Darío desapareció en la vastedad de Rusia y Ucrania, en pos de los escitas. Como otros invasores posteriores, quedó confundido por la dimensión de las estepas, atormentado por el invierno gélido y frustrado por enemigos huidizos que evitaban la batalla directa y se iban retirando a territorios cada vez más hostiles. A pesar de los desastres que vivió, logró sobrevivir y en 511 a. C. regresó a Persia con la alegría de no haberse convertido en otra copa para la bebida de alguna reina local. Dejó a ochenta mil soldados a las órdenes de su primo Bagavazdā, que viró hacia el sur, hacia Macedonia, hasta rendir a su rey, Amintas. Pero los enviados persas abusaron de las mujeres macedonias; el príncipe Alejandro mató a los ofensores y la enemistad solo se remedió cuando Amintas casó a su hija con el hijo de Bagavazdā.
Este fue el principio del duelo entre dos familias que definió los tres siglos posteriores. Los argéadas de Amintas —que afirmaban descender de Macedón (un sobrino de Helena, la fundadora de Grecia) y de Hércules— gobernaban el reino desde aproximadamente 650. Los duros macedonios, montañeros barbados que vivían en un estado de enfrentamiento constante en tierras altas y boscosas, bajo una monarquía semibárbara, no tenían la consideración de griegos de pleno derecho, desde la perspectiva de los atenienses y los espartanos. Así, cuando algo más tarde Alejandro, el hijo de Amintas, intentó competir en los Juegos Olímpicos —reservados para griegos genuinos— se puso en duda que contara con la cualificación necesaria; Alejandro recurrió a su genealogía mítica, compitió y ganó.
Darío había sometido a los griegos de Jonia, los más ricos. Solo conservaban su independencia Esparta y unas pocas ciudades-estado encabezadas por Atenas. Los jónicos, que integraban buena parte de la flota persa pero sufrían por la gravosidad de los impuestos de Darío, se rebelaron e incendiaron Sardis. La rebelión se sofocó pero había contado con la ayuda de los griegos occidentales.
En 491, Darío, entrado ya en la sesentena, envió a su yerno Mr̥duniya (Mardonio), hijo del más grande de los Siete,1a conquistar Grecia. Mardonio atravesó el Helesponto al mando de seiscientas naves y un ejército que incorporaba al rey Alejandro I de Macedonia. Los persas quedaron sorprendidos cuando Atenas y Esparta, que quizá sentían por primera vez los vínculos de la grecidad, se unieron para ofrecer resistencia. Cuando Mardonio resultó herido en Tracia, Darío ascendió a otro sobrino, Artafarna. Los persas desembarcaron en la llanura de Maratón y se encontraron únicamente con los hoplitas de Atenas —los esparciatas no llegaron a tiempo—, pero los griegos los derrotaron. Después de Maratón los atenienses instituyeron una novedad con la que controlar el dominio de sus paladines: los votantes podían escribir en secreto el nombre de un político sobre un fragmento de cerámica para condenarlo al destierro —ostracismo, por el nombre de esos fragmentos: óstraka— durante diez años, a condición de que se reunieran un mínimo de seis mil votos.
Maratón no supuso un revés de gravedad para Darío, que a sus sesenta y cuatro años decidió encabezar una segunda invasión. Ascendió a Jerjes, que se jactaba de que «mi padre Darío me ha dignificado por encima de todos, solo por detrás de él». En octubre de 486 Jerjes sucedió a su padre, en una transición tranquila; luego, aconsejado entre otros por Alejandro de Macedonia, cruzó el Helesponto sobre un pontón de barcas para invadir Grecia con 800 naves y 150.000 soldados entre los que figuraban indios, etíopes y muchos griegos. Los atenienses abandonaron Atenas y, encabezados por uno de los reyes espartanos, Leotíquides, se retiraron hacia el sur para defender el istmo de Corinto; pero dejaron una retaguardia a las órdenes del otro rey de Esparta, Leónidas, cuyos aliados le convencieron de retrasar a los persas en el estrecho paso de las Termópilas. Le acompañaban solo trescientos esparciatas, pero, aunque la mayoría de las versiones lo echaran en olvido, también varios miles de focios e ilotas. Jerjes tuvo que ver cómo los griegos machacaban a sus inmortales en el estrecho desfiladero, hasta que un traidor a las filas de su enemigo les mostró un rodeo que les permitiría atacarlos por detrás; los persas sorprendieron a Leónidas al amanecer. «Desayunad a gusto, porque esta noche cenaremos en el otro mundo», les dijo a los suyos un Leónidas despreocupado, y efectivamente lucharon hasta morir.2Jerjes avanzó hacia la Atenas desierta, cuya población había sido evacuada en barco hasta la isla de Salamina. La flota de Jerjes se aproximó a las naves griegas, ancladas entre Salamina y el continente. La reina Artemisia de Halicarnaso, vasalla griega del persa, desaconsejó combatir contra los marinos atenienses en un espacio limitado y recomendó un bloqueo. Pero con la convicción de que la victoria era inevitable y la armada enemiga se dispersaría, Jerjes ordenó emprender el asalto. El enemigo atrajo a sus barcos al estrecho y Jerjes, desde su trono de plata, contempló admirado cómo los griegos de Jonia derrotaban a los barcos de Esparta con la espada de Artemisia siempre en el meollo del combate; «¡Mis mujeres son hombres, mis hombres son mujeres!», exclamó. Pero los atenienses, dirigidos por Jantipo, uno de los alcmeónidas, salieron al ataque y destruyeron doscientas naves. Jerjes vio morir a uno de sus hermanos, que fue arrojado al mar, y, enfurecido, ejecutó a sus almirantes fenicios. Pero Salamina no fue una batalla decisiva. Su ejército no había sido derrotado, seguía contando con seiscientas naves prestas para batallar. «Volved a Sardis», le aconsejó Mardonio a Jerjes, «llevándoos al grueso del ejército. Dejad que yo complete la esclavización de los griegos.» Después de prender fuego a Atenas, Mardonio se lanzó contra las fuerzas aliadas, hostigándolas con la caballería.
Mientras los griegos se retiraban bajo la cobertura de los espartanos, Mardonio, a lomos de su caballo blanco, cargó en cabeza de los Inmortales. Pero los espartanos tenían una instrucción excelente y la ventaja de disponer de una armadura más sólida, frente a unos persas armados solo ligeramente. Un espartano mató a Mardonio con un golpe de honda y los persas se dieron a la fuga. Su segundo ejército, aún no derrotado, intentó retirarse hacia Asia pasando por Tracia, pero Alejandro de Macedonia cambió de bando y masacró a muchos de sus soldados. La conquista se había terminado;3pero Jerjes había prendido fuego a Atenas, y Persia siguió eclipsando a Grecia durante otros ciento cincuenta años.
Mientras la marina griega derrotaba en Mícale (en aguas de Jonia) a los persas que dirigía un hermano de Jerjes, Masišta, la vida amorosa del rey persa estaba destruyendo su corte. Primero se había enamorado de la esposa de ese hermano y, para poder pasar más tiempo con ella, casó a su hijo, el príncipe heredero Darío, con una hija de Masišta, Artaynte; pero en seguida rechazó a la madre y se enamoró perdidamente de la adolescente. La reina descubrió entonces que Masišta y su familia planeaban dar un golpe de Estado. En la festividad de Nowruz (año nuevo), cuando el rey le pidió que eligiera un regalo, reclamó para sí a la familia de Masišta. Jerjes, con el desatino al descubierto, se retiró. La reina ordenó que la esposa de Masišta sufriera la muerte reservada a los traidores: le cortaron la nariz, las orejas, la lengua y los pechos y se los dieron de comer a los perros.
Como era de prever, Jerjes había perdido el aura de prestigio y, en 465, unos cortesanos lo asesinaron en su dormitorio. En la conspiración posterior, Darío fue derrotado por su hermano Artajerjes (Artaxšaça) quien, en calidad de Gran Rey, retomó el interés por los asuntos griegos: se ofreció a financiar a cualquier potencia griega que desafiara el imperio de Atenas, que había alcanzado su punto cenital gracias al miembro más capaz de la familia de los Alcmeón.
En 431 a. C. Pericles, el «hombre más destacado de la democracia griega», tomó la palabra en la Asamblea para abogar por la guerra contra Esparta, la ciudad rival. Nacido en 495, Pericles creció durante la guerra contra Persia: su padre había derrotado a los persas en Mícale. Su madre Agarista era una alcmeónida, sobrina del creador de la democracia, Clístenes; por lo tanto Pericles creció como un príncipe de la democracia, en una mansión familiar en la que pudo estudiar filosofía, literatura y música, el súmum de la altivez y la cultura de Atenas. En su apariencia física destacaba una frente muy ancha que hizo que le compararan con una cebolla albarrana. En la Asamblea cultivaba un aire de autocontrol y fiabilidad. En los primeros años de la década de 460, ya en la treintena, Pericles se mostró partidario de una democracia plena. El éxito en la política ateniense pasaba por la oratoria, pero también por el talento militar, puesto que los cargos más codiciados en ese período eran los de los diez strategoí. Pericles destacó en ambos campos y, durante tres decenios, fue reelegido año tras año para ponerse el casco de strategos.
En su juventud, Pericles se casó con una pariente con la que tuvo dos hijos, pero también criaron a un alcmeónida huérfano, Alcibíades, que en su juventud ya exhibió belleza y capacidad y que un día dominaría Atenas. Pericles organizaba un salón en su residencia,4al que asistía un filósofo joven: Sócrates. Pero en la década de 440, cuando se hallaba en el apogeo de su carrera política, se enamoró de una hetaira: una de las cortesanas cultas que actuaban en los symposia, figura cuya consideración social era muy distinta a la de las numerosas pornai de la ciudad (prostitutas callejeras). Aspasia de Mileto (ciudad griega situada en Jonia) era una intelectual hermosa, de conversación tan refinada que las esposas de los amigos de Sócrates se acercaban a oírla hablar. Hacía tiempo que los atenienses habían proscrito la poligamia, por lo que al aparecer Aspasia, Pericles se divorció para poder casarse con ella. Sus dos hijos se enfurecieron por la decisión, y se criticó a Pericles por su relación con Aspasia; pero siguieron juntos y la hetaira le dio otro hijo.
Pericles ensalzaba la democracia ateniense, pero esta iba de la mano de una nueva clase de imperio. Desde los tiempos de Salamina, Esparta (en el Peloponeso) y Atenas (en el Egeo) libraban una batalla cada vez más cruel por la hegemonía de Grecia, acompañándose cada una de una liga de ciudades aliadas. Pericles amplió la enorme flota que ya había derrotado al Gran Rey y creó la Liga de Delos, cuyas ciudades-estado asociadas pagaban tributos que Atenas utilizó para embellecer la Acrópolis con el templo a la diosa Atenea que conocemos como Partenón, y para ampliar las murallas de la ciudad de modo que protegieran el puerto del Pireo. En esas circunstancias, mientras recibiera cereales por la vía del mar Negro, Atenas resultaba casi inexpugnable. Hacia la década de 450 Atenas había desarrollado tal seguridad en sí misma —tal arrogancia y engreimiento, desde la perspectiva de otros griegos— que creía que su democracia, su imperio y su cultura la convertían en el líder natural del mundo civilizado. Sin embargo su auge también comportó el ascenso de la esclavitud. Los atenienses desdeñaban los trabajos denodados del campo y de la armada.5Como los esclavos se ocupaban de las granjas, las minas de plata, los trirremes y los hogares, era necesario ir reponiendo su número mediante guerras: algunos procedían de Escitia, pero otros sin duda eran griegos. La talasocracia (potencia marítima) de Atenas situó a la metrópolis («ciudad madre») en rumbo de colisión con la potencia terrestre de Esparta. Atenas estaba tan enamorada de su poder —y temía tanto perderlo— que hostigó a las ciudades menores que lo desafiaban. Cuanto más ascendía Atenas, más temor y odio provocaba en Esparta.
En 451 los atenienses derrotaron a los persas en Chipre. El rey Artajerjes se decidió por fin a acordar una tregua con los griegos. Pero la retirada de ese enemigo ancestral debilitó la solidaridad helénica y llevó a una guerra contra Esparta.
Después de que Esparta invadiera el Ática, Pericles sobornó a los espartanos para que se retirasen y negociasen un tratado. Pero la rivalidad se vio exarcebada por enfrentamientos entre los aliados menores de los actores principales. En 431 los espartanos plantearon un ultimátum: expulsad a Pericles y los alcmeónidas y contened la mano dura a la hora de imponer un control económico... ¡o combatid! Pericles abogaba por la guerra porque era inevitable y porque Atenas era más fuerte y podía vencer. Los espartanos volvieron al Ática, pero Pericles resguardó a los campesinos locales dentro de las murallas de la ciudad; «Quedaos aquí, sin llamar la atención, ocupáos de la flota y no pongáis a la ciudad en peligro», les aconsejó, mientras él emprendía incursiones contra el Peloponeso. Cumplido un año de contienda honró a los muertos atenienses con un estilo tan rotundo como altivo. Pero antes de que pasara otro año la misma expansión del poderío naval ateniense rebotó en contra de la ciudad: una enfermedad —síntoma de las redes comerciales euroasiáticas, aunque sus orígenes se desconocen— llegó a la metrópolis a través de los marinos. La expectativa de vida ya era baja; los hombres morían con un promedio de cuarenta y cuatro años, las mujeres, de treinta y seis; esta nueva enfermedad —probablemente una fiebre hemorrágica que se manifestaba con efectos tales como hipertermia, disentería, vómitos o sangrado de garganta— era sumamente infecciosa y quienes cuidaban a los enfermos tenían muchas probabilidades de morir. Algunas personas —entre ellas Tucídides, aristócrata y general, de treinta años— se recuperaron de la plaga y, con la impresión de ser inmunes (aunque en ese momento el concepto de inmunidad no se entendía) cuidaron de los enfermos; más adelante el propio Tucídides contó la historia de cuanto había visto. Murieron unas cein mil personas, un tercio de la población de Atenas. Pronto los cadáveres eran tantos que se encendieron piras a las que quien lo necesitaba lanzaba a sus seres queridos. Pericles organizó fosas comunes; en una de ellas se han encontrado 240 cadáveres, con diez niños.
La plaga socavó la confianza. «La catástrofe era tan abrumadora —escribió Tucídides— que los hombres, al no saber qué iba a pasarles a continuación, se volvieron indiferentes hacia toda regla de la religión y la ley»; además sometió a una prueba muy dura las limitaciones de un gobierno antiguo, al impedir que hubiera alimentos para la ciudad y debilitar un sistema religioso concebido para mantener a raya los desastres naturales. Los espartanos se retiraron, y esto les salvó; la plaga no llegó al territorio de Laconia. No pudieron decir lo mismo las élites de Atenas, que se vieron tan afectadas como todos los habitantes. Se culpó a Pericles de lo sucedido, se le depuso como general y se le multó; se le denunció y se le vio llorar en público. Sin embargo Pericles no tardó mucho en regresar: al cabo de unos meses la gente le pidió que volviera. Como sus dos hijos legítimos habían fallecido de resultas de la plaga, pidió a la Asamblea que concediera la ciudadanía al hijo ilegítimo que había tenido con Aspasia.
En este punto llegó el golpe definitivo.
El propio Pericles enfermó.
En su último discurso, ya moribundo, declaró que el papel de un estadista era «saber qué hay que hacer y ser capaz de explicarlo; amar a su país y ser incorruptible». Murió decepcionado, pero defendiéndose: «Nunca he causado que un ateniense deba vestirse de luto». La plaga aflojó, pero en 426 a. C., tres años después de la muerte de Pericles, llegó una segunda oleada. Atenas llevó la guerra al Peloponeso, donde fomentó una revuelta de los ilotas; Esparta se apoderó de las minas de plata que financiaban a Atenas. En 421, ambos bandos pactaron una tregua. Para entonces, en la familia alcmeónida había surgido otro líder extraordinario.
El chico que había crecido en la casa de Pericles, Alcibíades, ahora de treinta años, había desarrollado una belleza tan asombrosa que «lo perseguían muchas mujeres de familia noble ... al igual que muchos hombres». Era un soldado intrépido que, en una primera guerra contra Corinto, estuvo a punto de perder la vida, pero le salvó Sócrates, que fue su tutor y su amante ocasional. Alcibíades era un orador excelente —hasta su ceceo era encantador—, con un talento nato para el espectáculo y la riqueza suficiente para allanarle el terreno de antemano. También era un príncipe de la democracia, al que Sócrates había enseñado que «la virtud ética es lo único que importa». Solo que Alcibíades resultó ser un alumno pésimo.
Malcriado por nacimiento y por naturaleza, Alcibíades, que fue elegido strategos por un pueblo fascinado, era un sibarita caprichoso y narcisista. Usó la vanidad como argumento a favor de su propia ambición: «Es de lo más justo», alegaba ante la gente, «que un hombre que tiene una elevada opinión de sí mismo no quede al mismo nivel que todos los demás». Aunque hubiera envidia «por la magnificencia con la que vivo», ese estilo de vida, a su entender, solo era un modo de proyectar la gloria de Atenas. Para anunciar que se incorporaba a la vida pública «hice participar siete carros en la carrera [olímpica] (más que ningún particular hasta ese momento)».
En 416 el strategos Alcibíades abogó por retomar la guerra contra Esparta, pero mostrándose aún más implacable: «Si no dominamos a los otros, los otros nos dominarán». Como una ciudad de Sicilia había pedido ayuda, reclamó que se enviara allí una expedición: «Es así como hemos adquirido nuestro imperio. Llegados a este estadio tenemos la necesidad de planear conquistas nuevas para mantener las que controlamos»: la justificación habitual de la expansión de los imperios. «¡Tenemos que aumentar nuestro poder!», decía, y a los atenienses les pareció muy bien.
Justo antes de partir hacia Sicilia, una mañana los atenienses se despertaron y constataron que los phalloí de las estatuas de Hermes de la ciudad habían sido destruidos, un sacrilegio del que se culpó a Alcibíades. Se anunció que se le juzgaría. Al comprender que la sentencia sería de culpabilidad, desertó a Esparta. Sin el talento del general, la expedición de Sicilia fue una catástrofe; además Alcibíades juró vengarse de Atenas. «Les haré saber que estoy bien vivo», musitó. La democracia era «un absurdo evidente». Concibió una estrategia devastadora en interés de los espartanos: levantaron una fortaleza cerca de Atenas que impedía que los campos del Ática abastecieran a la ciudad, por lo que se hizo necesario importar todos los alimentos. Pero mientras estaba en Esparta Alcibíades sedujo a la esposa del rey Agis y, cuando el asunto se conoció, prometió negociar un tratado con Persia para financiar la guerra contra Atenas. Persia tenía la llave.
Alcibíades guio una flota espartana hasta Jonia, para apelar al rey persa Darío II, que había accedido al trono después de un convulsivo episodio de asesinato familiar en el que contó con la ayuda de su hermana (y esposa) Parysatis. Cuando los espartanos ordenaron matarlo, Alcibíades desertó, se unió a Darío y le aconsejó que esperase a que la guerra desgastara a los griegos. Planeaba organizar el regreso a Atenas, donde un golpe de Estado aristocrático había derrocado temporalmente la democracia.
La marina ateniense, que estaba concentrada en Samos y era más leal a la democracia, tomó el poder en Atenas, y la ciudad eligió a Alcibíades como su comandante. En 410, en Cícico, obtuvo una victoria total sobre los espartanos. Tras una racha de triunfos entre los que se incluyó la captura de Bizancio, en el Bósforo —vital para el suministro de cereales—, Alcibíades vivió un regreso glorioso. Atenas lo perdonó y lo eligió strategos autokrator.
En 408 Darío II respaldó a Esparta financiando su nueva flota a cambio de tener carta blanca en Asia Menor.
Los espartanos derrotaron a la flota ateniense mientras Alcibíades estaba de visita en una isla cercana. Atenas volvió a culpar al mujeriego despreocupado, que optó por refugiarse en sus castillos del Helesponto. La situación de la democracia restaurada era inquietante. Los espartanos, que ahora disponían tanto de dinero persa como de madera macedonia —recursos negados a Atenas—, podían construir una nueva flota. Hundieron las últimas naves de Atenas y bloquearon el abastecimiento de cereales. La metrópolis no tuvo más remedio que rendirse.
Quedaba un hilo suelto: Alcibíades aún vivía en un castillo del Helesponto, con su amante. Los espartanos enviaron una patrulla de asalto y el último de los alcmeónidas se defendió, pero perdió la vida.
El dominio de Esparta fue breve. Atenas restauró otra vez la democracia y puso en marcha investigaciones sobre los desastres morales y militares de la guerra. Fue un enfrentamiento cruel en el que también se arrestó a Sócrates, que había sido tutor de Alcibíades. Sócrates creía que todas las personas deben aspirar a la areté —excelencia virtuosa— en vez de contentarse con una «vida sin reflexión» que «no vale la pena vivir». Pero a menudo los que insisten en ir diciendo la verdad ante todos acaban resultando insportables. ¿Quizá los potentados de Atenas no querían que este cascarrabias locuaz sometiera a examen sus necedades? Sócrates fue juzgado y condenado a muerte.6La ciudad se recobró con prontitud. Entre tanto Esparta se atrevió a interferir en la política de Persia, dominada por entonces por uno de los potentados más agudos que produjo la casa haxamanishiya.
La reina Parysatis guio la dinastía durante décadas. En 423 había ayudado a acceder al trono a su esposo (y hermano) Darío II, para lo que tuvo que superar el desafío de otro hermano, al que Parysatis dio muerte con un método especial típico de los persas: el ahogo en cenizas frías, acumuladas dentro de una torre construida para tal fin, en la que se introducía a la víctima. Ella y Darío habían logrado incrementar el poder de Persia sobre Grecia, pero ella tenía una debilidad: aunque era madre de trece hijos, prefería claramente sobre todos a Ciro, al que nombró sátrapa del oeste; allí él se enamoró de Aspasia, una joven griega esclavizada, de pelo dorado, cuya castidad y belleza lo deslumbraron. Pero si Parysatis sentía pasión por Ciro, Darío quería confiar la sucesión a otro hijo, Artajerjes, que también se enamoró. Pero la elección de Artajerjes era peligrosa para Parysatis, porque Stateira era la hija de un clan poderoso. Cuando el padre y los hermanos de la joven enfadaron al rey y a Parysatis, estos ordenaron quemar vivo a todo el clan. Artajerjes rogó que perdonaran la vida a su esposa Stateira, y lo consiguió; pero naturalmente ella no olvidó nunca la masacre de su familia. Durante veinte años las dos mujeres se estuvieron observando.
En 404, a la muerte de Darío, el amable Artajerjes, casado con Stateira, le sucedió. Pero la reina madre preparó a su hijo favorito, Ciro —que da la impresión de haber sido un sociópata carismático— para asaltar el trono. Dos años más tarde, cuando contaba veinticuatro, Ciro contrató a doce mil mercenarios griegos a las órdenes de un aristócrata ateniense, el aventurero Jenofonte, y se dirigieron a Persia. Sin embargo cuando los dos hermanos se encontraron en combate, el joven aspirante fue derribado del caballo y decapitado.7Parysatis vio cómo los asesinos le presentaban a Artajerjes la cabeza y la mano de su hijo querido.
Parysatis no superó la muerte de Ciro y aguardó una ocasión de vengarse. Venció a los asesinos de Ciro en juegos de dados. A uno lo despellejaron; a otro se le obligó a beber plomo fundido. Al tercero se le mató por escafismo (o enartesamiento): se encerraba y fijaba a la víctima entre dos botes (o artesas) y se le obligaba a comer leche y miel en abundancia hasta que los gusanos, ratas y moscas infestaban este capullo fecal y se lo comían con vida.
Artajerjes heredó a Aspasia, la deslumbrante amante griega de su difunto hermano. Se la entregaron atada y amordazada, y él la liberó y recompensó; pero tuvieron que pasar muchos años para que Aspasia terminara el duelo por Ciro.
Su madre Parysatis rivalizaba con su esposa Stateira, quien, como madre de tres varones, estaba incrementando su prestigio. Además Stateira cultivaba la popularidad mostrándose en un carruaje con las cortinas descubiertas, para deleitar al público, y dejaba claro que despreciaba los múltiples actos de crueldad de la reina vieja. En cuanto a Artajerjes, aunque engendró a 115 hijos con sus concubinas, en realidad estaba enamorado de un bello eunuco. Cuando el joven falleció por causas naturales, rogó a Aspasia que se vistiera sus ropas. Ella se sintió conmovida por su pesar: «Aquí vengo, mi rey, a aliviar tu dolor», le dijo; y por fin se convirtieron en amantes.
La reina madre y la reina actuaban como dos animales al acecho entre los que aún no ha estallado la pelea, siempre bajo la vigilancia del rey; ambas llevaban un cuidado extremo ante la posibilidad de ser envenenadas. Todas las autocracias —ya sean las cortes de la antigua Persia o las dictaduras del siglo XXI— se basan en el poder y el acceso personales, de modo que la competencia en el seno del círculo más interior es a la vez íntima y cruel. En una distancia tan corta el veneno es un arma ideal, medida y ambigua; es el asesinato al estilo familiar. En la corte persa se estaba especialmente alerta. Las posiciones cortesanas del copero y el catador eran cruciales; la pena por envenenar comportaba aplastar la cara y la cabeza del culpable entre dos rocas hasta convertirla en gelatina. Para las ocasiones especiales, el rey atesoraba un raro veneno indio, así como su antídoto.
El poder ascendiente de Stateira quizá convenciera a Parysatis de que era necesario actuar; sin duda ella estaba convencida de estar protegiendo al rey y la dinastía frente a una grave amenaza. Las dos reinas cenaban juntas a menudo, pero con extrema cautela.
En su palacio de Susa, Parysatis sirvió a Stateira un ave asada. Hizo que su esclava untara el trinchador con el veneno indio, pero por un único lado, de modo que cuando ella dividió la pieza, pudo comerse tranquilamente su mitad. Stateira, con la tranquilidad de verla comer, se cenó su parte y murió entre muchos sufrimientos. Aún tuvo tiempo de contarle al rey qué había sucedido, pero es de suponer que el antídoto no funcionó. Artajerjes montó en cólera, torturó a los sirvientes, ejecutó por machacamiento a la esclava y mandó al destierro a su madre nonagenaria.
Artajerjes dirigió la atención a Grecia y enfrentó a Esparta con Atenas hasta que, en 387, impuso la Paz Real, por la que reconocía la autonomía griega pero se situaba a sí mismo como árbitro último del mundo helénico. Artajerjes cumplió pues los objetivos que Jerjes y Darío no habían logrado hacer realidad, y gobernó con su voluntad de hierro desde Egipto a la India y el mundo griego, donde hubo una potencia en la que la influencia de Persia fue especialmente intensa: Macedonia.
Los argéadas de Macedonia habían prosperado con las querellas que enfrentaron a Persia, Atenas y Esparta: el rey Arquelao aprovechó el elevado consumo de madera de sus vecinos, requerida para los astilleros navales, para que su reino montañoso e infestado de cabras ascendiera por vez primera a la posición de potencia regional, apoyándose asimismo en sus minas de oro y plata. Pero en 399, Arquelao salió de caza y tres cortesanos lo mataron a puñaladas.
Era la clase de brutalidad que los griegos civilizados esperaban del salvajismo de los macedonios. Su dialecto les resultaba casi incomprensible. Trabajaban sus propios campos, en vez de utilizar a esclavos, como la mayoría de los griegos; la poligamia de sus reyes era grosera y con frecuencia se traducía en que las reinas y los príncipes se daban muerte en la lucha por la corona; bebían el vino sin aguar, lo que derivaba en reyertas y borracheras reales, impropias de una corte. Por lo general la región macedónica se dividía entre las ciudades sedentarias del sur, las tribus ingobernables del norte y los extranjeros depredadores, de Persia a Atenas, cuyo patrocinio había permitido que Arquelao transformara el reino: había desplazado la capital desde Egas (Aigaí) —que siguió utilizándose para los sepelios y las bodas reales— a una capital nueva, columnada, Pela, donde el tosco persiguecabras jugaba a ser un rey griego.
Arquelao, que se sentía orgulloso del cambio, invitó a Eurípides —toda una celebridad literaria— a pasar un tiempo en la corte, y se enfureció cuando uno de sus amantes se burló de la halitosis del poeta. Arquelao ordenó azotarlo y el chico se conjuró contra el rey con otros dos amantes despechados. La conspiración de la halitosis literaria acabó con el asesinato de Arquelao. En 393 su sobrino Amintas III restauró el orden. Amintas tenía tres hijos, y los tres fueron reyes. El más joven llegaría a ser el griego más grande de su época.
Como todos los griegos, los tres príncipes se educaron con Homero; pero en Macedonia también combatían, cazaban y pasaban días recuperándose de los excesos de bebida de los symposia. Amintas tuvo una muerte de lo más inusual para un rey macedonio: murió anciano y en su propio lecho. Confió el trono a su hijo mayor, Alejandro II, que fue derrotado por la ciudad de Tebas —que en ese momento dominaba a las otras potencias griegas— y tuvo que entregar a cincuenta rehenes.
El rey envió a su hermano menor, Filipo, que en ese momento contaba trece años. El príncipe pasó tres años en Tebas, donde aprendió un estilo de vida vegetariano, célibe y pacifista (que luego echó en olvido), pero al residir en la casa del general tebano que le hacía de mentor (y probablemente era también su amante) pudo estudiar las tácticas del Batallón Sagrado —un cuerpo de 300 soldados de élite, integrado en teoría por 150 parejas masculinas— cuyas victorias habían alzado a Tebas a la supremacía.
En Macedonia sus dos hermanos mayores fallecieron violentamente, y el trono pasó a un bebé, con el nombre de Amintas IV. Pero en 359 a. C. los macedonios, que se enfrentaban a una invasión de sus vecinos —los agresivos ilirios—, aclamaron a Filipo II, quien se apresuró a asesinar a todos sus hermanos supervivientes a los que pudo atrapar; luego dividió y aturdió a sus enemigos con una combinación de sobornos, engaños y un matrimonio (él mismo se casó con una princesa iliria). Por influencia de los invitados persas imitó a los Grandes Reyes creando una corte más exclusiva de Compañeros Reales. Luego se dedicó sin tregua a instruir un nuevo ejército en el que coordinó la caballería —dirigida por sus Compañeros— con una infantería remodelada, armada con espadas cortas (xiphos) y protegida con picas largas (la sarissa, de más de cuatro metros) que formaban cuñas invulnerables a la caballería enemiga.
En 358 Filipo empezó por derrotar a los ilirios y macedonios del norte, lo que suponía duplicar la extensión de su imperio y reclutar a su mejor general, Parmenión; luego forjó alianzas matrimoniales con Tesalia y Épiro: primero se casó con la princesa Filina, que pronto dio a luz a Arridayo; luego con su cuarta esposa, la princesa Polixena (hija del rey de la Molosia, en el Épiro). En 356 Polixena alumbró a un niño, Alejandro, y más tarde a una niña, Cleopatra. Cuando Filipo recibió la noticia de que su equipo había vencido en los Juegos Olímpicos, Polixena lo celebró adoptando el nombre de Olimpia. Pero la pareja nunca se entendió especialmente bien; de hecho la reina no tardó en descubrir que su esposo le provocaba repugnancia. Olimpia, adepta a los cultos mistéricos dionisíacos, y con un instinto político montaraz y vigilante, cuidaba de una colección de serpientes sagradas que dormían en su propia cama, aterrando a los hombres de la comunidad; entre ellos, sin duda, al propio Filipo, que apenas temía a ninguna otra cosa. Aunque era muy raro verlo por palacio.
Durante veinte años de campañas duras y diplomacia exquisita, Filipo derrotó a todos los vecinos que podían amenazarle. Luego intervino en la propia Grecia para defender la neutralidad de la sagrada Delfos y aplastar la democracia resurgente de Atenas, donde el orador Demóstenes llamaba a resistir contra el «déspota» del norte y se burlaba de Macedonia como «un lugar que no produce ni esclavos por los que valga la pena pagar». Filipo dirigía desde la primera línea y este era un juego peligroso. Una flecha le impactó en el ojo derecho, aunque con los cuidados de su médico logró sobrevivir; en otra ocasión lo apuñalaron en la pierna. La tumba de Filipo en Egas ha sido excavada y se ha podido reconstruir el cráneo y el cuerpo del rey, que nos dan una idea de este caudillo que recuerda a un púgil compacto y temible, marcado de cicatrices, cojo y tuerto, pero siempre vigilante.
Su primogénito Arridayo, epiléptico o autista, no estaba en condiciones de gobernar. El hijo menor, Alejandro, que en 343 a. C. contaba trece años, leía a Homero y Eurípides con avidez y se entrenaba para la guerra, pero también estudiaba Persia. Filipo había dado asilo a un sátrapa persa, el rebelde Artabazo, que se acompañaba de su hija Barsine; Barsine entabló amistad con Alejandro, que solía interrogar a fondo a los visitantes persas. Los dos se encontrarían de nuevo.
Alejandro apenas conocía a su padre, pero se sentía próximo a su madre Olimpia, una de las pocas personas que no temían enfrentarse con Filipo para proteger a su hijo. En 342, Filipo contrató al filósofo griego Aristóteles, a la sazón de treinta y siete años, para que fuera tutor de Alejandro; y cuando el rey iba a emprender la guerra contra Atenas, nombró regente al hijo. Alejandro siempre guardaba bajo la almohada el ejemplar aristotélico de La Ilíada y una daga, dos objetos que simbolizaban sus dos facetas contradictorias: el griego culto y el macedonio feroz.
En ausencia de su padre, Alejandro demostró su valía derrotando a tribus rebeldes. Atenas organizó una coalición de Estados griegos opuestos a Filipo y enviaron delegados a Artajerjes III de Persia.
Era un momento perfecto para acercarse al Gran Rey. El impresionante Artajerjes III ardía en deseos de intervenir en Grecia. Había aplastado Sidón, Egipto y Jonia, con la ayuda de dos secuaces excepcionales: Mentor, un saqueador griego, y Bagoas (o Bogoas), un eunuco cuya falta de testículos no frenaba en absoluto su brutalidad militar. Cuando Artajerjes regresó a la capital, después de quince años de guerra, promovió a Bagoas a Señor de los Mil (jefe de gobierno). Pero como el ascenso de Filipo le inquietaba, financió a Atenas y envió a una unidad a hostigar a los macedonios en Tracia. Esta decisión tendría consecuencias de gran trascendencia en la historia del mundo.
Filipo convocó a su hijo Alejandro —con dieciocho años cumplidos— a la batalla de Grecia. En verano de 338 a. C., en los campos de Queronea, Filipo presentó a treinta mil infantes y dos mil jinetes, y otorgó a Alejandro el mando de la caballería de los Compañeros en el flanco izquierdo, contra la coalición encabezada por Atenas, cuya caballería prácticamente duplicaba la macedonia. Pero la habilidad de mando del general Filipo y la experiencia de su ejército no tenían rival: en su propio flanco derecho, se replegó deliberadamente mientras por el izquierdo Alejandro dirigía una carga que aniquiló al Batallón Sagrado, hasta el último hombre. Cuando Filipo vio a los muertos del Batallón, recordó su juventud pasada en Tebas y se echó a llorar; en su recuerdo erigió el León de Queronea, una estatua a cuyos pies se hallaron los huesos de 254 hombres (los macedonios incineraban a sus cadáveres, los griegos los sepultaban). El soberano de Grecia —con el título de «hegemón del Consejo de los Griegos»— recibió noticias importantes de Persia: una oleada de envenenamientos cruzados había diezmado la familia real.
Artajerjes, a sus sesenta años, había previsto expulsar al eunuco Bagoas, quien tomó la iniciativa, envenenó al rey y fue eliminando uno por uno a sus hijos. Luego hizo venir a un general heroico, pariente de la realeza, Artashaiyata, que se hizo famoso con una serie de victorias en duelos. Bagoas lo coronó como Darío III, quien no por eso, como era de esperar, confiaba ni por un momento en el eunuco.
A continuación se produjo una partida de ruleta venenosa en la que cada uno intentó matar al otro. Bagoas sirvió al rey una copa de un vino emponzoñado y el rey —mejor informado, por una vez— insistió en que el eunuco bebiera de la copa que le ofrecía, con lo que el envenenador murió envenenado. A pesar de estos episodios concentrados de las habituales intrigas asesinas en la cúpula, el imperio persa, restaurado por Artajerjes III y dirigido ahora por un rey seguro de sí mismo y diestro en el campo militar como Darío III, era una potencia incontestada. Todo parecía indicar que seguiría siéndolo durante muchos siglos.
A los cuarenta y ocho años, el canoso y tuerto Filipo, hegemón de Grecia, se cegó de amor por una adolescente. En 337 anunció una expedición helénica contra Persia, con la pretensión oficial de vengarse de Jerjes por haber incendiado Atenas, pero en realidad para rellenar los cofres con los tesoros de Jonia y castigar a los persas por haber ayudado a los enemigos de Macedonia en Tracia: «Habéis enviado tropas a la Tracia, que pertenece a nuestros dominios», le escribió más adelante Alejandro al Gran Rey. Mientras la vanguardia se iba formando, Filipo anunció que se casaba de nuevo. Después de seis matrimonios diplomáticos con extranjeras —entre ellas Olimpia de Épiro, que le había aportado el control de la Molosia— anunció que se casaba con Cleopatra, la adolescente macedonia sobrina del noble Átalo. Su enamoramiento desestabilizó una residencia polígama no poco poblada; Olimpia se enfureció. Alejandro, rodeado ya por un séquito de jóvenes seguidores que encabezaba un familiar, Tolomeo —quizá un hijo ilegítimo del rey—, se sintió alarmado.
En el banquete matrimonial los macedonios bebieron sin moderación y se pelearon con dureza. El nuevo tío político del rey, Átalo, se burló de Alejandro por ser tan solo medio macedonio: «¡Ahora por lo menos nos nacerán reyes de pura raza, y no bastardos!». Alejandro replicó arrojándole su copa, y Átalo, arrojándola de vuelta. Filipo ordenó a su hijo que se disculpara, a lo que este se negó; el padre desenvainó una espada y se dirigió hacia él con pasos titubeantes, pero tropezó, impactó contra el suelo y se desmayó.
«El hombre dispuesto a pasar de Europa a Asia», se mofó Alejandro, «es incapaz de pasar de una mesa a la siguiente». Después de la cena, Olimpia y Alejandro aprovecharon la oscuridad para escapar. Filipo ordenó volver a Alejandro, pero cuando un sátrapa persa le ofreció al príncipe la mano de su hija, el rey la rechazó y desterró a Tolomeo, el secuaz de Alejandro. Poco después la vanguardia macedonia partió hacia Asia.
En julio de 336 la familia se había reunido de nuevo en Egas para celebrar la boda de la hermana de Alejandro, Cleopatra, con el hermano de su madre, Alejandro de Épiro (era un clan con especial abundancia de Cleopatras y Alejandros). Filipo estaba exultante porque su nueva esposa acababa de dar a luz a una hija. Un día después de la boda presidió unos juegos y luego acudió a un teatro a contemplar un espectáculo en compañía de los dos Alejandros, entre las aclamaciones del público. De pronto cierto Pausanias, uno de sus guardaespaldas, se volvió contra él y le apuñaló en el corazón. El rey falleció acompañado de Alejandro, mientras la guardia salía en pos del guardaespaldas. Se desconoce qué movió a Pausanias a actuar así. Había sido amante de Filipo, y cuando el rey prefirió a otro chico más joven se burló de este tildándolo de «hermafrodita». El nuevo amante se había quejado a su amigo Átalo, que apresó a Pausanias, lo violó y se lo entregó a sus esclavos, que lo violaron en grupo. La vida en la corte de los argéadas no era para cobardes, desde luego. Es del todo posible que Olimpia hubiera sobornado a un asesino. Además Filipo había decidido que Alejandro se quedaría en Macedonia como regente, sin participar de la aventura asiática, lo que también habría colmado el vaso de la paciencia del hijo. Pero en todo caso los demás guardaespaldas atraparon y crucificaron a Pausanias antes de que pudiera explicarse.
Antípatro, general de Filipo, hizo salir del teatro a Alejandro. Después de que le proclamaran rey ordenó asesinar a los príncipes rivales y también a Átalo. Luego Olimpia mató a la niña recién nacida y la adolescente Cleopatra se suicidó. Filipo fue incinerado en una pira, lavaron sus huesos en vino y los depositaron en un lárnax (cofre funerario) de oro, en la tumba de la familia en Egas. Sin duda Darío III, cuando le llegaran las noticias a Susa o Pasargadas, tuvo que pensar que Filipo tan solo había gobernado Grecia durante poco más de cinco años antes de que Macedonia se disolviera en un caos sangriento.
Alejandro III, bajo, compacto y rubio (o quizá pelirrojo como su padre) era un hombre de acción: cuando tuvo que sofocar una rebelión en Tebas arrasó la ciudad, masacró a seis mil tebanos y esclavizó a treinta mil. Su carrera fue tan extraordinaria que se le ha idealizado, pero no fue solo una figura excepcional; en muchos rasgos fue un típico rey macedonio. Era un asesino nato, que vivía en un estado de vigilancia enérgica y feroz, siempre con la mano en la espada. Matar era a la vez una necesidad, una inclinación y una profesión, imprescindible para la supervivencia y el éxito. Gobernó como un autócrata entre un séquito informal de aristócratas viriles e interrelacionados y era consciente de que los hilos de conexión se tejían en torno de sí mismo. Estos hombres habían llamado al padre «Filipo, hijo de Amintas», y consideraban a «Alejandro, hijo de Filipo», como el primero entre sus iguales. Esta perspectiva acabó por tornarse peligrosa. Los amigos de Alejandro formaron un cuerpo de Guardaespaldas de élite, encabezados por el capaz Hefestión —su amante y compañero, un paje real que había compartido con él los estudios impartidos por Aristóteles— y por Tolomeo, otro seguidor de confianza.
Como griego, Alejandro existía en un mundo iluminado por la filosofía de Aristóteles, pero habitado igualmente por seres divinos, espíritus y personas que descendían de los dioses. Al igual que todos sus contemporáneos, creía que los dioses —a menudo muy próximos, con su apariencia humana— lo decidían todo. Como rey, presidía sacrificios y consultaba habitualmente a los adivinos para que leyeran las entrañas de los animales sacrificados. También se veía a sí mismo comparable a los héroes míticos y homéricos. Siendo niño uno de los esclavos lo apodó «Aquiles», y así creía en efecto ser.
En la primavera de 334, con 48.000 soldados de infantería y 6.100 de caballería, entró en Asia para una empresa equiparable a las divinas. Saltó del barco, lanzó la jabalina clavándola en la arena e hizo sacrificios a Zeus, Atenea y su antecesor Hércules. Luego se dirigió al santuario de Aquiles en Troya. Al identificarse con Aquiles Alejandro llamaba la atención hacia su propia brillantez semidivina como guerrero, su liderazgo de la banda de los Compañeros, su amistad con Hefestión (su propio Patroclo) y quizá también la expectativa de una vida tan breve como heroica. Si los dioses le daban su bendición, sería un conquistador.
Cuando sus soldados se adentraron en Anatolia, primero se encontraron con los ejércitos de los sátrapas de Darío, encabezados por el mercenario griego Memnón de Rodas, hermano del Mentor que tan bien había luchado para Artajerjes III y esposo de la bella Barsine, la persa a la que Alejandro había conocido tiempo atrás. En el río Gránico, cerca de Troya, dos sátrapas persas cargaron contra Alejandro, que encabezaba su caballería en su montura favorita, Bucéfalo, y le golpearon en el casco; pero en el último momento le rescató Cleito, hijo de su antigua niñera. Alejandro venció y continuó su camino.
Darío se excedió en la confianza. Debería haberse apresurado a destruir a Alejandro a la primera ocasión. Dejó a sus reinas e hijas en Damasco y dirigió su colosal ejército —de más de cien mil soldados— hasta Iso, en el sureste de Turquía, donde el rey de reyes, en su carro de oro y rodeado por diez mil Inmortales, se enfrentó a los cuarenta mil de Alejandro. Con la intención de desmoralizar al enemigo y convertir la desventaja numérica en agresividad cinética, Alejandro buscó directamente a Darío, abriéndose paso con la espada entre la carne de los Inmortales, ignorando una herida en el muslo. Tenía la esperanza de derribar él mismo a Darío y sin duda llegaron a mirarse a los ojos. Los persas fueron presa del desconcierto y emprendieron la retirada. Darío se apresuró a regresar a Babilonia a lomos de su caballo gris. Dejó tras de sí veinte mil muertos, pero su prioridad era el imperio, no el valor imprudente.
Algo después, Alejandro entró en la tienda del rey rival y musitó:
—Lavémonos en el baño de Darío.
—Querrás decir en el baño de Alejandro —replicó su asistente.
Su paladín Parmenión galopó hacia el sur para apresar a la familia de Darío. Cuando el menudo Alejandro entró en la tienda imperial con el fornido Hefestión a su lado, las reinas —la madre de Darío, Sisygambis, y la esposa y hermana del rey, Stateira, junto con las hijas— se postraron de rodillas ante el hombre más alto de los dos. Hefestión se sintió incómodo, pero Alejandro supo corregir sutilmente la situación con un «Él también es Alejandro» e hizo que se pusieran en pie y las trataran como reinas. Aquí se reencontró también con Barsine, mitad persa y mitad griega, viuda de sus dos tíos Mentor y Memnón. Alejandro perdió la virginidad con ella, a una edad tardía para un macedonio.
Darío ofreció un rescate regio por su familia: Siria, Jonia, Anatolia y el matrimonio con su hija. Parmenión aconsejó aceptar la propuesta.
«Si yo fuera Parmenión», contestó Alejandro, «también la aceptaría. Pero soy Alejandro.» Acto seguido le escribió a Darío: «Ya te he derrotado en combate, a ti y a tus sátrapas, y ahora, como los dioses me lo dan todo, te domino a ti y domino tu país. No vuelvas a escribirme como a un igual ... Trátame como el amo de todo lo que tienes».
Alejandro continuó hacia el sur, con Hefestión en pos de él, al mando de la flota que los abastecía. Egipto le fascinaba y de camino conquistó Sidón; pero Tiro, con la ayuda de una ciudad hermana, Cartago, le plantó cara. Cuando la tomó igualmente dejó que sus tropas se desbocaran; mataron a ocho mil tirios y crucificaron a dos mil. Alejandro tomó nota del papel hostil de Cartago. Antes de entrar en Egipto masacró también a todos los habitantes de Gaza.
En Menfis se hizo coronar como faraón e hijo de Amón-Ra, y descendió por el Nilo en una barcaza real para visitar el hogar de Amón, el templo de Luxor, donde ordenó realizar los grabados que aún le muestran como Señor de las Dos Tierras. Al volver al Delta fundó una ciudad con su nombre: Alejandría.
Una vez que Alejandro había ascendido a divinidad, su séquito se preguntaba por qué se demoraba en el país de las momias mientras Darío organizaba un ejército en Babilonia. Pero el rey dios deseaba visitar el famoso oráculo de Siwa —un oasis del desierto libio— y confirmar su apoteosis. Después de un emocionante peregrinaje por el Sahara, en compañía de Tolomeo y Hefestión, el oráculo le dijo que en efecto él era el hijo de Amón, Horus. Quiso saber asimismo si el asesinato de Filipo había sido vengado —quizá para distraer las sospechas de sí o de su madre—, pero nunca reveló la respuesta. En este contexto el general Filotas, hijo de Parmenión, se mofaba de la idea de que Alejandro fuera hijo de Zeus-Amón: su padre no había sido otro que Filipo.
Darío se trasladó a Nínive (Mosul) y permaneció a la espera en la llanura de Gaugamela. Cuando Alejandro se dirigía a Irak le llegó la noticia de que Stateira, la esposa de Darío, había muerto dando a luz un bebé cuyo padre, casi con toda certeza, no era otro que él mismo. Poseer a la reina era poseer Persia. ¿Alejandro la sedujo? ¿La violó?
Al amanecer del 1 de octubre de 331, Parmenión constató que Alejandro se había dormido, señal de su confianza y tranquilidad preternaturales. Darío ocupaba una posición de presidencia, por encima del núcleo central de su ejército. Alejandro en cambio encabezaba la caballería y, de repente, realizó una carga oblicua contra la izquierda de los persas, atravesando sus líneas. Darío lideró entonces una carga de carros y ordenó que sus arqueros dispararan contra el rey —cuya figura destacaba por la coraza dorada y la capa púrpura— mientras un cuerpo de caballería acudía a liberar a su madre y sus esposas. Pero Alejandro giró, pasó por detrás de la retaguardia y se dirigió hacia Darío, que optó por alejarse a galope del campo de batalla y atravesó el Zagros con rumbo a Ecbatana (Irán).
Alejandro asumió entonces un nuevo título: rey de Asia. Pero entre los Compañeros seguía habiendo dudas, y Filotas se mofó diciendo que lo lamentaba por los persas: ¡mala cosa, combatir contra un semidiós! Un oficial se ofreció a asesinar a Alejandro en beneficio de Filotas, quien le quitó la idea de la cabeza, pero no le denunció. Luego Alejandro tomó Babilonia, donde rindió honores al dios Marduk, al que consideraba otro Zeus. Siguió en persecución de Darío: primero conquistó Susa —donde admiró la inscripción del antiquísimo código legislativo de Hammurabi— y después Parsa, a la que prendió fuego, para vengarse del incendio de los templos de Atenas. Una leyenda habla de una fiesta ebria en la que la hetaira Taís incitó a Alejandro a saquear la ciudad real; es típico que las leyendas culpen a una mujer de los desastres. Seguro que hubo farra y de las sonoras, pero Alejandro no necesitaba que le incitaran a destruir. Parmenión le desaconsejó la idea, pero el rey había prometido que su ejército podría actuar a su antojo en «la ciudad más odiada de Asia». Los macedonios asaltaron los palacios, violaron, asesinaron, torturaron, esclavizaron, hicieron trizas más de seiscientas vasijas de alabastro, lapislázuli y mármol, e incluso decapitaron una estatua griega. El rey macedonio se aseguró de que ningún palacio se librara de las llamas.
Alejandro siguió en pos de Darío, camino de Ragas (Teherán), donde en julio de 330 un sátrapa de Bactriana, Beso (Bessus), asesinó al persa y se proclamó rey. Cuando Alejandro llegó a la ciudad el cadáver aún estaba caliente; el macedonio rompió a llorar y ordenó enterrar al último monarca de la Casa de Ciro en las tumbas de la familia.8
Los Compañeros quizá confiaban en que la persecución acabara, pero Alejandro reorganizó el séquito y emprendió una caza personal de Beso, de un año de duración, en la que recorrió más de 1.500 kilómetros. Primero pasó a Helmand (Afganistán), donde empezó a vestir una túnica persa y la tiara real. En sus momentos libres retozaba con un bello y joven eunuco persa que cantaba como un ángel. Cuando uno de los pajes informó al general Filotas de una conspiración en contra de Alejandro, este volvió a silenciar la información, por lo que el paje se la comunicó directamente al rey. Aunque Filotas no estaba entre los conspiradores, Alejandro emprendió una purga y celebró juicios amañados en los que acusaba de alta traición tanto a Filotas como a su padre Parmenión. Los soldados lapidaron a Filotas y Alejandro envió a sicarios a asesinar a Parmenión. Mientras su ejército se adentraba aún más en Afganistán —donde Alejandro fundó una segunda Alejandría cerca de Bagram, y una tercera que se convertiría en Kandahar (Iskándera)— situó como segundos en la jerarquía a Hefestión y a Cleito, con el nuevo título de quiliarcas.9
Cuando la nieve se fundió remontaron el Hindú Kush («asesino de los hindúes») —se decía que Hércules había hecho lo mismo— y persiguieron a Beso por Bactriana y Sogdiana, donde Tolomeo lo apresó por fin. Fue ejecutado públicamente, atado a dos árboles inclinados y luego despedazado. Los afganos ofrecieron resistencia; Alejandro los masacró por miles, incendió ciudades, destruyó templos y profanó el Avesta, lo que le valió el sobrenombre de «el Maldito». Aunque resultó herido en algunas escaramuzas, poseía una constitución asombrosa y se curó con rapidez. Organizó el cuartel de invierno en Markanda (Samarcanda), pero la situación era tensa y los Compañeros exigieron volver a Macedonia.
En un symposium muy regado por la bebida, el general Cleito el Negro, que en otro momento había rescatado a Alejandro de la acometida de dos persas, se mofó de su despotismo divino, despreció su talento en comparación con el de Filipo y le recordó: «Esta es la mano que te salvó la vida». Alejandro tiró la copa, arrojó una manzana contra Cleito, saltó de su diván, cogió la lanza de un guardaespaldas y corrió hacia él; le contuvieron Tolomeo y un general llamado Pérdicas, que le rogaron perdonar a un hombre que prácticamente pertenecía a la familia. Alejandro se marchó enfurecido, se apoderó de otra pica de la guardia y quedó a la espera; cuando Cleito salió tambaleándose, Alejandro lo lanceó y mató. Luego se arrepintió, durante días, hasta que volvió a la guerra.
Alejandro se adentró en Sogdiana (Tayikistán/Afganistán), donde un caudillo local, Huxshiartas, le desafió desde una fortaleza casi inexpugnable, conocida como La Roca. Pero los macedonios de Alejandro la escalaron y la conquistaron. Tras la caída Huxshiartas le ofreció la mano de su hija Roxana —o Rauxshana, «estrella brillante»— y Alejandro celebró con ella un matrimonio persa que sus oficiales macedonios recibieron como una nueva ofensa. El rey exigió que se postraran ante él con la proskynesis debida a los monarcas persas, lo cual quedaba muy lejos de la informalidad colegial del compañerismo macedonio. Varios oficiales montaron en cólera y se negaron a postrarse —tampoco lo hizo Calístenes, historiador de la corte y sobrino nieto de Aristóteles— y un grupo de pajes conspiró para matar a Alejandro cuando se durmiera y situar en el trono a su hermano mayor, Arridayo. Pero el rey se pasó toda la noche de parranda, detuvieron a los culpables y los lapidaron.
En 327, con Bactriana y Sogdiana sometidas, Alejandro emuló de nuevo a Hércules e invadió la India por el paso de Jáiber, irrumpió en el Punyab, reclutó a príncipes de varios principados pequeños y acogió a disidentes de los reinos locales, entre los que quizá estaba un joven exiliado indio llamado Chandragupta.
Su campaña india, de dos años de duración, se extendió por territorios de lo que hoy es Pakistán. Ninguna fuente india la menciona porque no llegó a amenazar nunca los reinos de los Nanda o los gangaridai, del norte y el este; pero los macedonios también encontraron ciudades-estado que recordaban a poleis griegas. Alejandro derrotó al ejército del rajá de los páuravas, cierto Puru, de unos 2,13 metros de alto, que luchaba a lomos de uno de sus elefantes de guerra. Es posible que el macedonio enviara a Chandragupta a negociar una alianza con Puru; desde luego ansiaba seguir ampliando sus conquistas. Cerca de Amritsar, el ejército estuvo a punto de amotinarse. Se celebró un consejo en el que los generales de mayor edad aconsejaron volver al Mediterráneo y prometieron unirse a Alejandro en contra de Cartago; ni siquiera Hefestión y Tolomeo defendieron al rey. Después de pasar un tiempo enfurruñado en su tienda —de nuevo como Aquiles—, Alejandro accedió a marcharse de la India pero con su propio estilo aventurero: quería resolver el misterio del océano del Sur bajando por el río Indo hasta el golfo de Arabia y dirigiéndose luego a Babilonia. En el camino, enfurecido aún por la reticencia de sus tropas a asaltar una ciudad hostil, escaló las murallas el primero y saltó al combate prácticamente en solitario. Una flecha le hirió en el costado y le perforó el pulmón, y se derrumbó; le rescataron sus tropas, que enloquecieron y se vengaron masacrando a los defensores. De la herida abierta manaban sangre y burbujas de aire. Pero Alejandro se recuperó.10
Después de sobrevivir a una travesía por el desierto, Alejandro logró volver a Susa, donde le esperaban las mujeres de la realeza persa. Aquí, siempre pragmático, decidió fundir las élites de su nuevo imperio —la macedonia y la persa— en una boda multicultural masiva. Pero a los macedonios la unión obligada les resultó odiosa. Estas relaciones de conquistados y conquistadores eran una forma de fundar imperios duraderos por medio de hijos a los que la familia vincularía con un reino híbrido. Durante una fiesta de tres días se casó a cien parejas, sobre un centenar de divanes, con regalos de boda, ropajes plateados y púrpuras, joyas y cuberterías de lujo, y una tienda matrimonial persa para cada uno. El núcleo era la boda real definitiva: Alejandro se casó con la hija de Darío, la joven Stateira, y Parysatis, hija de Artajerjes III. Los reyes, que desconfían de sus propias familias, tienen que crearse una. Hefestión se casó con la otra hija de Darío, Drypetis. Alejandro estaba forjando una dinastía mundial, argéada-haxamanishiya.
En vez de gestionar el imperio desde su capital, Babilonia, Alejandro no pudo resistirse a emprender más expediciones. Navegó Tigris abajo, hacia el Golfo, y subió de nuevo hacia Opis, donde su ejército se amotinó. Alejandro ordenó a Seleuco,11comandante de la guardia del Escudo de Plata, que ejecutara a los rebeldes; luego arengó a las tropas haciendo hincapié en los logros de su padre y en los suyos, y se reconcilió con su ejército. La lealtad de sus sátrapas, en una atmósfera cada vez más amenazadora, le provocaba una preocupación paranoica y purgó el entorno: mató a cuatro de sus sátrapas, expulsó del cargo a otros cuatro, cuatro más murieron o fueron ejecutados, y llamó a quien había sido durante mucho tiempo su virrey en Macedonia, Antípatro.
De pronto perdió al hombre en el que más confiaba: Hefestión murió de resultas de una borrachera desmedida. Alejandro quedó aturdido, mató al médico de Hefestión, cortó las crines de los caballos de su amigo, extinguió los fuegos sagrados de Persia —señal de la muerte de un rey— y ordenó esculpir la estatua de un león, que aún se conserva en Hamadán.
De vuelta en Babilonia, Alejandro vivió en el palacio de Nabucodonosor con sus esposas, amantes, eunucos y dos Compañeros, Tolomeo y Seleuco. Entre sus fiestas de borrachera y juego y sus viajes en barco —a veces engalanado con cuernos, como el dios Amón-Ra— fue recibiendo a embajadores, amenazó a los cartagineses con someterlos, planeó una nueva expedición a Arabia y propuso construir una pirámide egipcia mayor que la de Guiza. En materia de amor no era sentimental, pero necesitaba un heredero y la reina Roxana se lo dio.
Cuatro días antes de partir hacia la invasión de Arabia, cayó enfermo, con fiebre. Los cortesanos fueron presa del pánico y las conspiraciones; los soldados desfilaban junto a su cama; los médicos lo sangraban y purgaban. Solicitó que su entierro fuera divino y faraónico: en Siwa, en el desierto de Libia. Le entregó su anillo a Pérdicas —que había sido uno de sus Guardaespaldas durante mucho tiempo y era quiliarca desde la muerte de Hefestión— para que se ocupara de los asuntos reales mientras él estaba incapacitado. Bromeó débilmente, pero con un realismo característico, afirmando que se lo dejaba todo «al más fuerte» o «el mejor». Sus sucesores tendrían que enfrentarse entre sí como los competidores de unos juegos funerales. Cayó en coma y falleció —fuera por la bebida, algún veneno, la fiebre tifoidea o la reinfección de heridas antiguas— cuando contaba treinta y dos años.
La masacre fue inmediata. Se mezclaron las rivalidades familiares y la política fría: Roxana, embarazada (y convencida de que tendría un varón), tuvo noticia de que Stateira también estaba encinta; cualquier hijo de ellas sería un sucesor. Impuso orden regio en el caos, invitando a las reinas persas a Babilonia y envenenando tanto a Stateira como a Parysatis, hijas de Darío III y Artajerjes III, mientras Sisygambis se suicidaba dejando de comer. La dinastía había acabado.
El quiliarca Pérdicas reclamó la regencia y asesinó a un oficial que le desafió. En los encuentros de los grandes imperaba la tensión. Pérdicas asignó puestos y provincias: Seleuco fue quiliarca; Tolomeo solicitó Egipto, y se le concedió. Mientras los taxidermistas egipcios cumplían con la función sagrada de embalsamar el cuerpo del faraón Alejandro, los paladines debatieron sobre quién le debía suceder: pensaron en Hércules, el hijo de cinco años que le había dado su amante persa Barsine, pero también estaba Arridayo, hermano del difunto. No se hallaba en condiciones de gobernar pero le eligieron a él, con el nombre de Filipo III, para que compartiera el trono con el feto nonato de Roxana. A las pocas semanas la reina alumbró triunfalmente al correy Alejandro IV. Lejos, en Grecia, en Olimpia, la madre de Alejandro le ofreció la mano de Cleopatra (la hermana de Alejandro) a Pérdicas, quien, como estaba en posesión de un rey difunto y dos vivos, así como del grueso del ejército, y contaba con el respaldo de un quiliarca capaz como Seleuco, estaba bien situado para gobernar el imperio hasta que el bebé Alejandro IV creciera. Según había predicho el rey en su lecho de muerte, era muy improbable que los jactanciosos paladines que habían conquistado el mundo —«hombres cuya codicia no reconoce límites en el mar, la montaña ni el desierto, y cuyos deseos sobrepasan los límites que definen Europa y Asia», en palabras del historiador Plutarco— aceptaran confinarse en una provincia menor; y todos ellos, contagiados del mismo afán por dominar el mundo que caracterizó a Alejandro, se apresuraron a tomar para sí todo lo que pudieron.
El más astuto de ellos, Tolomeo, amigo de infancia de Alejandro, además de miembro de los Guardaespaldas y los Compañeros, partió a tomar posesión de Egipto.
En 321, mientras Pérdicas intentaba someter Anatolia, Filipo III, el bebé Alejandro IV y la reina Roxana escoltaron la colosal y suntuosa carroza fúnebre de Alejandro. Con relieves de oro, perfume de mirra, columnas jónicas, figuritas de Niké en cada esquina y bustos cornudos del íbice sagrado de Amón, con frisos de elefantes y leones, la vasta carroza que contenía el ataúd egipcio (de forma humana) y la momia embalsamada, tirada por 64 mulas enjoyadas y precedida por una guardia de honor de elefantes y soldados, fue recorriendo el lento y glorioso camino de Egas. Sin duda su aparición tuvo que ser espectacularmente fabulosa. Pero quien la acogió con más entusiasmo fue Tolomeo.
En algún punto de Siria Tolomeo secuestró el sarcófago —si de secuestros de cadáveres hablamos, ¿quizá este sería insuperable?— y lo escoltó de regreso para exhibirlo en Menfis. Aunque los reyes llegaron a Grecia sanos y salvos, Pérdicas se dirigió a Egipto para recuperar la momia del conquistador mundial; pero Tolomeo derrotó al regente y Seleuco lo asesinó. En la posterior división del imperio, Tolomeo se quedó con Egipto, Seleuco recibió Babilonia y un general de larga trayectoria, Antígono el Tuerto, controló la Anatolia central. En las guerras consiguientes Seleuco perdió Irak, se incorporó al servicio de Tolomeo en Egipto y Antígono emergió como el sorprendente vencedor.
La lucha entre los paladines fue compleja, cruel y siempre cambiante. Cada vez que uno obtenía la primacía los demás se coaligaban para frenarlo. Olimpia, que en este momento contaba cincuenta y cinco años, estaba a la altura homicida de los hombres. En 317 la reina se apoderó de Macedonia para apoyar al bebé Alejandro IV y a su madre Roxana, con la oposición de su hijastro Filipo III. Olimpia venció y se apresuró a asesinar a Filipo, pero al cabo de unos meses otro general la capturó y sometió a juicio. Como los soldados se negaron a derramar sangre de Alejandro, murió lapidada. El rey Alejandro IV y Roxana dieron con sus huesos en una celda; entre tanto Hércules y su madre Barsine vivían tranquilamente en Anatolia, pero nadie se había olvidado de ellos. La competencia a degüello iba haciendo menguar la familia de Alejandro, rival tras rival.