PRIMERA CATÁSTROFE
¿Me quieres?

Carla me tiene loco. Cada vez que escucho su nombre, me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. Cada vez que me cruzo con ella por los pasillos de la oficina, se me detiene el pulso. Cada vez que me mira con esos ojos marrones tras los que esconde sus lascivas intenciones, me entra un sudor frío. Cada vez que me roza la nuca, durante un segundo, cuando nadie se da cuenta de ello, mi sexo responde eufórico por la excitación que me provoca.

Pero lo que más loco me vuelve es que nadie en la maldita oficina, excepto mi compañero y amigo Marcos, sabe que Carla y yo llevamos follando como locos desde hace cuatro meses en… en un montón de sitios: en la mesa de su despacho, en los cuartos de baño que están al lado de recursos humanos, sobre la máquina de hacer fotocopias o empotrados en la escalera de incendios, a más de ciento cincuenta metros de altura, donde el aire que se cuela por las rendijas de la salida de emergencia ahoga nuestros gemidos animales.

Joder, Mikel, céntrate.

Sé que tener veinte años es una putada porque las hormonas son muy traicioneras y al colega de abajo hay veces que no lo controlas, pero… ¡joder, que tengo treinta y el «amigo» se despierta cuando quiere! ¿Cuándo he perdido el control sobre mi propio cuerpo?

Me obligo a cerrar los ojos, beber un poco de agua y abanicarme con las carpetas que el departamento financiero me ha pasado hace un rato para que las revise y se las enseñe a Carla. Porque, además de todo lo que te he contado, hay un factor más en esta ecuación que aumenta el erotismo de la situación: Carla es mi jefa.

Ella tiene casi cuarenta y cinco años, está casada con el director de marketing y viven felices en un chalé para gente rica con sus dos hijos. Yo todavía no he cumplido los treinta, tengo un sueldo que podría ser el del becario y… me estoy enamorando de ella.

—No, no te puedes estar enamorando. Te estás encaprichando e idealizando todo por culpa de los polvos que echáis cada semana —me susurra Marcos nervioso, mientras sacamos copias de los documentos con los que tenemos que trabajar.

—Lo sé, lo sé… —confieso, mientras suelto un resoplido—. Si es que además está casada con Abel y…

—¡Y tienen dos hijos! —termina Marcos por mí—. ¡Mellizos!

—Tío… —susurro, avergonzado—. Que el otro día, mientras estábamos ahí, dándole que te pego en su despacho, me di cuenta de que tiene una foto familiar colgada en una de las paredes.

Marcos suelta una carcajada.

—¡Y se te cortó el rollo!

—Pues… lo extraño es que no. —La cara de Marcos se tuerce en un gesto de pánico—. A ver, no me malinterpretes, pero… no sé por qué me imaginé con ella y sus hijos haciendo una vida normal, ¿sabes? En plan… Yo qué sé. —Me aflojo un poco el nudo de la corbata, nervioso—. En plan yendo al cine, a cenar al McDonald’s… ¡O al parque de atracciones! Sin el gilipollas de Abel en su vida.

—Ay, Dios… —me contesta, llevándose las manos a la cabeza—. Te estás enamorando.

—¡¿Ves?!

Elevo la voz por culpa de la emoción. ¡Sabía que no estaba loco y que esto es amor! No es normal que, a mí, con lo que me gusta comer, se me quite el hambre el día que no me cruzo con ella. Nuestra relación es la que es, pero para nosotros existe otro mundo, íntimo y sensorial, en el que no necesitamos las palabras para entendernos.

—¿Y sabes? Creo que es recíproco.

La carcajada que suelta Marcos hace añicos mi sueño romántico con Carla.

—Joder, Mikel… ¿Lo dices en serio?

—Completamente.

—A ver… Yo no sé qué os decís en la intimidad, pero… —Marcos se toma un momento para elegir sus palabras—. Por lo que me cuentas, vuestra relación se reduce solo al sexo.

No. Esto no es solo sexo. La mecha puramente sexual se suele agotar a los tres meses de estar con una persona. Si después de ese tiempo la llama sigue, ¡es porque hay algo más! Los olores adquieren otro matiz, el sabor otro dulzor, y dentro de lo muy animal que es follar con Carla, hay una sensación desconocida para ambos que no soy capaz de describir.

¿Acaso no es eso el amor?

—No es solo sexo —defiendo.

—¿Lo habéis hablado?

—Estas cosas no se hablan, Marcos, no…

—Hola, chicos. ¿Qué hacéis aquí?

Su voz interrumpe nuestra conversación. No me hace falta girarme para darme cuenta de que es ella. Su perfume ha inundado toda la habitación: es denso e intrusivo, pero con unas notas afrutadas que lo endulzan y suavizan. Cuando la veo ahí parada, con su pantalón negro que parece hecho a medida, sus zapatos favoritos (y más caros), esa blusa blanca que no tiene apuro en ajustar a su pecho porque se ayuda del bléiser para mantenerlo discreto y… mis ojos no pueden evitar recorrerla de arriba abajo. Y ella lo sabe porque con un gesto muy sutil se coloca en jarras, dejando que la chaqueta me descubra cómo los pezones que se esconden debajo de la blusa están igual de duros que mi entrepierna.

—Fotocopiar.

Mierda, me había olvidado de que Marcos seguía con nosotros.

—Yo ya… he terminado —dice carraspeando, un tanto incómodo.

—Mikel, ¿cuando acabes puedes venir un momento a mi despacho, por favor?

No sé por qué me lo pregunta, la verdad. Si me lo pidiera, iría con ella al fin del mundo. Esa voz rasgada que tiene por culpa del tabaco es música hipnótica para mis oídos: como si ella fuera la flauta y yo una maldita cobra a la que tiene encantada.

Ella se aparta para dejar que Marcos salga de la sala de fotocopias. Entonces da un paso. Otro. Poco a poco sus labios se curvan en una sonrisa juguetona que me confirma la intención que tiene, mordiéndose el labio inferior.

—¿Qué estás fotocopiando? —me pregunta a escasos centímetros de mi boca.

—Los… informes trimestrales de… ¡ah! —No puedo contener un gemido de sorpresa cuando siento cómo su mano ha comenzado a sobarme el pene por encima del pantalón vaquero.

—Quizá deberíamos revisar esos informes juntos, ¿no? —pregunta sin quitarme la mano de encima.

—¿Ah-ahora?

Quiero que nuestras lenguas se junten para que luego me cabalgue sobre la mesa en la que los empleados organizamos las copias que imprimimos. Sé que yo acabaría en menos de dos minutos por culpa del calentón que llevo encima, pero a Carla le gusta que las cosas buenas duren. Como esas películas de cine clásico que da igual el tiempo que te tengan pegado al sofá: son tan buenas y perfectas que podrías estar horas sin parar.

Carla me suelta el paquete, se atusa la melena y, después de guiñarme un ojo, se marcha a su despacho.

Resoplo y me apoyo en la fotocopiadora. Siento que la vista se me nubla, me cuesta respirar. La erección de mi entrepierna es tal que puedo notar como la ropa interior se me ha empezado a empapar en cuestión de segundos.

Voy directo a la máquina de agua para beber tres vasos refrescantes de golpe. Más relajado, vuelvo a poner mi foco de atención en ese despacho que tantas cosas ha visto. Camino decidido, no solo a darle a esa mujer el mejor sexo de su vida, sino a decirle que la quiero. Que me da igual que nos llevemos más de quince años y que ella esté casada con uno de los socios más insoportables de la empresa, con el que además tiene dos hijos. Quiero gritarle que soy su puto esclavo y que me tiene el corazón robado.

Pero entonces lo veo a él, al maldito Abel. Con su traje de Emilio Tucci. Su perfecta barba arreglada. Ese cuerpo esculpido en un gimnasio con sesiones de crossfit y largos en la piscina. El anillo que lleva en el anular es lo que más me duele. Igual que el que lleva ella. Los dos se sonríen mientras entran en su despacho, pero justo cuando Carla va a cerrar la puerta, me descubre quieto, a tan solo unos pocos metros de su posición. Su sonrisa se congela. Puedo ver cómo traga con dificultad. El tiempo parece detenerse para nosotros dos. Y yo, que me he criado con el cine de Hollywood y creo que la vida es una película, doy un paso. Otro. Y otro. Estoy a tan solo unos metros de poder comerle la boca y lo único que quiero hacer es una pregunta.

¿Me quieres?

—Mejor… —empieza ella—. Revisamos esos informes luego, ¿te parece?

Quiero decirle que no, que no me parece bien. Quiero decirle que encierre a Abel en su despacho y que vayamos al baño a follar como locos. O en las escaleras, como tantas otras veces. Quiero decirle que deje a su marido, que yo no tendré su sueldo pero sí una química que, dudo mucho, tenga con él. Quiero decirle que la quiero. Que estoy enamorado.

Un murmullo nos saca a ambos de nuestras cavilaciones.

Varias personas están mirando por una de las ventanas del edificio. Parece algo grave. Carla, extrañada, sale del marco de la puerta de su despacho y se dirige a la multitud que se ha congregado en las ventanas del departamento de ventas, mientras Abel se queda en el despacho trasteando con el móvil.

—¡Ahí, mirad! —dice alguien.

—¿Qué es? —pregunta otra chica.

—Parecen… ¿insectos?

Miles de… No, millones de puntitos negros se mueven en el cielo. Parecen bichos que vuelan al son del viento, formando olas invisibles que les obligan a moverse en una danza que inquieta a la par que hipnotiza.

De repente, los puntitos empiezan a hacerse más grandes. Y lo que parecían insectos resultan ser pájaros negros que se acercan a nosotros de manera caótica. Surcan asustados el cielo azul que han cubierto con sus agitados cuerpos. Por los pequeños huecos de las ventanas se cuelan sus graznidos que avisan que algo malo está ocurriendo.

Un tsunami de plumas negras, completamente descontrolado, se dirige hacia los cristales del edificio. La gente empieza a retroceder asustada porque parece que los pájaros no se detienen. ¡No están dispuestos a esquivarnos!

En cuestión de segundos, el primer pájaro golpea uno de los cristales.

Lo siguen cuatro más. Y después, veinte. Y a continuación, decenas.

Entonces, los cristales estallan y el caos inunda el lugar.

Los gritos de la gente se mezclan con los graznidos de las aves que, eufóricas, vuelan por toda la oficina, agitando sus alas, rasgando con las garras la carne que se encuentran y picoteando a todo aquel que se cruza en su camino.

No dejan de entrar, como si fueran una marea de agua negra que arrasa con todo lo que halla a su paso: los papeles vuelan, las sillas se caen, el aleteo constante corta el aire y los graznidos apagan los gritos de la gente. Porque hay millares de pájaros volando por toda la oficina.

Carla me agarra del antebrazo y tira de mí hacia su despacho mientras nos quitamos de encima a varias de estas pequeñas bestias aladas que no dejan de picotearnos y golpearnos con sus cuerpos. Un nuevo estallido de cristales, en la otra punta del edificio, anuncia que los pájaros han conseguido una vía de escape. Pero nosotros seguimos corriendo hasta el despacho de Carla.

Cuando cierra la puerta, me topo de frente con su marido, que sigue en la misma posición en la que Carla le ha dejado.

Nos mira boquiabierto.

No sé si la cara de terror que tiene es por culpa de los pájaros, por nuestros rostros ensangrentados o por cómo Carla está abrazada a mi torso.