Violet se alisó el vestido verde al seguir a Padre y a Cecil para salir del comedor. Apenas había podido comer nada, y no solo porque la señora Kirkby hubiese hecho pastel de conejo (mientras masticaba, había intentado no pensar en orejas sedosas y en delicadas naricillas rosadas). Padre le había pedido que después de cenar lo acompañara a la sala de estar. La sala de estar, con muebles cubiertos de tartanes oscuros y opresivos, era el lugar donde Padre disfrutaba de una copa de oporto y de silencio de sobremesa, y donde lo observaba la cabeza disecada de una cabra montés que estaba colgada encima de la repisa de la chimenea. Las mujeres tenían prohibido entrar (a excepción de la señora Kirkby, que había encendido en el hogar un fuego poco propio de la estación).
—Cierra la puerta —le indicó Padre cuando hubieron entrado. A medida que cerraba la puerta, Violet vio que Graham la fulminaba con la mirada desde el pasillo. A él nunca lo habían invitado a esa sala. Aunque quizá fuera algo bueno. Violet se volvió hacia su padre y vio que su rostro adquiría la tez cenicienta que a menudo significaba un gran descontento. A la muchacha le dio un vuelco el estómago.
Padre se acercó al carrito de las bebidas, donde los decantadores de cristal centelleaban bajo la luz de las llamas. Se sirvió un generoso vaso de oporto antes de desplomarse en un sillón. La piel crujió cuando cruzó las piernas. No la invitó a sentarse (aunque el otro asiento que había en la sala, un sencillo sillón orejero, estaba demasiado cerca del fuego —y de Cecil— como para resultar tentador).
—Violet —dijo Padre arrugando la nariz como si su mero nombre lo ofendiera de alguna manera.
—¿Sí, Padre? —Violet detestó lo fina que sonaba su voz. Tragó saliva y pensó en qué habría hecho mal. Por lo general, su padre solo se molestaba en aplicarle disciplina cuando Graham estaba en casa. De lo contrario, la joven siempre conseguía huir de él. Por segunda vez ese día, recordó el incidente de las abejas y se encogió.
Su padre se inclinó hacia delante para atizar el fuego con rabia, para que así las llamas escupieran pálidas cenizas sobre la alfombra turca de elaborado patrón. Cecil gimoteó y luego empezó a gruñir en dirección a Violet tras deducir que debía de ser ella la causante del desagrado de su amo. Una vena se hinchó en la sien de Padre. Guardó silencio durante tanto tiempo que Violet empezó a preguntarse si podría escabullirse de la sala sin que él se diera cuenta.
—Debemos hablar de tu comportamiento —dijo al fin.
Las mejillas de la muchacha ardían por el pánico.
—¿Mi comportamiento?
—Sí —asintió Padre—. La señorita Poole me ha comentado que has… trepado por los árboles. —Pronunció las últimas cuatro palabras lenta y claramente, como si le costara creer lo que estaba diciendo—. Al parecer, te has rasgado la falda. Me han dicho que está… destrozada.
Fruncía el ceño con la vista clavada en el fuego.
Violet se retorció las manos, que ahora estaban resbaladizas por el sudor. Ni siquiera había reparado en el rasguño —que serpenteaba a lo largo de toda la falda de lana— hasta que la tata Metcalfe la había recogido para lavarla. De todos modos, la falda era muy vieja y demasiado larga, con espantosos pliegues puritanos. Para sus adentros, se alegraba de haberse deshecho de ella.
—Lo… lo siento, Padre.
El fruncimiento de ceño se hizo más profundo y le arrugó toda la frente. Violet miró por la ventana y olvidó que las negrísimas cortinas estaban corridas. Una mosca se golpeaba una y otra vez con la tela en su desesperada misión para salir al mundo exterior. El batir de sus alas llenó los oídos de Violet, que no oyó las palabras de Padre.
—¿Qué? —dijo.
—«¿Cómo has dicho, Padre?».
—¿Cómo has dicho, Padre? —repitió sin dejar de contemplar la mosca.
—Te decía que tienes una última oportunidad de comportarte como Dios manda, como se espera de mi hija. El mes que viene tu primo Frederick se quedará con nosotros tras volver del frente. —Hizo una pausa, y Violet se preparó para recibir un sermón.
Padre a menudo hablaba del tiempo que había pasado luchando en la Gran Guerra. Cada noviembre, le ordenaba a Graham que puliese sus medallas para prepararse para el Día del Armisticio, en el que reunía a todas las personas de la casa en el salón principal para guardar un minuto de silencio. A continuación, soltaba un discurso repetitivo acerca del valor y del sacrificio que parecía alargarse conforme pasaban los años.
—No sabe nada de luchar de verdad —había oído Violet que Dinsdale, el jardinero, le murmuró a la señora Kirkby después de un sermón especialmente largo—. Se pasó casi todo el tiempo junto a los oficiales con una botella de oporto, me apuesto lo que quieras. —Padre casi había parecido alegrarse cuando volvió a declararse una guerra en 1939. De inmediato les había pedido a Graham y a Violet que recorrieran los castaños de Indias que flanqueaban el camino de entrada de la casa en busca de castañas. Por lo visto, los frutos redondos, lustrosos como rubíes, iban a ser indispensables para producir las bombas que iban a estallar por toda Alemania y «mandar a los germanos al otro barrio». Graham recogió cientos de frutos, pero Violet no soportaba imaginárselos sufriendo un final tan espeluznante. En secreto, los escondió en el jardín con la esperanza de que crecieran. Por suerte, Padre enseguida perdió el entusiasmo por la guerra —no se alistó en el ejército porque estaba cojo y «tenía deberes que cumplir en la finca»— y se olvidó del encargo.
Pero esa noche Violet no iba a presenciar ningún sermón marcial.
—Espero que te comportes del mejor modo posible cuando llegue Frederick —prosiguió Padre. Violet pensó que era muy extraño. No recordaba que nadie le hubiese hablado de un primo llamado Frederick, o de ningún primo, la verdad. Padre nunca hablaba de la familia; ni siquiera de sus padres o de su hermano mayor, que habían muerto en un accidente antes de que ella naciera. Ese tema también estaba prohibido. Un día le habían asestado tres dolorosos golpes en la mano por haber preguntado al respecto—. Tómatelo como… como un examen. Si fracasas y eres incapaz de comportarte bien durante su visita, entonces… no tendré más opción que despedirte. Para siempre.
—¿Despedirme?
—Te mandaré a un internado para señoritas. Deberás aprender a comportarte como Dios manda si quieres tener posibilidades de casarte. Y si no me demuestras que eres capaz de comportarte como la joven dama que eres, hay varias instituciones que tal vez puedan cumplir con la labor. Y donde no se permitirá que corras por los prados y recojas ramas y hojas repugnantes como si fueras una salvaje. —Bajó la voz—. Tal vez impidan que termines siendo igual que… ella.
—¿Ella? —A Violet se le aceleró el corazón. ¿Se refería a su madre?
Pero Padre ignoró su pregunta.
—Eso es todo —dijo, y levantó la vista para mirarla por primera vez—. Buenas noches.
Violet vio algo raro en la expresión de él. Como si al mirarla a ella estuviese viendo a una persona distinta.
Violet aguardó a quedarse a solas en el dormitorio para permitirse echarse a llorar. Sollozó en silencio mientras se ponía el camisón y se tumbaba en la cama. Al cabo de un rato, procuró tranquilizar su respiración, pero no sirvió de nada. En su cuarto, el aire olía a rancio, y tuvo la sensación, y no por vez primera, de que en la casa estaba tan fuera de lugar como lo estaría un pez entre las nubes. Ansiaba recibir el áspero abrazo del haya plateada, ansiaba notar la brisa de la noche sobre la piel.
El fragmento de conversación que había oído cuando era más joven zumbaba en sus oídos.
«Y se parecía mucho a la niña, no solo en el físico».
¿Acaso su madre también había sido como ella? ¿Acaso la naturaleza llamaba a su corazón como ahora llamaba al de Violet?
Y ¿qué problema había con eso?
Con un suspiro, apartó la colcha de un puntapié. Después de apagar la lamparita, se arrastró hasta la ventana, corrió la horrible cortina negra y abrió el travesaño.
La luna brillaba como una perla en el cielo oscuro, iluminando las colinas dentadas. Soplaba un suave viento, y Violet oyó cómo los árboles se movían y murmuraban. Cerró los ojos y escuchó el ululato de un búho, el batido de las alas de un murciélago, un tejón que se dirigía a su madriguera.
Ese era su hogar. No la casa, con los pasillos lóbregos y los tartanes interminables y la amenaza de Padre, al acecho desde cualquier rincón.
Pero si la mandaba a un internado…, quizá nunca volvería a presenciar nada de aquello. Los búhos, los murciélagos, los tejones. La vieja haya que adoraba, y su pueblo de insectos.
La encerrarían entre cuatro paredes y la obligarían a aprender toda clase de habilidades conversacionales absurdas y protocolo. Todo para que Padre pudiera ofrecerla a algún que otro viejo barón, como si fuera algo con que negociar en busca de favores.
Algo de lo que librarse.
Pero no, él no la enviaría a un internado. Ella no se lo permitiría. Cuando se marcharse de Orton Hall —se imaginaba avanzando con destreza en una jungla, rozándose con helechos atestados de escarabajos—, sería a su manera. No a la manera de Padre ni a la de cualquier otra persona.
Cuando llegase el invierno para arrebatarles las hojas a los árboles, ella estaría aquí, se prometió, y no en un internado de señoritas. Incluso se quedaría dentro de casa si era lo que debía hacer para evitarlo. Solo hasta que terminase la visita del estúpido pariente. Le enseñaría a Padre lo bien que podía comportarse.