El rey Filadelfos planeaba incorporar Cirene (Libia) —gobernada durante cincuenta años por el hijastro de Tolomeo I, el rey Magas, y su esposa Apama— al dominio egipcio. Acordó casar a Berenice, hija de los reyes cirenaicos, con su propio hijo, Evergetes. Pero Apama, que era una princesa seléucida, quería conservar la ciudad como base del poder de su dinastía; y cuando Magas falleció por gula, intentó frustrar el plan invitando a casarse con su hija a Demetrio el Hermoso, hijo del rey de Macedonia. Berenice prefería el matrimonio con su primo egipcio, pero acabó por ceder a la propuesta; acto seguido su madre sedujo a Demetrio.
Berenice resolvió el problema al estilo de la familia. Irrumpió en la alcoba materna con una cuadrilla de asesinos y sorprendió a su madre y su esposo en la cama. Mató a Demetrio, perdonó la vida a Berenice y se dirigió triunfalmente a Alejandría, a casarse con Evergetes.
Egipto ganó Cirene; Evergetes y Berenice tuvieron seis hijos durante sus primeros siete años de casados, un raro oasis de completitud en esta familia letal. Los Tolomeos estaban resueltos a hacerse con la hegemonía en el Mediterráneo, lo que en el este pasaba por competir con sus primos y rivales, la familia seléucida, que aún gobernaba de Siria a Irán. Una vez en el trono, el enérgico y carismático Evergetes vio una ocasión: su hermana se había casado con el rey Antíoco II, pero la repentina muerte de este los situaba a los dos en peligro, por la rapacidad de los hermanos del difunto. Evergetes embarcó hacia Antioquía, la capital seléucida, pero entró en el palacio —por unos momentos— demasiado tarde: acababan de asesinar a su hermana y el hijo de esta. Aun así logró controlar la costa mediterránea, de Tracia a Libia. En su momento de apogeo Evergetes recibió una petición de ayuda de una ciudad-estado que era su vecina en África: Cartago solicitaba un préstamo para financiar una guerra contra una ciudad-estado italiana.
El emparejamiento no se antojaba desigual, pero no cabía duda de que Cartago, capital de todo un imperio comercial mediterráneo, acabaría por vencer. Dirigía sus fuerzas un joven general, Amílcar Barca, cuya familia dominaría Cartago durante los cincuenta años posteriores. Amílcar ya había engendrado a tres hijas, pero antes de partir hacia el frente nació su primer hijo varón: Aníbal.
Los Barca procedían de la ciudad materna de Tiro (el Líbano): la familia de Amílcar se hacía llamar «casa tiria de los antiguos Barca», aunque el epíteto Barca también significaba «relámpago». La ciudad —según su mito fundacional— la había levantado en 814 a. C. Dido, una princesa fenicia expulsada de Tiro por su hermano Pigmalión. Cartago —Qart-Hadasht, «la ciudad nueva»— era un núcleo de templos y palacios con dos bahías, completamente protegida por murallas enormes, con una población de setecientos mil habitantes y varios millones de súbditos en sus dominios tunecinos.
Estos colonos fenicios —se llamaban a sí mismos canani— empezaron pagando tributo a los gobernantes de Numidia, un reino de bereberes, nombre que deriva del concepto griego de bárbaro, aunque de nuevo ellos se daban otro nombre: amazig. Al principio los bereberes y los fenicios establecieron alianzas matrimoniales. Pero a la postre los cartagineses obligaron a los bereberes a pagarles tributo, contrataron a sus jinetes, que eran excelentes —montaban sin freno, silla ni estribos—, y esclavizaron a cuantos se resistieron.
Cartago se había convertido en metrópolis de un imperio comercial: su moneda, el siclo, era la favorita en el ámbito del Mediterráneo. Sus astilleros —al igual que sus rivales griegos— desarrollaron las naves de guerra, trirremes y quinquerremes de mayor tamaño (embarcaciones con tres o cinco órdenes de remos), que dominaron las aguas mediterráneas, pero no se contentaron con esto. Sus marinos poseían la destreza necesaria para salir al Atlántico: descendieron por África occidental, donde apresaron a tres mujeres africanas a las que desollaron; sus pieles se expusieron mucho después en el templo de Tanit. En África encontraron también a unos simios colosales, a los que bautizaron con una palabra de su lengua: gorilas.
Los cartagineses adoraban a Baal Hammon y su esposa Tanit. En sus templos se realizaban sacrificios de animales y, en tiempos de crisis, también de personas, en un altar especial, el tofet, donde se han encontrado en efecto huesos humanos (por lo general, de niños). Mientras desafiaban a sus rivales griegos, pero sin dejar de comerciar con ellos, forjaron un sincretismo de su dios Melqart —el legendario primer rey de Tiro— con Hércules, puente entre lo humano y lo divino, como hijo de Zeus y una mujer humana. Hablaban fenicio (emparentado de cerca con el hebreo y el árabe), griego y númida; no comían cerdo; circuncidaban a los niños, se vestían con túnicas y llevaban pendientes. Cartago era una república semidemocrática, controlada por un equilibrio de las familias aristocráticas con una asamblea popular de todos los ciudadanos varones.1Los cartagineses financiaban sus huestes —con elefantes africanos, caballería númida, infantería española, celta, griega e italiana, y flotas de quinquerremes— mediante granjas productivas, trabajadas por esclavos, además de las minas y el comercio, y habían expandido su dominio hasta España, Malta, Cerdeña y Sicilia.
En su lecho de muerte Alejandro Magno planeaba destruir Cartago, que en ese momento formaba una alianza contra los sucesores del macedonio con una ciudad-estado, Roma, que se estaba apoderando de la península Itálica. La alianza no duró. Los romanos entraron en Sicilia, que los cartagineses consideraban propia; pronto estalló una guerra menor, entre los representantes respectivos, que escaló hasta provocar la guerra entre las dos repúblicas, la italiana y la africana.
Los romanos contaban con abundancia de hombres, pero no de barcos; los cartagineses dependían de mercenarios, pero tenían la flota más poderosa del Gran Mar. Sin embargo la tecnología nunca dura mucho tiempo como un monopolio. Roma copió un barco apresado a los de Cartago y construyó su primera flota. Los dos bandos sufrieron varias derrotas en tierra y en mar, mientras la acción iba pasando de Sicilia a África y de nuevo a Sicilia, donde Amílcar hostigó las posiciones romanas e hizo incursiones en Italia con la seguridad de alzarse con la victoria. Pero luego una flota romana derrotó a los cartagineses en el mar. Cartago quedó atónita.
Amílcar, invicto, recibió órdenes de negociar la paz, y se vio obligado a aceptar lo impensable: renunciar a Sicilia y pagar una indemnización. Cesó en su puesto, zarpó hacia su patria y acusó a una facción rival de haberle apuñalado por la espalda. Los mercenarios celtas, que no habían recibido la soldada, se amotinaron y amenazaron con destruir la ciudad. Él tomó el mando de un pequeño ejército, apoyado por la caballería africana de un príncipe nubio al que casó con su hija, y después de tres años de guerra brutal —en la que los rebeldes sitiados, sin más alimentos, canibalizaron a los esclavos— salvaron Cartago. Pero Amílcar, el aventurero aristocrático, glamuroso héroe de guerra y favorito del pueblo, estaba en peligro.
Los nobles le criticaron, pero Amílcar apeló al pueblo de Cartago, que estaba consolidando su importancia. Mientras combatían por la supervivencia, los romanos habían incumplido el tratado y se habían apoderado también de Cerdeña. Amílcar hizo el papel de demagogo ante la asamblea y propuso una solución: enviar una expedición reducida que obtuviera recursos saqueando y conquistando España, donde los cartagineses tenían una colonia, Cádiz, cuyas minas de plata financiarían la guerra con Roma. Mientras que su aliado Asdrúbal el Bello gozaba de más respaldo entre la élite, Amílcar conquistó al pueblo.
En 237 Amílcar sacrificó una cabeza de vaca a su dios Melqart-Hércules y, ante el buen auspicio de las entrañas, se volvió hacia su hijo Aníbal, entonces de nueve años, para preguntarle si se apuntaba a la aventura. El chiquillo asintió entusiasmado, a lo que el padre le hizo prometer que «no mostraría nunca buena voluntad a los romanos». Entonces, con un ejército reducido, que incluía al yerno númida con su caballería y los elefantes africanos, se puso en marcha en dirección al Estrecho; por su parte el Bello, que a la sazón ya era también hijo político, fue costeando hasta dejar a los Barca en Cádiz.
Amílcar conquistó la mayor parte de España, se apoderó de las minas de plata y envió fondos a Cartago. Aníbal recibía clases de historia y griego con un filósofo espartano, pero también aprendía el funcionamiento de la guerra sobre el terreno, con su padre. Cuando en África las tribus númidas se rebelaron, Amílcar envió a Asdrúbal el Bello a someterlas. Pero en 228, durante una campaña en las inmediaciones de Toledo, en compañía de sus hijos Aníbal y Asdrúbal, un aliado tribal traicionó a Amílcar; mientras sus hijos se alejaban al galope el padre, a los cuarenta y siete años, pereció ahogado en un río.
El ejército eligió al Bello, el yerno de Barca, como comandante; Aníbal, a sus dieciocho años, fue seleccionado como general de caballería. El Bello fundó Cartago Nova (Cartagena) y fue quien tuvo la idea de atacar a Roma en la propia Italia. Pero antes de partir murió asesinado y el mando recayó sobre Aníbal. Al poco tiempo Aníbal se había apoderado de una ciudad española aliada con Roma; por su parte Roma capturó Malta, consolidó Cerdeña, planeó una incursión en África y envió a un ejército a tomar España. Aunque en el Consejo de los Poderosos algunas voces criticaron a Aníbal y defendieron que Cartago prosperaba sin necesidad de una nueva guerra, el comandante alegó que Roma nunca los respetaría. El pueblo apoyó a la casa Barca. Era la guerra.
Después de enviar a un cuerpo español en defensa de Cartago, Aníbal hizo venir a 12.600 bereberes y 37 elefantes. Realizó sacrificios en el templo dedicado a Melqart-Hércules en un islote gaditano, y emprendió la marcha con 120.000 hombres, atravesando el Ródano en dirección a los Alpes. Al mismo tiempo el cónsul romano Publio Cornelio Escipión zarpaba de Pisa para atacar a Aníbal en España.
Ninguna familia igualaría los laureles de los Escipión en la batalla contra los Barca; ninguna familia representó mejor la aristocracia marcial de una república romana que, en muchos sentidos, se asemejaba a Cartago.
Roma se fundó en 753 a. C., sesenta y un años después que Cartago; aunque la arqueología ha demostrado que en su emplazamiento ya había habido asentamientos anteriores.2Empezó siendo gobernada por reyes, luego por caudillos guerreros, luego por coroneles (probablemente oligarcas patricios). Como Cartago, Roma pasó a ser una república democrática (en su caso hacia 420 a. C.) dominada por clanes aristocráticos de los cuales los Escipión fueron un ejemplo típico.3Estos, que eran terratenientes ricos desde antiguo, acogieron con entusiasmo el espíritu marcial de Roma; los Escipión proporcionaron 16 de los cónsules de la ciudad y algunos prestaron servicio en más de una ocasión. Aunque Roma había empezado siendo tan solo una más de las diversas ciudades-estado de Italia, rodeada de rivales como los sabinos y etruscos, que le habían proporcionado algunos de sus primeros reyes, acabó sometiendo a todos sus vecinos peninsulares. Pero su ascenso no estuvo exento de problemas ni fue inevitable: en varias ocasiones vivió amenazada por las invasiones de los galos —que, en 387, saquearon de hecho la ciudad— y en 280 el rey del Épiro, Pirro —primo de Alejandro Magno y aspirante él mismo a la construcción de imperios— invadió Italia y obtuvo una serie de victorias que han quedado asociadas a su nombre: «pírricas», más costosas que provechosas.
Los Escipión personificaban el machismo, la agresividad y la disciplina de Roma, que ensalzaba la pietas (piedad), la dignitas (prestigio) y, sobre todo, la virtus; de aquí procede nuestra virtud, pero etimológicamente la palabra deriva de vir, «hombre, varón» y describía un ideal de comportamiento viril, temeroso de los dioses. El concepto de virtud, pues, era masculino, y los hombres mandaban en la familia (concepto que en latín significaba: «hogar, casa familiar con su servidumbre»). Los padres de la nobleza organizaban el matrimonio de sus hijas con otros grandes; para un hombre era fácil divorciarse y en efecto lo hacían a menudo.4A las mujeres se las tenía siempre «a mano», sub manu; la ley permitía que los padres o maridos las ejecutaran y se esperaba de ellas que mostraran pudicitia (castidad y fidelidad), para asegurar la estirpe de los hijos, mientras se ocupaban de la casa, pero no de la política; aunque como es natural ejercían poder entre bambalinas. Cuando se acababa la función reproductiva, está claro que las mujeres tenían amoríos con otros nobles, o sexo con esclavos, a condición de que no alardearan de sus placeres. La familia, según decíamos arriba, incluía también a los esclavos de la casa, a los que se reclamaba que fueran leales al dominus (amo) y sus parientes, antes que al Estado. La esclavitud doméstica, ya fuera de hombres o mujeres, siempre suponía alguna clase de depredación sexual por parte de los propietarios, y aquí también: ya fueran estos hombres o mujeres. Que un amo matara a sus esclavos era algo enteramente legal. En una sociedad levantada sobre la propiedad de esclavos —hasta el 40 % de la población estaba esclavizada—, la familia y la esclavitud eran inseparables. Pero a menudo los esclavos recibían educación y a veces sus amos los adoraban y amaban. Era frecuente que se les diera la libertad y en tal caso los libertos podían llegar a convertirse en ciudadanos y, con el tiempo, aun en potentados.
El éxito de Roma —a juicio de su pueblo— se debía al favor del dios supremo, Júpiter Óptimo Máximo. La religión romana no se centraba en la doctrina, la mejora o la salvación, sino en los ritos y el estilo de vida, y se basaba en un panteón cuyo fin era asegurar el éxito y la prosperidad. Solo más adelante los romanos empezaron a creer que Júpiter les había ofrecido un «imperio ilimitado». El crecimiento de Roma se caracterizó por la construcción monumental, empezando por el gigantesco templo de Júpiter Óptimo Máximo —en la colina Capitolina—, el edificio del Senado y, más adelante, anfiteatros y teatros. Los baños fueron posteriores: los austeros Escipión disponían de unos baños pequeños en sus villas, pero aún «olían a campo, a granja y a heroísmo», según observaría más adelante el filósofo Séneca. La limpieza llegó con el imperio.
A principios del siglo III a. C., Lucio Escipión Barbatus («barbado») ayudó a derrotar a una coalición de rivales italianos; aquí lo más importante es que fue el primer cónsul identificado con claridad, un hombre de una república nueva y libre que, en su tumba grandiosa (falleció en 280) se jactaba de sus victorias y su virtus. Sus dos hijos, que fueron cónsules ambos, lucharon contra los cartagineses, pero Gneo fue apresado y se le otorgó el mote de Asina («la burra»).
Pasemos al momento en que dos nietos del Barbado, Publio Cornelio Escipión y su hermano Gneo, llegaron a España y descubrieron que las maniobras de Aníbal los ponían en una situación complicada, en aquel duelo que enfrentaba a dos repúblicas, pero también a dos familias.
En la primavera de 218 a. C., Aníbal atravesó los Alpes y pasó a Italia con sus elefantes y 46.000 soldados. La mayoría de los elefantes perecieron durante la marcha, pero en el camino halló unos nuevos aliados: los galos del sur de Francia. El cónsul Publio Cornelio Escipión dejó algunas tropas en España, al mando de Gneo, y embarcó al ejército de regreso para enfrentarse a Aníbal en Italia. En compañía de su hijo de veintidós años —otro Publio, el futuro «el Africano»—, intentó detener al cartaginés en el río Tesino, donde resultó herido de gravedad, y nuevamente en el río Trebia, donde el otro cónsul perdió la vida en una desbandada. En la primavera de 217 Aníbal cruzó los Apeninos, perdió un ojo de resultas de una infección e irrumpió en la Italia central.
Los romanos, escarmentados, eligieron como dictador a Fabio Máximo «Verrugoso», quien optó por un programa de desgaste y acoso, más que de batallas directas. Pero cuando los romanos se mofaron del valor del dictador, y lo apodaron Cunctator («el Vacilante»), los cónsules amasaron un ejército de ochenta mil hombres para plantarle cara a Aníbal. En Canas (Cannae) los cartagineses rodearon y masacraron a no menos de setenta mil legionarios, a una velocidad de un centenar por minuto. El Escipión joven, que había sido elegido como tribuno, vivió los combates con toda su crudeza y ayudó a salvar a los últimos diez mil supervivientes, pero la batalla pasó a la historia como la mayor derrota de Roma. Lucio Emilio Paulo, un cónsul aristócrata, pereció allí; luego Escipión se casó con Emilia, la hija del difunto, que era la definición misma del ideal de muchacha romana.
Aníbal recogió los anillos con que los difuntos equites (caballeros) sellaban sus documentos y los envió a Cartago por medio de su hermano Magón, quien los arrojó expresivamente al suelo, delante del Consejo. Pero cuando Maharba, comandante de la caballería bereber, instó a su comandante a conquistar Roma, este se negó. «Sabes vencer, Aníbal, pero no aprovechar la victoria», dijo Maharba. Aníbal le planteó al Senado romano unas condiciones de paz razonables, dando a entender que su expedición pretendía obligar a la ciudad a reconocer el dominio cartaginés de España y probablemente a devolverle Sicilia; pero que no aspiraban a conquistar Italia.
En la propia Roma el pánico se apoderó de la ciudad. Se quemó vivos en el Foro a cuatro traidores, galos y griegos, un sacrificio humano que pretendía salvar la república, que había perdido a doscientos mil hombres. Sus aliados italianos y extranjeros, entre ellos Macedonia, cambiaron de bando y respaldaron a los cartagineses. Fabio Verrugoso el Vacilante restauró el orden y purificó la ciudad con rituales religiosos. Cuando los tribunos del ejército sopesaron la posibilidad de huir de Italia, el joven Escipión se abalanzó sobre ellos con la espada desenvainada y les hizo jurar «con toda la pasión de mi corazón: “Nunca dejaré abandonada nuestra patria. Si deliberadamente quebranto mi juramento, ¡que Júpiter Óptimo y Máximo me mate con vergüenza, a mí y a mi familia!”. ¡Juradlo!». En efecto lo juraron y Roma recobró la calma.
Los dos Escipiones mayores habían sido enviados de nuevo a España, donde obtuvieron victorias contra Asdrúbal Barca, el hermano de Aníbal; pero en 211 a. C. murieron los dos. Con el afán de vengar a su padre, el joven Escipión, que contaba entonces veinticinco años, solicitó el mando; como nadie más pretendió la plaza, él y su ejército desembarcaron en España, donde en 209 derrotó a Asdrúbal, que estaba a punto de partir con refuerzos para Aníbal. Escipión combinaba un dinamismo enérgico con una diplomacia mesurada. Como era famoso por su carácter mujeriego, sus hombres confiaban en complacerle ofreciéndole a una prisionera —la mujer más bella de España—, pero él se la devolvió a su prometido, un caudillo local que se lo agradeció sumándose al bando romano.
Asdrúbal Barca partió con refuerzos para su hermano, logró atravesar los Alpes con otro cuerpo de elefantes y entrar en Italia; pero en el río Metauro falleció en un choque contra un ejército romano dirigido por Gayo Claudio Nerón, heredero de un gran clan patricio y antepasado de la dinastía julio-
claudia de emperadores, quien ordenó lanzar la cabeza de Asdrúbal al campamento de Aníbal, por encima de su cercado de protección.
Quedaban vivos dos hermanos Barca. Aníbal llevaba casi quince años en Italia, sin ser derrotado, pero sin poder derrotar a Roma. No fue capaz de asestar el golpe letal. Las bajas de los romanos eran rigurosas, pero poseían una ventaja sobre los cartagineses: quinientos mil soldados potenciales, de los que cada año prestaban servicio entre el 10 y el 25 %. En cambio el ejército de Aníbal dependía de mercenarios, y no le dejaban de llegar malas noticias. Escipión derrotó a Magón y conquistó España; los númidas se rebelaron; y en Cartago los enemigos de Aníbal lo criticaban al mismo tiempo que Escipión convencía al Senado de que le permitieran atacar África. El Verrugoso Vacilante se mostró contrario a la propuesta, pero en 204 Escipión, cónsul a los treinta y un años, desembarcó en África al mando de 35.000 hombres.
Escipión persuadió a Masinisa, un príncipe africano cuya dinastía estaba aliada con los cartagineses desde hacía tiempo, de que cambiara de bando. El númida Masinisa —«el mejor hombre de todos los reyes de nuestro tiempo», un oficial de caballería astuto y de muchos recursos, que fue padre de 44 hijos— era capaz de plantar cara a la caballería de Aníbal. Cuando los cartagineses rompieron el sitio de Útica, una emboscada de Escipión cayó sobre el campamento y masacró a cuarenta mil de sus hombres, un fiasco del que la ciudad no se recuperó nunca. Escipión reconoció a Masinisa como soberano de los bereberes e instauró para él un reino de Numidia aliado de Roma. Aníbal tuvo que volver, con cuarenta y seis años; hacía veinticinco que no ponía el pie en Cartago y, en el viaje de regreso, Magón murió. Una vez en África, Aníbal y Escipión se vieron las caras en persona. Aníbal disponía de cuarenta mil hombres y ochenta elefantes; Escipión contaba con menos hombres pero una caballería superior, gracias al rey Masinisa.
El 19 de octubre de 202, en Zama, Escipión derrotó por poco a un Aníbal cuyos elefantes habían enloquecido y cargaron contra los soldados de su propio bando. La guerra había costado muchas vidas entre los Escipión y los Barca. Aníbal se quedó en Cartago, donde fue elegido sufete, organizó el pago de una indemnización y dio su apoyo a reformas democráticas: hizo que el Consejo se eligiera anualmente, no como cargo vitalicio. Masinisa, cuya pericia agrícola acabó convirtiendo su reino en una fuente esencial de cereales para Roma, fundó una dinastía que gobernó durante dos siglos.
Al haber quedado investido de auctoritas —autoridad sagrada— se recompensó a Escipión con un triunfo5y se le ofreció el consulado de por vida y la dictadura; pero como se le criticaba por sus lujos y majestuosidad, tan solo aceptó un agnomen de victoria, el de Africanus.6Luego se retiró.
Con el temor a que Cartago pudiera renacer bajo el gobierno de Aníbal, Roma envió a delegados para arrestarlo o extraditarlo. Aníbal huyó entonces hacia el este, a la corte de Antíoco III, descendiente de Seleuco, que estaba protagonizando hazañas militares asombrosas en Oriente.
Antíoco el Grande —delgado, tenso, frenético— era tan ambicioso como el fundador de su casa real. Conquistó buena parte de Turquía, Irak e Irán, e incluso hizo campañas en Arabia y la India. En Bactriana su sátrapa Eutidemo había declarado la independencia y se hizo fuerte en Balj. Como no logró derrotarle, Antíoco casó a su hija con el audaz hijo del sátrapa, de dieciséis años. Demetrio, que sucedió a su padre como rey griego de Bactriana, fue una de las figuras más extraordinarias de su tiempo. Después de ascender al trono invadió la India en 186 a. C., donde el reino de Ashoka se había hundido, e inició dos siglos de gobierno híbrido greco-indio (más duradero, por lo tanto, que el raj británico). Demetrio —al que los indios llamaban Dharmamita, y los griegos, Aniceto («el invencible»)— gobernaba desde Taxila (Pakistán). Este rey yavana (greco-indio) fusionó los panteones indio y griego: en sus monedas aparece con coronas de pitones y colmillos de elefante, lo que lo relacionaba con Hércules, Buda y posiblemente Lakshmi, diosa del brahmanismo.7
Antíoco el Grande aceptó una división de elefantes, regalo de Demetrio, y siguió cabalgando hacia el oeste, donde se apoderó de Grecia. Pero al aceptar a Aníbal como consejero, se convirtió en enemigo de Roma. Los romanos querían saldar cuentas y entendieron que Grecia era una escala natural en contra de ellos, por lo que les convenía someterla a su propio control. Enviaron a Escipión el Africano y su hermano Lucio, que derrotaron a Aníbal en el mar y luego a Antíoco en Tierra. Lucio se hizo con ello merecedor del agnomen Asiático, pero se acusó a los dos hermanos de haber aceptado sobornos de Antíoco y permitir que Aníbal huyera. El Africano destruyó las tablillas que le incriminaban y abogó porque hubiera compasión con Aníbal, pero los romanos estaban resueltos a cazarlo. Rodeado, el paladín se suicidó envenenándose y falleció en el mismo año que Escipión. Este último, enojado con la ingratitud de los romanos, se hizo construir una villa funeraria en Literno, no en Roma, con el epitafio: «Patria ingrata, no tendrás ni mis huesos». Es posible que a Escipión el Africano también lo hubieran envenenado.
Escarmentado por la derrota, Antíoco renunció a Europa. Prometió dejar el ejército de elefantes y la flota, y enviar a Roma a su hijo menor, en calidad de rehén; pero se quedó con Irán e Irak y se adueñó de toda Siria y Judea, donde dio un buen trato a los judíos, a quienes concedió una cierta independencia y libertad de culto para su templo de Jerusalén. Daba la impresión de que la casa seléucida destruiría a sus primos los Tolomeo, conquistaría Egipto y reuniría de nuevo diversas conquistas de Alejandro.
Entre tanto en China Qin había creado un nuevo y vasto imperio. Sin embargo había señales de que no todo iba bien: el Primer Emperador recorría la costa arriba y abajo persiguiendo ballenas con una ballesta gigante y buscando la Isla de la Inmortalidad.
El emperador, a sus cuarenta y nueve años, viajaba con el príncipe Huhai, de veintiuno —su decimoctavo hijo, y el favorito—, cuando falleció, posiblemente envenado por sus propios elixires de la inmortalidad con infusiones de mercurio. Su canciller, el Consejero, que contaba ya setenta años, ocultó la muerte: al difunto emperador se le siguieron sirviendo comidas mientras los eunucos fingían transmitir noticias al «carro adormecido». Pero el cuerpo empezó a heder tan penetrantemente que para ocultar la putrefacción real el Consejero tuvo que hacer traer un cargamento de pescado podrido. El Consejero y el chambelán del príncipe —el eunuco Zhao Gao— decidieron que la sucesión recayera en Huhai, lo que les permitiría seguir controlando la situación.
Al Segundo Emperador se lo entronizó cuando llegó a la capital, Xianyang. A su padre lo sepultaron en su mausoleo con un sacrificio que costó la vida a 99 concubinas que no le habían dado hijos. Los esqueletos de estas mujeres han revelado que sufrieron muertes violentas; una de las chicas aún lleva sus perlas. Los obreros que habían levantado el complejo también murieron asesinados y se les depositó en una fosa común; a los príncipes reales se los desmembraba en la plaza principal.
Estallaron varias rebeliones. En agosto de 209 a. C., en Henan, dos trabajadores contratados debían entregar una cadena de novecientos convictos, pero un temporal retrasó la llegada. Como en Qin la impuntualidad se castigaba con la muerte, y la huida también, razonaron que «si huir se pena con la muerte y conjurarse se pena con la muerte ... es preferible morir por haber fundado un Estado». A fin de cuentas, dijo uno de ellos: «¿Los reyes y los nobles deben su alta condición a la cuna en la que nacen?». Al mismo tiempo un alguacil local —Liu Bang, el campesino de China central que tiempo atrás había visto al Primer Emperador en persona— dirigía otra cadena de presidiarios hacia el monte Li, donde trabajarían en la construcción de la tumba del Primer Emperador. Unos pocos presos se dieron a la fuga, lo que comportaba la ejecución de Li y las personas que tenía a su cargo; así que les dio la libertad a todos. Después de que matara al magistrado local, se unieron más hombres a su banda.
Cuando era un chiquillo en su aldea, el padre de Liu le había apodado «Granujilla» por su pereza de pícaro; pero también era genial, alegre y leal. Su carrera empezó tarde, primero como amigo de un señor local y luego como policía del pueblo, y progresó con lentitud; pero impresionó a cuantos le conocieron, incluido un caballero local que quedó tan impresionado con su fisionomía —indicio de un futuro glorioso, a su entender— que lo casó con su hija Lu Zhi. A sus cuarenta y siete años participaba en una guerra civil con múltiples facetas en la que los caudillos iban estableciendo sus propios reinos.
El Segundo Emperador estaba a punto de ahogarse. En agosto de 208 su eunuco Zhao Gao tendió una trampa al Consejero, que fue condenado a los Cinco Castigos, un horror espantoso concebido probablemente por el Primer Emperador, que se mantuvo vigente durante siglos: se tatuaba a la víctima en la cara, se le cortaba la nariz, se le dislocaban los miembros para luego amputárselos, se le extirpaban los genitales y se partía el cuerpo en dos, a la altura de la cintura.8Zhao Gao también organizó un ataque de los rebeldes contra el palacio, para que el Segundo Emperador se suicidara; luego nombró rey a un príncipe sumiso. Pero era demasiado tarde.
En julio de 207 Liu Bang —el Granujilla— asaltó la capital, apresó al último de los Qin y, para conquistar la lealtad de las poblaciones que acababa de someter, anunció una reducción en los castigos de la dinastía. Después de cinco años de combatir contra caudillos rivales, en febrero de 202 los aplastó y aceptó el título de huang-di, emperador; póstumamente se le conoció como Gaozu («gran progenitor») de su nueva dinastía, la Han. Gaodi —el emperador Gao— dividió el imperio en reinos que otorgó a familiares y, no lejos de las ruinas de Xianyang, construyó una nueva capital: Chang’an. Aunque tomó a muchas concubinas para sí, siguió emparejado principalmente con su esposa de siempre, Lu, que le había dado un hijo y una hija. Pero ante el temor a que el hijo fuera «demasiado débil», favoreció a una concubina más joven, Qi, y a su hijo Liu Ruyi, al que prometió ascender. Esto inició una rivalidad feroz entre las dos madres, que se convertiría en rasgo característico de numerosas cortes chinas.
Gaodi, de familia campesina, era un militar duro, modesto, aficionado a la bebida. Una vez el emperador hizo una parada junto a su antigua casa de campo, cogió una cítara y se puso a cantar sobre lo inesperada que había sido su carrera:
Ahora que mando sobre Dentro-de-los-mares,
he vuelto a mi antiguo poblado.
¿Dónde encontraré si no a valientes
que protejan los Cuatro Confines de mi país?
Los Han consideraban que China era como un continente, y por eso la llamaban Dentro-de-los-mares. Pero no era fácil proteger sus Cuatro Confines, en particular frente a los jinetes del norte, cuya confederación solía asaltar las ciudades chinas y en ocasiones, en siglos posteriores, llegó a conquistar la totalidad del país. Estos xiongnu estaban encabezados por Modun, un shanyu (rey) que había unido estas tribus ecuestres en una federación que reaccionó contra la expansión de China extendiéndose por Manchuria, Siberia oriental y Asia central, hasta convertirse en el primero de los tres grandes imperios de las estepas. En 200 el emperador atacó a Modun, pero el shanyu volteó la tortilla y cercó a su atacante. Ante la urgencia de escapar, el emperador Gao reconoció a Modun, le pagó tributo y le dio por esposa a una princesa Han. Fue el principio del heqin —«parentesco armonioso»— por el que se casaba a princesas chinas con estos bárbaros relativamente refinados a los que también se sobornaba con fardos de seda. Modun recibió lo uno y lo otro.
Liu nunca dejó de combatir. En un asedio menor fue alcanzado por una flecha que le produjo una muerte lenta; falleció en compañía de sus secuaces de antaño, rememorando lo asombroso de su ascenso. El trono pasó a su hijo mayor, el Bondadoso. Pero este se hallaba sometido al control de la Emperatriz Viuda Lu, una mujer tan competente como aterradora.
El emperador Hui, al acceder al trono, tenía tan solo quince años. Como era de esperar, todas las decisiones las tomaba su madre, incluida la de casarlo con su prima. Pero no tuvieron hijos; cuando Hui engendró a dos varones con una concubina, la dama Qi, la emperatriz Luz hizo que la pareja imperial los adoptara y tramó el asesinato de la verdadera madre.
Con la voluntad de torpedear las ambiciones de la dama Qi, primero la emperatriz intentó tenderle una trampa a Liu Ruyi —el príncipe de Zhao, hijo del emperador—, de tan solo doce años. El emperador intervino repetidamente para mantener al chico alejado de las garras de su madre, pero aprovechando una salida de caza del padre, la mujer lo envenenó. La desaparición del hijo dejó expuesta a la madre y la emperatriz no desaprovechó la ocasión de torturar a la dama Qi: le cortaron las manos y las piernas, le arrancaron los ojos, la paralizaron con veneno y la arrojaron a una fosa séptica, donde la dejaron morir. Allí se la enseñaron luego al emperador y otras personas de la corte, con las palabras: «Ahí tenéis a la cerda humana». El joven apenas se atrevía a contradecir a su madre, y delegó en ella toda la gestión política. A la emperatriz viuda no se le daba nada mal y supo mantener en su puesto a muchos de los compañeros de su esposo, a la vez que aplastaba cualquier disidencia. La corte privada de las mujeres de palacio y los eunucos y afines aparece representada a menudo, en los textos de los burócratas que se encargaban de compilar las historias, como un espacio decadente y corrompido. Pero con frecuencia, a lo largo de esta historia, las relaciones de confianza constituyeron la base esencial desde la que el emperador se enfrentaba a la burocracia de la corte exterior. En China, como en la mayoría de las monarquías, la familia y el género —muy a menudo narrados como una oposición entre mujeres ninfómanas y crueles y hombres débiles— fueron dos fuerzas ineludibles en la competencia eterna por el poder y la legitimidad.
Cuando la emperatriz Lu falleció, ya en 180 a. C., su familia planeaba suplantar a los Han; pero los viejos ministros tenían otras ideas en mente, masacraron a la totalidad de la familia Lu y entronizaron al hijo del Gran Progenitor, Wen, que consolidó la dinastía que gobernaría Asia oriental casi en paralelo con Roma.
Entre Roma y China, no obstante, otra potencia, la de Antíoco el Grande —descendiente de Seleuco, el general de Alejandro— todavía dominaba Asia occidental.
Sin embargo el poder de Antíoco el Grande se basaba en su propia energía itinerante, y en 187 a. C. falleció mientras asaltaba un templo en Irán. Su hijo, Antíoco IV Epífanes, que aún era más maníaco y frenético que su padre, había pasado la juventud en Roma. Inspirándose en la semidemocracia romana, este rey ostentoso gustaba de emprender paseos en los que saludar a los súbditos y charlar con ellos, así como de celebrar fiestas espectaculares a las que se presentaba disfrazado de momia para salir de golpe de entre las vendas, ante el aplauso de las multitudes. Pero al mismo tiempo —y es una mala combinación— creía ser la manifestación de un dios. Con el deseo de completar el sueño de su padre y crear un imperio que se extendiera desde la India hasta Libia, invadió Egipto. Pero ahora Roma protegía a los Tolomeos. Un delegado romano interceptó a Antíoco y trazó una «línea en la arena» por delante de sus pies: si daba un paso más, Roma intervendría. Antíoco se retiró a Judea. Los judíos —conectados con Egipto porque había allí miembros de la familia sacerdotal que prestaban servicio como generales— se conjuraron en su contra. Antíoco respondió con una masacre de judíos, prohibió su fe e instaló en su Templo, en la sagrada Jerusalén, un altar dedicado a sí mismo; Judas «el Macabeo» (es decir, «el martillo») respondió con una rebelión que a la postre resultó en la fundación de un nuevo reino de los judíos.9Las provincias iranias de Antíoco también estaban siendo atacadas; el rey galopó hacia el este para protegerlas, pero tuvo la mala fortuna de enfrentarse al caudillo Mihrdad, que crearía un imperio tan poderoso que mantuvo a Roma a raya durante cuatro siglos.
Mihrdad era sobrino nieto de Arsak, probablemente un caudillo afgano huido a Partia (Turkmenistán), convertido en gobernante sagrado de una tribu seminómada de jinetes que adoraban el panteón zoroástrico pero con influencias de los vecinos helénicos. Su poder derivaba de la combinación de la caballería acorazada y la ligera, que disparaban las ballestas con pericia desde la montura, una habilidad que los romanos llamaban «tiro parto». En 164 Antíoco acudió a defender Irán, pero Mihrdad mató al último gran rey seléucida y luego conquistó Persia y Babilonia, donde lo coronaron como rey de reyes e hizo desfilar estatuas de Marduk e Ishtar. Luego pasó a Seleucia, donde él y sus sucesores erigieron una nueva capital, Ctesifonte, que fundía la realeza griega y la persa. Entre los herederos de Mihrdad abundaron las sucesiones bañadas en sangre, pero su caballería era formidable, y su tesoro, muy rico gracias a los impuestos sobre la seda, los perfumes y las especias, un comercio entre China y el Mediterráneo que en este período estaba dominado por Roma.
Cuando Cartago se recuperó de sus derrotas, los romanos, con la voluntad de hundir para siempre a la gran ciudad, volvieron a pedir la ayuda de la familia Escipión. Después de conquistar Grecia e Hispania —según llamaban a España los romanos—, había que dar algún uso a los generales ambiciosos y las legiones de las recientes guerras cartaginesas: nuevas victorias supondrían más botín, más templos, más esclavos para Roma. Cartago ya no representaba una amenaza, pero cuando el cascarrabias de Catón —un antiguo cónsul— la visitó se horrorizó al ver que prosperaba de nuevo. Se presentó ante el Senado y exhibió un higo cartaginés, aún fresco, para demostrar que el rival estaba muy cerca. «¡Hay que destruir Cartago!», reclamó. Es la única ocasión en la historia en la que una fruta ha funcionado como casus belli.
El rey Masinisa, aliado de Roma en África, se encargó de provocar a los cartagineses para que incumplieran el tratado. Esto quería decir guerra; y los romanos se dirigieron a un joven Escipión, rico, cultivado, magnífico, un orador soberbio y mecenas de un grupo de intelectuales griegos, que se jactaba de poseer una mente admirada por su ingenio y un cuerpo admirado por su lustre. En 149 a. C., Escipión Emiliano,10de veintiséis años, encabezó una expedición del ejército romano en África. Le acompañaba Polibio, su viejo tutor griego, fascinado con la expansión del poder de Roma y las nuevas conexiones entre el este y el oeste. Con la colaboración de Masinisa, Escipión —elegido cónsul ya a los veintiocho años— derrotó a los cartagineses y aisló del mar su capital. Cuando los cartagineses desollaron y descuartizaron en la muralla a varios prisioneros romanos, Escipión asaltó la ciudad. Los cartagineses prendieron fuego a sus templos para suicidarse allí. Los romanos masacraron a los supervivientes por miles, y sus tropas incendiaron edificios y arrojaron por las ventanas a quienes encontraban; los hallazgos arqueológicos han confirmado esta distopía. Polibio lloraba al contemplar la escena, aunque «todas las ciudades, naciones y potencias deben enfrentarse con virilidad a su perdición». La caída de una gran ciudad causa una impresión especial. Es como la muerte de un pedazo de nosotros mismos.
«Esto es glorioso», coincidió Escipión, «pero tengo el presentimiento de que algún día este mismo destino caerá sobre mi país.» Arrasó la ciudad, vendió como esclavos a unos ochenta mil ciudadanos cartagineses y regresó a Roma como héroe triunfante. Polibio, que volvió a Grecia para redactar una historia universal, consideró que había presenciado la apertura de un nuevo acto, la era de la symplokí (interconexión): «En los tiempos pasados la historia era una serie de episodios sin relación entre sí, pero ahora se ha convertido en un todo orgánico: Europa y África con Asia, y Asia con África y Europa», escribió. Y las mayores potencias continentales afroeuroasiáticas las formarían dos familias.