La noche de Vawav es fría, oscura y eterna. No existe ninguna fuente de luz que sea de origen natural. Ni siquiera el blanco verdoso de sus doce lunas, que rotan de forma vertical a casi quinientos kilómetros del suelo, lo produce alguna estrella que las ilumine. No. En Vawav cualquier luz es de origen eléctrico. La Nación desarrolló un proyecto para iluminar cada luna, construyendo un complejo sistema de faros de distinto color para que todos los habitantes pudieran saber la hora con tan solo mirar al cielo. Así que… sí, se podría decir que el sistema lunar que rota alrededor de Vawav es un maldito reloj.
Bérbedel hace un esfuerzo por mirar al cielo nocturno y descubre que Ianuro, la luna que anuncia el principio de cada jornada y que es la más blanca de todas, está eclipsando a Afros, la cuarta en la escala lunar de Vawav.
«Estupendo, voy a morir antes del desayuno», refunfuña para sus adentros.
La arena por la que lo arrastran es negra y fina. No tiene ni idea de en qué lugar de Vawav está. ¿Cómo va a saberlo? Está prohibido salir de la ciudad sin permiso de la Nación. Aunque tampoco tendría mucho sentido adentrarse en páramos como aquel porque la oscuridad es total y…
Un sonido que conoce muy bien lo saca de sus pensamientos. Se trata de un rugido de agua tímido y constante que arrastra la arena de la playa. Bérbedel no puede evitar emocionarse. Busca las olas en dirección a su rumor, pero los agentes que lo arrastran solo iluminan el camino a medida que avanzan. A falta de comprobarlo con sus ojos, decide inspirar una profunda bocanada de aire, para que sus fosas nasales degusten el frío y salado aroma.
¡Estoy al lado del mar!
Bérbedel no puede esconder su emoción al saber que se encuentra cerca del océano Áter. Tiene casi cincuenta años y ha tenido la inmensa suerte de ver cosas que ningún habitante de Vawav conoce, pero, curiosamente, jamás ha estado en el Gran Negro. ¿En qué parte de la costa está? Debería poder escuchar las torretas de energía mareomotriz, o al menos ver sus iluminados puntos verdes en algún lugar del horizonte. ¿Tan lejos están de la ciudad? ¿A dónde lo llevan?
El frío de la noche empieza a pasar factura. Ya estaba completamente desnudo cuando se ha despertado en mitad de la nada atado de pies y manos a la equis de aluminio. Sus dientes han empezado a castañetear. Quizá con quince años menos hubiera aguantado mejor esto, pero ahora tiene menos tolerancia al dolor y poca paciencia con la brutal autoridad de la Nación.
—¿Vais a matarme de frío o tenéis pensado ahogarme en el…?
Bérbedel no termina la frase. Uno de los agentes le atesta un golpe en la cara con la culata del arma que porta. El sabor de la brisa marina se transforma en un regusto denso y amargo por culpa de la sangre que inunda su boca. El dolor recorre toda su cara y lo único que puede hacer es apretar los dientes para contener el quejido. Seguro que los cabrones de los agentes de la Nación están esperando a verlo aullar de dolor, así que se niega a darles ese placer. Al relamerse los labios, siente la viscosidad y el sabor metálico de la sangre. Han debido romperle la nariz porque siente una fuerte congestión que le obliga a tomar aire por la boca; un líquido rojo y espeso gotea por ambos orificios y desaparece en la sedosa arena negra por la que van arrastrándolo.
—Es usted un afortunado por poder estar disfrutando de esta parte de Vawav.
Un escalofrío lo recorre todo el cuerpo al escuchar esa melosa y delicada voz con tintes de afonía. Una voz que, por desgracia, conoce demasiado bien,
—No le he privado aún de su sentido de la vista por pura cortesía. No me obligue a cortarle la lengua.
Viaja detrás de él, pero a Bérbedel no le hace falta verlo para poner rostro a esa voz.
—Sif…
—¿Estás sordo o qué? —espeta el mismo agente que le ha golpeado la cara.
De repente, los soldados se detienen. El silencio de las olas, que antes solo se veía interrumpido por el crujido de las botas de goma de los agentes, se adueña del lugar. Unos pasos sutiles y delicados se aproximan a él, bordeándolo. Bérbedel observa unas sandalias negras que apenas se distinguen de la arena que pisa. La larga túnica que lleva abierta, del mismo color que el calzado, le llega hasta la tibia. Debajo se esconde un holgado pantalón de seda de un verde que apenas es perceptible de tan oscuro que es. Una fina malla de metal recubre su torso albino y tatuado.
—Míreme.
Bérbedel no quiere hacerlo. No se atreve. De todos los rostros que hay en Vawav el de su dictador es el que más teme. Pero… se lo ha ordenado y no le queda más remedio que hacer un esfuerzo por alzar la vista y encontrarse con él.
Sif Noah Peaker luce el mismo aspecto enfermizo que su voz. Su cara, casi esquelética, carece de pelo: no tiene cejas ni barba. El cabello, inexistente. En su lugar, hay unos tatuajes de color negro que recorren sus venas, expandiéndose por todo el cráneo. La piel, casi albina, luce una textura tan frágil como inquebrantable. Sus finos labios cianóticos e inexpresivos rompen con la pulcritud del rostro.
Pero, sin duda, lo que más destaca y asusta de Noah Peaker es su mirada.
Los dos enormes ojos de color ámbar rompen la fría armonía de su aspecto. Su calidez y viveza contrastan con la gélida y exánime apariencia que luce. Y si en cualquier otro rostro ese color sería sinónimo de bondad y tranquilidad, en la mirada del Sif infunde miedo e inquietud.
—Creo que es justo que sepa que no va a morir —su frialdad acompaña a la afonía que tanto lo caracteriza—. Lo necesito con vida para el cometido que tenemos por delante. Y, en el fondo, si no he quitado los ojos de sus cuencas es porque, de momento, me hacen falta.
Una leve sonrisa emerge de sus labios, acompañada de una caricia sobre el rostro de Bérbedel. Los largos y fríos dedos de Sif Noah Peaker palpan las facciones de su prisionero. Sus yemas se manchan de la sangre que brota de su nariz. La pulcra piel blanca se ensucia con el líquido rojo que comienza a acariciar en círculos con la yema de sus delicados dedos. Después, se lo lleva hasta la nariz para olerlo como si catara un vino y, acto seguido, lame la sangre con la punta de la lengua.
—Así que… este es el sabor de un viajante —confiesa, conmovido.
Bérbedel se pone tenso.
¿Cómo sabe…?
—Preparadlo —ordena el dictador.
La docena de agentes que lo acompaña comienza a disponer el terreno. Algunos clavan en el suelo varios tubos de luz blanca para iluminar el lugar, que acomodan de manera semicircular. Otros recorren cada centímetro del cuerpo de Bérbedel con una esponja de agua fría mientras refuerzan las ataduras de sus cuatro extremidades y clavan los postes de la equis en el suelo.
—¿Qué es todo esto? —espeta Bérbedel, alterado—. ¡¿Qué me vais a hacer?!
El forcejeo es aún más inútil cuando los agentes deciden inmovilizar su cadera a la equis con una nueva correa de goma.
Lo sabe. Sabe lo que puedo hacer.
Bérbedel es, de repente, consciente de por qué está ahí. Las piezas en su cabeza encajan como si acabara de resolver un puzle. Conoce el motivo por el que Sif Noah Peaker se ha molestado en tocarlo y en probar su sangre.
Y si lo han apresado es porque han encontrado una manera de obligarlo a hacer algo que solo él sabe.
—¡No puedes! —escupe rabioso Bérbedel—. ¡No vas a conseguir nada!
El Sif se acerca a él, calmado.
—Si de verdad no fuera capaz de conseguirlo… —hace una pausa, relamiéndose los labios de nuevo, como si aún pudiera degustar su sangre, como si fuera su presa y estuviera a punto de devorarlo—. ¿Qué cree que estamos haciendo aquí?
—¡No! —insiste Bérbedel—. ¡No lo permitiré!
—Contaba con ello —anuncia, indiferente—. Capitán, por favor, cósanle la boca. Me temo que va a seguir gritando y no quiero que me provoque una jaqueca.
Cuatro manos inmovilizan la cabeza de Bérbedel. Otras dos, le cierran los labios. Una cuarta persona comienza a grapárselos desde la comisura derecha hasta la izquierda. El quinto le rocía el improvisado remiendo con un líquido ardiente para después pasarle la gélida esponja por todo el rostro. Finalmente, un sexto le introduce por la nariz un par de tubos. Siente que le van a llegar hasta el cerebro, pero, de repente, nota cómo empiezan a descenderle por la faringe hasta que recibe un chute de oxígeno.
—Su pulso ha alcanzado el nivel necesario, Sif.
Siente el pinchazo de una jeringuilla en el cuello. Un líquido denso y cálido se cuela en su interior.
El dolor se entrelaza con la confusión. El miedo, con la impotencia. Las náuseas empiezan a ser más fuertes. La cabeza le da vueltas. Todo a su alrededor se torna borroso.
Entonces la ve. Ahí, enfrente de él: una inmensa masa de agua negra, cuyas olas rompen con una espuma blanca en la orilla de la playa. Se deja llevar por la hipnosis de la marea, por el movimiento suave de las olas.
Y, de repente, la oscuridad se transforma en luz.
El frío, en calor.
Y el mar que Bérbedel tanto ha deseado ver desaparece y se convierte en un páramo ocre que, por desgracia, conoce muy bien.