Las Casas de Sargón y Amosis:
zigurats y pirámides

POETA, PRINCESA, VÍCTIMA, VENGADORA: ENHEDUANNA

Hace unos cuatro mil años, Enheduanna se hallaba en la cúspide de su esplendor cuando un invasor que asaltó el imperio atacó su ciudad, apresó a Enheduanna y, sin lugar a dudas, la violó. Ella no solo sobrevivió, sino que recuperó el poder y se recuperó a sí misma escribiendo sobre aquella experiencia terrible. Enheduanna fue la primera mujer cuyas palabras podemos escuchar; el primer autor con nombre propio, hombre o mujer; la primera víctima de abusos sexuales que escribió sobre la violación; y una integrante de la primera dinastía de cuyos miembros tenemos noticias individuales. Gozaba de tantos privilegios como podían alcanzarse hacia 2200 a. C.: era una princesa del imperio acadio (cuyo centro se situaba en Irak), suma sacerdotisa de la diosa de la Luna e hija favorita de Sargón, el primer gran conquistador del que tenemos noticia. Pero como todos los imperios, el suyo se basaba en el poder y la violencia; y cuando el imperio se tambaleó fue ella, como mujer, quien soportó el hundimiento bajo la forma de la violencia sexual.

Probablemente contaba algo más de treinta años. Políticamente ya había adquirido experiencia por su prolongado servicio como gran sacerdotisa de la diosa lunar (Nanna o Sin) y era una potentada de la ciudad de Ur. Por edad aún podía engendrar hijos. Había crecido en la corte de su padre: Sargón, rey de los Cuatro Cuadrantes del Mundo, desde el Mediterráneo al golfo Pérsico. Su madre, Tashlultum, era la favorita entre las reinas de Sargón. Enheduanna creía apasionadamente en su diosa patrona, pero también gozaba de los lujos de la realeza: en un disco se la representa con una bata estriada, una gorra y el pelo cuidadosamente trenzado, mientras ejecuta un ritual en su templo. Tenía a sus órdenes a un personal ingente —como demuestran los sellos de «Adda, administrador de las haciendas de Enheduanna» y «Sagadú el escriba»—, pero la moda y el peinado también eran importantes: otro de los sellos alude a «Ilum Palilis, peluquero de Enheduanna, hija de Sargón». En su complejo de templos Enheduanna se hacía trenzar el pelo por Ilum Palilis —el primer estilista que consta como tal en el registro histórico— mientras iba dictándole a Sagadú órdenes sobre sus fincas y los rebaños del templo, o bien sus propios poemas. Los himnos de la sacerdotisa ensalzan a la diosa —«cuando ella habla, el cielo se conmociona»— y por descontado a su padre, «mi rey». Pero cierto tiempo después de que Sargón muriera, cuando a los hijos y nietos no les resultaba fácil mantener el imperio unido, un invasor o un rebelde —conocido como (el rey) Lugal— asestó un golpe con el que logró apresar también a la princesa-sacerdotisa-poeta. Poseerla le concedía el prestigio de Sargón el Grande; si lograba tener un hijo con ella, quizá podría fundar una dinastía ennoblecida por la sangre de Sargón. Enheduanna sabía a qué se enfrentaba: «Diosa lunar, Sin, ¿es acaso este Lugal mi destino? ¡Pedid a los cielos que me liberen!», escribió. Al parecer este advenedizo la violó: «Ese hombre ha mancillado los ritos decretados por los sagrados cielos ... Forzando la entrada como si fuera un igual, osó acercarse a mí con su lujuria». Lo recordaba tan visceralmente como sin duda lo haría cualquier mujer en esa situación: «con su mano babosa me tapó la miel de la boca». Además la alejó del templo que tanto amaba: «Cuando Lugal mandaba me expulsó del templo, me hizo salir volando por la ventana como a una golondrina».

Pero tuvo suerte: el imperio contraatacó. Su hermano o su sobrino aplastaron a Lugal y reconquistaron los dominios acadios, liberaron a Enheduanna y le devolvieron la condición de suma sacerdotisa. ¿Cómo se lamentó por el dolor y celebró haber sobrevivido? Como hacen los escritores: escribiendo. Y escribió orgullosa: «Soy Enheduanna, ¡permitidme que os hable! Mi oración, mis lágrimas fluyen como un tósigo dulce. Me adentré en la oscuridad, que me envolvió con su remolino de polvo».

La fecha exacta y los detalles concretos de este episodio se desconocen, pero sabemos que Enheduanna existió y conocemos sus palabras. Al haber sobrevivido como mujer, y además haber dejado su rastro como autora y soberana, representa la experiencia de las mujeres a lo largo de la historia, como la gobernante, escritora y víctima cuya supervivencia ella misma celebra de una forma inolvidable, como una diosa «con ropaje de reina ... montada sobre una traílla de leones» que hace «trizas a sus enemigos». Tanto la imagen como la voz resultan asombrosamente modernas sin dejar de ser muy propias del siglo XXIII a. C.

Enheduanna vivió hace mucho, pero en ese momento ya hacía mucho que existían las familias. Probablemente empezaron en África. No sabemos cuál fue la evolución exacta del ser humano y probablemente nunca llegaremos a averiguarlo. Todo lo que sabemos es que, en origen, todos los humanos proceden de África; que la crianza de los hijos requería de equipos, lo que llamamos familias; y que la historia de la humanidad, desde sus inicios hasta el siglo XXI d. C., es un drama insuperablemente emocionante y complejo. Los historiadores llevan tiempo debatiendo sobre en qué momento se inició la historia.1Es fácil apuntar hacia las huellas de pisadas, los útiles tallados, las paredes en ruinas y los fragmentos de hueso; pero para los fines de este libro la historia empezó cuando la guerra, la comida y la escritura se coaligaron para permitir que un potentado —por lo general un hombre, como Sargón, pero en ocasiones una mujer, como Enheduanna— se hiciera con las riendas del poder y lo trasladara a unos hijos educados para tal fin.

Hace entre siete y diez millones de años, mientras en nuestro planeta —por su parte con una antigüedad de entre cuatro y cinco mil millones de años— imperaba una sucesión de eras glaciales con fases intermedias de recesión, unos homininos de un género que en la actualidad se desconoce se separaron de los chimpancés. Después, hará unos dos millones de años, en África oriental había evolucionado una criatura que caminaba erguida sobre dos pies. Era el Homo erectus, que perduró durante la mayor parte de los siguientes dos millones de años —el período más prolongado de la existencia humana— y que vivía de la recolección y la caza. Poco después algunas de estas criaturas emigraron hacia Europa y Asia, donde los distintos climas generaron el desarrollo de distintas ramas que los científicos han bautizado con nombres latinos (por ejemplo antecessor o, por el lugar de descubrimiento de sus huesos, neanderthalensis y heidelbergensis). El ADN sugiere que en su mayoría eran de piel y ojos oscuros. Ya utilizaban hachas líticas. Hace unos quinientos mil años, en una extensión que iba de Suráfrica a China, estaban cazando animales grandes y quizá utilizaban el fuego para cocinar. Hay pruebas de que, desde el principio, había entre ellos tanto actos de cuidado como de violencia: algunos individuos discapacitados alcanzaban una longevidad notable, lo que sugiere la existencia de una atención social, mientras que algunos cráneos hallados en una cueva del norte de España muestran heridas en la cabeza que se infligieron hace unos cuatrocientos treinta mil años: los primeros asesinatos confirmados. Hace unos trescientos mil años empezaron a encender hogueras lejos de su ubicación habitual, lo que por primera vez suponía modificar el paisaje; y usaban lanzas de madera, y trampas, para la caza mayor.

Los cerebros de los homininos casi triplicaron su tamaño, lo que requería una alimentación cada vez más rica. El mayor tamaño de la cabeza complicó el parto: la estrechez de la pelvis de las mujeres —a medio camino de la forma necesaria para caminar erguida y la necesaria para dar a la luz— hizo que los alumbramientos resultaran peligrosos tanto para las madres como para los bebés, una vulnerabilidad que ha contribuido a dar forma a las familias a lo largo de la historia. Suponemos que esto comportaba que, para ayudar a criar a los bebés, quizá en ausencia de la madre, se necesitaría un grupo de gente relacionada; de ser así, estas pequeñas comunidades con parentesco sanguíneo se convirtieron en la unidad definitoria de la historia humana: la familia, la familia que aún necesitamos hoy, por mucho que seamos los amos del planeta, dominadores de todas las demás especies y creadores de unas nuevas tecnologías nada desdeñables. A los antropólogos les encanta proyectar la idea de que las familias eran de una dimensión determinada, que los hombres se encargaban de tal tarea y las mujeres de tal otra; pero todo esto son tan solo conjeturas.

Lo más probable es que existiera un mosaico de muchas especies de homininos, de aspecto diferenciado, que coexistían a veces de forma aislada, a veces cruzándose entre sí, a veces luchando. Hace aproximadamente ciento veinte mil años, cuando la tierra experimentaba un período de calentamiento (hasta el punto de que había hipopótamos bañándose en el Támesis), surgieron en África los seres humanos modernos, el Homo sapiens, «hombre sabio». Sesenta mil años más tarde algunos de estos humanos habían emigrado a Asia (a Europa llegaron más tarde) y a lo largo de su camino hacia el este se encontraron con las otras especies de homininos. Las razones de sus viajes son un misterio; pero se antoja muy probable que respondieran a una combinación de la búsqueda de alimentos y de tierras con los cambios climáticos y ambientales, a brotes de enfermedades, a ritos religiosos y al amor a la aventura. Atravesaron también extensiones marítimas incluso de cien millas, a bordo de simples botes con los que llegaron a Indonesia, Australia y Filipinas hace entre sesenta y cinco mil y treinta y cinco mil años. Luego se aventuraron por el Pacífico, una isla tras otra.

La especie Sapiens coexistió con las otras familias de homininos: durante más de cien mil años, lucharon contra algunos neandertales, a los que en ocasiones mataron, y formaron familias con otros. En la actualidad la población europea, china y nativa americana cuenta con un 2 % de genes neandertales en su ADN; en el caso de algunos indígenas australianos, melanesios y filipinos se añade otro 6 % de un ADN heredado de una antigua y enigmática población asiática cuya identificación inicial se debe a los fósiles fragmentarios y las muestras de ADN descubiertos en la cueva siberiana de Denísova. Este modelo de migraciones, asentamientos y conquistas —el desplazamiento masivo de familias ya existentes y la generación de familias nuevas por efecto de la crianza, la mezcla y la competencia (a veces, asesina)— es una danza perpetua del ser humano, una danza de creación y destrucción que se inició temprano, se ha repetido a lo largo de la historia y pervive en la actualidad. Los humanos que emergieron eran prácticamente uniformes en su apariencia: rostros gráciles, cráneos globulares, narices pequeñas, con una identidad biológica casi total. Sin embargo se han utilizado diferencias minúsculas para justificar siglos de conflicto, opresión y racismo.

Hace unos cuarenta mil años, el Homo sapiens había dejado atrás a los otros homininos, a los que había matado o absorbido, y había eliminado asimismo a muchos grandes animales. Bastante antes había desarrollado cuerdas vocales que le permitían hablar y unos cerebros que activaban el deseo y la capacidad de contar historias. De algún modo la preferencia por la comodidad, la necesidad de una seguridad mayor, el instinto de crianza de los niños y quizá también el placer de la compañía animaban a la gente a establecerse en grupos familiares. Vivían de la caza y la recolección, adoraban a los espíritus de la naturaleza, expresaban sus creencias mediante pinturas rupestres —las más antiguas conocidas se hallan en Indonesia y Australia y tienen más de cuarenta mil años de antigüedad—, tallaban figuras de mujeres exuberantes y hombres con cabeza de león, y realizaban algunos entierros rituales en tumbas guarnecidas con joyas y abalorios. Tejieron sus primeras telas de lino, lo que les permitió no depender en exclusiva de las pieles animales; los arcos y las flechas mejoraron la caza, para la cual además se entrenaron perros que luego se domesticaron. Estos cazadores-recolectores eran altos y atléticos, de dientes poderosos, no corrompidos por los cereales o el azúcar. Pero a lo largo de la historia el destino de una persona lo han decidido la geografía y la temporalidad: unos vivían entre una abundancia ubérrima, otros malvivían en las duras condiciones de la tundra gélida.

Hace unos dieciséis mil años el clima empezó a calentarse, y los hielos, a retroceder; en algunas regiones prosperaron las hierbas y las legumbres, a la par que los rebaños de rumiantes. Algunos grupos de cazadores-recolectores atravesaron el istmo helado que unía Asia con Alaska y llegaron a América. En una instantánea de la peligrosa existencia de hace unos trece mil años, se han preservado las huellas de una mujer en Nuevo México, que, acompañada de un niño que a veces dejaba en el suelo y a veces portaba en brazos, era hostigada por una manada de felinos de dientes de sable. Según las huellas, la mujer deshizo el camino en solitario. Quizá los felinos habían devorado al niño.

Los seres humanos empezaron a construir estructuras, primero de madera, luego de piedra. En Rusia y Ucrania, cerca de los límites del hielo, levantaron empalizadas de madera embellecidas en ocasiones con huesos y colmillos de mamut; posiblemente, para celebrar el éxito de una cacería. Enterraban en tumbas trabajadas a una pequeña selección de personas, muchas con deformidades físicas, que tal vez consideraban sagradas. Los habitantes de la Amazonia usaban ocre para pintar un mundo de mastodontes, perezosos gigantes y caballos; los de Australia retrataban bandicuts y dugongos. En Japón se hacía cerámica; en China la cocían para que las piezas resistieran el fuego culinario. Se trataba de personas plenamente formadas, no de simios. Es probable que sus familias, como las nuestras, compartieran rituales sagrados y conocimientos útiles al mismo tiempo que sentían odio hacia algunos parientes próximos o rivales distantes. Resulta tentador imponer sobre este pasado la imagen ideal de que las mujeres de la época eran muy poderosas; en la práctica, lo cierto es que apenas sabemos nada sobre ellas.

El deshielo se aceleró hace unos once mil setecientos años, cuando empezó la era templada en la que aún vivimos; el ascenso de las aguas separó de Asia las Américas y Australia, y Gran Bretaña de Europa continental. Por entonces habitaban el planeta quizá unos cuatro millones de personas. Cuando la mayor parte del hielo se había deshecho, hacia 9000 a. C., unos pocos afortunados descubrieron que vivían en regiones en las que podían criar animales y cultivar plantas. Hacia 8000 la caza y la gestión forestal de los humanos empezó a provocar la extinción de los grandes mamíferos: mamuts, mastodontes, los caballos indígenas de América. Durante varios milenios mucha gente siguió viviendo estacionalmente: en pos de los rebaños salvajes en una estación, recolectando frutas y hierbas en otra. Pero incluso antes de que la agricultura se hubiera organizado plenamente, en todo el mundo —de Japón a Finlandia y las Américas— se alzaban estructuras monumentales de fines tanto sociales como sagrados. Estos templos funcionaban como calendarios asociados a los cuerpos celestes, y es probable que la gente se reuniera allí para celebrar una buena cosecha y luego regresara a su vida de caza y recolección. En el sureste de Turquía, unos cazadores-recolectores que aún no se dedicaban a la agricultura pero ya compartían ritos religiosos levantaron las estructuras de la Göbekli Tepe, que recuerdan a unos templos, con columnas rematadas con esculturas de zorros, serpientes y escorpiones. Cerca, en Karahan Tepe, construyeron otro templo monumental decorado con esculturas de personas, incluida una sala menor con once estatuas fálicas (phalloi). Estos templos, que empezaron a erigirse hacia 9500 a. C. (unos cuatro mil quinientos años antes que Stonehenge) se utilizaron durante más de mil quinientos años.

La gente empezó a asentarse en aldeas y poblados —uno de los más antiguos se hallaba en Jericó, en Canaán (Palestina)— antes de que la agricultura se convirtiera en la fuente principal de su alimentación, es decir, mientras seguían cazando y recolectando. En contra de la imagen tradicional de una «revolución», no hubo ningún cambio repentino: muchos pueblos fueron alternando repetidamente entre la agricultura y la caza, la pesca y la recolección. Aunque para domesticar un cultivo se requieren tan solo entre treinta y doscientos años, se necesitaron tres mil (el tiempo que separa nuestro presente del período de los faraones) para que los primeros cultivos dieran paso a una agricultura sólida, y otros tres mil hasta que empezaran a formarse los primeros Estados; sin olvidar que, en la mayoría de las regiones del mundo, tales Estados ni siquiera llegaron a emerger.

Al principio este cambio supuso un empeoramiento de la dieta de la mayoría de la población: estos agricultores eran más bajos, débiles y anémicos, y sus dientes estaban peor. Las mujeres trabajaban al lado de los hombres y con las tareas de plantación, recogida y molido desarrollaron unos brazos más fuertes. Es posible que la vida fuera mejor antes de la agricultura, pero esta se impuso porque era más eficiente para la especie. La competencia era feroz; los poblados agrícolas derrotaron a las bandas de cazadores que codiciaban sus reservas de alimento. Por razones que se desconocen, los templos de Göbekli y Karahan Tepe quedaron colmados y sepultados. En Jericó el millar de habitantes de la ciudad levantó las primeras murallas conocidas, con el fin de protegerse mejor. Enterraban a los muertos debajo de sus casas y, a veces, después de retirar la carne, remodelaban las caras con yeso y colocaban piedrecitas en las cuencas de los ojos. Estos retratos craneales fueron populares en una región extensa, de Israel a Irak, en lo que supone una nueva confirmación de que los seres humanos eran capaces de imaginar intelectualmente seres mágicos y sobrenaturales, así como de reconocer la diferencia entre el cuerpo y el espíritu.

A partir de 7500 a. C., aproximadamente, los más de cinco mil habitantes de Çatalhöyük (Turquía central) vivían de la plantación de cereales y la cría de ovejas y habían empezado a forjar útiles de cobre. Cerca de Raqqá, en Siria, los residentes de Tell Sabi Abyad construyeron graneros para almacenar reservas y recurrían a fichas de arcilla para llevar un registro cuantitativo de sus posesiones. La tela intacta más antigua preservada, descubierta en Çayönü (Turquía), se remonta a 7000 a. C. Con la protección de las murallas urbanas, las mujeres engendraban más hijos a los que destetar —para luego alimentarlos con gachas—, pero la mitad morían jóvenes porque vivían demasiado cerca de personas y animales que les contagiaban enfermedades: en aquel momento, como en nuestros días, las epidemias eran un síntoma del éxito de la especie, no de su fracaso. En todo caso para organizar el cultivo de más comida se requerían más asentamientos: entre 10000 y 5000 a. C., la población mundial creció escasamente, pasando tan solo de cuatro a cinco millones de personas. Durante la mayor parte de la historia —en los ocho milenios y medio posteriores— la expectativa de vida se situó en torno de los treinta años.

Surgieron ciudades pequeñas en Irak, Egipto y China, y posteriormente en Pakistán/la India. La presencia de suelos fecundos, húmedos y ribereños, sumada a las razas más útiles de los animales domesticados, hizo prosperar especialmente a estas cuatro regiones, donde se desarrollaron sociedades complejas que durante muchos milenios les otorgaron la supremacía en Euráfrica.

Por todo el mundo se empezaron a erigir estructuras megalíticas, de piedras gigantes, a menudo con formas circulares. Hacia 7000 a. C., los nubios —que no eran egipcios, sino africanos subsaharianos— trajeron piedras colosales de lugares remotos y las levantaron en Nabta Playa, en círculos asociados a la observación de las estrellas. Hubo los primeros intercambios de mercancías y productos de lujo; desde Irán a Serbia se extrajo y trabajó artesanalmente el cobre, el oro y la plata; para los entierros se utilizaba el lapislázuli; en el valle del Yangtsé, los chinos empezaron a tejer seda.

En Malta, Alemania, Finlandia y más adelante, Inglaterra hubo comunidades que desplazaron piedras gigantescas en distancias muy largas para erigir estructuras que, posiblemente, eran templos pensados para seguir los movimientos del sol, predecir la lluvia, hacer sacrificios humanos y celebrar la fertilidad. La fe era inseparable del poder y la familia: tanto hombres como mujeres se dedicaban a la caza y al campo, pero es probable que ellas criaran a los hijos y se encargaran de tejer. El tejido más antiguo se ha encontrado en el valle del Jordán. En África, donde las familias tejían con fibras de rafia y corteza, el poder quizá estuvo en manos de las mujeres y se heredaba por el linaje femenino.2En Eurasia empezó a calcularse un valor para la habilidad de las mujeres; los padres imponían un precio por la novia, pagadero por los futuros maridos que, si gozaban del poder suficiente, podrían mantener a diversas mujeres y proteger a los hijos comunes. Originalmente las familias honraban por igual los linajes masculino y femenino, pero para evitar los conflictos por las tierras o los cereales en algún momento se empezó a favorecer el linaje masculino, a pesar de que genéticamente no había diferencia entre los descendientes; la tradición todavía está vigente hoy en muchos lugares, incluso en estos tiempos del iPhone. Sin embargo, las mujeres podían ascender y alcanzar el poder incluso en Irak.

KUBABA: LA PRIMERA REINA

En Eridú, junto a una laguna iraquí próxima a la desembocadura del río Éufrates, que va a dar al golfo Pérsico, pastores y pescadores fundaron hacia 5400 a. C. un pueblo en el que también erigieron un templo dedicado al dios Enki. El medio era tan abundante que en la zona se levantaron también otras ciudades, tan próximas que prácticamente se veían las unas a las otras. La invención de la rueda de huso —una esfera con un agujero— quizá fuera la del primer artilugio, contemporáneo al desarrollo de la cerámica y la agricultura. Este útil de costura tuvo consecuencias que fueron mucho más allá de su utilidad práctica. Las telas, que costaba producir y por lo tanto adquirir, eran sin embargo esenciales: la sociedad se basaba en la comida, la guerra y la ropa. Eridú fue una de las primeras ciudades de Sumeria, seguida por Ur y Uruk, donde se levantó un zigurat: una torre escalonada coronada por un templo en homenaje de Anu, el dios solar.

Sus líderes eran tanto patriarcas como sacerdotes. En parte sus dioses empezaron siendo unos charlatanes graciosos, pero se fueron transformando en jueces más severos que amenazaban a quienes incumplían las reglas y luego se encargaron de vigilar algo aún mayor: la vida después de la muerte. A medida que los soberanos y las comunidades se engrandecían y la competencia se volvía más feroz, los dioses también se engrandecían.3

Se desconoce cómo se organizaba Uruk —acogía a más de veinte mil personas, pero no había palacios ni se menciona al «pueblo»—, pero había reyes sacerdote y los templos controlaban la riqueza. Es probable que la idea de la propiedad se iniciara en referencia a los artefactos y tesoros especiales que se reservaban específicamente para los espacios sagrados de estos templos.

Al norte, en las estepas eurasiáticas, se estaba domesticando a los animales que hasta el siglo XIX ayudarían a los humanos a dominar las extensiones terrestres: los caballos. Hacia 3500 se introdujeron los frenos y las riendas, que permitieron montar a las caballerías. Pronto se desarrolló también la rueda, probablemente en Ucrania/Rusia, donde aparecen las primeras referencias lingüísticas a este invento. Se cree probable que la rueda llegara a Irak antes que los caballos, pues los primeros carros de la zona estaban tirados por otro miembro de la familia equina, el kunga —un robusto híbrido de asna y de onagro sirio, el primer ejemplo conocido de hibridación intencionada de los animales—, que figura así en las representaciones artísticas, enganchado a la armazón. No hace mucho se descubrieron en Siria los restos de uno de estos primeros carros de cuatro ruedas. La nueva tecnología pasó a la India; los kungas se extinguieron; los caballos sirvieron para que los pastores se convirtieran en una feroz caballería nómada y las familias recorrieran grandes distancias para establecerse en tierras nuevas y lejanas. La guerra ya impulsaba la tecnología: los carros se adaptaron al combate, como cuadrigas, tan prestigiosas que los caudillos —a los que, cuando morían, se sepultaba con su caballo y su cuadriga— empezaron a desplegar ejércitos de carros en sus batallas. Los pueblos esteparios también encontraron reservas de cobre: en Sintasha, al norte del mar de Aral, se creaba bronce aleando cobre con cinc de Bactriana (Afganistán), y se lo usaba para armas y decoraciones.

Estos jinetes no tardaron en estar a las órdenes de caudillos armados con espadas, que erigieron bastiones con amplias salas de audiencia, quizá los primeros palacios —se ha encontrado uno en Arslantepe (Turquía oriental)— y sepultaron a sus guerreros heroicos, hombres, en extravagantes sepulturas con alimentos, espadas y joyas.

Hacia 3100 es posible que el pueblo de Uruk —nombre que significa «el Lugar»— inventara la escritura. En un principio se utilizaron pictogramas, pero luego se pasó a marcar tablas de arcilla mediante un junco tallado al bies; es la escritura cuneiforme («de forma de cuña»). Las primeras personas cuyo nombre ha pasado a la historia son un contable, un amo y dos personas esclavizadas. El primer recibo conocido, confirmado por la primera firma de la primera persona nombrada (el contable), dice: «29.086 medidas de cebada. 37 meses. Kushim».

Otro da fe de la propiedad de En-pap X y Sukkalgir, las primeras personas esclavizadas cuyo nombre se ha preservado. Estas sociedades eran esclavistas. No sabemos en qué momento se inició la esclavitud, pero probablemente fue hacia las mismas fechas que las batallas organizadas. En su mayoría los esclavizados debían esta condición a la guerra (tras ser apresados) o a las deudas. Los tributos reales pagaban la soldada de quienes capturaban a los esclavos que pasaban a construir las ciudades o afanarse en la servidumbre doméstica: toda historia de la familia es también una historia de la esclavitud.

Hacia 2900 hallamos reyes —designados como «grandes hombres», lugalene, en sumerio— como gobernantes de todas las ciudades iraquíes, entregadas ahora a guerras crueles: «Kish fue derrotada y a su monarca lo llevaron a Uruk. Luego Uruk fue derrotada y a su monarca lo llevaron a Ur». La realeza «venía del cielo» y pronto se hizo hereditaria. La corona no recaía sobre los hijos mayores. Los reyes tenían muchos hijos con diversas esposas de alcurnia y otras mujeres de menor rango y elegían a los más capaces; otras veces el hijo más feroz mataba a sus hermanos. Lo que se ganaba en capacidad se perdía en estabilidad, porque los hijos luchaban por el poder y, con no poca frecuencia, destruían con ello el reino que codiciaban. Al tiempo que en Gran Bretaña se celebraban ritos en Stonehenge,4tenemos noticia de una de las primeras familias gobernantes: hacia 2500 dominaba en Kish la primera mujer potentada de la que tenemos conocimiento: Kubaba, propietaria de tabernas y cerveceras, a quien sucedieron su hijo y su nieto.5No sabemos nada más sobre ellos, pero sí bastante sobre su mundo.

Ahora estos reyes construyeron palacios junto a templos ricos; gobernaban con una jerarquía de cortesanos, generales, recaudadores de impuestos. La escritura era uno de los medios del gobierno: dejaba constancia de propiedades, de transacciones de cereales, de la promulgación de leyes. Los sumerios crearon imágenes de sí mismos, tanto hombres como mujeres, a veces rezando, otras veces bebiendo o haciendo el amor. Apuntaron recetas y tanto las mujeres como los hombres celebraban la pasión sexual; bebían cerveza con ayuda de pajas y tomaban opio. Más adelante sabemos que estudiaban matemáticas y astronomía.

Han sobrevivido miles de textos cuneiformes que revelan un mundo en el que sin duda uno se encontraría con impuestos, guerra y muerte; pero también con las oraciones de los sacerdotes para asegurarse de que el sol brillaría, llovería, los cultivos crecerían, las ovejas criarían, las palmeras lucirían su belleza al amanecer, los canales estarían llenos de peces.

Uruk y las ciudades sumerias no eran únicas ni estaban aisladas. Las ciudades se convirtieron en plazas de mercado, puntos de intercambio de información, agencias matrimoniales, carruseles sexuales, fortalezas, laboratorios, cortes y teatros de la comunidad humana. Pero esto tenía un coste. Los habitantes de las ciudades tenían que conformarse: habían renunciado a los conocimientos de la vida salvaje y las emociones de la estepa y, por lo tanto, no se bastaban para alimentarse por sí mismos. Si la cosecha se perdía, se morían de hambre; durante una epidemia, morían por cientos. Sumeria se relacionaba con otros mundos. El lapislázuli, la primera mercancía de lujo internacional, nos cuenta la historia: se extraía en las minas de Afganistán, pasaba por las ciudades de la India/Pakistán, se vendía a Sumer —mencionada en la Epopeya de Gilgamesh6—, de aquí a Mari, en Siria, y luego a Egipto, donde se utilizaba para producir objetos como los hallados en el templo y la ciudad de Abedyú (Abidos).

Hacia 3500 a. C., los pueblos de Egipto empezaron a consolidarse y asentarse como entidades políticas mayores. Cincuenta años más tarde, el rey del sur, Cheni (Tinis), conocido como Narmer («siluro»), unificó Egipto bajo una sola corona. Celebró su victoria mediante festivales religiosos en los que se servía cerveza sagrada, así como mediante objetos que la conmemoraban. Es el caso de una paleta —usada para moler y mezclar los productos cosméticos empleados por hombres y mujeres— que le muestra abatiendo a un enemigo con la maza levantada, bajo la mirada de una diosa vaca; en el otro lado de la paleta Narmer, representado ahora como un poderoso toro sagrado, aplasta a los rebeldes bajo sus pezuñas; en su figura de emperador también contempla a varios enemigos caídos, decapitados y con el pene cercenado. La primera vez que atisbamos en verdad el refinamiento y la crueldad de Egipto es en un artefacto cosmético... y un montón de penes.

KEOPS Y SU MADRE: LOS CONSTRUCTORES DE PIRÁMIDES

Egipto fue el primer reino africano del que conservamos noticia. La monarquía egipcia reflejaba una forma de vida en la que todo dependía del río Nilo y del sol. Sus ciudades y pueblos estaban distribuidos a lo largo del curso fluvial que fertilizaba los suelos. El sol, que atravesaba el cielo cada día, era considerado como un dios cuyo trayecto diario resumía la vida entera. Los reyes recorrían el Nilo arriba y abajo —e incluso descendían al inframundo— a bordo de barcas espléndidas.

Narmer y su familia vivieron en palacios de adobe y fueron enterrados en tumbas de adobe, en el desierto de Abedyú, donde un gran recinto asimismo de adobe albergaba los barcos que los llevarían por el cielo hasta unirse con el sol.

Los reyes egipcios reflexionaron con profundidad sobre la vida y la muerte, y creían en las funciones sagradas que se les atribuían y que se ensalzaban por medio de una red de templos y sacerdotes. En origen en cada ciudad se adoraba a dioses distintos, que se fueron aglomerando en un gran relato general que simbolizaba la unión de los dos Reinos —el Alto y el Bajo Egipto— así como la vida del monarca antes y después de la muerte. Como tantas narraciones sagradas, cuenta una historia familiar de amor, sexo y odio.7

En el momento de morir, los reyes no perecían de verdad, sino que se convertían en Osiris, y sus herederos, en Horus. El poder real era absoluto, según nos demuestran, en esta época, los sacrificios humanos. La sepultura del tercer rey de la dinastía de Narmer, Dyer, estaba rodeada por 318 cortesanos sacrificados.

Hacia 2650 el rey Zoser, también conocido como Necherijet, añadió una novedad a su tumba: en vez de mantener la tumba separada del recinto, erigió una estructura superpuesta, una pirámide escalonada de seis alturas, que aún se mantiene en pie. Su ministro —el chaty— era tan visionario como su maestro. Se llamaba Imhotep, y el rey confiaba tanto en él que en la base de la estatua que se alza a la entrada aparecen los nombres de los dos. Es muy probable que el ministro del rey fuera también su médico, porque más adelante se veneró a Imhotep como dios de la medicina.

El nuevo rey, Seneferu (o Esnefru), que tomó el poder en 2613 a. C., manifestó su arrogancia con su nombre de Horus: neb Maat, señor de la verdad, la justicia y el orden sagrado del universo. Esto no era todo, pues su otro nombre, necher nefer, significaba «dios perfecto». Un relato de un papiro posterior da a entender que Seneferu era tan hedonista —se hizo llevar en barca hasta el palacio de un lago, con veinte chicas a los remos, vestidas con simples redes de pesca— como agresivo: envió una embarcación de más de cincuenta metros, la Exaltación de las Dos Tierras, contra Nubia, donde esclavizó a los cautivos y se adueñó de doscientas mil cabezas de ganado.

Seneferu ordenó construir la pirámide de Meidum, que, como todos los demás edificios de este estilo, se orientaba por el eje este-oeste para asociar al rey con el recorrido diario del Sol. Quiso erigir una pirámide aún mayor en Dahshur, para la que exigió una inclinación muy pronunciada, de sesenta grados; los cimientos carecían de la resistencia necesaria y el edificio se agrietó y se hundió sobre sí mismo. Dios Perfecto ordenó entonces alzar una pirámide perfecta, mientras se completaba la que ha pasado a conocerse como Pirámide Romboidal (que sigue en pie, más de cuatro mil años después). La tercera de las pirámides de Seneferu, la Pirámide Roja, se concluyó en un tiempo récord. Es indudable que a Seneferu se le dio sepultura aquí, pero el cadáver que se encontró en los tiempos modernos terminó por perderse.

Su viuda Heteferes, que era hija, esposa y ahora madre de reyes, lo dispuso todo para que la sucesión recayera sobre su hijo Jufu (Keops), quien erigió la Gran Pirámide de Guiza, concebida para superar incluso las obras del padre. Heteferes se vanagloriaba de los títulos Madre del Rey Dual, Seguidora de Horus y Directora del Soberano, para dar a entender que si Keops respetaba a alguien, no era sino a ella.

Keops debió sentirse obsesionado por su pirámide. Quizá sea aún hoy la mayor edificación de la historia del mundo, con sus 2.300.000 sillares. Su altura de casi 147 metros la hizo destacar como la construcción más alta del planeta hasta el siglo XIX, cuando la superó la Torre Eiffel. Los obreros estaban organizados en equipos bautizados con nombres lúdicos, como «los Borrachos del Rey». En total quizá eran algo más de diez mil. Vivían en un poblado específico, instalado junto al emplazamiento de la pirámide, con servicios médicos y suministro de alimentos. Keops añadió también algunas pirámides menores para la parentela femenina.8

Cuando se dio sepultura a la madre de Keops, su tumba quedó repleta de tesoros importados, tanto en especie como en las ilustraciones: la turquesa venía del Sinaí; el cedro, del Líbano; el lapislázuli, de Afganistán; el ébano y la cornalina, de Nubia; la mirra y el incienso, del Punt, probablemente a través de los barcos de Sumer, donde un conquistador —Sargón— fundó el primer imperio.

A MI PADRE, NO LO CONOCÍ: SARGÓN, EL DESTRUCTOR DE REYES

Sargón fue un niño abandonado en un cesto, recogido y criado: «Mi madre fue una sacerdotisa, a mi padre no lo conocí», afirmaba en una inscripción poética que tal vez reflejaba su propia voz. A fin de cuentas era una familia poderosa, pero también de poetas. Sargón nació en las estepas septentrionales, «las tierras altas de Azupiranu», y no hablaba el sumerio típico del sur, sino una lengua semítica, emparentada con las que luego dieron origen al fenicio, el hebreo o el árabe. «Mi madre me concibió en secreto y me dio a luz a escondidas.» Sargón se creó a sí mismo. «Me dejó en un cesto de junco y selló la tapa con brea. Me depositó en el río, pero las aguas no se alzaron por encima de mí.» Este nacimiento encantado, la paternidad misteriosa, la oscura ocultación, el ascenso venturoso —que se repite en los mitos de tantas figuras que transformaron el mundo: Moisés, Ciro, Jesús— daban cuenta del proceso místico por el que, a través de la historia, un líder excepcional podía ascender de la nada hasta el poder.

«El aguador Akki le rescató», le crio como a un hijo propio y le nombró «su jardinero»: en una sociedad en la que toda la prosperidad se basaba en el riego y la lluvia, los tres elementos —río, aguador, jardín— son símbolos de pureza y santidad. A través de Akki el joven Sargón pudo entrar al servicio del rey de Kish, Ur-Zababa, descendiente de la reina Kubaba, y ascendió hasta la posición de copero real. El poder siempre es personal; la proximidad se traduce en influencia; cuanto más personal y absoluto sea el poder, más útil resulta hallarse cerca del cuerpo del monarca: los coperos, los médicos, los guardaespaldas, los portadores del orinal del rey, todos ellos compartían su brillo. Inanna (conocida más adelante como Ishtar), la diosa del amor, el sexo y la guerra, se apareció a Sargón en un sueño terrorífico en el que el joven se vio bañado en sangre. Cuando le reveló al rey qué había soñado, Ur-Zababa temió que fuera su propia sangre y ordenó dar muerte a Sargón, pero Inanna le avisó y el joven volvió a su puesto como si nada hubiera pasado, «sólido como una montaña». En cambio «Ur-Zababa tenía miedo», ante la duda de si Sargón se habría enterado del intento de asesinato. Pero en ese momento llegaron noticias alarmantes.

El rey más agresivo de Irak, Lugalzagesi de Umma, se había puesto en marcha con la intención de tomar Kish. Ur-Zababa envió a Sargón para que negociara con él, con una misiva sellada que, por el contrario, pedía a Lugalzagesi que matara al joven. El rey de Umma reveló la petición con despreció y soltó a Sargón para que se apoderara de Uruk. Pero luego este derrotó a Lugalzagesi y, hacia 2334, hace aparición en la historia con sus propias inscripciones. Ha adoptado el nombre regio de Rey Justo (Sharrumkin).9Organiza un desfile victorioso en el que exhibe al caído Lugalzagesi por el templo de Enlil, para luego aplastarle el cráneo con una maza.

Sargón galopó hacia el sur «para lavar las armas en el mar» (el golfo Pérsico) y seguir camino hacia el este. «Sargón, rey de Kish», se dice en la inscripción de sus tablillas, «venció en 34 batallas», invadió el reino de Elam (en Irán) y, tras continuar hacia el norte, derrotó a los nómadas amoritas y se apoderó de las ciudades de Ashur y Nínive, y de ahí viró hacia el oeste, entrando en Siria y en Turquía. «No llegará tan lejos», se las prometía el rey de Purushkhanda, pero apenas pronunció estas palabras «Sargón rodeaba la ciudad». Se hacía llamar Rey de los Cuatro Cuadrantes del Mundo y una leyenda posterior ensalza su pericia combativa mediante una metáfora inolvidable:

Los que se retuercen no dejarán de retorcerse: 

dos mujeres de parto, bañadas en su propia sangre.

Sargón creó la primera familia poderosa de cuyos miembros se han preservado noticias personales: su hija Enheduanna, la primera poeta. Pero como es natural, también estaba al corriente del poder de su padre: «Mi rey, hasta ahora nadie había creado nada similar». Se refería al imperio.

LA VENGANZA DE ENHEDUANNA

No fue casualidad que Sargón nombrara a su hija Enheduanna como suma sacerdotisa de la diosa lunar de Uruk. Los templos eran instituciones complejas y ricas, que ocupaban un lugar central en las ciudades acadias. El propio Sargón quizá fuera el primer rey que mantuvo un ejército permanente; en su mesa de Acadia comían diariamente 5.400 hombres. Impuso unas leyes que combinaban la razón y la magia; los casos difíciles se resolvían mediante ordalías acuáticas. Enheduanna, en su templo, dirigía a miles de empleados y controlaba diversas fincas. La relación entre los templos y la familia real era estrecha. Sargón estaba convencido de gozar de la protección especial de Inanna (Ishtar) y su esposo divino, Dagán.

A la muerte de Sargón, Enheduanna quedó al mando del templo, pero el nuevo rey —su hermano Rimush— tuvo que hacer frente en seguida a rebeliones e invasiones. Las derrotó, mató a unas 23.000 personas, torturó, esclavizó y deportó a muchas otras, y luego emprendió él la invasión de Elam (Irán), de donde regresó con oro, cobre y más esclavos. Rimush tuvo una muerte especial: unos escribas asesinos le apuñalaron, ya fuera con los juncos que usaban para escribir o con las agujas de cobre utilizadas para adjuntar los sellos a los cilindros. ¡La primera víctima de la burocracia! Los Sargón vivían de la conquista. Naram-Sin, nieto de Sargón y sobrino de Enheduanna, fue quien probablemente se enfrentó a la rebelión de Lugal y la captura y violación de su tía. Naram-Sin aplastó al usurpador y restauró a la suma sacerdotisa como señora del templo. Se desconoce cuándo murió Enheduanna, pero su sobrino gobernó durante treinta y siete años, asaltó repetidamente Irán para contener las incursiones de los lulubi, y se jactaba de haber dado muerte a noventa mil hombres y gobernar una extensión que llegaba hasta el Líbano. En su Estela de la Victoria, Naram-Sin es un guerrero musculoso, de pecho desnudo, que exhibe un casco con cuernos divinos y una falda apretada y, armado con una lanza y un arco, machaca a sus enemigos iranios. Nada se interpone entre él, el Poderoso, y el sol y las estrellas; es el primer retrato conocido que sitúa a un mortal en condiciones de igualdad con la diosa.

La capital —Acadia— floreció bajo la Casa de Sargón. Su emplazamiento exacto se desconoce, pero al situarse a orillas del Tigris se convirtió en una ciudad de una nueva especie. «Su población se alimenta de lo mejor, bebe de lo mejor, celebra alegremente en los patios y abarrota los festejos», cuenta la Epopeya de Gilgamesh, probablemente en referencia a Acadia.10«Los parientes comen juntos. Monos, elefantes poderosos ... perros, leones, íbices y ovejas se empujan y atropellan mutuamente en las plazas públicas», mientras que los almacenes de la ciudad estaban repletos de «oro y plata, cobre, latón y bloques de lapislázuli». Los grandes se vestían con lujo; tanto hombres como mujeres recurrían a la cosmética y se preocupaban por el peinado. Las modas cambiaban con la misma rapidez que en nuestros días: Sargón había vestido un abrigo peludo, pero la élite de Naram-Sin prefería una túnica cogida a la altura del hombro con un broche. Los acadios consultaban a adivinos y buscaban consejo en la lectura de las entrañas animales (extispicio). También había un culto culinario: las tablillas dan fe de la diversidad de alimentos que se ingerían, desde ovejas y cerdos a ciervos, conejos, ratones de campo, jerbos y erizos. La bebida favorita de hombres y mujeres era la cerveza, producida con cebada fermentada; solía tomarse con ayuda de una pajita, en tabernas regentadas por mujeres independientes. Las chicas de la élite asistían a la escuela y aprendían a escribir tanto sumerio como acadio. Por lo que se ha podido atisbar de la vida familiar, las mujeres daban a luz en posición sentada; se ve a niños jugando con sonajeros, ovejas con ruedas y carruajes en miniatura. Los conjuros de amor eran recurrentes; las chicas llevaban colgantes amorosos en los muslos.

Los extranjeros vagaban por las calles admirando las maravillas de Acadia. «Resonaban tambores tigi, flautas e instrumentos zamzam», se dice en la Epopeya; «en los puertos donde anclaban sus barcos imperaba la alegría.» Se comerciaba con todo el océano Índico: «en los muelles ... atracan embarcaciones de Meluhha [India/Pakistán], Magán [Yemen/Omán] y Dilmún [Bahréin]». Los amoritas, meluhhanos y elamitas llevaban hasta Acadia sus productos «cargados como asnos», y los mercaderes pagaban por los bienes con plata y cebada; los meluhhanos eran tan numerosos que vivían juntos, en un poblado propio.

Meluhha —el país del marfil— se organizaba en torno de dos ciudades principales, Harappa y Mohenjo-daro, a orillas del río Indo (en la actual Pakistán, pero extendiéndose por territorios de la India y Afganistán). Estaban tan bien planeadas que se levantaban de acuerdo con una cuadrícula, con ladrillos estandarizados; podía presumir de contar con servicios públicos como papeleras, aseos y alcantarillas, de los que Londres no dispuso hasta el siglo XIX y que en nuestros días, en el sur de Asia, no son universales. Usaban una escritura propia (aún por descifrar) y sus talleres producían joyas de marfil, oro y cornalina, así como telas y cerámica. Es posible que Mohenjo-daro llegara a albergar hasta a 85.000 personas —la ciudad más concurrida de su tiempo—, pero su mayor edificio eran unos baños públicos, no un palacio o un zigurat.

Estas ciudades indias no estaban gobernadas por reyes individuales; es más probable que las rigiera un consejo —con lo que la democracia quizá se inventó en Pakistán/la India—, pero los baños estaban en una ciudadela aislada, indicio tal vez de que era el recinto de una élite sacerdotal. En varios continentes se desarrollaron de forma simultánea diversas versiones de vida en las ciudades. En China las encontramos junto al río Amarillo y en el norte, en Shimao (Shaanxi). En Ucrania, Taliankí, con sus diez mil habitantes, era mayor (y quizá anterior) que la primera ciudad de Uruk. En América, cuyas tierras hacía tiempo que se habían separado de Asia, hallamos pueblos en México y Guatemala que levantaban ciudades de hasta diez mil habitantes. En sus montículos piramidales se reflejaba su calendario sagrado, usaban una forma de escritura, almacenaban los excedentes del maíz y esculpían cabezas gigantes, probablemente de sus soberanos, que parecen llevar cascos protectores para la práctica de sus juegos de pelota.11En el Misisipí se levantaban terraplenes monumentales que, de alguna manera, asociaban las estrellas al calendario; los habitantes de la comunidad más extensa —que hoy recibe el nombre de Poverty Point— no eran agricultores, sino cazadores nómadas que, por alguna razón, se congregaron para construir unas estructuras masivas.

En Asia occidental, la familia de Sargón puso de manifiesto una paradoja de los imperios: cuanto más crecía, más fronteras se veía obligado a defender; cuanto más prosperaba, más tentador resultaba como blanco de los asaltos de los vecinos peor situados y mayor era también el estímulo para que estallaran luchas familiares destructivas. La sequía causaba hambrunas y los nómadas se abatían sobre las ciudades. En 2193 a. C. los Sargón perdieron el control: «¿Quién era rey? —se puede leer en la lista de reyes de Sumeria—, ¿quién no lo era?». Hacia 1800 a. C., Asia occidental vivió un período de agitación e incluso Egipto dejó de ser uno de sus agentes principales de un modo tan humillante como espantoso. Todo empezó con una pelea por motivo de unos hipopótamos.

LA CABEZA DESTROZADA DE SEQENENRE EL VALIENTE

El rey no podía hacer nada; literalmente, estaba atado de manos. Probablemente se arrodillaba. Seqenenre Taa, soberano del sur de Egipto, había sido capturado en combate, y ahora Apofis, el soberano asiático del norte de Egipto, encabezaba el escuadrón asesino, de como mínimo cinco integrantes. El primer golpe del hacha asiática cayó sobre el rostro real de Seqenenre amputándole la mejilla izquierda y, con ello, dejando toda la cara al descubierto. Un segundo golpe destrozó la base del cráneo antes de que una jabalina penetrara en la frente justo por encima de un ojo.

El pretexto habían sido los hipopótamos sagrados de Tebas. Apofis le dijo a Seqenenre que los gruñidos de los animales no le dejaban dormir, a pesar de que el primero vivía en Hutwaret (Avaris), y el segundo a gran distancia, en Tebas. Ordenó matarlos, lo que equivalía a declarar la guerra. Seqenenre aceptó el desafío y emprendió el camino del norte, al frente de sus tropas. Pero algo salió mal. Seqenenre fue apresado y Apofis organizó su destrucción pública. Un último y definitivo quinto golpe, de una espada, se hundió en el cerebro. A quienes contemplaban el cadáver destrozado del rey —su cuerpo se conserva— debió de parecerles que estaban viendo el final de su familia y de Egipto. En realidad fue un nadir que marcó el principio de la recuperación.

En 1558 a. C., cuando Seqenenre el Valiente, hijo de Senajtenre Ahmose, sucedió a su padre como rey en el trono de Tebas —en compañía de su reina, la plebeya Tetisheri—, Egipto ya estaba roto. El caos se aceleró por estampidas migratorias, de tal modo que el desplazamiento de un pueblo obligaba a otros a marcharse. Tribus de pueblos de piel clara, ojos oscuros y nariz aguileña de las estepas del mar Muerto abandonaban sus tierras de pastoreo impulsadas por los cambios del clima, el afán de conquista y la presión de otras tribus que venían tras ellas. Hablaban una lengua indoeuropea, dominaban la cría de ganado y se habían convertido en jinetes expertos. Tres elementos tecnológicos los habían convertido en adversarios letales: el freno de bronce les permitía gobernar a los caballos; los carros rápidos con ruedas armadas daban particular fuerza a las cargas; y sabían disparar sus arcos compuestos —máquinas de matar novedosas, hechas con madera laminada, tendones y astas— al galope, sin desmontar.

Estos jinetes galoparon hacia el oeste, a los Balcanes y hacia el este, a la India. Destruyeron reinos consolidados, pero también se establecieron en ellos. En Irán esta horda —que más adelante fue bautizada como «los arios»— llevaba consigo su lengua, el avéstico, y sus escrituras sagradas, el Avesta; en la India es posible que tomaran las ciudades del Indo y se asentaran en el lugar, fusionando la cultura del valle del Indo con sus propios rituales y lengua y formulando los relatos, oraciones y poemas de los Vedas, escritos en lo que se convirtió en el sánscrito. Sus caudillos y sacerdotes impusieron una jerarquía de castas, las varnas.12Mucho después esta cultura dio forma al Sanatana Dharma —«Vía Eterna»— que los europeos conocemos como hinduismo. Algunas tribus siguieron camino hacia el sur y atravesaron el Cáucaso hasta Turquía oriental, donde fundaron el reino de Hatti —los hititas de la Biblia—; otras asaltaron Canaán y pusieron en fuga a sus pueblos, los hicsos, que se lanzaron a invadir Egipto.

Hacia 1630 a. C., un caudillo asiático, Apofis, cuyas tribus habían invadido Egipto, gobernaba el norte desde su capital (Hutwaret, en el delta del Nilo), mientras Seqenenre dominaba Tebas, en el sur. Cuando llevaba cuatro años de reinado, Seqenenre estaba en el mejor período de su vida. Era un hombre alto, atlético, con un pelo negro, rizado y denso (que aún se preserva en el cráneo de su momia). No solo se enfrentaba a los asiáticos en el norte, sino también a un nuevo reino meridional de Kush, que se había apoderado de las ciudades nubias. Con la capital en Kerma (Sudán), los reyes kushitas incorporaron el viejo panteón egipcio a sus creencias, adorando a Osiris y a Horus e incluso a algunos de los reyes de Egipto.

Kush nos legó monumentos ingentes. Sus reyes, que disponían de lujos como minas de oro, plumas de avestruz, pieles de leopardo y especias, construyeron tumbas colosales en las que se daba sepultura a cientos de cortesanos y parientes, condenados a morir cuando sus reyes morían. Las fortalezas kushitas eran impresionantes y su santuario principal, en Kerma, era un descomunal templo de adobe, anterior a Kush, que aún se conserva.

De algún modo los egipcios recuperaron el cuerpo destrozado de Seqenenre, pero no hubo tiempo para momificarlo según las costumbres de la época. Su hermano Kamose el Fuerte se lamentaba así: «¿Cómo voy a exaltar mi fuerza cuando ... estoy atrapado entre un asiático y un nubio, cada uno al mando de una parte de Egipto?». Pero Kamose tenía una misión: «Nadie puede conservar la calma cuando los tributos del asiático nos empobrecen. Lucharé contra él. Lo despanzurraré. ¡Quiero rescatar Egipto y dar muerte al asiático!». Kamose atacó a sus enemigos en ambas direcciones.

Su puesto lo heredó un sobrino, el joven Amosis, que entonces contaba solo diez años y sentía adoración por su abuela. «El amor que sentía por ella era superior a todo», se decía en la estela que levantó en Abedyú. Pero su madre Ahhotep era aún más importante: llevaba los títulos de Hija del Rey, Gran Esposa del Rey y Madre del Rey, era comandante militar y hacía funciones de arbitraje internacional. Parece probable que cultivara lazos con los pueblos del Egeo, a juzgar por el título de «Señora de las Costas de Hau-nebut, de excelente reputación en todas las tierras extranjeras».

Los reyes egipcios ya habían enviado expediciones para «despedazar Asia», e hicieron incursiones en «Iwa» (Turquía) y «Iasy» (Chipre), pero Hau-nebut era Creta, que mantenía una relación especial con la familia egipcia. Knossos, la capital de Creta, y las otras ciudades de la isla, alardeaban de unos complejos palaciegos no fortificados decorados con frescos eufóricos y lúdicos de varones atléticos que saltaban desnudos por encima de toros sagrados, y mujeres con el pecho asimismo al descubierto, vestidas solo con faldas estampadas.13Cierto laberinto de Knossos fue sin duda la base de la leyenda del monstruoso Minotauro, del que se decía que exigía el sacrificio de niños; pero no fue solo una leyenda, pues se han hallado huesos infantiles y potes de cocina, lo que sugiere que la historia partía de la realidad; es posible que Labýrinthos —de donde procede la palabra laberinto— fuera en realidad el nombre de la ciudad. Durante unos doscientos cincuenta años, entre 1700 y 1450 a. C., estos cretenses estuvieron comerciando por el Mediterráneo. Llevaron artefactos egipcios a su patria y, por su parte, en el palacio de Hutwaret había grifos cretenses y frescos con el salto del toro. Amosis tal vez se casó con una princesa cretense.

Hacia 1500, aproximadamente, se produjo una erupción volcánica en Tera (la actual isla griega de Santorini). Fue la mayor catástrofe explosiva de la historia —más aún que las bombas de hidrógeno— y se oyó a miles de kilómetros de distancia. Lanzó a la atmósfera nubes venenosas de dióxido de azufre y levantó un tsunami en el Mediterráneo que ahogó a decenas de miles de personas. Cambió el clima, arruinó cosechas y devastó reinos. Creta quedó herida por Tera, pero recuperó el vigor durante un tiempo, hasta que se apoderaron de la isla caudillos de la Grecia continental. Egipto también se recuperó.

En cuanto llegó a la mayoría de edad, en 1529, Amosis (su nombre se puede transcribir también como Ahmose) se casó con su propia hermana, Ahmose-
Nefertari, atacó Hutwaret, derrotó a los asiáticos y los persiguió por todo el Sinaí. Cuando tuvo que enfrentarse a levantamientos, su madre Ahhotep aplastó a los rebeldes. «Ensalcemos a la Señora de la Tierra, pues ha pacificado el Alto Egipto», escribió Amosis en su estela del templo de Amón (o Amún), en Ipetsut. Entre los objetos funerarios hallados en la tumba de Ahhotep había un collar de moscas de oro, por el arrojo en combate. A la muerte de Amosis (cuando contaba algo más de treinta años), su esposa y hermana, Ahmose-Nefertari, gobernó por su hijo, Amenofis, que también se casó con su propia hermana. Se entendía que estos matrimonios incestuosos reforzaban la santidad de la familia y emulaban a los dioses, pero al final el cruce consanguíneo resultó desastroso y acabó con la familia que se pretendía consolidar.14Los Amosis se encaraban a la extinción y resolvieron el problema adoptando: eligieron como heredero a un general, Thutmose (o Tutmosis).

Tutmosis había machacado a los nubios e invadido Siria. Era un plebeyo ya canoso, aunque duro, que se casó con una hija de Amosis pero sin renunciar a su esposa no regia, Ahmes, que fue la madre de su hija favorita, Hatshepsut.

«Con la furia de una pantera» Tutmosis estaba resuelto a «sofocar la agitación de los países extranjeros y someter a los rebeldes de la región desértica.» Invadió Kush en lo que no fue una incursión más, sino la devastación deliberada de un reino y una cultura: el rey, en compañía de su esposa y de su hija Hatshepsut, encabezó el ejército en persona. Mientras que otros reyes se habían visto frenados por los rápidos del Nilo, Tutmosis construyó una flota e hizo trasladar las embarcaciones por tierra, incluido su velero personal, el Halcón. Derrotó a Kush en combate, prendió fuego a su espléndida capital, Kerma, y celebró el triunfo con una inscripción en la que se jacta de haber «ampliado las fronteras» hasta las rocas sagradas de los kushitas.

El verdadero objetivo eran las minas de oro. El oro de Nubia era lo que financiaba los ejércitos, levantaba los templos y daba forma a los suntuosos atributos funerarios de las tumbas de la realeza, que se vestirían en la otra vida; por otro lado, los mineros que se encargaban de la extracción también eran cautivos nubios. Tutmosis amplió el templo de Ipet-sut (Karnak) y preparó una ubicación nueva para su tumba regia, en el valle de los Reyes. Antes de volver a su palacio persiguió y dio muerte en persona al soberano de Kush, con su propio arco; luego lo colgó cabeza abajo de la proa del Halcón y lo dejó descomponiéndose al sol, con una flecha aún atravesada en el pecho.

Tutmosis amaba de todo corazón a su primera esposa, Ahmes. Era su consorte principal y, sin duda, la hija de la pareja, Hatshepsut, creció con la confianza de ser la hija favorita de la esposa favorita de un rey guerrero. Pero el matrimonio que le vinculaba con la familia real —con Mutneferet, «hija del rey»— no era menos importante. Le había dado un heredero, un joven Tutmosis al que casó con su amada Hatshepsut.

El anciano paladín falleció en 1481, y Tutmosis II le siguió poco después, lo que dejó a Hatshepsut, su medio hermana y esposa, a cargo de un bebé, su hijastro. Hatshepsut, «la más noble de las nobles», asumió la regencia. Fue una mujer excepcional en todo.

HATSHEPSUT: «LA MÁS NOBLE DE LAS NOBLES» Y PRIMERA FARAÓN
DE LA HISTORIA

Estaba convencida de que había nacido para gobernar. «Hatshepsut, la Esposa del Dios, rigió los asuntos del país consultando con las Dos Tierras», se lee en una de las inscripciones de su reinado. «La sirven; Egipto inclina la cabeza ante ella.» Pasados siete años se proclamó rey, faraón por propio derecho. Pero no resultaba nada fácil hacer encajar su propio concepto de sí misma con las tradiciones de la realeza masculina, y lo resolvió con una exhibición fascinante de fluidez sexual que en el siglo XXI debería resultar comprensible. Primero se presentó como un varón, como el rey Maatkare, e incluso aparecía vestida como un hombre (aunque a menudo con epítetos masculinos). A veces se presentaba como una mujer hermosa, de rostro ancho e inteligente, pero cuerpo de hombre; en otras ocasiones se la retrata con la falda y el tocado tradicional de los hombres egipcios, pero con pechos. Fue en este período cuando se empezó a recurrir al nombre peraa («palacio») para designar también al soberano del país: Hatshepsut fue la primera de estos «faraones».

Adoraba a su padre, y se presentaba como «hija primogénita del rey», pero al mismo tiempo como «hija de Amón»: en origen, la deidad del aire; cada vez más, la divinidad principal; y Amón era también Tutmosis. El padre había declarado que Hatshepsut sería un rey mejor que un hijo varón débil: «Entonces Su Majestad les dijo: “Esta hija mía, Hatshepsut, ¡que viva! La he nombrado mi sucesora”», se lee en una inscripción del templo funerario de la faraona. «“Que ella mande al pueblo ... ¡Obedecedla!”»

No estaba sola. Tenía como asesor íntimo a uno de los cortesanos de su padre, Senenmut, que ascendió de la oscuridad al cargo de «administrador de la casa de la hija del rey»; era tutor de la hija de Hatshepsut, Neferure, lo que le permitía acceder a la reina. Cuando ella alcanzó la posición de rey, él fue nombrado «sumo administrador de Amón y supervisor de las obras del rey» y de este modo se menciona a sí mismo en las inscripciones de los templos reales.15Corrieron rumores de que Senenmut era amante de la reina; en parte es un reflejo de la engreída y sesgada creencia de que detrás de una mujer inteligente tiene que haber un hombre aún más inteligente. Era habitual que los ministros se jactaran de gozar «del amor del rey», pero Senenmut fue más lejos: «Yo penetré en los misterios de la Señora de las Dos Tierras». En el mayor monumento de los dos algún descarado obrero tebano dibujó el grafito de una figura que penetraba por detrás a una mujer esbelta; se cree que se representan las relaciones sexuales de Senenmut y Hatshepsut.

Con la asistencia de Senenmut, Hatshepsut levantó monumentos por todo el imperio, de Nubia al Sinaí. En 1463 a. C. envió una expedición a la Tierra de Dios, el nombre egipcio del Punt, para hacerse con materiales para sus construcciones y sus festejos; entre ellos, incienso, ébano, cosméticos y monos domesticados. Cinco barcos, cada uno con una tripulación de 210 personas (incluidos treinta remeros y los soldados de la Marina) y encabezados por un nubio, Nehsi, el guardián del sello de la reina. En un mundo que ya presumía de contar con unos treinta millones de habitantes existía una ruta comercial regular que bajaba por el mar Rojo hasta África oriental; probablemente también existía otra hacia África occidental, donde, en los siglos posteriores, el pueblo nok creó exquisitas estatuas de terracota y, más adelante, utilizó hornos para producir hierro; por último había una tercera ruta que iba a la India por el Golfo. Nehsi se reunió con los gobernantes del Punt —el rey Parahu y su esposa Ati, de proporciones colosales— y regresaron con incienso y 31 árboles de mirra que la reina replantó en sus templos.

En Karnak, ya ampliado por su padre,16Hatshepsut creó un santuario nacional dedicado a Amón-Ra, el dios asociado a su padre; y añadió un palacio de adobe designado como «el Palacio Real: no estoy lejos de él».17

Cuando Tutmosis III creció, se presionó a Hatshepsut para que cediera el poder a su hijo adoptivo-sobrino, al que casó con su hija. Al entrar en los cincuenta sufría artritis, luego diabetes y cáncer (según el análisis de una momia que hace poco se ha identificado como la suya). Llevaba veinte exitosos años en el poder y sin duda contemplaba con reticencia cómo Tutmosis III se convertía en un faraón vigoroso y los cortesanos se iban orientando cada vez más al sol emergente. Después de la muerte de su madre, Tutmosis hizo vandalizar los monumentos que la honraban, pero los éxitos de él no se explican sin ella. Hizo campañas anuales en Canaán y Siria; en total, 18 campañas en las que derrotó al reino sirio de Mitanni y a sus aliados cananeos en Meguidó, donde arengó a sus tropas con estas palabras: «¡Sed firmes, sed firmes! ¡Manteneos en alerta, manteneos en alerta!». Regresó con un botín de 2.000 caballos y carruajes, 1.796 esclavos (hombres) e incontables esclavas, entre ellas tres muchachas sirias que cobraron una importancia especial para él. Los Amosis fueron monarcas grandilocuentes y militaristas, de los que se esperaba que estuvieran a la altura de esta imagen. Amenofis II, hijo de Tutmosis III, fue un modelo de príncipe atlético de un imperio marcial: cabalgaba más rápido que nadie, remaba más enérgicamente que doscientos remeros y sus flechas lograban atravesar un blanco de cobre de un palmo de grosor.

AMENOFIS EL VELOZ, EL DE PUNTERÍA EXQUISITA, EL QUE SUSURRA
A LOS CABALLOS Y DOBLEGA A LOS TOROS

Amenhotep (o Amenofis) y otros descendientes reales se criaban en el Palacio Familiar, adyacente al principal, en el que residían el faraón y las esposas del rey. En Egipto el matrimonio era un vínculo sagrado basado en acuerdos pragmáticos, pero se permitía el divorcio y una exesposa podía volver a casarse. En su mayoría los egipcios no eran polígamos, pero los faraones sí tenían múltiples esposas —encabezadas por la Gran Esposa Real— y miles de concubinas. Las conquistas exteriores incrementaron el número de esposas reales, cuyo santuario estaba dirigido por un Supervisor del Palacio Familiar; junto a este edificio había también una Guardería Real en la que los príncipes y las princesas crecían en compañía de niños plebeyos. La persona de más importancia, para un bebé real, era la «gran enfermera que ha ayudado a alumbrar al dios». Los hijos de esta mujer también crecían con la familia y era fácil que los niños criados en la Guardería Real llegaran a ser ministros.

A las princesas se les enseñaba a tejer, cantar y leer. Nunca se las enviaba al extranjero a casarse con reyes de otros países, pues se tenía una convicción muy firme de la propia superioridad. El Escriba de la Casa de los Infantes Reales enseñaba a los infantes a leer primero el egipcio, con tinta sobre papiro, y luego el cuneiforme babilonio, que era la lengua de la diplomacia. Sus tutores y niñeras —como ha sido tradicional en la historia— partían de una buena posición para convertirse más adelante en asesores de confianza de los futuros gobernantes. Los príncipes cazaban toros, leones y elefantes, y estaban obsesionados con los caballos, introducidos en Egipto por los hicsos. En las inmediaciones de las pirámides de Guiza, el príncipe Amenofis —que «amaba a sus caballos ... nunca cedía en el empeño de educarlos; sabía criar caballos sin igual»— practicaba el tiro con arco y luego salía a cazar: «Su Majestad se presentó de nuevo en los carros. Había abatido toros salvajes, en total: cuarenta». La caza era siempre una formación para la guerra. La vanguardia de su ejército estaba integrada por un cuerpo de cincuenta carros con tres hombres cada uno: un oficial con un arco compuesto, un conductor y un guardia con un escudo.

En su período como faraón, el equinófilo y siempre certero Amenofis II amplió sus dominios hacia el este, hacia Irak; en el Mediterráneo Egipto comerciaba con los pueblos micénicos de Arzawa (Grecia) y Alashiya (Chipre). En 1424 a. C., después de aplastar a los reyes locales de Kadesh (Siria), mató a siete de ellos en persona y colgó sus cadáveres cabeza abajo. A las tropas se las recompensaba según hubiera sido su cosecha de penes y manos, que depositaban a los pies de los faraones o ensartaban en sus lanzas como pinchos morunos. Después de una expedición siria Amenofis II regresó con unos 750 kilos de oro, 54 toneladas de plata, 210 caballos, 300 carros y 90.000 prisioneros. El sarcástico y exigente Amenofis II solo se conformaba con lo más exquisito.18Quien fuera faraón durante veintiséis años dijo: «Si te falta un hacha de oro con incrustaciones de bronce, ¿por qué te vas a conformar con un palo de madera?».

No todo el mundo podía actuar con esta ferocidad de macho. Su nieto Amenofis III se centró en una visión religiosa que transformó Egipto, una visión que compartió con una mujer especial. Hablar de la «sintonía» que existió entre la pareja sería quedarse muy corto.

LA SEÑORA DE EGIPTO: ORO, ESPOSAS Y DIPLOMACIA

Amenofis III, en su adolescencia, se casó con Tiye, entonces de trece años, que sería la mujer más notable de la historia de Egipto. En este caso no era su hermana, sino la hija de un oficial de caballería. La Gran Esposa Real Tiye era diminuta (1,45 m) y de pelo largo (aún lustroso en su momia) y sus retratos destacan su belleza. La pareja estuvo casada treinta y cinco años y Tiye tuvo nueve hijos del rey.

Amenofis fomentó la religión estatal en procesiones de barcas y estatuas, y en sus templos, cada vez más gigantescos, incluyó inscripciones sobre las visitas de Amón-Ra al dormitorio de la Gran Esposa: «El perfume del dios la despertó y ella gritó complacida». Y el dios anunció: «Amenofis se llama el niño que he dejado en tu vientre». Amenofis III era en sí mismo un dios, y Tiye, su compañera divina, entronizada a su lado en las estatuas enormes que los antiguos denominaban Colosos de Memnón. Se la presentaba en plano de igualdad de su esposo y mantenía correspondencia con monarcas extranjeros, desde Babilonia a los griegos de Arzawa.19«Tiye está al corriente de todo lo que he hablado con tu padre Amenofis», escribió el rey Tushrata de Mitanni al hijo de ambos, sugiriendo asimismo: «Te ruego preguntes de mi parte por Tiye». Llegó a escribirle directamente, tratándola de «Señora de Egipto».

Tiye era una potentada, pero la siguiente reina, Nefertiti, sería aún más poderosa; y su esposo, Amenofis IV, fue verdaderamente singular. Si los retratos de la pareja son precisos, fueron excepcionales... y sus excentricidades estuvieron a punto de destruir el imperio.