener a papá entre una reja y el coche. Tal vez desde entonces tenía miedo de que le pasara algo malo a papá. Vivía con miedo.

La música no dejaba suficiente para mantener a dos cabezas y media. A mi agüela le desesperaba vernos carentes de tanto. Su intención era poner a trabajar a mi papá, ponerle un negocio, pero el giro fue más que desatinado. Una pollería. En serio, mi agüela pensaba que el príncipe Cortés, de cuyas venas manaba solo sangre azul, iba a atender una tienda de pollos rostizados. A Tita Yeya seguro le dio el soponcio una vez más. Por supuesto que platicaría con él para disuadirlo de semejante emprendeduría: «Eso es cosa de gente humilde». Veneno en forma de delirios de grandeza. La empresa duró lo que nos tardamos en consumir el pollo del primer surtido.

Los años siguientes estaríamos consiguiendo gigs musicales y grabando jingles publicitarios junto a un nuevo socio de papá. Mamá retomaría sus estudios en el Conservatorio Nacional de Música, mismos que había interrumpido por mi lanzamiento a la vida. Me gustaba cuando me llevaba con ella a sus clases. Hiperactiva desde muy pequeña, me esforzaba mucho para portarme bien al menos una media hora. Mamá me daba permiso de llevar a mi chango-come-plátano. Y ella llevaba un plátano para mí, que era su chango.

—Debes estar calladita, a la gente no le gustan las niñas latosas.

Mi mirada se perdía en la altura del techo, tan alto como el cielo. Vi un violín enorme, más grande que mamá. Un violonchelo.

—¿Eso qué es?

—Un arpa —dijo mamá. Ah, sí, la que tocaban las ninfas en la caricatura.

—¿Y eso?

—Un saxofón.

Pero hubo un sonido que no solo me mantuvo quieta, me dejó perpleja. Mi pequeño cuerpo se estremeció y hasta los olanes del vestido se erizaron.

—Coquito, te presento al piano de cola. Suena como el de mamá, pero mejor, más fuerte.

—Dile, mamá, que se lo cambiamos por el que tenemos en casa.

El piano vertical Petrof de mi madre llegó a ella gracias a una tragedia. Una pareja joven (él de veinte, ella de diecinueve) salió una noche a la carretera rumbo a Monterrey, llevaban a una bebé de dos años. El trayecto desde la Ciudad de México era largo y no hicieron caso a las sugerencias de sus familiares de esperar al día siguiente para evitar viajar cansados. Es del tipo de decisiones que al momento parecen buenas, pero que no solo resultan lo contrario, sino que tienen consecuencias fatales. El joven al volante se quedó dormido. Su esposa, dueña del Petrof, murió junto con él y dejaron huérfanos a la pequeña y al piano. Mi tía bisabuela Angustias los conocía, y tiempo después del accidente se enteró de que pusieron el instrumento a la venta. Un piano nuevo, precioso, brillante, color madera, con vetas y teclas de marfil. El bisabuelo Fidel, con su amor por el arte y la música, decidió regalárselo a Silvia.

Otro error de juicio: Silvia jamás se posaría delante de un piano por más de tres minutos si no recibía a cambio una adoración y aplauso del instrumento hacia ella; así de absurda era la decisión de regalárselo. Mi mamá, en cambio, con su pequeña constitución, sus dedos finos, sus enormes ganas de reconocimiento y la memoria de la que se goza a los siete años, demostró que era más que merecedora del valioso objeto. Día tras día se sentó disciplinadamente a estudiar en el taburete del mismo color y material que el instrumento de cuerda, buscando recuperar en vano la atención perdida de Abue Nena.

En mis recuerdos, muchas veces mamá está sentada al piano con la cara triste. Estoy segura de que ponía en el piano todo el dolor que cargaba. Era —y sigue siendo— su compañero de catarsis, un amigo que la ha acompañado desde que puso un pie en México. Siempre me gustó escucharla tocar; mueve las manos con elegancia y pone la cara igual que los grandes intérpretes. Se transforma en algo más, se fuga hacia un lugar desconocido y queda solo ella con su música. Ese conjunto de cuerdas, martillos, teclas y madera café brillante la acompañaría casi todos los días de su vida. Es como un miembro más de la familia, solo que no participa del intercambio de regalos de fin de año.

Luego de todas las mudanzas por las que pasó (subiendo y bajando de un camión, siendo cargado con mucho esfuerzo por ocho hombres que hubieran deseado ser al menos cien, dos pisos para arriba y dos para abajo, después ocho pisos para arriba y ocho para abajo, luego cuatro pisos para arriba y cuatro para abajo, atravesando un jardín y cruzándolo de regreso, maniobrando para meterlo entre columnas y puertas angostas y luego sacándolo, viajando hacia una ciudad para luego regresar a México), puedo asegurar que ese piano se volvía cada año más pesado por las emociones que mamá imprimía en él; los mudanceros no sabían que lo que cargaban era su sufrimiento. Transportaban hasta al fantasma de la primera dueña, quien tuvo que morir para iniciar a ese bello instrumento en su viaje sensible; ella no lo abandonaría por completo, al parecer el piano tiene un embrujo porque quien lo toca se queda poseído por él. Más de una vez hemos visto una aparición de la mujer muerta en el accidente. Y quedamos atónitos cuando su descripción coincidió con el aspecto real de la fallecida; mi mamá había visto fotos de la antigua dueña y, sí, llevaba el pelo corto como el fantasma. Me pregunto si mi mamá rondará el piano después de partir de este plano, ojalá lo haga, sería lindo poder visitarla aun después y trascender la muerte para encontrarnos nuevamente en la música. El piano es amor, creo que por eso sigue vivo. Es algo como el pegamento que une a esta familia.

Mamá tomaba clases de piano por la tarde con el Director del Conservatorio: Joaquín Amparán Cortés (hasta su nombre tiene un ritmo y una música propia). Debo haber tenido unos tres años y mamá, veintiuno. Me llevaba una maleta con muñecas Barbie y múltiples cambios de ropa. Vístete, desvístete. Pantalón y blusa. Falda y tacones. Cambio de peinado. ¡Obedece, muñeca del demonio! Descargaba mi frustración de forma kinestésica, amenazada de no decir ni una sola palabra o emitir un sonido que hiciera que mamá se enojara conmigo. Al maestro le hacía gracia verme luchando con las muñecas, creo que le parecía un animalito curioso. Mientras mamá aprendía a mejorar sus estacatos, yo me sensibilizaba ante la música. Una especie de estimulación temprana no planeada. Sin saberlo, sembraba en mí una predilección por el arte. Me implantó un chip. Ahora bailo al instante e involuntariamente al escuchar un buen ritmo, como muñeca de cuerda. Y, gracias a esto, puedo sintonizarme el humor à la carte según mi selección musical.

El dinero seguía sin alcanzar, de modo que mamá tomó un trabajo de maestra de inglés en un colegio cercano. Yo aún no entraba al kínder. Si no encontraba con quién dejarme, me llevaba con ella y aplicaba la misma estrategia del changuito con el plátano sobre el escritorio. Allá íbamos. Me asustaba cómo me veían sus alumnos. Como cuando llevaban un perro a la salida de la escuela y generaba una conmoción general. «Mira, un perrito, qué lindo y qué chiquito, ¿cómo se llama?». No me toques, sí muerdo y fuerte. Me gustaba y me asustaba ser el centro de atención. Si tenía qué comer, estaba tranquila (nada ha cambiado). Y veía a mi mamá dar la clase, supongo que algo del idioma se me iba quedando, aunque esto lo descubriría años después porque ella no me hablaba en inglés casi nunca, al menos no a esa edad. Cuando se enoja, habla en su idioma nativo. Se le sale como un spanglish y mezcla palabras anglosajonas con el castellano. «I’m fed up with you kids!», y también dice: «Hey, Coco, this is really important, listen to me». Por eso sus hijos hablamos mal, usando las palabras en inglés que nos quedan más cómodas. Ni soy de aquí ni soy de allá.

Cada vez que platicaban de cosas de adultos, mi tía y mi mamá hablaban en ese idioma. No entendía ni pío. Sonaba bonito y soñaba con hablar inglés para entenderlo todo. Teníamos algunos familiares desperdigados en Los Ángeles, Mexicali y Tijuana, por eso mi prima es cachanilla. A mis tres años fuimos a Estados Unidos a visitar a unos parientes de mi agüela. Cuando llegamos a casa de la tía de mamá, la vi muy diferente a la nuestra, me gustó mucho. Blanca, con los muebles nuevos, y tenía unas ventanas grandes por donde entraba una luz casi cegadora. Olía diferente. Bonito. Como a perfume de flores. Las caricaturas eran mejores porque me hacían reír mucho, y, aunque hablaban en inglés, me encantaban. El cereal también era más rico, sabía a cereal del bueno. Era de colores y me daban mucho. Todo el que quisiera, no como en casa, donde solo podía servirme un plato y medio. Además, me dijeron que iríamos a Disney a conocer a Mickey; eso me tuvo tan emocionada que me costó mucho trabajo irme a dormir.

Cuando llegamos al parque, ya estaba puesta con mi gran intensidad en mi pequeño cuerpo de niña toddler.

—¿Ya va a llegar Mickey?

—No, todavía falta.

—Mamá, ¿cuándo va a llegar Mickey Mouse?

—Aún no, Coco.

Preguntaba cada tercer cuarto de hora cuándo aparecería el famoso ratón. Entonces, para aplacar mis ansias, me compraron un globo azul con la forma de la cabeza de Mickey, lo llevé amarrado en la muñeca hasta la hora de dormir. No recuerdo si alcanzamos a ver el desfile donde saldría o si desistimos, pero de cualquier forma la pasé fenomenal en el lugar mágico. Me subí a todos los juegos de diversiones permitidos para pulgas de menos de un metro de altura. En las fotos salgo prendida a mamá y a la tía, muy pendiente del globo, símbolo de mi felicidad y euforia.

Cuando mamá dijo que iríamos a comprar ropa nueva, estaba emocionada. Casi siempre me tocaba ponerme vestidos usados de mis primas. De primera calidad, pero de segundo o tercer uso. Así que esto fue una muy buena sorpresa. Me compraron muchos vestidos de esos que tienen vuelo cuando das vueltas. Muy bonitos y nuevos, o sea que los iba a estrenar. Uno tenía un moño negro de terciopelo, otro un babero blanco en forma de rectángulo, hecho de una tela almidonada, y el último tenía hasta abajo un encaje muy lindo. Procuré tener mucho cuidado de no romperlos, aunque al mismo tiempo quería dar vueltas como trompo de la felicidad que sentía. Estando ahí, en Estados Unidos, veía que mamá estaba contenta y me hubiera gustado que fuera siempre así porque muchas veces estaba triste y lloraba. Ojalá nos hubiéramos quedado a vivir ahí, total, a papá lo veíamos poco porque andaba casi todo el tiempo de viaje.

La Nena también fue una señora muy llorona. Se encerraba en su cuarto seguido y solía dejar a sus dos hijas solas, como a veces hace mamá conmigo. Un día se enfermó. La tatarabuela Epigmenia le dijo que tenía que checarse el vientre porque veía que «algo malo le crecía por dentro». La Nena no fue al doctor y se murió.

Oculta bajo su cama, con el cadáver de Abue Nena postrado arriba, no sentí miedo ni dolor ni tristeza; estaba escondida y sentía la alfombra que me picaba en los pies y en las manos. Era de color rojo y sobre la superficie había marcas profundas de otros muebles que probablemente movieron de lugar. Pasaba los dedos por las huellas que dejaron y sentía el recuerdo del tiempo que fue. Tenía un juguete en la mano. Levanté la sábana que me ocultaba para dárselo a mi prima Katia, pero no me escuchó. Ni ella ni yo entendíamos bien qué estaba pasando. No quería interrumpir a los adultos; cuando gritaba, se enojaban y me regañaban, así que hablaba bajito, como cuando no quieres que suene tu voz, pero sí. El llanto de mi mamá y de mi tía era desolador. Escuchaba sollozos y la respiración interrumpida de las dos. Era tan pequeña que la muerte no representaba nada para mí y la acepté como vino; así como llegó, se instaló en la familia y nunca volví a ver a mi Abue Nena. Vivió solo cuarenta y cuatro años. Fue víctima de un cáncer “servicoterino” o algo así, muy malo. Mi mamá y mi tía seguían llorando a mares, con veintiuno y veintitrés años de edad.

Lo que sea que yacía arriba de mí una vez fue mi abue. ¿Por qué tendría miedo de ella, aunque estuviera muerta? Solo estaba muerta. Era todo. Era así. Ella, aun muerta, me quería, y cuando se sentía mejor, íbamos a la playa. Me sentaba en su regazo en una silla blanca con reposaderas para brazos bajo una gran sombrilla blanca y roja. Mamá me solía dar una cajita de cereal Zucaritas, mi favorito. Sentía la brisa del mar, el calor del sol y los brazos de mi abuela acariciándome. Me daba cuenta de que me quería mucho cuando me cargaba y reía a carcajadas por las ocurrencias que salían fuerte, muy fuerte, fuertísimo, de mi pequeña boca ruidosa. Como cuando le dije a mi bisabuelo que no lo iba a invitar a mi pastel de cumpleaños porque era un metiche, o cuando le dije a mi papá:

—Tú de intención no eres nada, eres pura cochinada.

¿A dónde se había ido mi prima? Yo seguía bajo la cama de la muerta y quería que Katia viniera conmigo para que jugáramos. Esa podría haber sido una casita en la que habríamos podido jugar siempre. Era muy segura. Cabíamos sentadas porque era muy alta, casi como una mesa, no había necesidad de estar acostadas con la cara al piso. Pensé en aprovechar que estaban ahí mi mamá y mi tía para preguntarles si querían jugar conmigo. Aunque tal vez pronto sería hora de comer. Me gustaba cuando mi agüela me daba café con leche, avena en leche con azúcar y canela, galletas integrales con pasitas, arroz con leche, gelatina de almendras, croquetas de papa con jamón, paella y también fabada; todo lo que hacía me gustaba mucho. Decía que era una comelona. Aunque en ese momento no olía a nada rico de comer, toda la casa olía más bien a desesperanza.

La casa estaba en un lugar llamado Rancho Cortés, en Cuernavaca. A veces me quedaba a dormir con mis agüelos porque mi mamá debía resolver asuntos. Cosas de adultos. Mi agüela me decía que no debía dormir cerca de mi agüelo y una vez me regañó muy feo porque yo insistía en que mi lugar era en medio, pero ella quería que yo durmiera del lado del buró. Sus amenazas sonaban como si quisiera protegerme de algo o de alguien, probablemente del abusador de niñas. Al abusador le faltaba una pierna y le sobraban inseguridades. Ante su baja autoestima, justificaba sus perversiones con seres indefensos. Sus desviaciones, en mi caso, las cometería a plena luz del día. A los tres años, mientras mi agüela cocinaba, él me sentó sobre su escritorio, me subió el vestido, me empezó a acariciar las piernas y me pidió que le platicara algo. Yo posé mi mirada en el piso. Vi detenidamente los dibujos de sus zapatos bostonianos en piel. El patrón parecía de flores. Luego el celuloide se quema y no puedo ver más esa película ni quiero hacerlo. Escuché a mi agüela tocando la puerta y gritando furiosa, preguntaba por qué estaba el seguro puesto y vi que su cara estaba más roja que los jitomates que escogió esa mañana en el mercado. Me preguntó si estaba bien y yo me asusté por la violencia con la que me sacó de la biblioteca. Me pidió que nunca más me separara de ella y me llevó a la cocina. Yo solo fui una pequeña espectadora de la conmoción. Me sentí como un peluche con el que jugaban y llevaban de un lado a otro, no entendí nada. Tuve que permanecer sentada en la mesa de la cocina, donde solo se escuchaba el hervir del contenido de las cazuelas. Con la barbilla en mis manos, acongojada, vi a mi agüela llorar con desesperación. ¿Por qué estaría tan triste? ¿Querría comer galletitas de canela con leche o remojarlas en el café? Eso le gustaba, pero vi difícil sacarla del lugar en el que estaba. Me distrajo una inusual y extraña sensación de contacto con el asiento de la silla. Ahí me di cuenta de que había perdido mis calzones.