Los ojos de la chica de sus sueños

Lo primero que percibe es el olor a tierra húmeda. A continuación, una corriente de aire caliente lo envuelve por completo. Sus ojos aún no se han acostumbrado a la oscuridad, quizá porque todavía no sabe si los tiene abiertos o cerrados. Bajo sus pies descalzos, siente una textura crujiente, resbaladiza y dura que se clava en toda su planta. Se limita a andar por la oscuridad, poniendo todo el cuidado del mundo en cada paso para no pisar algo punzante y lastimarse.

Kai hace exactamente lo mismo que las veces anteriores: caminar hasta que sus ojos vislumbran una pequeña luz que lo guía hasta un claro en mitad de la caverna. Sabe que está dormido. Que esto es un sueño. Es la cuarta vez que su mente lo lleva a ese lugar en menos de dos meses.

Se pregunta si es normal repetir un sueño. ¿A cuánta gente le ocurre algo así? ¿Por qué soñará estas cosas tan raras? Quizá sea por culpa del maldito trabajo y la estresante vida que lleva. Si su momento de descanso se ve alterado por estos sueños tan extraños con los que se levanta cansado y confundido, significa que su cerebro, de alguna forma, está mandando señales para que tome cartas en el asunto y se cuide.

Pero ¿cómo se va a relajar cuando tiene un sueldo miserable y un montón de cosas que pagar? Además, el casero les ha subido la renta mensual, la luz no deja de encarecerse día tras día… ¡Hasta los plátanos están a precio de oro!

«Me estoy volviendo loco…», suspira.

Kai se frota los ojos con fuerza, como si intentara despertarse del sueño. Se revuelve el pelo e intenta darse un fuerte tirón en el tupé. No funciona. ¡Por supuesto que no funciona! ¡Nunca consigue despertar por voluntad propia! Así que se limita a hacer lo mismo que las veces anteriores: caminar en dirección a la fuente de luz naranja.

La estancia empieza a tomar forma. Las sombras van apareciendo y marcan la profundidad de cada recoveco del lugar. A medida que se acerca al claro, la luz permite descubrir los secretos que se escondían en la oscuridad de la gruta: paredes rugosas de barro seco de tonos rojizos y ocres, techos con estalactitas blancas de sal, piedras de distintas formas y tamaños en los laterales del improvisado sendero. Con cada paso, siente que la temperatura del suelo va aumentando. Cuando llega a la oquedad en donde la luz del sol inunda directamente la garganta, tiene que quedarse al resguardo de la sombra. Pisar las zonas soleadas es lo más parecido a caminar por la arena de una playa en plena ola de calor.

Así que se sienta sobre una pequeña roca a esperar a la chica de sus sueños. No en un sentido onírico, claro. No está enamorado de ella ni es la mujer con la que se imagina en un futuro. Es, literalmente, la chica que aparece en sus malditos sueños una y otra vez desde hace unas semanas.

Y, la verdad, le encantaría que no apareciera.

Kai cierra los ojos, intentando concentrarse en controlar el sueño. Hay personas que tienen esa habilidad: son conscientes de que están durmiendo y pueden hacer y deshacer lo que les dé la gana, poniendo las reglas que su imaginario quiera. Bien, pues a él eso no le funciona. Sabe que está frito en su cama, durmiendo como un ceporro, a pierna suelta, soñando con una estúpida caverna de aspecto desértico y, aun así, no puede cambiar absolutamente nada.

De repente, un leve sonido lo saca de sus cavilaciones. Procede de una de las gargantas oscuras que se adentran en la caverna. Algo se está acercando. Algo nuevo que nunca había visto en su sueño. Extrañado, observa la fuente de donde proviene el sonido que cada vez se parece más a unas mullidas pisadas.

Un ronroneo hace que se ponga alerta. Es más bien un rugido sutil, gutural, casi metálico. Esa clase de sonido que suelta un animal para advertir de su presencia.

«Vale… Esto es nuevo».

De la oscuridad emerge un felino imponente. Kai se pone en pie nada más ver a la bestia. Un tigre con dientes de sable se aproxima, poco a poco. Lo observa bajo la atenta mirada de dos ojos enormes tan amarillos como la miel. Sus colmillos, grandes y largos, superan los veinte centímetros. El pelaje del felino, sano y de un brillante color mostaza, está moteado con lunares marrones desde el hocico hasta la punta de la cola. Kai calcula que el animal alcanza los dos metros de largo y apuesta a que puede llegar a pesar trescientos kilos.

Con cada paso, el cuerpo de la bestia se contonea como un gato gigante que pasea en dirección a una presa que da por muerta. Avanza tranquilo, sin despegar su mirada de Kai, hasta que se detiene solo a un par de metros. Puede escuchar el ronroneo bronco, más precautorio que amenazante. Kai no se atreve a hacer el más mínimo movimiento. Ni siquiera a respirar.

«Estás soñando, estás soñando…», suplica, entre dientes, cerrando los ojos con fuerza.

Una brisa surge de otra de las gargantas de la caverna. Comienza con un sutil silbido, pero poco a poco va adquiriendo más fuerza hasta el punto de transformarse en un vendaval que arrastra polvo y tierra consigo. Kai tiene que cubrirse el rostro para evitar que le entre arena en los ojos. El grito rabioso que sale de las entrañas de la caverna lo pone en alerta.

Ahí está. La chica de sus sueños.

A diferencia del diente de sable, ella sí que muestra una actitud violenta. Corre hacia él apuntándolo con una lanza. Sus ropas se expanden con el viento. La tela beige del holgado kimono que lleva se acompasa perfectamente a cada uno de sus movimientos. Su cabello, de un negro azabache y lleno de pequeñas trenzas africanas, se asemeja a la cabeza de Medusa, repleta de culebras dispuestas a atacar.

Las facciones de su rostro están tensas por culpa del grito de guerra que profiere. Durante un momento, el tiempo parece detenerse. Y es ahí cuando, a tan solo unos pocos metros de que lo alcance, Kai se pierde en esos ojos verdes que tan familiares le resultan. Porque la chica, a pesar de tener la actitud más amenazante y violenta del mundo, comparte la misma confusión que Kai. Y mirarse en esos ojos hace que se sienta, en cierto modo, identificado.

Quiere decirle que pare. Que se detenga. Se vuelve a olvidar de que está en un sueño. Y al igual que todas las veces anteriores, justo cuando la lanza está a unos pocos metros de atravesar su pecho, Kai cierra los ojos.

Pero cuando los vuelve a abrir, la chica ya no está.

Ni la bestia.

Ni la caverna.

Está tumbado en su cama, con la respiración agitada y varias gotas de sudor recorriendo su rostro.