La mayor parte de su vida es oscura. En 1917, los investigadores de la Comisión Extraordinaria hablaron con los habitantes del pueblo de Grigori Rasputín en un infructuoso intento por establecer la biografía de sus primeros años. Se limitaron a crear una versión ideológica del cuento del campesino predestinado al robo y a la embriaguez desde su temprana juventud. Tampoco son de mucha ayuda las memorias de su hija Matryona. Escritas después de su emigración, son fruto de su propia imaginación y de la de la periodista que la ayudó en su composición.
Aunque en el archivo de la Comisión hay un relato del propio Rasputín sobre aquella época. En 1907, tras haberse establecido junto a la familia real, solía contar historias de sus andanzas por Rusia. La propia zarina conservaba una transcripción de las mismas con el título «La vida de un experimentado vagabundo»; no olvidemos que él relataba sólo lo que sus admiradoras reales querían oír: una especie de «Vida de san Grigori». Es decir, una leyenda. No obstante, ya podemos encontrar rastros de lo que para nosotros es fundamental: la transformación de Rasputín. Los pocos documentos sobre su pasado recientemente descubiertos en los archivos de Siberia nos servirán de complemento.
Grigori Yefimovich Rasputín nació en Tiumén, distrito de la provincia de Tobol, en el pueblo de Pokróvskoie, una pequeña colonia situada en plena llanura siberiana a orillas de río Tura, cerca de una inmensa carretera; donde recorriendo cientos de verstas, los cocheros conducían sus diligencias siguiendo el curso del Tura desde Verjoturie, la ciudad de los montes Urales, con su monasterio Nikolaev (tan querido para Grigori), a través de Tiumén, hasta llegar a Tobolsk.
La familia real cruzó esta misma vía a través de Pokróvskoie, pasando por la casa de Rasputín, camino de su muerte en Ekaterinburg, en el terrible año 1918.
La fecha de nacimiento de nuestro héroe ha sido hasta hoy un enigma. Incluso sus recientes biógrafos han ofrecido las más variadas fechas, desde la década de 1860 hasta la de 1870. Las enciclopedias soviéticas dan la fecha de 1864-1865.
En el pueblo nativo de Rasputín, Pokróvskoie, han sobrevivido hasta nuestros días las ruinas de la iglesia de la Madre de Dios, donde fue bautizado. En los archivos de Tobolsk se conservan unos cuantos «registros» de la iglesia, libros en los que se anotaron los nacimientos, matrimonios y defunciones. En uno de ellos figura una anotación del matrimonio, el 21 de enero de 1862, del campesino Efim Yakovlevich Rasputín, de veinte años, y la campesina Anna Vasilievna, de veintidós años.
Anna enseguida le dio varias hijas a Efim, pero todas murieron siendo bebés. Finalmente, el 7 de agosto de 1867 dio a luz un chico, Andrei, que también falleció en su temprana infancia. Al igual que en el caso de Hitler y Stalin, todos los hijos anteriores murieron. Como si Dios actuase con gran cautela al conceder hijos a aquella familia.
Y llegamos al año 1869. Antes de 1869 no hay constancia alguna del nacimiento de Grigori en ningún archivo. Por consiguiente, no pudo nacer antes de 1869, y las fechas que figuran en las enciclopedias son erróneas. Los registros de 1869 y posteriores han desaparecido del archivo.
Sin embargo, ha sido posible establecer una fecha exacta. En el archivo de Tiumén se encontró un censo de los habitantes del pueblo de Pokróvskoie, y junto al nombre de Grigori Rasputín, en la columna del «año, mes, y día de nacimiento según el registro», figura la fecha de 10 de enero de 1869, lo cual zanja cualquier discusión. Es el día de san Gregorio, y ése fue el nombre que le pusieron.
Toda esta confusión creada en torno a su fecha de nacimiento es obra del propio Rasputín. En el «Expediente del consistorio de Tobolsk» de 1907, declara que tiene cuarenta y dos años. Es decir, se pone cuatro años de más. Siete años más tarde, en 1914, durante la investigación realizada por Jionia Guseva a raíz de su atentado, afirma: «Mi nombre es Grigori Yefimovich Rasputín-Novy, de cincuenta años de edad». Esto es, añade cinco años. En el cuaderno de 1911, en el que la última zarina anotaba los dichos de Rasputín, él mismo asegura: «He vivido cincuenta años y estoy en el comienzo de mi sexta década». ¡Aquí añade ocho años!
En realidad, no resulta demasiado difícil comprender el porqué de esta obstinada insistencia en ponerse años. La zarina le llamaba «anciano». La categoría de anciano constituye una distinción especial en la vida eclesiástica rusa. En el pasado, los monjes recibían el nombre de ancianos, pero sólo si eran anacoretas. Sin embargo, en el siglo XIX dicho término se aplicó a aquellos monjes que habían sido distinguidos con alguna señal especial. Monjes que a través del ayuno, la oración y una vida dedicada a complacer a Dios merecían ser elegidos por Él. Dios les había otorgado el poder de la profecía y la curación. Eran guías espirituales e intercedían ante Dios. Al mismo tiempo, en la mente popular, los ancianos eran personas de avanzada edad y con gran experiencia que, por esta razón, habían repudiado las cosas terrenales. En el léxico ruso la palabra «anciano» significa también «hombre de avanzada edad».
Así pues, Rasputín, a quien la zarina llamaba «anciano», se sentía incómodo al no ser viejo. De hecho, era más joven que el zar, por lo que exageraba su edad, cosa que le resultaba fácil debido a su cara arrugada, de campesino prematuramente envejecido.
El apellido de Rasputín viene de la vergonzosa palabra rasputa. Los patéticos intentos de los investigadores occidentales y de los admiradores rusos de Rasputín por derivar su nombre de rasputitsa (época de la primavera o del otoño en que las carreteras rusas se hacen impracticables debido al barro) o de rasputia (cruce de dos o más carreteras) no hacen más que poner de manifiesto su escaso conocimiento de las reglas de derivación de los nombres en ruso.
«El nombre de “Rasputín” procede del nombre común rasputa: una persona inmoral, que no sirve para nada (neputyovyi)» (V. A. Novikov, Diccionario de los apellidos rusos).
Un rasputa es una persona disoluta (besputnyi), depravada (rasputnyi), que no sirve para nada (neputyovyi). A veces, este término se utilizaba como nombre propio. En tiempos de Iván el Terrible, vivía en el mar Blanco un campesino llamado Vasily Kiriyanov que puso a sus hijos los nombres de Rasputa y Besputa (Yu. Fedosyuk, Los apellidos rusos). Tampoco los estudiosos de los apellidos rusos mencionan ningún rasputitsa. En realidad, lo que justifica los intentos del zar por cambiar el apellido de Rasputín, tan dudoso para un hombre tan santo, es su primera derivación, rasputa.
Rasputín se convirtió en un joven flaco y poco atractivo. Sin embargo, ya en aquel tiempo sus ojos poseían un extraño encanto hipnótico. Había en él una cierta ensoñación que sorprendía a sus toscos semejantes y atraía a las mujeres. Según el testimonio de sus paisanos, más de una vez lo pillaron con putas y lo molieron a palos.
A medida que iba encajando una a una las piezas que componían la biografía de Rasputín, encontré en un ejemplar de 1912 del Nuevos Tiempos un artículo del conocido periodista M. Menshikov acerca de una conversación que había mantenido con Rasputín. En dicho artículo había una historia verdaderamente poética contada por el «anciano» sobre su niñez:
A la edad de quince años, en mi pueblo, cuando brillaba el sol ardiente y los pájaros cantaban melodías celestiales ... Yo soñaba con Dios. Mi alma anhelaba aquello que estaba lejos. Soñaba muchas veces ... y lloraba sin saber por qué ni de dónde venían mis lágrimas ... Así transcurrió mi juventud. En una especie de contemplación, en una especie de ensueño. Luego, después de que la vida me hubiese conmovido, corría a refugiarme en un rincón y rezaba en secreto.
El periodista se había sentido tan cautivado por esta conversación que en el diario de la anfitriona de un conocido salón en Petersburgo, la mujer del general Bogdánovich, encontré lo siguiente: «26 de febrero de 1912. Menshikov cenó con nosotros ... Dijo que había visto a Rasputín ... que era un creyente, sincero, y todo eso».
Con este mismo lenguaje poético Rasputín relató el principal misterio de su transformación en su «Vida».
Entre los papeles de la Comisión Extraordinaria se encuentra el testimonio de los compañeros de Rasputín acerca de su pecaminosa juventud. «Su padre lo enviaba a por grano y heno a Tiumén, a unas ochenta verstas de distancia, y él regresaba a pie, caminando las ochenta verstas sin dinero, derrotado y borracho, y a veces incluso sin los caballos.» Ya desde su juventud anidaba en aquel desagradable campesino una fuerza peligrosa que se manifestaba a través de la diversión, las peleas a puñetazos y las borracheras. Aquella inmensa fuerza animal pesaba sobre él como una fatigosa carga.
«No me sentía satisfecho», dijo Rasputín a Menshikov. «Había demasiadas cosas para las que no encontraba respuesta, y me refugiaba en la bebida.» La embriaguez era la norma para los campesinos. Su padre había bebido, como declararon los testigos interrogados por la Comisión Extraordinaria, aunque después se reformó. (Llegó incluso a obtener algunos ingresos y adquirió una parcela de tierra. En invierno trabajaba de carretero y en verano, como todos los campesinos de Pokróvskoie, pescaba y trabajaba la tierra y ganaba algún dinero como estibador en los barcos de vapor y barcazas de remolque.)
Pero Rasputín estaba constantemente borracho: ahora, aquella tierna ensoñación que había dado pie a que sus compañeros le llamasen Grishka, «el Loco», se alternaba cada vez más con episodios de violento libertinaje y encarnizadas peleas. Hasta tal extremo que otro paisano suyo describió a la Comisión Extraordinaria un Grishka violento e insolente de naturaleza salvaje que «la emprendía a puñetazo limpio no sólo con los forasteros sino también con su propio padre».
«A pesar de todo, en el fondo de mi corazón pensaba en ... cómo pueden salvarse las personas», asegura Rasputín en su «Vida». Y evidentemente era verdad. Las insulsas vidas de las gentes de su pueblo —trabajando en el campo de sol a sol y emborrachándose de vez en cuando—, ¿era eso vida?
Entonces, ¿qué era la vida? No lo sabía; las violentas borracheras continuaban. No tenía suficiente dinero para una vida licenciosa, por lo tanto emprendió negocios peligrosos. Un tal E. Kartavtsev, paisano suyo, declaró ante la Comisión Extraordinaria:
Pillé a Grigori robando la cerca de mi almiar. La había cortado y apilado en su carreta y estaba a punto de llevársela. Pero le cogí y quise hacerle llevar lo que había robado a la oficina administrativa regional. Quiso huir y casi me golpea con su hacha, pero yo le aticé fuertemente con una estaca haciéndolo sangrar por la boca y la nariz ... Al principio pensé que lo había matado, pero luego se movió ... Me encaminé con él a la oficina regional. Él se resistía, pero le propiné varios puñetazos en la cara hasta que accedió a caminar hacia la oficina regional ... Después de aquella paliza se volvió extraño y como imbécil.
«Le golpeé con una estaca, la sangre corría», era todo tan habitual. Las peleas salvajes, sangrientas y a puñetazo limpio eran moneda corriente en Siberia. La complexión de Rasputín era todo menos robusta, pero aun así era, como más adelante tendremos ocasión de comprobar más de una vez, una persona de inusitada fuerza. Por lo tanto, la paliza que recibió del no precisamente joven Kartavtsev no hizo en él demasiada mella. Como afirma Kartavtsev, no fue una casualidad que reanudara inmediatamente sus actividades delictivas:
Poco después del robo de mis estacas, dos caballos desaparecieron del ejido. Yo mismo estaba vigilando los caballos cuando vi a Rasputín y a sus compinches acercarse a ellos, pero no le di ninguna importancia. Horas más tarde descubrí que faltaban dos caballos.
Sus valientes compañeros se dirigieron a la ciudad para vender los caballos. Pero según Kartavtsev, Rasputín por alguna razón soltó los caballos y volvió a casa.
Algo le sucedió a Rasputín durante aquella paliza. La simple explicación de Kartavtsev de que Rasputín «se volvió extraño y como imbécil» resulta insuficiente. Él no podía comprender la complicada y oscura naturaleza de Rasputín. Cuando, durante la paliza, el golpe de estaca pareció poner en peligro su vida y la sangre comenzó a resbalar por su cara, sin duda alguna Rasputín experimentó algo. El joven apaleado sintió un extraño deleite en su alma que más tarde calificaría de «el gozo de la humillación», «el gozo del sufrimiento y los malos tratos». «El abuso es un gozo para el alma», explicaría años más tarde a la escritora Zhukovskaya. Por esto Grishka aceptó sin resistencia su castigo en la oficina regional. Y también por esta razón, tras el segundo robo no fue a la ciudad a vender los caballos. Quizá entonces se produjo su renacimiento: la gente del pueblo percibió un cambio en él. No fue ninguna casualidad que después del robo de los caballos, «el asunto fue llevado a los tribunales para desterrar a Rasputín y a sus compinches a Siberia oriental por su deplorable conducta»; sus compañeros fueran expulsados «por veredicto de la sociedad», mientras que Rasputín quedaba en libertad.
Había llegado la hora de casarse, de aportar dos brazos más a las tareas del hogar. Su esposa Praskovia (o Paraskeva) Fiódorovna era del pueblo vecino de Dubrovnoye. Era dos años mayor que Rasputín. En los pueblos se escogía a las esposas no por su belleza o juventud sino por su fuerza, para que pudiesen trabajar duramente en los campos y en la casa.
Según el censo de 1897, Rasputín, aunque contaba ya veintiocho años, todavía no había formado su propio hogar y continuaba viviendo con la familia de su padre. Ésta estaba formada por el cabeza de familia, Efim Yakovlevich Rasputín, de cincuenta y cinco años; su esposa, Anna Vasilievna, también de cincuenta y cinco años; su hijo Grigori, de veintiocho, y la esposa de Grigori, Praskovia Fiódorovna, de treinta. Todos estaban censados como granjeros y todos eran analfabetos.
Praskovia fue una esposa ejemplar. Le dio a su marido tres hijos varones y dos hijas. Pero lo más importante es que era una trabajadora infatigable. En casa de Rasputín se necesitaban brazos para trabajar, ya que Grigori se ausentaba a menudo para visitar los lugares sagrados. Por aquel entonces su transformación era ya total.
«Llegué a la conclusión de que en la vida de aquel simple campesino, Rasputín, se había producido una experiencia profunda que cambió por completo su psique y le hizo volver la mirada a Cristo», escribiría después el instructor de la Comisión Extraordinaria, T. Rudnév.
«Hasta los veintiocho años, viví, como dice la gente, “en el mundo”; estaba con el mundo, es decir, amaba lo que había en el mundo», confesó el propio Rasputín. Los veintiocho años marcaron el límite, fue el momento en que se llevó a cabo la transformación.
La leyenda insiste en que Rasputín trabajó de cochero, que utilizaba sus propios caballos para trasladar a la gente de un lado a otro por la carretera. Un día, dirigiéndose a Tiumén con Melety Zborovsky, un estudiante seminarista que más tarde llegó a ser obispo y después rector del Seminario de Teología de Tomsk, comenzaron a hablar de Dios. La conversación operó un profundo cambio en el alma de Rasputín. O, para ser más exactos, parecía que su alma la hubiera estado esperando.
Era una charla sobre un Dios misericordioso que aguarda el retorno del hijo pródigo hasta el último aliento humano, para que «en la postrera hora no sea todavía demasiado tarde para acercarse a Él». Melety le dijo las palabras esenciales: «Ve y sálvate».
Rasputín quería que aquella conversación continuase: no consiguió recibir del sacerdote pueblerino de Pokróvskoie, falto de educación, lo que había obtenido del futuro maestro de Teología. Por esta razón decidió partir solo en busca de alimento espiritual: el «pan angelical del alma humana».
Se dirigió en primer lugar hacia los monasterios cercanos a Pokróvskoie, a los claustros de Tiumén y Tobolsk. Su vida errante había comenzado. Recorrió a pie el profundo río Tura. Y, tal como escribió en su «Vida», en el curso de aquellas andanzas «vi ante mis ojos la imagen del Salvador caminando a lo largo de la orilla. La naturaleza me enseñó a amar a Dios y a conversar con Él». Esta primaria adoración pagana de la naturaleza fue muy importante para sus enseñanzas posteriores. El suyo era un Dios que vive en los árboles y resuena en las voces de las aves y contempla al viajero desde todas y cada una de las briznas de hierba.
Regresó a su pueblo siendo ya una persona distinta. Fue entonces, durante sus andanzas, cuando comenzó a atesorar un cierto secreto místico.
Y ahora las visiones le visitaban con mayor frecuencia. Las visiones y los milagros se convirtieron en su realidad. Sentía la divinidad en su interior cada vez de forma más clara. «Una vez», relataba, «pasé la noche en una habitación donde había un icono de la Madre de Dios. Me desperté de repente en plena noche y vi que el icono estaba llorando: “Grigori, lloro por los pecados de la humanidad. Ve, erra por el mundo y limpia los pecados de la gente”.»
Pero en Pokróvskoie no confiaban en aquel antiguo borracho y fornicador. En su casa también se burlaban de él. En una ocasión, cuando durante una oración los miembros de su familia se rieron de su piedad, «clavó su pala en un montón de trigo y se marchó, tal como estaba, a visitar los lugares sagrados».
De este modo se convirtió en una persona nueva. Y no sólo dejó de beber y fumar, sino que dejó también de comer carne y dulces. Se hizo peregrino o vagabundo (strannik).
En el pasado, deambular errante era una parte fundamental de la vida rusa. Todos los campesinos hacían una peregrinación a los lugares sagrados. Por regla general, estos sitios solían ser monasterios famosos por sus reliquias de santos o por sus iconos milagrosos. También las familias acomodadas realizaban sus peregrinajes. «Deambulaban» en carruajes, mientras que los campesinos lo hacían a pie con la mochila a la espalda. Incluso las emperatrices rusas Isabel y Catalina la Grande lo hicieron.
Sin embargo, a finales del siglo XIX sólo personas solitarias emprendían estos viajes. La santa Rus se estaba convirtiendo en una leyenda. Ahora eran muy pocas «las personas de Dios» que abandonaban su hogar a pie para ir a adorar las santas reliquias y los iconos sagrados. En su «Vida de un vagabundo experimentado», Rasputín cuenta que pasó temporadas en los monasterios de Kiev, en las iglesias de Moscú y en los templos de Petersburgo. Desde su pueblo de Siberia había caminado miles de verstas hacia Kiev y Petersburgo siguiendo los caminos y carreteras rusas con su mochila a la espalda, mendigando limosnas y un lugar a cubierto para dormir. De esta forma fue de pueblo en pueblo, de iglesia en iglesia y de monasterio en monasterio. Los campesinos de los pueblos le ofrecían cobijo por deferencia a su divina tarea. Veían en los vagabundos a los últimos herederos de aquellos tiempos, en vías de extinción, en que los hombres trataban de agradar a Dios. De vez en cuando, en alguna carretera solitaria el indefenso caminante era ata cado por asaltantes. Y tal como Rasputín relata en su «Vida»: «yo les decía, no es mío sino de Dios. Coged de mí. Os lo doy gustoso». Y al final del interminable camino aparecía un pueblo con su pequeña iglesia. «El tañido de sus campanas alegra el corazón.» Pero en lugar de regocijarse por haber encontrado el templo de Dios, «el diablo susurraba al oído del exhausto caminante, “ocupa un lugar bajos los pórticos, recoge limosnas, el camino es largo, se necesita dinero, pide que te den de cenar en sus casas y aliméntate mejor”. Tenía que luchar contra aquellos pensamientos».
La mayor astucia de Satán consiste en convencernos de que no existe, pero para Rasputín no sólo era una realidad sino que estaba siempre cerca. Satán, escribe, se le aparecía «en forma de mendigo y susurraba al oído del agotado vagabundo, atormentado por la sed, que todavía faltaban muchas verstas para llegar al siguiente poblado». Rasputín «hacía la señal de la cruz o comenzaba a cantar un himno del querubín ... y luego miraba y encontraba un pueblo».
Un testigo que vio a Rasputín después de uno de sus peregrinajes contó a la Comisión Extraordinaria que «parecía subnormal ... Cantaba algo y agitaba las manos de forma amenazante». Esto se convirtió en una costumbre en él, hablaba con Satán constantemente y lo amenazaba pidiendo a Dios con himnos que le ayudase en su lucha contra el diablo. «Un enemigo astuto» quiere apoderarse del alma que le ha sido prometida a Dios; «y la gente le ayuda en eso. Todos miran a la persona que busca la salvación como si fuera una especie de ladrón, y enseguida se burlan de él», escribe Rasputín en su «Vida».
Durante todo este tiempo el extraño sistema nervioso de Rasputín le causaba dificultades, especialmente en primavera. «Cada primavera era incapaz de conciliar el sueño durante cuarenta noches», recuerda Rasputín en su «Vida». Esto ocurrió desde los quince hasta los treinta y ocho años. Pero en el mundo de los milagros, donde ahora residía, el tratamiento era simple. No tenía más que pedir ayuda en sincera oración a su santo favorito: Rasputín imploraba a san Simeón de Verjoturie.
El constante objetivo de sus andanzas durante todo aquel tiempo era el monasterio Nikolaev de Verjoturie. Este antiguo claustro, fundado por los zares moscovitas en el siglo XVI, se erguía sobre una colina en la confluencia de dos pequeños arroyos. Los devotos de toda Siberia acudían allí a rendir homenaje a las reliquias del virtuoso Simeón.
San Simeón de Verjoturie se había convertido en el santo favorito de Rasputín; a él debía aquella fuerza misteriosa que crecía en su interior.
Simeón de Verjoturie nació a comienzos del siglo XVII y vivió en aquellos lugares a orillas del río Tura. Siendo también un vagabundo como Rasputín, recorría los pueblos de la zona o vivía por su cuenta en los márgenes del Tura. Le mostraron a Rasputín la piedra bajo la pícea donde el santo solía sentarse. Simeón murió a consecuencia de una extraordinaria abstinencia y ayuno en 1642. Medio siglo más tarde, como consta oficialmente en la Vida de san Simeón, «observaron que su ataúd había empezado a levantarse hasta salir de la tierra, y que sus restos incorruptos podían verse a través de las juntas de la madera».
En la tumba del santo comenzaron las sanaciones. La primera persona que fue curada a finales del siglo XVII, según la Vida de san Simeón, se llamaba Grigori y cogió «tierra del ataúd, frotó sus extremidades con ella, y se curó». Durante los doscientos cincuenta años siguientes, peregrinos de toda Rusia acudieron a la tumba de san Simeón para ser curados. A principios del siglo XVIII, las reliquias de san Simeón fueron trasladadas solemnemente al monasterio Nikolaev de Verjoturie.
Y tal como Rasputín escribió: «el virtuoso Simeón de Verjoturie me curó de mi insomnio» junto a sus reliquias. De este modo se convirtió en su santo patrón. Y hasta su muerte, Rasputín visitó el monasterio llevando allí a sus dementes admiradores.
Como veremos más adelante, acudió a san Simeón de Verjoturie para pedirle ayuda en su primer intento de acercarse a la familia real: su primer regalo a la familia real fue un icono de este santo. Era como si éste le acompañase en su búsqueda espiritual. Más tarde, cuando la vida de Rasputín dio un vuelco hacia abajo, Simeón le seguiría hasta su muerte.
Cuando la familia real fue ejecutada en el verano de 1918, las reliquias de san Simeón perecieron también, arrancadas del monasterio por los bolcheviques.
Las profecías de Rasputín empezaron en la época de su renacimiento. Como él mismo relató a Zhukovskaya:
Cuando el Señor me visitó ... perdí todos mis sentidos ... y empecé a correr por el pueblo en plena helada sólo con la camisa puesta y pidiendo arrepentimiento. Y después me desplomé con gran estrépito junto a una cerca, donde permanecí un día entero ... Luego desperté ... y los campesinos acudieron a mí corriendo desde todas partes. «Dijiste la verdad, Grisha», decían. «Debimos habernos arrepentido mucho antes, pues anoche ardió medio pueblo.»
Por lo tanto, su fama y los rumores de sus milagros comenzaron al inicio del nuevo siglo XX. Según palabras de Feofán, entonces inspector del Seminario de Teología de San Petersburgo: «Y le fue dado cerrar los cielos y la sequía se cernió sobre la tierra hasta que ordenó a los cielos que se abriesen de nuevo».
Pero, tal como podemos leer en las declaraciones a la Comisión Extraordinaria, Rasputín regresaba de sus viajes acompañado cada vez con mayor frecuencia por «dos o tres mujeres errantes vestidas con una especie de atuendo de monja».
No es una casualidad que también san Serafim de Sarov, uno de los últimos santos rusos del siglo XIX, estuviera siempre rodeado de mujeres jóvenes.
Entre los primeros discípulos de Rasputín figura Evdokia («Dunya») y Ekaterina («Katya») Pechyorkina (que no eran hermanas, como frecuentemente se ha afirmado en las biografías de Rasputín, sino tía y sobrina), que vivían con él «ganándose el pan» como sirvientas.
Katya, que por aquel entonces era muy joven, le siguió finalmente a Petersburgo, donde se convertiría en su criada. El destino quiso que fuera ella quien viera la cara del asesino de Rasputín aquella noche de diciembre de 1916.
Había muy pocos hombres en su círculo. Tan sólo su pariente Nikolai Rasputín, y otros dos paisanos suyos, Nikolai Raspopov e Ilya Arsyonov.
En la futura investigación del Consistorio de Tobolsk por la acusación de sectarismo contra Grigori Rasputín, Nikolai Rasputín exponía que «había entonces una capilla situada bajo el establo». Y de acuerdo con las confesiones de los testigos de la Comisión Extraordinaria, «se reunían con gran secreto en un subterráneo bajo el establo, y cantaban y leían el Evangelio, cuyo significado oculto les descubriría Rasputín». Pero la investigación no reveló nada más sobre aquel misterio que Rasputín les revelaba.
Sin embargo, Rasputín no permaneció mucho tiempo en Pokróvskoie. Abandonó a sus discípulos y se marchó de nuevo a visitar monasterios. Su deambular se hizo todavía más riguroso. «Por experiencia y para probarme a mí mismo», decía:
no me cambié la ropa interior en seis meses cuando me dirigía de Tobolsk a Kiev, y a menudo caminaba durante tres días seguidos comiendo lo menos posible. En días calurosos me imponía un severo ayuno. No bebía kvas sino que trabajaba todo el día con los braceros, igual que ellos; trabajaba y luego reposaba y oraba.
Con estas palabras elevadas contaba Rasputín en su «Vida» su transformación a los zares.
Pero no les contó nada sobre el motivo esencial de sus andanzas: los peligrosos claustros ocultos en el corazón de los remotos bosques siberianos, sus creencias, y la «ortodoxia del pueblo» no oficial que había creado el semianalfabeto campesino de Siberia y sus misteriosas enseñanzas.
No les dijo nada de la religiosa clandestina Rus que durante siglos había coexistido junto a la Iglesia oficial.
La desconfianza en la iglesia oficial tenía profunda raigambre en Rusia.
Desde hacía mil años, en el siglo X, se había adoptado el cristianismo en Rus; pero no por ello desapareció el paganismo. Las iglesias cristianas de Rusia se construyeron en los antiguos lugares sagrados paganos. Los dioses paganos que los príncipes habían obligado al pueblo a repudiar continuaban viviendo sin ser vistos. El dios pagano Volos, por ejemplo, cuyo ilimitado poder se manifestaba, según las creencias paganas, en la alternancia entre la fecundidad y la destrucción del mundo natural, fue transformado en «sirviente de Dios, san Vlasy, el que obra milagros». El dios pagano del trueno, Perun, fue sustituido por el profeta Elías, que hacía retumbar los truenos: el deleite pagano por la naturaleza, su adoración y deificación, perduraron en el alma del pueblo. La prontitud con que se aprestaron tras la Revolución a destruir sus grandes templos ortodoxos a requerimiento de los bolcheviques es comparable a la facilidad con que derribaron y quemaron sus lugares sagrados paganos por orden de los príncipes.
Regiones enteras vivieron durante mil años en una mezcla de paganismo y ortodoxia. Los antiguos hechiceros, que conjuraban maleficios o protegían de ellos, y los sanadores beatos coexistían.
Siberia y el Trans-Volga eran el centro de aquella extraña «ortodoxia del pueblo».
En el siglo XVII, los bosques del Trans-Volga se extendían sin interrupción hasta el norte. A lo largo de las cuencas de los afluentes del Volga había aldeas diseminadas y separadas entre sí por vastas extensiones de bosques infranqueables. Los habitantes de aquellos caseríos estaban, en cierto modo, incomunicados y aislados del resto del mundo bautizado, y los rusos ortodoxos de la zona se parecían, por sus costumbres salvajes, a los primitivos moradores de aquellos lugares, los feroces cheremís y los tramperos votiakos. Las bodas se celebraban en el bosque y los participantes adoraban al mismo tiempo a los santos y a los árboles. «Vivían en el bosque, rezaban a los tocones, se casaban de pie alrededor de una pícea, y los diablos les cantaban a ellos», se decía de los habitantes del Trans-Volga.
En la segunda década del siglo XVII, nuevos residentes poblaron aquellas impenetrables espesuras. Eran los hijos del sangriento Período de las Revueltas (1584-1613) que recorrían el territorio ruso arrasándolo con sus insurreciones y que acabaron provocando la caída del Estado. El Período de las Revueltas terminó con el acceso al trono de la dinastía de los Romanov; huyendo de la cólera de los nuevos zares, los que habían estado implicados en los recientes motines escaparon hacia el Trans-Volga y la Siberia: los mismos que en el Período de las Revueltas saquearon y ensangrentaron todo el territorio ruso. Hallaron refugio en las regiones de los bosques, lejos del knut y de la horca. Era una «América rusa» única e irrepetible.
Más adelante, en el siglo XVII, el número de nuevos refugiados fue aumentando en los bosques del Trans-Volga y la Siberia. Las reformas de la iglesia bajo el zar Alejo Mijáilovich fueron acompañadas de una renovación de los textos sagrados y de un cambio en el misterio de la señal de la cruz. Ahora los creyentes tenían que santiguarse con tres dedos en lugar de dos. La naciente ortodoxia provocó un mar de sangre. Muchos creyentes declararon que los «nuevos libros» y ritos eran una tentación de Satán. Se aferraron a las antiguas tradiciones, santiguándose como antes, y leyendo solamente las viejas versiones de los textos sagrados. Se llamaron a sí mismos Viejos Creyentes.
El gran cisma de la iglesia había empezado. La iglesia oficial se aprestó a castigar con severidad a los Viejos Creyentes; hubo encarcelamientos, ejecuciones y autoinmolaciones masivas de sus partidarios. A consecuencia de ello, los Viejos Creyentes establecieron sus claustros sagrados fuera del alcance de las autoridades en los infranqueables bosques del Trans-Volga y Siberia.
El progresivo desarrollo de la industria diezmó los bosques y los claustros cismáticos del Trans-Volga retrocedían más allá de los Urales, en la impenetrable espesura siberiana. Así pues, durante los trescientos años de historia de la dinastía de los Romanov existió en Siberia, paralela a la iglesia ortodoxa oficial, una «iglesia del pueblo» secreta y poderosa.
Pedro el Grande, hijo del zar Alejo Mijáilovich, prosiguió con éxito lo que su padre había iniciado al separar la Iglesia rusa. Este zar reformador destruyó el antiguo patriarcado y se burló abiertamente de los ritos de la vieja iglesia. Asimismo estableció, con un procurador jefe nombrado por él como su cabeza, un Santo Sínodo que a partir de entonces gobernaría los asuntos eclesiásticos; aunque el padre de Nicolás, Alejandro III, era un hombre profundamente religioso, la iglesia oficial permaneció subordinada al zar llevando bajo su reinado la misma penosa existencia de antes. El favorito del emperador, K. Pobedonostsev, en calidad de procurador jefe, servía como cabeza del Santo Sínodo. Era una de las personas más sagaces del país, pero, como sucede con frecuencia en Rusia, su mente estaba concentrada en la opresión. El menor resquicio que permitiese libertad de pensamiento y de expresión estaba sujeto a furibundos ataques. Estaba dispuesto a destruir de raíz cualquier ley capaz de mitigar, aunque fuera mínimamente, el ilimitado poder del zar sobre la Iglesia. Como cabeza del Santo Sínodo, aquel hombre profundamente devoto hizo cuanto pudo por mantener el inmenso e infinito mundo de la vida eclesiástica dentro de los cauces de una implacable burocratización y obligó a los jerarcas de la Iglesia a reconocer una sola ley: la autoridad del zar y del procurador jefe. La Iglesia oficial se encontraba en una situación de profundo letargo.
Entretanto, el caldero social había comenzado a hervir. Poco antes de su muerte, el zar Alejandro III mantuvo una conversación con uno de sus leales consejeros, el general responsable del departamento administrativo, O. Richter: «Tengo la impresión de que las cosas en Rusia no van como debieran», manifestó el padre de Nicolás y le pidió a Richter su opinión al respecto. «He pensado mucho en todo esto», respondió Richter,
y me imagino el país como si fuera un inmenso caldero rodeado de hombres provistos de hachas, en cuyo interior se produce una gran fermentación. Cuando aparece la más mínima grieta en las paredes del caldero, la sellan con remaches. Pero al final los gases del interior provocarán una grieta tan enorme que será imposible sellarla, y todos nos asfixiaremos.
Y, recuerda Richter, el soberano empezó a gemir como si le doliera algo.
La indefensa Iglesia oficial ya no podía ofrecer ayuda en caso de catástrofe. El pueblo no confiaba en ella. Aquellos que se encontraban en una encrucijada o bien se encaminaban con sus problemas hacia la Revolución; o acudían a los santurrones y ancianos; o a los sectarios en busca de ayuda: a los claustros perdidos en los bosques.
Había transcurrido ya más de la mitad de la vida de Rasputín, que se dirigía precipitadamente hacia la muerte. Su cuarta década había comenzado y él todavía deambulaba de monasterio en monasterio.
Los rostros de las imágenes sagradas en sus antiguos marcos brillan con luz trémula delante de las lámparas en el oscuro refectorio. En tres hileras, extendiéndose hacia las ventanas están las mesas y, a ambos lados, los bancos. Aquí no sólo se sientan los hermanos sino también los laicos que visitan el monasterio. Hay sitio para todo el mundo. ¡Qué colección de caras y personajes! ¡Cuántas pasiones vencidas o reprimidas! ¡Cuántas historias instructivas! Aprendió a leer las más lamentables pasiones humanas en aquellos rostros. Vio el gran poder de la piedad, que podía ayudar a sanar enfermedades incurables. Pero también llegó a conocer a los curanderos y hechiceros siberianos, que conservaban del pasado pagano los secretos de sus curas y hechizos. Miles de caras y de encuentros, miles de confesiones y conversaciones hasta bien entrada la noche.
Bajo la vitrina de los iconos hay libros en viejas encuadernaciones negras y un pequeño cáliz: una copa de cobre con una cruz que sirve de campana durante las comidas. Cuántas veces había oído el vagabundo Rasputín su sonido indicando el inicio de la comida. Cuántas veces había contemplado con ojos desorbitados a aquellos monjes de aspecto corriente, los «ancianos», cuyas proezas ocultaba el monasterio.
Los venerables ancianos, aquellos que habían alcanzado la perfección moral y obtenido la sabiduría que era inalcanzable en el mundo, vivían en el monasterio como monjes corrientes. Las reglas del monasterio no permitían exhibir ni mostrar las riquezas espirituales y protegían el crecimiento espiritual de sus devotos aislándolos de las tentaciones mundanas. Pero aquello que durante el día estaba escondido, por la noche era registrado por la mano temblorosa de un anciano. Y qué feliz se sentía Grigri cada vez que conseguía hablar con alguno de estos hombres. De ellos aprendió su forma de hablar, tierna y amorosa.
En los monasterios oyó las profecías de los ancianos respecto a la destrucción que se cernía sobre el reino de los Romanov. Aquellas predicciones son ahora famosas y se conocen como las profecías de los ancianos del monasterio de Optina Pustin y de Serafim de Sarov. Pero ¿cuántas otras adivinaciones hechas por ancianos anónimos han sucumbido en los lejanos monasterios que fueron saqueados durante la guerra civil y destruidos por los bolcheviques? De sus andanzas Rasputín trajo consigo aquel sentido de catástrofe cerniéndose sobre el reino.
Al inicio de sus recorridos por los antiguos claustros ocultos en la espesura, Grigori supo también de una nueva experiencia espiritual, que al principio había seducido y, luego, dominado a cientos de personas, y que atrajo secretamente a monasterios enteros. Eran seguidores secretos, poderosos partidarios de una fe fanática. Mientras que otras sectas procedían de Occidente, los jlisti (flageladores) y los skoptsi (castrados) constituían un fenómeno exclusivamente ruso. Eran doctrinas en las que el fanatismo, la lascivia y la fe en Dios se confundían de forma blasfema en una sola cosa. Sectas que desempeñaron un papel decisivo en el destino de Rasputín y del imperio.
La opresión que sufría el pueblo, la cruel represión de los campesinos y la persecución de los viejos ritos de sus antepasados dieron lugar al antiguo «sueño ruso» del advenimiento de un redentor. Al principio, el sueño se refería a un redentor terrenal, un gobernante. Y por consiguiente, autoproclamados «zares» hicieron continuas apariciones a lo largo de un período de doscientos años, durante los siglos XVII y XVIII.
En todos los países ha habido impostores de esta clase pero sólo en Rusia alcanzó este fenómeno tales dimensiones y gozó de tanto éxito. El primer gran farsante, el monje fugitivo Grigori Otrepiev, se declaró hijo de Iván el Terrible y, ante el asombro de Europa, derrotó al poderoso zar Boris Godunov. Así se convirtió en el zar moscovita, gobernando hasta ser desenmascarado y asesinado por los boyardos. A consecuencia de este suceso, en lugar de un impostor surgieron infinidad de falsarios. La gente no dudaba en unirse a las fuerzas de estos «zares», y Rusia se vio durante muchos años envuelta en las sangrientas insurrecciones del Período de las Revueltas. Más de cien falsos pretendientes, cada uno de ellos proclamando ser «verdadero zar», surgieron en Rusia a lo largo de aquellos dos siglos. Uno de ellos, el campesino analfabeto Emelyan Pugachyov, reunió un ejército de varios miles de campesinos y cosacos que casi termina con la propia emperatriz Catalina la Grande.
Paralelamente a la aparición de los falsarios, pretendientes al trono durante el reinado de más de trescientos años de la dinastía de los Romanov, hubo otra clase de impostores, los celestiales, es decir, los «Cristos».
Los jlisti aparecieron en Rusia en el siglo XVII durante los reinados de los primeros Romanov. Y se hicieron poderosos. Su historia es muy simple. El fundador de la secta era un tal Daniil Filipovich, que se proclamó a sí mismo «Señor de los anfitriones». Tal como lo describe la tradición jlist, este «Daniil Filipovich descendió del cielo rodeado de gloria en un carro de fuego» y permaneció en la tierra en forma de hombre. Según esta misma leyenda: «quince años antes del advenimiento del “Señor de los anfitriones” Daniil Filippovich; “el hijo de Dios” Iván Suslov nació de una Madre de Dios de cien años». A los treinta años, Suslov fue llamado por el «Señor de los anfitriones» Daniil Filippovich, que lo convirtió en un «dios viviente». Así aparecieron los dos, el «Señor de los anfitriones» y «su hijo Cristo», en la pecaminosa Rus, junto con una «madre de Dios» que había dado a luz al «Cristo». Todos ellos habían venido a defender a un pueblo agraviado y empobrecido.
Según la tradición jlist, el primer «Cristo», Iván Suslov, fue apresado por los boyardos, conducido a Moscú y crucificado en la Puerta Spassky del Kremlin. Pero se levantó de entre los muertos, volvieron a crucificarlo y resurgió. Después, ambos, Daniil Filipovich e Iván Suslov, murieron o, más exactamente, regresaron al cielo, y otros se convirtieron en los nuevos «señores de los anfitriones», «cristos», y «madres de Dios».
La propensión de los «dioses vivientes» jlist a corromperse no preocupaba lo más mínimo a sus ignorantes seguidores. Según la creencia jlist, al abandonar el último «Cristo» la vida terrenal (o, mejor, al ascender al cielo), el Espíritu Santo se instalaba en otro cuerpo. De este modo, durante aquella época muchos «mesías» vivieron en las implacables tierras de Rusia.
Esta particular mezcla infantil de paganismo y ortodoxia estaba destinada a hacer mella en la Rusia más salvajemente oprimida, ignorante y servil. La doctrina jlist abría un mundo de posibilidades ilimitadas al campesino sometido, puesto que enseñaba que todo hombre podía llegar a convertirse en un Cristo y que toda mujer podía ser la Madre de Dios. Lo único que tenían que hacer era liberarse del pecado de la carne (el Adán del Antiguo Testamento) y mediante una vida virtuosa y de oración preparar su alma para el descenso a ella del Espíritu Santo; es decir, criar a Cristo en sí mismo. Y convertirse en Él. Era el misticismo de un pueblo ignorante en el que el Espíritu Santo estaba materialmente alojado en el alma de la gente. Para los campesinos analfabetos esta evidencia era de una claridad diáfana.
Cada comunidad jlist (o «arca», en su terminología) tenía su propio «Cristo» y su propia «Madre de Dios». Al principio, la gente llamaba «Cristos» a los sectarios. Pero el rito de autoazotarse y flagelarse, procedente una vez más del paganismo y extrañamente combinado con ciertas nociones acerca de la flagelación de Cristo, dio a la secta el nuevo nombre de jlisti (que significa «látigos»). No obstante, ellos se denominaban a sí mismos «pueblo de Dios» y, más tarde, «Creyentes en Cristo».
En la preparación de sus almas para el descenso del Espíritu Santo predicaban, naturalmente, un extremo ascetismo. Pero una vez más, de forma inesperada y característicamente rusa, la supresión de la lujuria se llevaba a cabo a través de una depravación sin límites.
En algunas sectas jlist, la abstinencia, el rechazo de la vida sexual de la familia se transformaba, durante el rito de «regocijo» (radenie), en un «pecar colectivo» (svalnyi grej): en relaciones sexuales promiscuas entre los miembros de la secta. El «regocijo», el principal rito jlist, derivaba de los brujos paganos y de los chamanes y no era más que una mezcla de paganismo y cristianismo. Precisamente durante el «regocijo», en opinión de los jlisti, era cuando el Espíritu Santo descendía sobre ellos. Entonces los miembros de la secta trataban de concebir tantos nuevos «Cristos» y «Madres de Dios» como fuera posible. Este acto de concepción se llevaba a cabo en un estado de absoluto delirio precedido por una danza jlist.
Tuve ocasión de ser testigo de este «regocijo» en una pequeña isla de Chechenia en el mar Caspio. En el siglo XVII muchos Viejos Creyentes huyeron a aquella isla, aunque hacia el siglo XVIII comenzaron a llegar también fugitivos jlisti y mantuvieron vivas las costumbres de su antigua secta durante siglos. Al igual que en el pasado, los ritos eran totalmente secretos, aunque los rigores actuales no permiten en absoluto la comparación con épocas anteriores. No detallaré las tretas y, especialmente, los sobornos mediante los cuales conseguí ver qué sucedió allí. Tuve que hacer un terrible juramento: «permanecer en silencio durante treinta y tres años»; pero aquellos treinta y tres años ya han transcurrido.
Cito de mis notas de 1964:
Vestidos con camisas blancas de lino sobre sus cuerpos desnudos descendieron al sótano de la vivienda de un campesino. Una vez allí, encendieron velas. Empezaron a cantar algo sagrado en aquella penumbra; un verso del canon de Pascua, como nos explicaron después: «Viendo, nos llenamos de alegría, pues Cristo ha resucitado». Después, un viejecito de ojos claros y alegres —el «Cristo» local— empezó a cantar una oración jlist a la temblorosa luz de las velas. Y, entonces, con una inusitada energía empezó a «regocijarse», es decir, a dar vueltas sobre sí mismo frenéticamente, haciendo la señal de la cruz y azotándose el cuerpo sin parar. El coro cantaba oraciones, sus voces rezaban cada vez más salvajemente, más fervorosa y apasionada, algunos incluso gritaban y sollozaban. Llegados a este punto, el viejecito se detuvo y gritó como un demente: «¡Hermanos! ¡Hermanos! ¡Puedo sentirlo, el Espíritu Santo! ¡Dios está conmigo!». Y empezó a profetizar, vociferando sonidos incongruentes mezclados con las palabra: «¡Oh, Espíritu!» «¡Oh, Dios!» «¡Oh, Espíritu del Señor!». Tras esto, dio comienzo el rito más importante de la comunidad, el «regocijo», o el torbellino delirante de todos los miembros.
Creían que el Espíritu Santo aparecía durante la danza y el torbellino de movimientos. Y que las gotas de Su sudor, derramadas en el Huerto de Getsemaní, resucitaban en su propio sudor durante la danza. Presumiblemente, tras experimentar los efectos psicológicos de aquel enloquecido girar, que actúa en el cerebro como si fuera acohol, lo denominaron «cerveza espiritual».
Todo volaba. Ya no eran personas dando vueltas, sino cabellos volando, ropas ondeando, sollozos y gritos. El sudor corría a mares, y ellos nadaban en él como si estuvieran en un baño. Las llamas de las velas parpadearon y se extinguieron: todo quedó a oscuras.
A continuación, intoxicados por aquella frenética danza, se desplomaron al suelo: ahí terminó todo; aunque, al parecer, sólo porque yo estaba allí presente.
En aquel sublime momento es cuando en muchas «arcas» sus miembros se unen en el acto de «amor», en el «pecar colectivo». Pero sólo es un pecado para los no iniciados. Ellos saben que están pecando para suprimir la carne, para purificarse, para que sus almas resplandezcan con el fraternal amor de un «Cristo», un amor liberado del pecado y de cualquier deseo carnal por el propio pecado. Aniquilan el pecado con el pecado. Ésta es la revelación jlist.
En aquel preciso instante, el Espíritu Santo desciende a sus «cuerpos puros».
Por esta razón aseguran que si algún niño nace de aquella noche, nace no de la carne sino del Espíritu Santo.
El peligroso coraje del alma rusa, que no teme al pecado, está expresado en la doctrina jlist. Pues, tal como enseñan los jlisti, en la persona religiosa el pecado va siempre seguido de un gran sufrimiento, y éste conduce a un profundo arrepentimiento: a una inmensa purificación del alma, que acerca la persona a Dios. La idea básica es la continua alternancia entre un gran pecado y un gran arrepentimiento. Pecado-arrepentimiento-purificación constituyen la gimnasia esencial del alma. Sin comprender esta idea jlist, el concepto de la «gimnasia espiritual» y de su importancia en el pecado, no entenderemos a Rasputín.
La iglesia oficial reconoció el peligro de los jlisti y emprendió la lucha contra ellos. En Moscú, en 1733, setenta y ocho personas fueron condenadas, sus líderes ejecutados y el resto de ellas se exiliaron a remotos monasterios. La tumba del fundador de la secta, Daniil Filipovich, en el monasterio Ivanov fue exhumada y sus restos quemados. Pero esto no detuvo al movimiento jlist.
A comienzos del siglo XIX, no sólo los campesinos analfabetos sino también los terratenientes, el clero, y la alta nobleza estaban involucrados en la herejía jlist. Al inicio del siglo una secta secreta jlist operaba en Petersburgo en el castillo Mijaílov, antigua residencia del emperador Pablo I. Al frente de la secta había una «madre de Dios», la esposa del coronel E. F. Tartarinova, de soltera baronesa Buchsgefden. Al casarse se convirtió del luteranismo a la religión ortodoxa. En aquel preciso momento «sintió que el Espíritu Santo había entrado en ella; que se había convertido en una madre de Dios y reconoció el don de la profecía en su interior. Por la noche, bajo la guía de la baronesa se llevaban a cabo incongruentes conjuros proféticos y frenéticas danzas jlist en el castillo Mijaílov. La más alta nobleza de Petersburgo participaba en los ritos: generales, duques e importantes oficiales como P. Koshelev, mayordomo de la Corte, y el príncipe A. Golitsyn, ministro de la iluminación y asuntos espirituales. Todo en el más absoluto secreto, que los participantes guardaban celosamente de las crueles garras de los no iniciados. Esta secta continuó con su actividad durante todo el reinado de Alejandro I.
No obstante, los ritos que al principio tenían un carácter profundamente ascético fueron degenerando gradualmente en una salvaje orgía de pasión desenfrenada. En 1837, durante el reinado de Nicolás I, Tartarinova fue arrestada y encerrada a la fuerza en un convento. De todos modos, las personalidades que se unieron a los jlisti eran una excepción. Ante todo, la secta siguió siendo un movimiento campesino, una extraña «ortodoxia del pueblo».
Sin embargo, la idea de purificarse del pecado a través del pecado empezó a suscitar dudas entre algunos de los miembros del «pueblo de Dios». Entonces el sueño de la victoria sobre la lujuria y la lascivia, sin la cual no podía uno convertirse en «Cristo», dio paso a una nueva idea fanática.
A mediados del siglo XVIII, la secta conocida como skoptsi o «castrados» se escindió de los jlisti. El fundador de la nueva secta, Kondraty Selivanov, empezó a lanzar vituperios contra la depravación sexual de los jlisti y a predicar un ascetismo absoluto que sólo podía alcanzarse a través del «atroz bautismo» de la castración. La base de la nueva doctrina era un fragmento del Evangelio según san Mateo, que los campesinos semianalfabetos interpretaban como una guía a la acción inmediata.
En san Mateo, Cristo dice en una conversación con sus discípulos que «hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mateo 19:12). Y a estas palabras les siguieron actos masivos de fanática automutilación. El terrible procedimiento de la castración masculina mediante un hierro candente (también se utilizaban hachas) iba acompañado de una operación todavía más horrible infligida a las mujeres: les cortaban los órganos sexuales externos, los pezones e incluso los pechos enteros. También inventaron un «grado supremo» de castración: la extracción del órgano sexual masculino. Todas estas horribles mutilaciones del cuerpo eran realizadas voluntariamente por los miembros de la secta. Los skoptsi se preparaban para la vida eterna. Y basándose en el mismo fragmento del Evangelio según san Mateo, estaban convencidos de su superioridad sobre los demás mortales. Los cantos de los skoptsi durante las ceremonias exultaban de gozo.
Al igual que sucedió con los jlisti, la nueva secta atrajo también la atención de la aristocracia. Hubo terratenientes, oficiales e incluso clérigos que se castraron voluntariamente. El propio zar Alejandro I encontró tiempo para hablar con Selivanov, padre del movimiento skoptsi.
Tras recibir esta atención real, en los círculos skoptsi surgió la idea de enviar a sus «Cristos» a ayudar al zar, para la salvación de su reinado, que se estaba ahogando en el latrocinio burocrático y la incredulidad. Se trazó un elaborado plan para la transformación de Rusia en una tierra donde dominase el «pueblo de Dios». El principal «Cristo» viviente, el propio Selivanov, ocuparía su puesto junto a la persona del emperador. Se sugirió también que cada ministro tuviese su propio «Cristo». En 1803 le presentaron este proyecto a Alejandro I. La idea enfureció al zar; el autor de semejante proyecto, el noble polaco y eunuco Alexei Elensky, fue obligado a retirarse a un monasterio.
¡No importaba! Ya llegaría la hora en que uno de los miembros del «pueblo de Dios» gobernase el país.
Los skoptsi no se convirtieron en una secta masiva. La secta de masas de mayor influencia seguía siendo la de los jlisti.
A finales del siglo XIX había «arcas» jlist muy poderosas en Siberia, en las fábricas de Perm, por ejemplo. También se extendieron por toda la Rusia europea. En el Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, en 1903, Lenin habló de una organización jlist secreta que había «tomado el control de las masas en pueblos y granjas de la parte central de Rusia y se estaba extendiendo con gran fuerza».
Había comunidades jlist en Petersburgo y alrededores, y en Moscú y las afueras de la ciudad. La famosa poetisa Marina Tsvetaeva recuerda en su ensayo autobiográfico Las hijas de Kirill cómo en la ciudad de Tarus, ante el asombro de su imaginación infantil, un «Cristo» y una «madre de Dios» jlist iban a venir a su huerto a recoger manzanas. «Cristo ha venido a por manzanas», decían los adultos.
Así pues, a lo largo del camino recorrido por Rasputín en sus andanzas había «arcas» establecidas, comunidades enigmáticas de «Cristos» y «madres de Dios» jlist.
Sometidos a la clandestinidad por la Iglesia oficial, los jlisti elaboraban sus normas de comportamiento en el mundo. «Nuestro», «de los nuestros», así se llamaban los unos a los otros, y se ponían sobrenombres en lugar de los verdaderos. Estos apodos y el término «nuestro» no tardarían en oírse en el palacio real.
Muchas de las ideas favoritas de los jlisti podemos encontrarlas en las «obras» de Rasputín. Sobre todo, el vilipendio del clero oficial y el desprecio por el libro de enseñanzas de los jerarcas de la Iglesia. «He tenido que pasar mucho tiempo entre los jerarcas, he hablado con ellos largo y tendido ... Sus enseñanzas son insignificantes, pero escuchan tus sencillas palabras.» «Aprender por piedad no es nada. La letra ha ofuscado sus mentes y atado sus pies, y no pueden caminar siguiendo los pasos del Salvador.» Y por este motivo, dice, no pueden proporcionar el consejo indispensable a aquellos que necesitan alimento espiritual. Y Rasputín añade una frase importante: «Hoy en día, aquellos que son capaces de dar consejo han sido todos apartados a un rincón».
Las sectas jlist «apartadas a un rincón», aquellas «arcas» y «flotillas» repartidas por toda Rusia, mantenían comunicación constante y secreta unas con otras. Lo hacían empleando mensajeros: «serafines» o «ángeles voladores», es decir, vagabundos que viajaban incesantemente de un arca a otra.
Quizá se oculte aquí una respuesta al enigma de la primera mitad de la agitada y para siempre secreta vida del experimentado vagabundo.
Rasputín emprendió por primera vez su camino hacia Dios en la «oculta Rus», entre los jlisti. Allí aprendió un secreto místico: la capacidad de acoger a Cristo en su seno. Empezó con esto. Y no es de extrañar que incluso entonces, en aquel oscuro período de su vida, fuera objeto de investigación.
La primera persecución eclesiástica a Rasputín se remonta a 1903, cuando su fama ya había comenzado a extenderse hasta alcanzar Petersburgo. Como «hombre de Dios», fue denunciado en el Consistorio Teológico de Tobolsk por su extraña conducta respecto a las mujeres que iban a visitarlo procedentes del «mismísimo Petersburgo». Las acusaciones se remiten al hecho de que en su juventud Rasputín «había estado en contacto con las enseñanzas de la herejía jlist en las fábricas de la provincia de Perm». Enviaron un investigador a Pokróvskoie, pero no pudo encontrar nada incriminatorio. Sin embargo, desde entonces y hasta su muerte, la etiqueta de jlist nunca le abandonó.