
Suzuki observa el panorama de la ciudad y piensa en insectos. Es de noche, pero las vistas resplandecen con la luz chillona de los neones y las farolas. Hay gente por todas partes, como una marabunta contorsionista de insectos de colores llamativos. Le provoca inquietud, y piensa en aquello que le dijo una vez un profesor en la facultad:
—La mayoría de los animales no viven tan encima los unos de los otros, en semejantes cantidades. En algunos aspectos, los seres humanos tienen más de insectos que de mamíferos. —Al profesor se le veía complacido con su conclusión—. Como las hormigas o la langosta.
—He visto fotos de pingüinos que viven en grupo, todos pegados los unos a los otros —le respondió aquel día Suzuki para pincharle un poco—. ¿Los pingüinos también son como los insectos?
El profesor se puso rojo.
—Los pingüinos no tienen nada que ver con eso.
Su voz sonó tan infantil que despertaba ternura, y Suzuki pensó que él querría ser así cuando se hiciese mayor. Aún se acuerda.
Acto seguido, como un fogonazo, se le pasa por la cabeza el recuerdo de su mujer, que murió hace dos años y solía reírse de aquella anécdota del profesor.
—Se supone que lo único que deberías responder es «Tiene usted absolutamente toda la razón, profesor», y a partir de ahí todo va rodado —acostumbraba a decir ella.
Era cierto a más no poder que su mujer disfrutaba de lo lindo siempre que él coincidía con ella y le decía: «Tienes absolutamente toda la razón, querida».
—¿A qué estás esperando? Mételo en el coche.
Suzuki se sobresalta con la insistencia de Hiyoko, niega con la cabeza para disipar aquellos recuerdos y le da un empujón al joven que tiene delante. El tipo se desploma sobre el asiento trasero del sedán. Es alto, rubio y está inconsciente. Lleva una cazadora de cuero negro sobre una camisa negra con estampado de pequeños insectos, un diseño desagradable a juego con la sensación general del mismo corte que desprende este joven. Además de él, hay una chica en el asiento de atrás, en el otro lado. Suzuki también la ha metido a la fuerza en el vehículo. Cabello largo y negro, abrigo amarillo, veintipocos años. Tiene los ojos cerrados y la boca entreabierta mientras duerme despatarrada.
Suzuki mete las piernas del chico dentro del coche y cierra la puerta.
—Sube —dice Hiyoko.
Él monta en el asiento del acompañante.
El coche está aparcado justo a las puertas de la entrada más al norte de la estación de metro de Fujisawa Kongocho. Delante de ellos hay un cruce ancho con un paso de cebra muy concurrido.
Son las diez y media de la noche de un día lectivo, pero allí, tan cerca de Shinjuku, hay más bullicio al anochecer que durante el día, y aquella zona está abarrotada. La mitad de la gente va borracha.
—Qué fácil ha sido, ¿no? —Hiyoko suena totalmente relajada.
Su piel blanquecina tiene un lustre similar al de la porcelana, como si levitara en la oscuridad del interior del vehículo. Tiene el cabello castaño y corto, le llega justo por encima de las orejas. Hay un aire de frialdad en su expresión, tal vez por los párpados simples. Destaca el rojo de su carmín reluciente. Tiene la camisa blanca abierta hasta la mitad del pecho, y la falda no le llega ni de lejos hasta las rodillas. Se diría que está cerca de los treinta, igual que Suzuki, pero suele hacer gala de una desenvoltura propia de alguien mucho más mayor. Tiene pinta de ser la típica chica que vive de fiesta en fiesta, aunque Suzuki puede dar fe de que es lista, con la ventaja añadida de una formación en condiciones. Lleva tacones negros, y tiene un pie sobre el pedal del freno. «Es asombroso que pueda conducir con eso», piensa él.
—No ha sido fácil ni difícil. Quiero decir que lo único que he hecho ha sido meterlos en el coche. —Suzuki frunce el ceño—. He cargado con estas dos personas inconscientes y las he metido en el asiento de atrás. —«Y no me hago responsable de nada que no sea eso», le entran ganas de decir.
—Si este tipo de cosas te sacan de quicio, no vas a llegar muy lejos. Ya casi ha terminado tu periodo de prueba, así que más te vale acostumbrarte a esta clase de encargos. Aunque seguro que jamás te imaginaste secuestrando a nadie, ¿eh?
—Por supuesto que no. —Pero lo cierto es que Suzuki no está tan sorprendido. Nunca se le había ocurrido pensar que la empresa para la que trabajaba se dedicase a nada legal—. Fräulein significa «señorita» en alemán, ¿no?
—Muy bien. Por lo visto, fue el propio Terahara quien le puso el nombre a la compañía.
Suzuki se tensa ante la mención de Hiyoko.
—¿El padre? O sea, el consejero delegado.
—Obviamente. Al idiota de su hijo jamás se le ocurriría un nombre para una compañía.
Por un segundo, a Suzuki le asalta una imagen de su esposa muerta y le hierve la sangre. El estómago se le cierra en un puño, pero él finge calma. El idiota del hijo, el hijo de Terahara... Cada vez que piensa en él, es casi incapaz de contenerse.
—Es solo que jamás habría pensado que una compañía cuyo nombre significa «señorita» se dedicaría en realidad a aprovecharse de mujeres jóvenes —consigue decir, aunque no sabe muy bien cómo.
—Sí que parece raro.
Hiyoko podrá ser de la misma edad que él, pero lleva mucho tiempo con la compañía, y tiene un rango acorde. Suzuki lleva bajo su mando el mes que ha transcurrido desde que se unió como colaborador externo.
En cuanto a su cometido durante ese mes, se limitaba a plantarse en las galerías comerciales y tratar de atraer a las mujeres que andaban por allí.
Se colocaba en los lugares más concurridos y llamaba a las mujeres que pasaban para que se acercasen. Le decían que no, le ignoraban, le insultaban, pero él continuaba intentándolo. Casi todas se apartaban y se alejaban sin más, y eso no tenía nada que ver con su manera de expresarse, con sus esfuerzos, su técnica ni su habilidad. Le ponían mala cara, le miraban con desconfianza, le evitaban, pero él lo seguía intentando con todas las que pasaban.
Ahora bien, cada día solía encontrar una mujer que sí mostraba interés, quizá una entre un millar. Suzuki se la llevaba a una cafetería y le soltaba una charla sobre productos de maquillaje y bebidas dietéticas. Tenía un guion básico: «No notarás los efectos de inmediato, pero verás unos cambios tremendos más o menos dentro de un mes». Improvisaba y decía cualquier cosa, lo que le pareciese más apropiado, y después le mostraba los panfletos. Estaban impresos en color, llenos de datos y de gráficos, pero ni una sola palabra de cuanto allí se decía era cierta.
Las chicas crédulas firmaban un acuerdo allí mismo. Las más suspicaces le decían que se lo iban a pensar y se marchaban, y si a él le daba la sensación de que aún podía tener una oportunidad, salía detrás de ellas y las seguía. Entonces tomaba el relevo otro grupo mucho más persistente que comenzaba a abordarlas de manera ilegal. Se metían a la fuerza en casa de la mujer y se negaban a marcharse, o la mantenían bajo constante vigilancia hasta que ella cedía por fin y firmaba el acuerdo. O eso tenía entendido Suzuki, pero toda esa parte continuaba siendo solo un rumor para él.
—Bueno, ya llevas un mes con nosotros. ¿Damos el siguiente paso? —le había dicho Hiyoko una hora antes.
—¿El siguiente paso?
—No esperaba que tuvieras pensado tirarte el resto de tu vida abordando a mujeres en la calle.
—Pues, a ver —había respondido él de forma vaga—, el resto de mi vida es mucho tiempo.
—El trabajo de hoy es diferente. Cuando te lleves a alguien a la cafetería, yo iré contigo.
—No es tan fácil conseguir que alguien te escuche —le dijo él con una sonrisa compungida al pensar en el último mes.
Sin embargo, para bien o para mal, en apenas treinta minutos Suzuki había encontrado a dos personas dispuestas a escucharle, los chicos que ahora mismo estaban inconscientes en el asiento de atrás del coche.
La chica fue la primera en mostrar interés.
—Oye, ¿tú crees que si pierdo un poco de peso podría ser modelo? —preguntó al chico con toda naturalidad.
—Ya te digo, claro que podrías ser modelo, fijo que sí. Podrías ser, yo qué sé, supermodelo —respondió él para darle ánimos.
Suzuki llamó a Hiyoko, se llevó a la pareja a una cafetería y comenzó a presentarles los productos tal y como solía hacer. Ya fuese porque eran jóvenes y estúpidos o simplemente crédulos, la pareja mostraba una disposición casi cómica a seguir el juego a Suzuki e Hiyoko en lo que fuera que estos tratasen de venderles. Se les iluminaba la cara con el más mínimo cumplido y asentían con entusiasmo ante todos aquellos datos falsos de los panfletos.
La absoluta falta de escepticismo de la pareja bastó para que Suzuki se preocupara por qué iba a ser de ellos. Le asaltó un aluvión de recuerdos de sus alumnos, de cuando él aún era profesor. Por alguna razón, lo primero en lo que se detuvo su mente fue en un chaval díscolo. Recordaba a aquel chico diciendo: «Mire, señor Suzuki, yo también puedo hacer buenas obras». Siempre estaba dando guerra, y no caía demasiado bien entre sus compañeros, pero una vez sorprendió a todo el mundo al atrapar a un tironero que se dedicaba a robar bolsos en una zona comercial de la ciudad. «Yo también puedo hacer buenas obras», le había dicho a Suzuki con una sonrisa a un mismo tiempo de orgullo y de vergüenza. Acto seguido añadió un «No me dé por imposible, profe» con el aspecto de un crío mucho más joven.
Y, ahora que lo piensa... El joven que tenía delante hojeando el panfleto, con esa cara picada de cicatrices del acné, le recordaba en cierto modo a aquel alumno. Sabía que jamás se había cruzado con esta persona antes, pero el parecido resultaba sorprendente.
Entonces se percató de que Hiyoko se había acercado a la barra a pedir otra ronda de cafés. Volvió a fijarse en ella, vio que estaba haciendo algo con las manos justo sobre las tazas y cayó en la cuenta: estaba echando droga en los cafés.
La pareja no tardó en tener los ojos vidriosos, comenzaba a pesarles la cabeza.
—Me llaman Amarillo —dijo la chica—, y él es Negro, pero solo son apodos, ya sabes, ¿no? Por eso llevo un abrigo amarillo y él va vestido de negro. Oye, qué sueño me está entrando —masculló, y se quedó dormida.
—Sí, pero yo tengo el pelo rubio, y el tuyo es negro —dijo el chico a su lado, arrastrando las palabras de un modo casi ininteligible—. Por eso... —Y perdió también el conocimiento.
—Muy bien —dijo Hiyoko—. Vamos a llevarlos al coche.
—Dependiendo del uso que les demos, con este par de bobos podemos sacar un buen pico —dice Hiyoko con voz de hastío.
«¿Les harías esto a mis alumnos?», tiene que decirse Suzuki para sus adentros con tal de no preguntarlo en voz alta.
—Entonces, ¿vamos... a quedarnos aquí sin más?
—En condiciones normales, ahora nos marcharíamos —su voz se vuelve brusca—, pero esta noche es diferente.
Un mal presagio le asciende a Suzuki por la espalda.
—Diferente, ¿en qué sentido?
—Tengo que ponerte a prueba.
—¿Qué es lo que quieres comprobar? —le tiembla un poco la voz.
—No confiamos en ti.
—¿Que no confiáis en mí? —Traga saliva—. ¿Por qué no?
—Si me estás preguntando qué tienes tú de sospechoso, pues mira, tienes de sobra. Estabas empeñado en unirte a nuestra compañía, y pareces un tío bastante mojigato. ¿A qué te dedicabas antes?
—Era profesor —responde Suzuki, que no ve ningún motivo para ocultarlo—. Trabajaba en un instituto, dando clases de matemáticas.
—Eso es. Sí que tienes pinta de profesor de mates. Por eso no confiamos en ti, desde el minuto uno. Está claro que no encajas en esto. Un profesor de instituto que da clases de matemáticas va y hace lo imposible con tal de tener trato con una compañía como la nuestra. A ver, que nos dedicamos a timar a chavales... ¿A ti te parece que es un trabajo que haría jamás un profesor?
—Qué más da lo que hiciese la mayoría de los profesores, aquí estoy yo haciéndolo.
—Te estoy diciendo que eso es algo que no pasaría jamás.
Hiyoko tiene razón. Por supuesto que no pasaría jamás.
—Puede que a vosotros no os afecte, pero estamos metidos en una recesión, y es muy difícil encontrar trabajo. Por eso, cuando oí hablar de que una compañía llamada Fräulein estaba buscando gente para subcontratar trabajos, me presenté.
—Y una mierda.
—Es cierto.
Era mentira. Suzuki no había oído hablar de Fräulein por casualidad; los había estado buscando. Advierte que le está empezando a costar respirar, nota los movimientos acusados del pecho. «Esto no es una charla informal, es un interrogatorio.»
Mira por la ventanilla. Hay un grupo de jóvenes reunido delante de una fuente en la puerta de un hotel. Apenas están a primeros de noviembre, pero ya hay adornos navideños en las hileras de árboles de ambas aceras y en los carteles que cuelgan de los edificios. Es como si el aire se llenara con el clamor de los cláxones y las risotadas de los jóvenes, que se mezclan con la cortina que forma el humo del tabaco.
—Estoy segura de que tú ya sabías que no somos una empresa del todo limpia, pero ¿sabes exactamente hasta dónde llega lo turbio?
—No sé ni por dónde empezar a responderte. —Suzuki fuerza una sonrisa al tiempo que niega con la cabeza—. A ver, esto es lo que yo me imagino...
—Sí, perfecto, a ver qué te imaginas. Adelante.
—Bien, he pensado que a lo mejor lo que yo vendo no son productos saludables, sino más bien otra cosa. Algo que crea dependencia, algo que es, mmm, ¿cómo decirlo...?
—¿Ilegal?
—Justo. Eso.
A lo largo del último mes se había encontrado con varias de las mujeres que utilizaban los productos de la marca Fräulein. A todas ellas se las veía temblorosas, con los ojos inyectados en sangre. La mayoría le habían suplicado con una inquietante urgencia que les enviara más. Tenían la piel cuarteada y la garganta tan seca que les dolía. Era mucho más creíble que estuvieran consumiendo drogas en vez de estar a régimen.
—Correcto. —El color de Hiyoko no varía un ápice.
«Ni que me estuviera examinando», piensa Suzuki, y hace una mueca.
—Pero ¿de verdad es eficaz abordar a la gente por la calle como hacemos nosotros? Es como pescar con caña en lugar de echar una red; me refiero a que la relación entre el esfuerzo y el beneficio está muy descompensada.
—No te preocupes, que tenemos chanchullos mucho más ambiciosos.
—Ambiciosos, ¿cómo?
—Como cuando celebramos un seminario de belleza en alguna sede e invitamos a montones de chicas. Son como los grandes eventos de promoción comercial, y vendemos una gran cantidad de productos.
—¿Y la gente se traga el anzuelo?
—La mayoría de las mujeres son ganchos. Si vienen cincuenta, cuarenta de ellas son nuestras, las que inician la fiebre de las compras.
—¿Y las demás van y se unen? —Ya había oído hablar de timos similares dirigidos a las personas mayores.
—¿Sabes quiénes son los Intérpretes?
—¿Los Intérpretes? ¿Te refieres a un grupo de teatro?
—Qué va. Los Intérpretes trabajan en nuestro sector.
Suzuki está empezando a hacerse una idea de a qué se refiere ella con «nuestro sector»: gente que se dedica al negocio de las actividades ilegales, delictivas. Cuanto más le revelan, más inverosímil se le antoja todo. Según parece, en el mundo de los profesionales del delito todos tienen un apodo excéntrico.
—Hay un grupo que se llama los Intérpretes: no sé cuántos son, en realidad, pero tienen todo tipo de actores. Básicamente, puedes contratarlos para que interpreten cualquier papel. ¿Recuerdas hace un tiempo, cuando mataron a un funcionario del Ministerio de Exteriores en una bolera en Yokohama?
—Mmm, esa me la perdí.
—Todos los que estaban en esa bolera eran miembros de los Intérpretes. Estaban todos en el ajo, pero nadie lo descubrió jamás.
—¿Y?
—Que nosotros también los contratamos para que vengan a nuestros eventos promocionales. Así es como conseguimos a nuestros ganchos.
—De modo que los de nuestro sector se ayudan los unos a los otros.
—Bueno, siempre hay alguna que otra desavenencia.
—¿Desavenencia?
—Si se ha pagado esto, si no se ha pagado lo otro, eso se convierte en un problema.
—Ya veo. —Suzuki no tiene el menor interés.
—Y después está el negocio de los órganos.
—Perdona, ¿qué?
—Corazones, riñones —dice Hiyoko como quien recita un listado de productos. Pulsa el botón del climatizador del coche y gira el mando de la temperatura.
—Ah, ese tipo de órganos. —Suzuki hace lo que puede por transmitir una imagen de calma: «Claro, órganos humanos, por supuesto que lo sabía, naturalmente».
—¿Sabes cuánta gente hay en Japón a la espera de un trasplante de órgano? Mucha, lo que significa que hay mucho negocio. La verdad es que nos forramos con eso.
—Quizá tenga una idea equivocada al respecto, pero estoy bastante seguro de que en Japón no es legal la compraventa de órganos humanos.
—Eso tengo entendido yo también.
—Lo cual significa que no podéis tener una empresa que se dedique a eso.
—Eso no es un problema.
—¿Por qué no?
Hiyoko adopta un tono indulgente, como si se hallase ante un alumno ingenuo y le estuviese explicando cómo funciona el mundo.
—Digamos, por ejemplo, que cierto banco se hubiera ido a pique hace unos años.
—Cierto banco.
—Pero al final lo rescatan con una inyección de billones de yenes.
—¿Y?
—O tomemos otro ejemplo: una estafa de un plan de pensiones corporativo en el que han invertido todos los empleados de la compañía. ¿Sabías que se han utilizado cientos de miles de millones de esos yenes en proyectos de construcción de infraestructuras que son innecesarias?
—Es posible que haya oído algo de eso en las noticias.
—Edificios que nadie necesitaba, que han costado cientos de miles de millones, un gasto que jamás se ha reembolsado. Suena extraño, ¿verdad? Y entonces van y dicen que el fondo de pensiones de los trabajadores no tiene lo suficiente para cubrir lo necesario. ¿No te cabrea eso?
—Sí, me cabrea.
—Pero el responsable de ese gasto innecesario sale impune. Pueden tirar cientos de miles de millones de yenes, billones en impuestos, y no tener el más mínimo problema. Y no solo eso, sino que además se llevan una pasta gansa en primas cuando se jubilan, libres como el viento. Es un disparate. ¿Y sabes por qué sucede?
—¿Quizá porque la ciudadanía japonesa es tan amable y comprensiva?
—Porque los que están arriba del todo comparten una forma de ver el mundo. —Hiyoko levanta un índice admonitorio—. La vida no tiene nada que ver con el bien y el mal. Es la gente que está en el poder quien hace las reglas, y si están de tu parte, no tienes nada que temer. Eso es lo que pasa con Terahara. Los políticos y él tienen una relación de toma y daca; trabajan juntos como si fueran siameses, son básicamente inseparables. Si un político dice que alguien estorba, Terahara se encarga de él. A cambio, los políticos nunca van a por Terahara.
—No he llegado a conocer al señor Terahara.
Hiyoko ajusta el ángulo del espejo retrovisor y se retoca las pestañas antes de clavar en Suzuki una mirada de reojo.
—Pero tienes un tema con el idiota de su hijo.
Suzuki se estremece, como si le hubieran atravesado el pecho con una saeta.
—¿Tengo un tema con el hijo del señor Terahara? —Su voz suena inexpresiva, y apenas se ve capaz de pronunciar esas palabras.
—Y esto nos lleva de vuelta al inicio de nuestra conversación. —Hiyoko traza un pequeño círculo con el dedo—. No nos fiamos de ti. —Cualquiera diría que se está divirtiendo—. Quería preguntártelo, pero se me olvidó: ¿estás casado?
Es obvio que Suzuki luce un anillo en el dedo anular de la mano izquierda.
—No —responde él—. Ya no. Lo estuve.
—¿Y aún llevas el anillo?
—He ganado algo de peso y no me lo puedo quitar.
Otra mentira. Si acaso, el anillo le queda suelto. Ha perdido peso desde que enviudó. Siempre le da la sensación de que el anillo se le va a caer en cualquier momento, tan solo con ir caminando por ahí.
«No pierdas el anillo —le decía su mujer muy circunspecta cuando aún estaba viva—. Es el símbolo de nuestra conexión. Quiero que pienses en mí cada vez que lo mires.» Si lo perdía, su mujer se pondría furiosa, incluso ahora que está muerta.
—A ver si lo adivino. —A Hiyoko le centellean los ojos.
—Esto no es un concurso.
—Yo diría que tu mujer murió por culpa del idiota del hijo de Terahara.
«Pero ¿cómo lo ha...?» Suzuki hace un esfuerzo denodado con tal de mantenerse inmóvil. Los ojos se le quieren disparar de aquí para allá. La garganta quiere tragar con fuerza. El ceño quiere arrancar a temblar. Las orejas quieren ponerse rojas como un tomate. El pánico que lleva dentro quiere estallar y salir por todos los poros de su cuerpo. Al mismo tiempo se imagina a su mujer, aplastada entre el SUV y el poste del teléfono. Contrae con fuerza el estómago, trata de bloquear y anular aquel recuerdo.
—¿Por qué iba a matar a mi mujer el hijo del señor Terahara?
—Lo de matar porque sí es otra faceta más del idiota del hijo, que se dedica a hacer sus idioteces. —El rostro de Hiyoko le dice a Suzuki que esperaba que él ya supiera aquello—. Ese cretino va creando todo tipo de problemas. Siempre anda robando coches en plena noche para darse una vuelta y divertirse, se emborracha y atropella a la gente. No deja de hacerlo.
—Eso es terrible. —Suzuki trata de vaciar su voz de cualquier emoción—. Terrible.
—Sí que lo es, ¿no? Difícil de perdonar y de olvidar. Y bien, ¿cómo murió tu mujer?
—¿Por qué das por sentado que mi mujer está muerta?
De nuevo se está imaginando el cuerpo maltrecho de su mujer. Pensaba que ya se le había borrado aquel recuerdo, pero regresa atronador, demasiado vívido. Ve a su mujer: ensangrentada de arriba abajo, el rostro aplastado, los hombros hechos trizas y torcidos. Suzuki se había quedado allí, de pie, clavado en el sitio mientras, a su lado, un agente de criminalística de mediana edad se levantaba del suelo después de examinarlo y mascullaba: «Ni siquiera han pisado el freno; de hecho, parece como si hubiesen acelerado».
—¿No la atropelló un coche?
Bingo. Eso es justo lo que pasó.
—No hagas suposiciones.
—Si no recuerdo mal, el idiota del hijo atropelló hace dos años a una mujer cuyo apellido de casada era Suzuki.
Ahí también da en el clavo.
—No puede ser cierto.
—Ya te digo si es cierto. El idiota del hijo siempre anda fanfarroneando sobre sus aventuras. Da igual lo que haga, nunca sufre las consecuencias. Y ¿sabes por qué?
—Ni idea.
—Porque todo el mundo le adora. —Hiyoko arquea las cejas—. Su padre, los políticos.
—Como eso que decías de los impuestos y el plan de pensiones de los trabajadores.
—Exacto. Y estoy segura de que sabes perfectamente que jamás tuvo ningún problema por haber matado a tu mujer. Porque lo has investigado. Y descubriste que trabaja para la compañía de su padre. Entonces conociste Fräulein. Así que te uniste a nosotros como colaborador externo. —Hiyoko va enumerando los hechos como quien recita un informe de memoria—. ¿No es así?
—¿Por qué iba a hacer todo eso?
—Porque quieres vengarte. —Lo dice como si fuera obvio—. Estás esperando una oportunidad para devolvérsela al idiota del hijo. Llevas un mes entero aguantándote. ¿Me equivoco?
No se equivocaba.
—Son acusaciones infundadas.
—Y por eso —prosigue ella mientras curva hacia arriba las comisuras de los labios rojos— estás ahora mismo bajo sospecha.
Las luces chillonas de los letreros parpadean por encima del hombro de Hiyoko, se encienden y se apagan.
Suzuki traga saliva, con fuerza.
—Y por eso recibí ayer unas órdenes especiales.
—¿Órdenes?
—Se supone que debo averiguar si trabajas para nosotros sin más o si vas buscando venganza. Siempre nos resulta útil contar con empleados cortitos, pero no tanto con los tipos listos que van de vendetta.
Suzuki no dice nada, se limita a esbozar una sonrisa.
—Ah, por cierto, y tampoco eres el primero.
—¿Disculpa?
—Ya ha habido otros como tú, que tenían una cuenta pendiente con Terahara y con el idiota de su hijo y entraron en la compañía en busca de venganza. Estamos acostumbrados a lidiar con este tipo de situaciones. Los dejamos trabajar durante un mes y les echamos un ojo, y si nos parece que hay gato encerrado, los ponemos a prueba. —Hiyoko se encoge de hombros—. Como estamos haciendo hoy contigo.
—Os equivocáis conmigo. —No ha terminado aún de decirlo y Suzuki se siente invadido por una profunda desesperanza.
El hecho de que haya otros que ya lo intentaran antes que él le oscurece mucho el panorama. Trabajar para una compañía tan turbia como Fräulein, malgastar un mes vendiendo a jovencitas unos productos que él estaba seguro de que eran drogas... El objeto de todo aquello era poder vengar a su mujer. Él se decía que aquellas jóvenes a las que estaba engañando tendrían que haber sido más espabiladas, y lo hacía con tal de sofocar la culpa, para apartar sus temores y su sentido de la decencia, para centrarse únicamente en su plan.
Pero ahora mismo está descubriendo que esa misión suya no es más que una repetición, una reposición de una repetición, y es como si todo se le viniera abajo de golpe. Se siente disperso, impotente, perdido en la oscuridad.
—Así que ahora toca ponerte a ti a prueba, averiguar si de verdad tienes interés en trabajar para nosotros.
—Estoy seguro de que estaré a la altura de vuestras expectativas. —Suzuki es consciente de lo frágil que suena su voz.
—En ese caso —Hiyoko hace un gesto con el pulgar para señalar hacia el asiento de atrás—, ¿por qué no matas a esos dos de ahí detrás? Un chico cualquiera, una chica cualquiera, nada que ver contigo.
Nervioso, Suzuki vuelve la cabeza para mirar hacia el asiento de atrás entre los de delante.
—¿Por qué yo?
—Obviamente, para despejar cualquier sospecha.
—Hacer esto no demostrará nada.
—¿Qué importancia tiene probar nada? Nuestro funcionamiento es bastante sencillo. Las posibilidades, las pruebas..., a nosotros nos da igual todo eso. Tenemos unas reglas y unos rituales simples, esto va así: si los matas a los dos, aquí y ahora, pasarás a formar parte del equipo como un miembro de pleno derecho.
—¿Miembro de pleno derecho?
—Cogemos tu contrato laboral y le quitamos lo de «externo».
—Pero ¿por qué tengo que hacer precisamente esto?
El motor está apagado, y están en silencio. Suzuki percibe unas vibraciones, pero se percata de que es el repiqueteo de su propio corazón. Es como si todo su cuerpo subiera y bajara cada vez que respira, y ese ciclo de expansión y contracción se transmitiese a través del asiento y sacudiera el coche entero. Exhala, después inhala, el olor de los asientos de cuero le inunda la nariz.
Aturdido, se gira de nuevo hacia delante y mira por el parabrisas. En el cruce, el verde del semáforo para los peatones comienza a parpadear. Es como si fuese a cámara lenta. Le da la sensación de que no se va a poner rojo en la vida.
«¿Cuánto tiempo va a seguir parpadeando?»
—Lo único que tienes que hacer es pegarle un tiro a esos dos de ahí detrás y estaremos listos. Pégales un tiro y mátalos. Es tu única opción. —La voz de Hiyoko lo trae de regreso a la realidad.
—Pero ¿qué vamos a conseguir matándolos?
—Quién sabe. Si tienen unos buenos órganos, podríamos quitárselos y venderlos. La chica podría terminar sirviendo de adorno.
—De... ¿adorno?
—Claro, si le cortamos los brazos y las piernas.
No sabe si Hiyoko le está tomando el pelo.
—¿Y bien? ¿Vas a hacerlo? Aquí mismo tiene usted la pistola, caballero, a su entera disposición. —Hiyoko se burla con ese exceso de cortesía en su forma de hablar al tiempo que saca de debajo del asiento el arma, de un color mate y apagado. Acto seguido la apunta hacia el pecho de Suzuki—. Y como intentes huir, te disparo yo a ti.
Suzuki se queda de piedra. La crudeza de tener un arma apuntándole le arrebata la capacidad de moverse. Es como si alguien le mirara fijamente desde las profundidades del agujero negro de ese cañón y le dejase clavado en el sitio. Hiyoko tiene el dedo en el gatillo. «Le basta con flexionarlo, ejercer la más mínima presión, y una bala me abrirá un boquete en el pecho.» Se da cuenta de lo fácil que sería y se queda lívido solo de pensarlo.
—Vas a utilizar esta pistola para pegarle un tiro a nuestros amigos del asiento de atrás.
—¿Y si me das la pistola —comienza a decir Suzuki, temeroso incluso de mover los labios—, y yo voy y te apunto a ti con ella? ¿Qué harías entonces? Una pregunta completamente hipotética.
Hiyoko ni se inmuta. Si acaso, le mira con cara de lástima.
—No te voy a dar aún la pistola. Otro miembro de la empresa viene de camino. Te la daré cuando él llegue, y así no podrás hacer ninguna tontería.
—¿Quién viene?
Con toda la naturalidad del mundo, como si no fuese nada en absoluto, Hiyoko le dice:
—El idiota del hijo. No tardará en llegar.
A Suzuki se le agarrota el cuerpo entero y la mente se le queda en blanco.
Hiyoko se cambia la pistola de mano, a la izquierda, y señala con la derecha hacia el parabrisas. Lo toca una sola vez, como si clavara el dedo en el cristal.
—Vendrá por allí, desde el otro lado del cruce.
—¿Terahara? —En la cabeza de Suzuki se produce un estruendo, como si se hubiera venido abajo todo cuanto había allí dentro—. ¿Terahara va a venir aquí?
—El señor Terahara no, su hijo. Aún no os habéis conocido de manera oficial, ¿verdad? Bueno, pues ahora lo vais a hacer. ¡Qué suerte la tuya! El idiota del hijo que mató a tu mujer llegará dentro de nada.
Hiyoko pronuncia el nombre del hijo de Terahara, pero Suzuki no lo asimila. Prefiere no reconocer a ese hombre como un ser humano de carne y hueso.
—¿Por qué viene para acá?
—Ya te lo he dicho, para verte a ti y ver qué haces. Siempre viene a mirar cuando ponemos a alguien a prueba de este modo.
—Bonito pasatiempo.
—Ay, ¿es que no conocías ese pequeño detalle?
Suzuki no encuentra las palabras. No sabe cómo, pero se las arregla para mirar por el parabrisas. El paso de cebra de ese cruce tan grande de ocho carriles se le viene encima como si lo tuviera sobre la cabeza. Hay una multitud de gente esperando a que cambie el semáforo, con el mismo aspecto que si se hubieran congregado en una orilla para observar la inabarcable extensión del mar.
La densidad de aquel gentío le devuelve a la memoria lo que le dijo su profesor. «Tenía razón, es como una marabunta de insectos.»
—Oh, allí está. El idiota del hijo —dice Hiyoko con voz alegre, a la vez que le señala.
Suzuki se yergue de un sobresalto y alarga el cuello hacia delante para mirar. Un poco hacia la derecha, en el paso de cebra en diagonal, hay un hombre con un abrigo negro. Parece rondar los veinticinco años, pero ese abrigo largo y el traje le otorgan un aire lujoso. Hace una mueca al darle una calada al cigarrillo.
Hiyoko agarra el tirador de la puerta.
—No creo que el idiota nos haya visto. —Acaba de decirlo y ya está fuera del coche, con la pistola todavía en la mano; con la otra, saluda al hijo de Terahara.
Suzuki también se baja del coche. El hijo de Terahara se halla apenas a unos metros de distancia.
Se acuerda de lo que solía decir su mujer: «Imagino que es lo que toca». Daba igual la situación, le daba una palmadita en la espalda a su marido y le decía eso. Si te encuentras con una puerta, te toca abrirla. Si la abres, te toca cruzarla. Si te encuentras con alguien, tienes que hablar con él, y si alguien te pone un plato de comida en la mesa, te toca probarla. «Cuando tienes una oportunidad, debes aprovecharla.» Siempre estaba diciendo eso, con esa ligereza y tan vivaracha. También implicaba que hiciera clic con el ratón en todas partes cuando navegaba por internet —«Es que tengo que pinchar ahí», decía—, de manera que siempre tenía el ordenador infectado con virus.
Suzuki echa un buen vistazo al hijo de Terahara. Es como si emitiese un aura chillona que va despejando el espacio a su alrededor. Es ancho de espaldas y tiene una postura bien erguida y recta. Es alto e incluso apuesto, como un actor de kabuki que interpreta el papel protagonista en una obra romántica. Sin darse cuenta, Suzuki está inclinado hacia delante. Tiene al hijo de Terahara en su punto de mira, los ojos clavados en él como si su visión hiciera zoom para ampliarlo y le ofreciese una imagen clara del rostro de aquel hombre.
Ve bien las cejas densas y pobladas, los orificios nasales planos en esa nariz diminuta. Los labios que sostienen el cigarrillo. Entonces se termina el pitillo, lo arroja al suelo, y este rebota una vez sobre el pavimento. Ve el tacón izquierdo que aplasta la colilla con un meticuloso giro. En la mente de Suzuki, la colilla aplastada hace las veces de su esposa. Bajo el abrigo de cuero negro, tan caro como vulgar, Suzuki atisba una corbata roja.
Se imagina qué sucederá a continuación. El semáforo se pondrá en verde, y el hijo de Terahara cruzará la calle. Vendrá y se plantará delante de él. En cuanto Suzuki reciba el arma de manos de Hiyoko, se girará y apuntará con ella al hijo de Terahara. Tal vez esté condenado al fracaso desde el principio y aquello no salga bien, pero no le queda otra que hacerlo. «Si tengo la oportunidad, debo aprovecharla. Es lo que toca. Como tú siempre decías.»
—Espera, ¿cómo?
Es Hiyoko. Justo cuando el semáforo se pone en ámbar.
El hijo de Terahara pone un pie en la calzada. El indicador para los peatones continúa en rojo, pero parece que él está empezando a cruzar, un paso, otro más.
Y entonces un coche se lo lleva por delante. Un monovolumen negro a toda velocidad.
Suzuki congela el instante del impacto, como si estuviese tratando de capturarlo con los ojos. Todo queda en silencio a su alrededor, como si se le hubiera desconectado el oído para que se le agudizara la vista.
El parachoques golpea al hijo de Terahara en el muslo derecho, que se le tuerce hacia dentro y se rompe. Los pies del joven despegan del suelo, el cuerpo se desliza en un barrido sobre el capó y asciende sobre el costado derecho hacia el cristal. Se estampa contra él y restriega la cara contra los limpiaparabrisas.
El cuerpo rebota del coche y sale arrojado hacia la calzada, donde aterriza de un trompazo sobre el costado izquierdo y rueda, con el brazo izquierdo retorcido bajo el cuerpo. Un objeto pequeño sale volando: Suzuki ve que se trata de un botón que ha saltado del traje. Traza un arco en el aire y se aleja.
El cuerpo cae dando vueltas en una depresión en el asfalto, rota y hace palanca sobre la cabeza, con el cuello doblado en un ángulo antinatural.
El monovolumen continúa su marcha disparado después de haber proyectado el cuerpo por los aires y pasa por encima del hijo de Terahara, tirado en el suelo.
El neumático derecho rueda sobre la pierna derecha, destroza el pantalón y deja plano el muslo. El coche entero le sube por el pecho, le rompe las costillas y le machaca los órganos. El monovolumen derrapa unos metros más antes de detenerse por fin.
El botón va por el aire cada vez más despacio y cae plano.
Es como cuando termina una sinfonía, ese instante en que todo el mundo respira en el auditorio, el silencio llena el espacio por un segundo, y entonces rompen a aplaudir. Salvo que, en lugar de aplaudir, en este caso la gente comienza a gritar.
El sonido vuelve a llegar hasta Suzuki. Una avalancha de pitidos de coches, gritos, el caos de las voces sumidas en la confusión, como un río que revienta una presa.
Está impresionado, pero aun así no aparta la mirada. Ha visto a alguien. Entre el caos en pleno cruce, allí había un hombre, alguien que se ha dado la vuelta para marcharse.
—¿Qué acaba de pasar? —dice Hiyoko, boquiabierta—. Lo... lo han...
—Lo han atropellado. —Suzuki siente el martilleo del corazón como una señal de alarma.
—Pero ¿tú has visto lo mismo que yo? —No suena segura en absoluto.
—¿Eh?
—Tú lo has visto, ¿verdad? Había... había alguien ahí, alguien con pinta sospechosa que se marchaba de la escena. —Ahora habla muy rápido, casi sin aliento—. Tienes que haberlo visto. Había alguien ahí, y ha sido como si al idiota del hijo le hubieran empujado.
—Yo... —Suzuki no está muy seguro de cómo debe responder, pero entonces dice—: Sí, lo he visto. —Las palabras ya han salido de sus labios—. Lo he visto.
Hiyoko se queda en silencio. Observa el rostro de Suzuki y, acto seguido, baja la mirada a sus propios pies. Chasquea la lengua y vuelve a observar el otro lado de la calle. Su mirada dice que ya ha tomado una decisión.
—Persíguelo.
—Que lo persiga... ¿yo?
—Tú has visto a un hombre, ¿no?
—Pues... —Suzuki aún está intentando comprender lo que ha sucedido.
—No te equivoques, que aún no te has librado, pero no podemos permitir que se largue quien sea que haya empujado al hijo de Terahara delante de ese coche. —Parece que ha sido una decisión de lo más desagradable para ella—. Y a ti, que no se te ocurra tratar de escapar. —Se le ilumina la cara, como si hubiera tenido una gran idea—: De hecho, si tratas de salir huyendo, mataré a esos dos del coche.
—¿Y eso de qué...?
—¡Que vayas a por él! ¡Vamos!
Este caótico giro de los acontecimientos resulta desequilibrante, casi alucinatorio, pero Suzuki se pone en marcha antes de que le dé tiempo a percatarse de lo que está haciendo.
—¡A por él! —grita Hiyoko con una nota de histeria en la voz—. ¡Encuentra al tipo que le ha empujado!
Echa a correr como un purasangre bajo la fusta. Mientras corre, vuelve la cabeza por encima del hombro y echa la vista atrás. Su mirada se detiene sobre los taconazos negros de Hiyoko. «Jamás podría perseguir a nadie con eso puesto; supongo que no imaginó que fuese a tener que hacerlo.»