1942
Violet odiaba a Graham. Lo detestaba con todas sus fuerzas. ¿Por qué él podía pasarse el día estudiando cosas interesantes, como ciencia y latín y a alguien llamado Pitágoras, mientras que ella debía contentarse con clavar agujas en una tela? Lo peor de todo, reflexionó con la falda de lana irritándole las piernas, era que él podía hacerlo vestido con pantalones.
Violet bajó la escalera principal lo más sigilosamente posible para evitar la ira de Padre, que desaprobaba por completo la actividad física en mujeres (y, como parecía a menudo, desaprobaba a la propia Violet). La muchacha reprimió una risilla al oír a Graham resoplando tras ella. Aun con sus ropas rígidas corría más rápido que él sin problemas.
¡Y pensar que la noche anterior Graham había presumido de que quería ir a la guerra! Era mucho más fácil que las ranas criaran pelo. Y, de todos modos, solo tenía quince años, uno menos que Violet, y por tanto era demasiado joven. En realidad, era lo mejor. Casi todos los hombres del pueblo se habían marchado, y la mitad había muerto (o eso había oído por ahí Violet), como el mayordomo, el criado y los dos ayudantes del jardinero. Además, Graham era su hermano. Ella no quería que muriese. O eso pensaba.
—¡Devuélvemelo! —le siseó Graham.
Al darse la vuelta, vio que el rostro redondo de su hermano estaba enrojecido por el esfuerzo y por la rabia. Estaba enojado porque Violet le había robado el cuaderno de latín y le había dicho que había declinado de forma incorrecta los sustantivos femeninos.
—No puedo —le respondió, y se llevó el cuaderno al pecho—. No te lo mereces. Has escrito amor en lugar de arbor, por el amor de Dios.
A los pies de la escalera, miró con el ceño fruncido hacia uno de los numerosos retratos de Padre colgados en las paredes, y torció a la izquierda para recorrer los pasillos con paneles de madera hasta irrumpir a toda prisa en las cocinas.
—¿A qué estáis jugando? —vociferó la señora Kirkby, con un cuchillo de carnicero en una mano y el blanquecino cuerpecito de un conejo en la otra—. ¡Me podría haber rebanado un dedo!
—¡Lo siento! —gritó Violet mientras abría los grandes ventanales, con Graham resollando tras ella. Corrieron por el jardín, que los embriagó con el olor de la menta y del romero, y entonces llegaron al que era su lugar preferido en el mundo: los prados. Ella se giró y le dedicó una sonrisa a Graham. Ahora que estaban afuera, su hermano no tenía ninguna posibilidad de alcanzarla si ella no se lo permitía. Lo vio abrir la boca y estornudar. Tenía alergia al polen—. Vaya —exclamó—. ¿Quieres un pañuelo?
—Cállate —le respondió mientras intentaba recuperar el cuaderno. Violet se lo alejó con suma facilidad. Su hermano se quedó unos instantes allí, resoplando. Era un día especialmente cálido; una capa de nubes vaporosas había retenido la temperatura y caldeado el ambiente. El sudor le goteaba por las axilas y la falda le picaba una barbaridad, pero a ella le traía sin cuidado.
Había llegado a su árbol especial: un haya plateada que según Dinsdale, el jardinero, tenía miles de años. Violet lo oía zumbar con vida tras ella: los gorgojos que buscaban su fría savia; las mariquitas que temblaban sobre sus hojas; los caballitos del diablo, las polillas y los pinzones que revoloteaban entre sus ramas. La joven extendió un brazo y un caballito del diablo se posó en su mano para descansar, con alas que resplandecían bajo la luz del sol. Un dorado calor se abrió paso por su interior.
—Puaj —exclamó Graham, que por fin la había alcanzado—. ¿Por qué dejas que esa cosa te toque? ¡Aplástala!
—No pienso aplastarla, Graham —respondió—. Tiene el mismo derecho a existir que tú o que yo. Y mira lo bonita que es. Las alas se parecen a cristales, ¿no te parece?
—Eres… No eres normal —dijo su hermano mientras se apartaba—. Con tu obsesión por los insectos. Padre también lo cree.
—Me importa un rábano lo que crea Padre —mintió Violet—. Y es evidente que no me importa lo más mínimo lo que creas tú; aunque, a juzgar por tu cuaderno, deberías pasar menos tiempo pensando en obsesiones por los insectos y más tiempo pensando en sustantivos latinos.
Graham se precipitó hacia delante con expresión encolerizada. Antes de que lograse acercársele más de cinco pasos, Violet le arrojó el cuaderno —con un poco más de fuerza de la que pretendía— y trepó por el árbol.
Graham soltó una maldición y se volvió para encaminarse hacia la casa, mascullando.
Violet sintió una punzada de culpa al observar la airada retirada de su hermano. No siempre se habían llevado así. Tiempo atrás, Graham había sido su sombra constante. Lo recordaba tumbado en su propia cama en la habitación de los niños para huir de una pesadilla o de una tormenta, aovillado a su lado hasta que los oídos de ella captaban la irregular respiración de él. Se habían hecho todo tipo de bromas, se habían arrastrado por los campos hasta tener las rodillas negras por el barro, se habían maravillado ante los pececillos plateados del riachuelo, ante el aleteo de un petirrojo.
Hasta aquel espantoso día de verano, un día que se asemejaba a ese, de hecho, con la misma luz que bañaba de miel las colinas y los árboles. Violet se acordaba de que se habían tumbado en la hierba junto al haya plateada, entre cardos de la pradera y dientes de león. Ella tenía ocho años, Graham solo siete. En algún punto había abejas que la llamaban, que le hacían señas para que se aproximase. Violet había merodeado cerca del árbol y había encontrado la colmena, colgando de una rama como una pepita de oro. Las abejas centelleaban, daban vueltas. Ella se acercó más, extendió los brazos y sonrió al notar cómo los animalitos se le posaban encima y al sentir los cosquilleos de las patas diminutas contra la piel.
Se había girado hacia Graham, riendo por la sorpresa que brillaba en el rostro de su hermano.
—¿Yo también puedo? —dijo con los ojos como platos.
No sabía lo que ocurriría, le confesó entre sollozos a su padre más tarde, mientras la vara atravesaba el aire en su dirección. Violet no oyó lo que le dijo, no vio la oscura rabia que le demudaba el rostro. Solo vio a Graham, chillando con los brazos llenos de picaduras de lustre rosado conforme la tata Metcalfe se lo llevaba adentro. La vara de Padre le abrió a Violet la carne de la palma de la mano, y ella tuvo la impresión de que era menos de lo que se merecía.
Después de aquello, Padre envió a Graham a un internado. Ahora solo regresaba a casa durante las vacaciones, y para ella cada vez era más un desconocido. Sabía en las profundidades de su ser que no debería provocarlo tanto. Se mofaba de él solo porque, por más que no pudiese perdonarse por lo ocurrido el día de las abejas, tampoco perdonaba a Graham.
La había vuelto distinta.
Violet se sacudió el recuerdo de encima y se miró el reloj de la muñeca. Eran tan solo las 3 de la tarde. Ya había terminado las lecciones del día —o, mejor dicho, su institutriz, la señorita Poole, había admitido la derrota—. Con la esperanza de que no la echarían de menos durante otra hora como mínimo, Violet trepó más arriba y se deleitó con la áspera calidez de la corteza bajo sus manos.
En el vacío entre dos ramas, encontró la peluda semilla de un hayuco. Sería perfecta para su colección; el alféizar de la ventana de su dormitorio estaba atestado de tesoros: la dorada espiral del caparazón de un caracol, los restos sedosos del capullo de una mariposa… Con una sonrisa, se guardó el hayuco en el bolsillo de la blusa y siguió ascendiendo.
Enseguida estaba lo bastante arriba como para ver toda Orton Hall, que con la sucesión de edificios de piedra que se extendían más bien le recordaba a una araña majestuosa que acechara sobre la colina. Subió más todavía, y vio el pueblo, Crows Beck, al otro lado de los páramos. Era precioso. Pero en el municipio había algo que la ponía triste. Era como contemplar una cárcel. Una cárcel verde y bella con aves cantoras y caballitos del diablo y las aguas ambarinas y resplandecientes del riachuelo, pero una cárcel de todos modos.
Porque Violet nunca había salido de Orton Hall. No había visitado el pueblo de Crows Beck ni una sola vez.
—Pero ¿por qué no puedo ir? —solía preguntarle a la tata Metcalfe cuando era más pequeña y la mujer se marchaba a pasear los domingos con la señora Kirkby.
—Ya conoces las normas —murmuraba la tata Metcalfe con un brillo de lástima en los ojos—. Son órdenes de tu padre.
Pero, como supo Violet, conocer una norma no era lo mismo que comprenderla. Durante años, había supuesto que el pueblo estaba repleto de peligros; se imaginaba que había ladrones y asesinos escondidos detrás de las chozas de paja. (Que no hacían sino aumentar la atracción que le despertaba a ella la localidad).
El año anterior, le había insistido a Graham para que le diera detalles.
—No sé qué es lo que te llama tanto la atención. —Puso una mueca—. El pueblo es aburridísimo… ¡Ni siquiera hay un pub! —A veces, Violet se preguntaba si Padre estaría intentando protegerla del pueblo. Si, de hecho, no sería más bien a la inversa.
En cualquier caso, su encierro pronto llegaría a su fin, más o menos. Al cabo de dos años, cuando cumpliera los dieciocho, Padre planeaba organizar una gran fiesta para su «presentación». Y entonces, esperaba él, su hija le echaría el ojo a algún soltero, quizá a un futuro lord, y cambiaría esa prisión por otra.
—Dentro de poco conocerás a un apuesto caballero que te enamorará —le decía siempre la tata Metcalfe.
Violet no quería enamorarse. Lo que en realidad quería era ver el mundo como lo había visto Padre cuando era joven. La muchacha había encontrado toda clase de libros de geografía y de atlas en la biblioteca; libros acerca de Oriente, llenos de humeantes bosques pluviales y polillas del tamaño del plato de la cena («seres espantosos», según Padre), y acerca de África, donde los escorpiones resplandecían como joyas en los desiertos.
Sí, algún día abandonaría Orton Hall y viajaría por el mundo como científica.
Como bióloga, esperaba, o ¿quizá como entomóloga? En fin, algo que estuviese relacionado con los animales, que en su experiencia eran preferibles a los seres humanos. La nana Metcalfe a menudo le comentaba el susto atroz que se llevó por su culpa cuando Violet era pequeña: al entrar en la habitación de la niña, una noche encontró una comadreja, nada menos, en la cuna de Violet.
—Puse el grito en el cielo —decía la nana Metcalfe—, pero estabas tumbada tan tranquila, y la comadreja se estiró a tu lado, ronroneando como un gatito.
Por suerte, Padre no se enteró de aquel incidente. En lo que a él respectaba, los animales debían estar cocinados en un plato o colgados en una pared. La única excepción que confirmaba la regla era Cecil, un crestado rodesiano, un perro terrorífico al que con los años había moldeado hasta volverlo cruel. Violet no dejaba de rescatar a toda clase de animalillos de sus fauces babeantes. Recientemente, una araña saltarina que ahora vivía en una sombrerera debajo de la cama de ella, tapada con una enagua. Había decidido llamarlo (o llamarla, era difícil saberlo) Quilates, por las rayas de un vivo dorado de sus patas.
La tata Metcalfe había jurado guardar el secreto.
Aunque había muchas cosas que la tata Metcalfe no le había contado a ella, como caviló Violet mientras se vestía para la cena. Después de que se hubiera puesto un suave vestido de lino —la ofensiva falda de lana yacía rechazada en el suelo—, se giró hacia el espejo. Tenía los ojos profundos y oscuros, bastante diferentes de los de Padre y de los de Graham, que eran de un azul claro. Violet pensaba que su cara era un tanto extraña, sobre todo por el feísimo lunar rojizo de la frente, pero estaba orgullosa de sus ojos. Y de su pelo, que también era oscuro, de brillo opalescente, y se asemejaba un tanto a las plumas de los cuervos que vivían en los árboles que rodeaban la casa.
—¿Me parezco a mi madre? —había preguntado Violet desde que tuvo uso de razón. No había ninguna fotografía de su madre. Lo único que guardaba de ella era un viejo collar con un colgante en forma de óvalo abollado. El colgante llevaba una «W» tallada, y la niña había preguntado a cualquiera que la escuchase si su madre se llamaba Winifred o Wilhelmina. («¿Se llamaba Wallis?», le preguntó un día a su padre al ver ese nombre en la portada del periódico. Esa noche, Padre mandó a una desconcertada Violet a la cama sin cenar).
La tata Metcalfe era también de muy poca ayuda.
—Casi no me acuerdo de tu madre —decía—. Hacía poco que yo había llegado cuando murió.
—Se conocieron en la fiesta de May Day de 1925 —la informó la señora Kirkby, que asentía sabiamente—. Estaba tan bella que la coronaron como la reina de la fiesta. Se quisieron muchísimo. Pero no le vuelvas a preguntar a tu padre por ella o te dará un merecido latigazo.
Aquellas migajas de información difícilmente la satisfacían. De pequeña, Violet quiso saber muchas más cosas: ¿dónde se casaron sus padres?, ¿su madre había llevado un velo o una corona de flores (se imaginaba estrellas de espino blanco que combinaran con un delicado vestido de encaje)?, ¿Padre había parpadeado para contener las lágrimas al prometer quererla hasta que la muerte los separase?
Ante la ausencia de datos verídicos, Violet se aferró a esa imagen hasta que se convenció de que había ocurrido así. Sí, su padre había amado a su madre con desesperación, y la muerte los había separado. La joven cavilaba que su madre había muerto al dar a luz a Graham. Y por eso Padre no podía soportar hablar de ese tema.
Pero de vez en cuando algo emborronaba la imagen en la cabeza de Violet como una piedra lanzada perturba la superficie de un estanque.
Una noche, cuando tenía doce años, había ido a escondidas hasta la despensa para comer algo de pan con mermelada cuando la tata Metcalfe y la señora Kirkby entraron en las cocinas con la señorita Poole, a la que acababan de contratar.
Había oído las sillas retirarse sobre el suelo de piedra y el potente crujido de la vieja mesa de la cocina cuando tomaron asiento, y luego el ruido que hizo la señora Kirkby al abrir una botella de jerez y llenar los vasos de las tres mujeres. Violet se quedó paralizada a medio masticar.
—¿Qué te parece hasta el momento, querida? —le había preguntado la tata Metcalfe a la señorita Poole.
—Bueno… Dios sabe que lo intento, pero parece una niña muy difícil —había contestado la señorita Poole—. Me he pasado buena parte del día buscándola, pues se adentra en los prados y se mancha de hierba la ropa. Y… además…
En ese instante, la señorita Poole respiró hondo.
—¡Habla con los animales! ¡Incluso con los insectos!
Una pausa siguió a sus palabras.
—Supongo que creen que es una tontería —dijo la señorita Poole.
—Oh, no, querida —terció la señora Kirkby—. A ver, no tenemos reparos en decirte que hay algo diferente en esa niña. Es bastante… ¿Cómo la describirías tú, Ruth?
—Insólita —contestó la tata Metcalfe.
—En efecto —prosiguió la señora Kirkby—. Con la madre que tenía, no es de extrañar.
—¿La madre? —preguntó la señorita Poole—. Murió, ¿no es así?
—Sí. Fue horrible —dijo la tata Metcalfe—. Justo después de que llegara yo. Aunque antes de que se fuese no tuve grandes oportunidades de conocerla demasiado.
—Era una muchacha de aquí —añadió la señora Kirkby—. De Crows Beck. Los padres del señor se enojaron muchísimo…, pero un mes antes de la boda fallecieron. Su hermano mayor también. Fue un accidente de carruaje. Muy repentino.
Al oírlo, la señorita Poole respiró hondo de nuevo.
—Vaya… Y ¿aun así siguieron adelante con la boda? ¿Acaso lady Ayres… estaba en estado de buena esperanza?
La señora Kirkby emitió un ruido que no afirmaba ni desmentía nada antes de continuar.
—Él estaba embelesado con ella, eso seguro. Por lo menos al principio. La mujer era una belleza sin parangón. Y se parecía mucho a la niña, no solo en el físico.
—¿A qué se refiere?
Una nueva pausa.
—Bueno, era… lo que ha dicho Ruth. Insólita. Muy rara.