Los hombres me sacaron de la cárcel en dirección a la plaza del pueblo. Intenté retorcerme, ocultar el rostro, pero uno de ellos me sujetó los brazos contra la espalda y me empujó hacia delante. Mi pelo se balanceaba ante mí, tan suelto y sucio como el de una prostituta.
Fijé la vista en el suelo a fin de evitar las miradas de los aldeanos. Noté sus ojos en mi cuerpo como si fueran manos. La vergüenza me palpitaba en las mejillas.
Se me revolvió el estómago al percibir olor a pan, y me di cuenta de que estábamos pasando por delante del puesto del panadero. Me pregunté si los Dinsdale, los panaderos, estarían contemplando el espectáculo. El invierno anterior había curado las fiebres de su hija. Me pregunté quién más sería testigo, quién más se alegraría al dejarme en los brazos de ese destino. Me pregunté si Grace estaría allí o si ya se encontraría en Lancaster.
Me subieron al carro con suma facilidad, como si mi cuerpo no pesara nada. La mula era un pobre animal que parecía casi tan famélico como yo; se le marcaban las costillas debajo de la anodina manta que la cubría. Quise alargar una mano y acariciarla, sentir el latido de su sangre bajo la piel, pero no me atreví.
En cuanto nos pusimos en marcha, uno de los hombres me dio un poco de agua y una hogaza de pan duro. Lo desmenucé con los dedos y me lo comí antes de inclinarme por el borde del carro y vomitarlo todo. El hombre más bajo se rio, su aliento rancio contra mi cara. Me recosté en el asiento y ladeé la cabeza para así poder ver el paisaje a medida que avanzábamos.
Recorríamos el camino que sigue el riachuelo. Mis ojos todavía estaban débiles, y el arroyo no era más que un borrón de luz del sol y agua. Pero sí que oía su música y olía su limpio aroma metálico.
Es el mismo riachuelo que serpentea y brilla junto a mi choza. Donde mi madre había señalado los piscardos que salían despedidos entre las piedras, los prietos ramilletes de las angélicas que crecían en las márgenes.
Una oscura sombra pasó ante mí, y me dio la sensación de haber oído el batido de unas alas. Ese sonido me recordó al cuervo de mi madre. Me recordó a esa noche, debajo del roble.
El recuerdo me abrió en canal como un cuchillo.
Antes de sumirme en la oscuridad, lo último que pensé fue que me alegraba de que Jennet Weyward no viviese para ver así a su hija.
Perdí la cuenta de la cantidad de veces en que el sol salió y se puso en el cielo antes de que llegáramos a Lancaster. Nunca había visto un lugar como aquel, nunca había abandonado el valle siquiera. El olor a mil personas y animales era tan intenso que entorné los ojos y me fijé por si lo atisbaba flotando en el aire. Y ese sonido… era lo bastante potente como para que no me permitiera oír ni un solo trino de pájaro.
Me incorporé en el carro para mirar alrededor. Había muchísima gente: hombres, mujeres y niños abarrotaban las calles; las mujeres se levantaban las faldas al pasar por encima de montañas de excrementos de caballo. Un hombre asaba castañas en una fogata; el aroma de su dorada carne me mareó. Era una mañana radiante, pero yo tiritaba. Me miré las uñas: estaban azules.
Nos detuvimos junto a un gigantesco edificio de piedra. Supe sin tener que preguntarlo que se trataba del castillo, donde se llevaban a cabo los juicios. Parecía la clase de lugar en que se sopesaban las vidas.
Me bajaron del carro y me introdujeron en el interior, cerrando las puertas tras de mí para que el castillo me engullera por completo.
La sala de vistas no se parecía a nada que hubiese visto antes. El sol se colaba entre las ventanas e iluminaba varias columnas de piedra que en mi opinión se asemejaban a árboles que se alzaran rumbo al cielo. Pero esa belleza no consiguió aquietar mis miedos.
Los dos jueces estaban sentados en un banco alto, como si fueran seres celestiales y no de carne y hueso como todos nosotros. Me recordaban a dos escarabajos gordos con esos vestidos negros, las togas ribeteadas de piel y las curiosas capas oscuras. A un lado se sentaba el jurado. Doce hombres. Ninguno me miró a los ojos, con la excepción de un hombre de mandíbula cuadrada con un bulto en la nariz. Tenía los ojos suaves, quizá por la lástima. No soporté mirárselos, así que giré la cara.
El fiscal entró en la sala. Era un hombre alto, y, por encima de una toga sobria, aparecía su cara salpicada de marcas de la viruela. Me aferré al asiento de madera del banquillo de los acusados para no perder el equilibrio en tanto ocupaba su sitio delante de mí. Tenía los ojos de un azul claro, como una grajilla, pero eran fríos.
Uno de los jueces me miró.
—Altha Weyward —empezó a decir, y frunció el ceño como si mi nombre le ensuciara la boca—. Se te acusa de practicar las malvadas y diabólicas artes llamadas «brujería», y con esa brujería haber provocado la muerte de John Milburn. ¿Cómo te declaras?
Me humedecí los labios. Me daba la impresión de que se me había hinchado la lengua, y me preocupó que fuera a atragantarme con las palabras antes de pronunciarlas. Cuando hablé, sin embargo, mi voz fue muy clara.
—Inocente —dije.