Capítulo I

Nací en la Ciudad de México el primer invierno de 1982, seis meses después del lanzamiento de MTV; no fui niño, pero sí era horrenda, roja y chata como un boxeador. No pude darle la alegría inmensa a mi abuela, unos años antes de morir, de tener un nieto varoncito.

Qué suerte tendrían las familias de puros hijos hombres o al menos con alguno. Acá nacíamos puras niñas. Desde que nació mi abuela, a quien le decían La Nena, traíamos la cruz de cargar en nuestra genética dos cromosomas equis en lugar de campechanear la equis con la ye. A La Nena la regalaron por eso. A mi mamá y a mi tía no las regalaron, aunque ganas no le faltaron a mi abuela.

La Nena fue hija única. Su padre Fermín era muy joven cuando metió la pata con Enriqueta, una muchacha de Guadalajara aún más chica que él con la que no estaba casado ni tenía planes de hacerlo. No había clínicas de aborto seguras, mucho menos legales, y además vivían en un rancho en Michoacán, donde las soluciones para ese malestar consistían en meterse ganchos u objetos que pudieran alcanzar y arrancar al feto del útero, masajes abortivos, yerbas de olor, rituales a la luz de la luna o limpias con ruda. Fermín y Enriqueta decidieron que el embarazo llegaría a término. Pero, ¿quién se quedaría con el producto? No les importaba, solo decían: «No lo queremos, no podemos hacernos cargo». Lo repitieron tanto que el bebé no solo lo escuchó, sino que lo sintió, y la aflicción se fijó en sus deditos, las manitas, los pulmones, el cerebro, el pelo, las uñas, pero sobre todo en el corazón. Ese primer rechazo lo debilitaría hasta sus últimos días.

—Fermín, la niña ya trae unas contracciones muy fuertes; córrele y tráete a la partera. Ya está dilatada y el niño está por nacer —dijo la mamá de Enriqueta.

Tras pegar una buena carrera, Fermín y su madre llegaron a tiempo al parto. Enriqueta ya había coronado; en pocos minutos se desharían del problema y cada uno podría regresar a su vida. El bebé dio guerra al nacer; costó trabajo sacarlo, como si supiera que la vida no le sería fácil y quisiera quedarse en el seno materno donde se sentía seguro, calientito y no le faltaba nada. Después de veintinueve horas de trabajo de parto, el bebé no pudo permanecer más tiempo dentro del vientre y salió a la vida.

—Fermín, mira —dijo su madre.

Fermín volteó con desgano y dijo:

—¡Encima es niña! —Y se sintió más seguro que nunca de regalar a mi abuela.

Carmelina, mi tía bisabuela y hermana de Fermín, no pudo soportar que una nena de su sangre terminara en brazos de quién-sabe-quién, además ella no se había casado —podía considerarse una solterona—, así que le dijo:

—Regálamela, yo me la quedo y la cuido.

Y así fue como mi tía bisabuela Carmelina se convirtió en mi agüela. A la bebé, mi verdadera abuela, la conocí muy poco. Sus cenizas las habrán depositado en alguna iglesia en la ciudad de la cual no sé el nombre y menos conozco la ubicación. Jamás he ido a ver sus restos.

Carmelina nació en Michoacán, en 1920. Su familia era una mezcla méxico-europea, como muchas después de la conquista española y de la segunda intervención de Francia en México. Era una joven hermosa, de piel blanca, a quien llamaban “La Rosa de Castilla”. A su hermana Angustias le decían “La india bonita”, apodos que cada una amó u odió a lo largo de sus vidas. Vivían en una finca donde podían correr de un extremo al otro sin llegar nunca a las colindancias porque ese lugar no tenía fin. Tenían plantíos de frutos, aguacates y café. Al llegar, podías oler al mismo tiempo todas las frutas del cuerno de la abundancia mexicano, pero prevalecía la esencia de la flor de naranjo. A Carmelina le encantaban los árboles de guayaba, trepaba a ellos para devorar sus frutos y no tener que esperar a la hora de la merienda. Por cierto, cualquiera que siga creyendo que comer guayaba produce apendicitis: pregúntenle al fantasma de Carmelina. A diario se comía un camión de producto y vivió hasta los ochenta y tres años. Artritis reumatoide sí le dio, y fuerte, pero no por comer guayabas.

Carmelina se formó en una familia racista, convencida de que los privilegios estaban ligados al color de la piel. No solo preservó su educación errónea, sino que trató de embarrar con ella a todos los miembros de su familia. Hasta a los más jóvenes, que constantemente sufríamos ataques de vergüenza al ser testigos de su aproximación y trato a la gente que trabajaba en nuestra casa, a gente del mercado, a gente cruzando la calle, a gente de todos lados. Estamos en México, no en Rusia, pero al parecer ella nunca se dio cuenta, y lo más extraño e incomprensible es que sus dos hermanos, Fermín y Angustias, eran de tez morena.

Mi agüela Carmelina era vanidosa y algo narcisista; se arreglaba con amor, se ponía labial rojo, se esmaltaba las uñas y se untaba su crema Teatrical para salir al mercado a comprar los artículos necesarios para la comida del día. Era muy exigente con los vendedores, y cuando los regañaba, daban ganas de esconderse detrás de su falda o salir corriendo y fingir que no la conocías. «Fuchi, este pescado está apestoso, ¿no le da pena ofrecerlo así? Deme del otro que está a lado. Ya ve, este sí está fresco, no como el que me quería dar primero». «Está carísimo, no quiero nada de aquí; no, ni me ofrezca probadita, quédese su queso cochino». «¿A cuánto la crema? Está loco, es usted un indio ratero».

Le gustaba poner la televisión todo el día con las noticias para estar al tanto de los acontecimientos del mundo y tener información valiosa de los insumos que compraría en los próximos días. Veía programas mañaneros de revista y vespertinos de comedia sádica como El show de Paco Stanley; saboreaba cómo maltrataban al pobre Mayito y se carcajeaba de sus desatinos. También veía El show de Lagrimita y Costel, donde salía el payaso Lagrimita disfrazado de Lagri-Taka, el personaje de luchador de sumo con una botarga inmensa y calzón chino, que no era chino sino japonés.

Mi agüela decía la verdad sin tapujos. Su especialidad: herir susceptibilidades y fragmentar personalidades tipo jarrito de Tlaquepaque. Si alguien era reservado en el gasto, mi abuela decía: «Este es un codo, no trae ni un refresco para la comida». Nos avergonzaba tener invitados, sobre todo si su piel no era color porcelana y osaba llamarse “Perla”. La tierna viejita le decía que mejor tendría que llamarse “Ostión”. Yo la acusaba con mamá por haber corrido a mi invitado y ella se justificaba diciendo: «Ahí no había nadie, solo vi una mancha negra en el sillón». Era tremenda. Lo políticamente incorrecto le hacía lo que el viento a Juárez. La recuerdo como una figura materna amorosa, generosa, con carácter, controladora hasta el tuétano y siempre ofreciéndome comida. La quise mucho, aunque constantemente me hiciera echar chispas.

Seguramente me hubiera llevado mucho mejor con mi tatarabuela Epigmenia si tan solo la hubiera alcanzado viva. Fue la única curandera-bruja en mi familia materna; era vidente, curaba con las manos, le entraba a la santería, leía a la gente con verla solo un minuto y predecía hasta el clima. Le hubiera ido bien dando el pronóstico del tiempo, pero se adelantó a su época.

Epigmenia, además de bruja, era bien borracha, y lo único que conservamos de ella es un anillo de oro con jade que mi hermana usa para ahuyentar espíritus chocarreros. Bebió hasta en el lecho de muerte negándose a recibir los Santos Óleos «porque se cruzan con el tepachito y la marean a una muy feo».

El danzón ya había llegado a México desde Cuba junto a Fidel, el hombre que se convertiría en esposo de Carmelina. Fidel salía en las fotos recargado en un auto rosa con blanco (o al menos eso creí adivinar en las fotos que eran blanco y negro), con la trompa pesadísima como los de las películas de gangsters, para congelarse en el tiempo y seguir funcionando en la isla hasta el día de hoy. Mi bisabuelo era de ascendencia catalana y había nacido en Cuba por accidente porque su madre venía en un barco, cuyo capitán era su esposo, con rumbo a España, y ni más ni menos le dieron contracciones de parto cuando pararon en el puerto de la isla. Mi bisabuelo, guapo y alto, usaba bigote, tenía los ojos verdiazules, se peinaba relamido hacia atrás y portaba trajes de cintura alta con pinzas y sacos con hombreras que hacían juego con unos zapatos bostonianos de los que me enamoré a primera vista. Mi agüela Carmelina no tenía intención de encontrar pareja porque, aunque era soltera, estaba entregada a su hija, La Nena, a quien le dedicaba su vida entera y era su principal fuente de felicidad.

Su hermana Angustias habrá convencido alguna vez a mi tía bisabuela de salir a bailar a un salón de danzón, y allí conoció a Fidel Casas, el galanazo —varios años mayor que ella—, que se mostró además muy culto y educado. Mi agüela tenía más de un buen motivo para pegarle el ojo y él, ni tardo ni perezoso, le pidió matrimonio. Carmelina aceptó casarse por el beneficio de tener estabilidad económica y para darle un papá a su hija.

Tener un hombre en casa suponía algunas ventajas. Fidel se encargaría de introducir a La Nena en un mundo culturalmente vasto, y las llevaría a vivir por temporadas a Barcelona, donde él tenía familia. La Nena también escucharía a su padre hablar perfectamente en catalán e intentaría aprender algo. En cuanto a mi agüela, nos cocinaría platillos españoles con los que nos deleitaría hasta el final de sus días.

Fidel parecía un señor educado, a primera vista decentísimo, siempre rodeado de libros. Al menos así lo vio mi agüela desde que lo conoció hasta sus cincuenta y tantos años, momento en que la verdad le arrancó el velo bajo el que había vivido la mayor parte de su vida. Nunca imaginó lo dañado que estaba ese hombre por dentro, mucho menos que sería durante años, y en secreto, el abusador de su hija, de las hijas de su hija, y de las hijas de las hijas de su hija. Fidel tampoco vive, murió en el hospital por una úlcera gástrica. Desconozco si algún día pidió perdón o si sintió culpa por el daño que nos hizo.

La Nena creció como hija única en un hogar regido por una madre controladora, que en un arrebato de inteligencia le dio por decirle a su hija que era adoptada y que sus verdaderos padres no quisieron quedarse con ella. Abue Nena creció muy sola afectivamente y demasiado acompañada en las horas destinadas a dormir. Era tímida y de constitución pequeña.

La primera vez que La Nena vio un vestido de flamenco, tenía cinco años. Por entonces, Lola, hermana de Fidel, vino a México desde Barcelona vestida de española de pies a cabeza, con un hermoso ajuar de color rojo y lunares blancos, peineta, mantilla, abanico y “olé”. Y así a La Nena se le dio por vestirse de gitana, fugarse en el baile, concentrar ahí su energía y darle vida a su precioso alter ego.

En la década de 1960, en Estados Unidos, mi Abue Nena conoció a István Balázs, mi abuelo húngaro. Lo mandaron de Hungría a Estados Unidos a los dieciséis años, durante la Segunda Guerra Mundial, solo y sin hablar una palabra en inglés. Era hijo único de madre soltera, probablemente producto de un evento desafortunado. Aunque su madre logró salvarlo de los horrores del conflicto bélico, no era buena con él. Lo maltrataba muchísimo, al punto de detestarlo. Era tal el odio que esa madre sentía por su hijo que una vez, cuando él le dijo que no le gustaba lo que había de comer, ella le vació el plato de sopa hirviendo en la cara. La quemadura y todos los otros abusos no solo lo lastimarían físicamente, sino que lo dejarían roto el resto de su vida. Era un hombre profundamente averiado. Una joya que entraría a la familia y me daría la dosis de sangre húngara que llevo en las venas —mis torcidas venas—, en mi torcida alma y en mi torcido corazón.

La Nena se enamoró de inmediato de él. Los dos cargaban con fuertes padecimientos emocionales, y quizá por eso se comunicaban perfectamente entre sí, entrelazándose románticamente de manera enferma, como cuando Cupido flecha a una pareja, solo que este era Cupido from hell. Y se casaron. En la foto de bodas se veía a una joven inocente, muy enamorada y a un europeo rubio guapísimo con cara de Don Juan. Tuvieron dos hijas que nacieron en Estados Unidos. A una le pusieron Silvia y a la otra Pollette, con doble “L” por un error de dedo que nadie en el registro tuvo la consideración de corregir.

Abue Nena siempre quiso tener un hijo. A su primogénita la perdonó porque además salió güerita e idéntica al padre, pero a mi mamá le tocó pagar los platos rotos por no haber satisfecho su deseo de tener un varón en un segundo intento. Por esto (y por muchos otros motivos) liberaba su enojo reprimido con las niñas y, en vez de llamarlas por sus nombres, les decía “hija-de-la-chingada» y “cabrona”.

Cuando eran muy chiquitas, Abue Nena y mi abuelo húngaro tuvieron un pleito que escaló a violencia desmesurada; él terminó sacando una pistola y diciendo que la mataría en ese mismo instante, mientras Silvia, que entonces tenía dos años, arrastraba a mi mamá de un año debajo de un mueble para esconderse de su propio padre. No es de extrañar que, siendo testigo de ese y otro tipo de abusos, Silvia resultara diagnosticada borderline (trastorno de personalidad límite). Unos seis años más tarde István las abandonó y Abue Nena se fue con las niñas a vivir a la Ciudad de México, a casa de su madre. Desde entonces, La Nena viviría sumida en una profunda depresión e ignoraría a sus hijas durante el resto de su vida.

En alguna parte oí decir que «la gente lastimada lastima» o «hurt people hurt». Por suerte, nunca conocí a ese hombre misógino y violento que dicen que fue mi abuelo, lo único que nos dejó fueron sus buenos genes de rendimiento en los deportes, la esperanza de portar un pasaporte europeo y un apellido muy difícil de leer, de escribir y casi imposible de pronunciar.

Falleció hace unos quince años en Portland, Oregón en compañía de su segunda familia. A mi mamá y a mi tía no las volvió a ver desde la separación de mi abuela. Tuvo un hijo y dos hijas que tampoco se expresaron muy bien de él después de su muerte.

Al llegar a la Ciudad de México, Abue Nena y sus hijas comenzaron su nueva vida en una bellísima casa en cuya entrada decía “La Masía”, que quiere decir casa de campo en catalán. Construida de un solo piso, con estilo colonial mexicano, tenía varias habitaciones y una terraza central espectacular. En el gran jardín de enfrente había árboles frutales, un huerto y la propiedad abarcaba una cuadra entera; pertenecía a la época en que había haciendas en lo que ahora se conoce como la colonia San Jerónimo.

Mamá me cuenta que, cuando llegaron a México, ella no hablaba ni una palabra de español y conocía poco a mi agüela Carmelina, quien la quería alimentar con caldo de pollo gelatinizado con menudencias para hacerla engordar porque la veía como una pequeña calaca flaca y muda. Las primeras palabras en español de mi madre fueron: «Bss, bss, pinshi gato», que era lo que le escuchaba decir a Carmelina: «Pinche gato» o «ya se metió el pinche gato, saquen a ese condenado animal».

La Nena transcurría sus días en lúgubre ensimismamiento y cuando salía de sí, daba clases de flamenco en el estudio de baile al fondo de La Masía, un salón grande con una hermosa duela de madera y espejos de piso a techo para que las bailarinas y la maestra pudieran observarse durante las lecciones. Dice mamá que por las tardes se oía el zapateado y las castañuelas de las mujeres que practicaban con Abue Nena, y que el sonido se quedó grabado en el piso y esculpido en las paredes por varios años.

Abue Nena les prestaba más atención a sus alumnas que a sus propias hijas. Lo más que hizo por mi mamá y mi tía fue prepararles alguna vez un lunch horrible compuesto de dos rebanadas de pan de caja y una miserable rebanada de jamón, sin verduras o aderezos de ningún tipo. Mamá cuenta que prefería no comer nada en la escuela hasta llegar a casa, donde le esperaba el muy odiado consomé de pollo. Nunca hubo fiestas de cumpleaños; tampoco las dejaban invitar a amigas a su casa por miedo a que el secreto de los abusos cometidos saliera a la luz. Las dos hermanas vivían en una soledad acompañada de la que no tenían escapatoria. En esa casa sin diversión alguna, lo único que hubo fue llanto, abusos y desamor.

Esta hermosa casa también murió. La vendieron, demolieron y la hicieron un condominio horizontal. Su recuerdo se fue con el sonido del último tren que pasó por las vías de atrás, antes de que clausuraran su paso por la ciudad.

Mamá y Silvia tenían diecisiete y diecinueve años cuando a Abue Nena le diagnosticaron el cáncer terminal; había metástasis y le daban un año de vida cuando mucho. Tenía solo cuarenta años de edad. Las dos jóvenes se aterrorizaron de quedar huérfanas en unos pocos meses. La mayor, que ya tenía un estilo de vida cuestionable porque se la pasaba de novio en novio, pronto encontró con quien casarse. Se enamoró de un joven guapo, divertido y parlanchín que también había quedado huérfano de padre a muy corta edad y había sobrevivido hasta entonces las locuras de una madre bipolar. Se llamaba Edgardo. Ese hombre tenía un hermano menor aún más guapo y de ojos verdes, un alma perdida y abandonada igual que mi mamá, se llamaba Patricio. Decidieron presentarlos y fue como cuando se junta el hambre con las ganas de comer, llueve sobre mojado, el arroz ya se coció y Dios los hace y ellos se juntan.

Mi abuela paterna, Tita Yeya Cortés, estaba al borde del síncope, supiritaco, tramafat, telele, soponcio e infarto de miocardio cuando se enteró que sus dos hijos se iban a casar con mujeres que no provenían de familias de alcurnia ni de abolengo ¿Cómo que no eran condesas ni tenían castillos? ¿Cómo que no había títulos nobiliarios de por medio, sus padres no habían sido gobernadores ni fundadores de nada y encima hablaban como gringas? Seguro eran unas nacas.

Muy guapa, de ojos azules y tez blanca, siempre tenía los labios pintados de rojo y el peinado señorial de abuela de clase alta. Perfumada y arreglada, con su cigarro en mano, charlaba y juzgaba a diestra y siniestra, protegiendo y cobijando siempre a sus hijos varones. No fue muy cariñosa conmigo, me parecía que siempre guardaba la pose y cuando se acercaba a mí probablemente era por sugerencia de su hija; sus nietos favoritos siempre fueron los hijos de su única hija, Gala.

Diagnosticada con trastorno bipolar, arrastró a su hija y sus tres hijos al mismísimo infierno. Casualmente todos le salieron alcohólicos. La última vez que la vi fue hace unos dieciséis años en su lúgubre departamento. El que olía a llanto y desesperación. Iba metida en una bolsa negra con los pies por delante, la llevaban a la morgue.

Y mi abuelo paterno, el esposo de Tita Yeya… ¿se llamaba Jaime o Carlos? Siempre tengo que preguntarle a la hermana de papá para asegurarme, tampoco me importa mucho, sé que el apellido es Cortés y con eso basta. Murió joven (cuando mi papá tenía algo como seis años) de un golpe en la cabeza por una caída de las escaleras, se fue a dormir y a morir.

Se casó Silvia, se casó mi mamá. Siendo dos hermanas que se casaron con dos hermanos los hijos de ambos matrimonios llevarían los mismos apellidos como si fuéramos todos hermanos. Mis papás se casaron en Los Ángeles, California. En la única foto de su boda, mamá lleva un traje elegante azul marino, con un bouquet precioso de flores blancas y papá está vestido con un traje café, lleva el pelito un poco más largo que los Beatles, ya usaba la barba y bigote que lo caracterizan (nunca se la quitó porque tiene la piel tan suave y perfecta que con ese pelo largo le preguntaban: «¿Qué quiere de tomar, señorita?»). En la imagen a color hay pocos invitados, entre ellos Abue Nena que, aunque no le divirtió que mamá se casara tan, pero tan joven, decidió dejarla hacer su propia vida porque sabía que ya no le quedaba tiempo.

Mamá no sabía mucho de nada más que de música, y como nadie le explicó bien la historia de los pájaros y las abejas, pues le caí de sorpresa. Siempre tengo una prisa endemoniada, así que me instalé en ella pocos meses después de la boda. Seguro se enfermó de mí porque constantemente le preguntaban cuándo se aliviaría. Estuvo meses pensando qué carambas iba a hacer con un bebé siendo ella todavía una niña, pero le ilusionaba que su primogénito fuera un niño. A la fecha no se me ha antojado cambiar de sexo.