2019
Kate está mirándose en el espejo cuando lo oye.
La llave entra en la cerradura.
Le tiemblan los dedos al apresurarse a retocarse el maquillaje, con oscuros hilos de rímel que trazan una red sobre sus párpados inferiores.
Bajo la luz amarillenta, contempla cómo se le acelera la respiración debajo del collar que él le regaló por su último aniversario. La gruesa cadena es de plata, fría contra su piel. Kate no se lo pone durante el día, cuando él está en el trabajo.
La puerta principal se cierra. Los zapatos de él avanzan sobre el parqué. Una copa de vino se llena.
El pánico revolotea en el interior de Kate, como si fuera un pájaro. Respira hondo y se acaricia la cicatriz del brazo izquierdo. Sonríe una última vez en el espejo del cuarto de baño. No puede permitir que él vea que algo ha cambiado. Que algo no va bien.
Simon se recuesta en la encimera de la cocina, con una copa de vino en la mano. Al verlo, el corazón de ella bombea con fuerza. El largo y oscuro contorno de él con su traje, la línea de sus mejillas. Su pelo dorado.
Se queda mirando cómo ella se le acerca con el vestido que le gusta, como le consta a Kate. Tejido áspero, tenso sobre sus caderas. Rojo. Del mismo color que su ropa interior. De encaje, con lacitos pequeños. Como si ella fuera algo que hubiese que desenvolver, que abrir.
Kate busca alguna pista. Simon se ha quitado la corbata, se ha desabrochado tres botones de la camisa que dejan ver bonitos bucles de vello. El blanco de sus ojos desprende un brillo rosado. Le ofrece una copa de vino, y ella percibe el alcohol de su aliento, dulce e intenso. El sudor le perla la espalda, le cubre los brazos.
El vino es chardonnay, que suele ser el favorito de Kate. Pero ahora el olor le revuelve las tripas, le hace pensar en algo podrido. Se lleva la copa a los labios sin darle un sorbo.
—Hola, cariño —dice con voz animada, arreglada solo para él—. ¿Qué tal ha ido en el trabajo?
Pero las palabras se le atascan en la garganta.
Simon entorna los ojos. Se mueve deprisa, a pesar del alcohol: hunde los dedos en la suave carne del bíceps de ella.
—¿A dónde has ido hoy?
Kate sabe de sobra que no debe retorcerse para intentar zafarse, aunque todas las células de su cuerpo así lo deseen. Se limita a colocarle una mano en el pecho.
—A ninguna parte —dice, intentando hablar con voz firme—. Me he pasado el día en casa. —Se ha cuidado de dejar el iPhone en el piso al ir a la farmacia, de llevar tan solo dinero en metálico. Le sonríe y se inclina para besarlo.
La mejilla de Simon está rugosa por la barba incipiente. Otro olor se mezcla con el del alcohol, algo embriagador y floral. Perfume, quizá. No sería la primera vez. Una diminuta llama de esperanza prende en el interior de Kate. Podría aprovecharse del hecho de que haya otra mujer.
Pero ha calculado mal. Él se aparta de ella y entonces…
—Mentirosa.
Kate a duras penas oye la palabra cuando la mano de Simon se estampa en su mejilla, provocándole un dolor que la marea como si fuese una luz potente. En los confines de su visión, los colores de la habitación se entremezclan: el parqué iluminado, el sillón blanco de piel, el caleidoscopio de la silueta de Londres en la ventana.
El lejano sonido de algo que se hace añicos: Kate ha soltado la copa de vino.
Se aferra a la encimera, respira con exhalaciones irregulares, le palpita la sangre en la mejilla. Simon se está poniendo la chaqueta y agarra las llaves de la mesa del comedor.
—Quédate aquí —le indica—. Como salgas, me enteraré.
Sus zapatos suenan por encima del parqué. La puerta se cierra de golpe. Kate no se mueve hasta que oye el chirrido del ascensor al descender.
Se ha ido.
El suelo resplandece con trocitos de cristal. El vino deja un aroma rancio en el aire.
El sabor metálico que nota en la boca la devuelve al presente. Le sangra el labio, que se ha mordido por la fuerza del bofetón.
Algo se mueve en su cerebro. «Como salgas, me enteraré».
No ha bastado con que Kate dejara el móvil en casa. Simon ha encontrado otra forma. Otra forma de localizarla. Al recordar que el portero la observó en el portal, se pregunta si Simon le habrá dado un fajo de billetes para que la espiase. Se le congela la sangre ante esa idea.
Si él descubre a dónde ha ido y lo que ha hecho hoy, quién sabe qué será capaz de hacer. Instalaría cámaras, le quitaría las llaves.
Y todos los planes de ella se esfumarían. Nunca podría salir de allí.
Pero no. Ya está lo bastante preparada, ¿verdad que sí?
Si se marchase ahora, llegaría por la mañana. El trayecto en coche duraría siete horas. Lo ha organizado con esmero en su segundo móvil, cuya existencia él desconoce. Ha repasado la línea azul de la pantalla, que recorre el país como si fuera una cinta. Prácticamente la ha memorizado.
Sí, se irá ahora. Debe irse ahora. Antes de que él vuelva, antes de que ella pierda el valor.
Extrae el Motorola de su escondrijo, un sobre pegado a la parte trasera de su mesita de noche. Agarra una bolsa del estante superior del armario y la llena de ropa. Del baño en suite saca sus artículos de aseo personal, la caja que escondió en el armarito unas horas antes.
Enseguida se cambia el vestido rojo por unos vaqueros oscuros y una camiseta rosa ceñida. Le tiemblan los dedos al quitarse el collar. Lo deja sobre la cama enrollado en forma de soga, junto al iPhone con la carcasa dorada; el móvil que Simon paga, en el que puede entrar, el que puede localizar.
Hurga en el joyero de su mesita de noche y rodea con los dedos el broche de oro en forma de abeja que ha tenido desde que era pequeña. Se lo guarda en el bolsillo y se detiene para barrer el dormitorio con la mirada: el edredón y las cortinas de color crema, los ángulos rectos de los muebles de estilo escandinavo. Debería tener que empaquetar más cosas, ¿no? Antes poseía un montón de cosas: montañas y montañas de libros con una página con la esquina doblada, pinturas, tazas. Ahora todo le pertenece a él.
En el ascensor, la adrenalina chisporrotea en su sangre. ¿Y si Simon regresa y la intercepta en plena huida? Pulsa el botón del garaje subterráneo, pero el cubículo se detiene y las puertas se abren en la planta baja. Se le acelera el corazón. La ancha espalda del portero está girada: está hablando con otro inquilino. Casi sin respirar, Kate se hace pequeñita en el ascensor y solo vuelve a exhalar cuando nadie más aparece y las puertas se cierran por fin.
En el garaje, abre el Honda, que ella compró antes de que se conocieran y que está registrado a su nombre. Él no podrá pedirle a la policía que lo busque si Kate conduce su propio coche, ¿no? Ha visto suficientes series de misterio. «Se ha marchado por voluntad propia», dirán los agentes.
Qué bonita palabra es «voluntad». A ella le hace pensar en volar.
Gira la llave del motor e introduce la dirección de su tía abuela en Google Maps. Durante meses, Kate se ha repetido las palabras para sus adentros como si fueran un mantra.
Cabaña Weyward, en Crows Beck. Condado de Cumbria.