—¡Tenemos que ir a la iglesia en quince minutos! —grita mamá desde la otra habitación antes de que se escuche el claro golpe de una brocha de maquillaje contra el espejo. Se le habrá vuelto a correr el lápiz de ojos.
La iglesia a la que asiste mi familia es la Sexta Congregación de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días de Garden Grove. La abuela fue bautizada como mormona cuando tenía ocho años, y luego mamá fue bautizada como mormona cuando tenía ocho años, al igual que yo voy a ser bautizada como mormona cuando tenga ocho años, porque es cuando Joseph Smith dijo que uno se hace responsable de sus pecados. (Antes de eso, se puede pecar libremente). Aunque tanto mi abuela como mi madre fueron bautizadas, no iban a la iglesia. Creo que querían poder ir al cielo sin tener que esforzarse.
Pero justo después de que a mamá le diagnosticaran cáncer, empezamos a asistir a los eventos de la iglesia.
—Lo único que sabía era que el Señor me ayudaría a mejorar si era una sierva buena y fiel —me explicó mamá.
—Oh. ¿Así que hay que ir a la iglesia cuando queremos algo de Dios? —pregunté.
—No.
Aunque mamá se reía al decirlo, sonaba algo nerviosa, quizá incluso un poco molesta. Y entonces cambió de tema diciendo lo guapo que estaba Tom Cruise en el tráiler de Misión: Imposible 2.
Nunca le he vuelto a preguntar cuándo o por qué empezamos a ir a la iglesia. No necesito saber los detalles de por qué vamos a la iglesia para saber que me encanta.
Me encanta el olor de la capilla: limpiador de baldosas con olor a pino y aroma de arpillera. Me encantan las clases de primaria y todas las canciones sobre la fe y Jesús, como «Espero ser llamado a una misión», «Historias del Libro de Mormón» y mi favorita, «Palomitas de maíz», que, ahora que lo pienso, no estoy segura de que tenga algo que ver con la fe o con Jesús. (Se trata de palomitas que estallan en un albaricoquero).
Pero, sobre todo, me encanta evadirme. La iglesia es un hermoso y pacífico descanso semanal de tres horas del lugar que más odio: mi casa. Mi casa, al igual que la iglesia, está en Garden Grove, California, una ciudad a la que sus habitantes se refieren no tan cariñosamente como «Garbage Grove» [Basurero] porque, como dice Dustin antes de que mamá le haga callar, «aquí hay un montón de gentuza».
Pagamos un buen precio de alquiler, ya que los padres de papá son los dueños, pero al parecer no es lo suficientemente bueno, ya que mamá siempre se queja de ello.
—No deberíamos tener que pagar nada. Para eso está la familia —suele decirme mientras lava los platos o se lima las uñas—. Si no le dejan la casa a tu padre en su testamento, te juro que…
Cuando nos retrasamos con el pago del alquiler casi todos los meses… mi madre llora. Cuando no llegamos a pagar el total… también llora. A veces no es suficiente, aunque mamá, papá, el abuelo y la abuela contribuyan. Los abuelos se mudaron con nosotros «temporalmente» mientras mamá luchaba contra el cáncer, pero terminaron quedándose incluso después de que ella entrara en remisión porque era lo mejor para todos.
Mamá lo llama la «maldición del salario mínimo». El abuelo trabaja como taquillero en Disneylandia, la abuela trabaja como recepcionista en una residencia de ancianos, papá hace recortes de cartón para Hollywood Video y trabaja en el departamento de diseño de cocinas en Home Depot, y mamá fue a la escuela de belleza, pero dice que tener bebés interrumpió su carrera —«además, los vapores de la decoloración del cabello son tóxicos»—, así que trabaja algunas horas en un supermercado durante las vacaciones, pero dice que su trabajo principal es asegurarse de que yo llegue a Hollywood.
A pesar de que casi nunca pagamos el alquiler en tiempo y forma, nunca nos han echado. Y tengo la sensación de que si los dueños de la casa no fueran los padres de papá, probablemente ya nos habrían echado. Una parte de mí fantasea con eso.
Si nos echaran, tendríamos que mudarnos a otro sitio. Y si tuviéramos que mudarnos a otro sitio, tendríamos que meter las cosas que quisiéramos llevarnos en cajas de mudanza. Y si tuviéramos que meter esas cosas en cajas de mudanza, tendríamos que ordenar todas las cosas de la casa y deshacernos de algunas de ellas. Y eso suena maravilloso.
Nuestra casa no siempre ha sido así. He visto fotos de antes de que yo naciera en las que parecía bastante normal, una casa humilde con un poco de desorden, nada fuera de lo común.
Mis hermanos dicen que comenzó cuando mamá enfermó; fue entonces cuando empezó a no poder renunciar a las cosas. Por lo tanto, debió suceder cuando yo tenía dos años. Desde ese momento, el problema no ha hecho más que empeorar.
Nuestro garaje está repleto de cosas desde el suelo hasta el techo. Las pilas de contenedores de plástico están llenas de papeles viejos, recibos, ropa de bebé, juguetes, joyas enmarañadas, diarios, adornos de Navidad, viejos envoltorios de chocolatinas, maquillaje caducado, frascos de champú vacíos y trozos de tazas rotas en bolsas con cierre hermético.
El garaje tiene dos entradas: una puerta trasera y una principal. Es casi imposible atravesar el garaje si entras por la puerta trasera porque apenas hay espacio, pero incluso en el caso de que puedas abrirte paso a codazos, no querrás hacerlo. Tenemos un problema con ratas y zarigüeyas, así que lo único que verás en el camino son ratas y zarigüeyas muertas atascadas en las trampas que papá coloca cada pocas semanas. Las ratas y zarigüeyas muertas apestan. Como no se puede atravesar el garaje, nuestra segunda nevera está colocada de forma estratégica en la parte delantera para que podamos acceder a ella fácilmente al abrir la puerta principal.
Pero decir «fácilmente» es una exageración.
La puerta de nuestro garaje es la única manual de la manzana, y es tan pesada que las bisagras cedieron. La puerta solía hacer un fuerte chasquido cuando papá o Marcus —los únicos dos de la casa con la fuerza suficiente para levantarla— la subían un poco. Y cuando se oía ese clic, la puerta del garaje se mantenía levantada por sí misma.
Bueno, ya no. Hace unos años, después de que se escuchara el chasquido, la puerta se vino abajo de nuevo y desde entonces no ha podido mantenerse abierta.
Así que ahora ir al garaje se ha convertido en un trabajo de dos personas. Quien abra la pesada puerta del garaje —normalmente Marcus— tiene que sostenerla con todo su cuerpo para evitar que se le caiga encima, mientras la otra persona —normalmente yo— busca lo que sea que haya que buscar.
Cuando nos piden a Marcus y a mí que recuperemos algo del garaje nos da miedo. Cuando Marcus levanta la puerta y su cara se contrae bajo el peso, y yo me apresuro a abrir la nevera abarrotada lo más rápido posible para localizar el alimento necesario en el mar de comida, me siento como si fuera Indiana Jones y la roca se acercara y tuviera que arrebatar el tesoro escondido antes de que se me viniera encima.
Los dormitorios también están mal. Recuerdo una época en la que Marcus, Dustin y Scott dormían en sus literas y yo en mi habitación infantil, pero ahora nuestros dormitorios están tan llenos de cosas que ni siquiera puedes distinguir dónde están las camas y mucho menos dormir en ellas; ya no dormimos en los dormitorios. Compramos en Costco unas colchonetas para dormir en el salón. Estoy bastante segura de que están pensadas para que los niños hagan gimnasia. No me gusta dormir en la mía.
Esta casa es una vergüenza. Esta casa es lamentable. Odio esta casa. Odio sentirme tensa y ansiosa dentro de ella, y toda la semana espero con ansias mi escapada de tres horas al mundo de los sacramentos y del limpiador de baldosas con olor a pino.
Por eso me molesta tanto que mi familia nunca salga por la puerta a tiempo, por mucho que intente que así sea.
—¡Vamos, movéos, movéos, movéos! —grito mientras me abrocho el zapato izquierdo.
Dustin y Scottie acaban de despertarse. Se frotan la costra de los ojos mientras el abuelo pasa con torpeza por encima de sus «camas» de colchoneta de Costco. Los abuelos duermen en el sofá de lo que solía ser mi habitación, pero que ahora se ha transformado en su dormitorio/almacén para más cosas.
—Tenéis diez minutos para desayunar, cambiaros y cepillaros los dientes —les digo a Dustin y Scott mientras se dirigen a la cocina para servirse los cereales de forma descuidada.
Me doy cuenta, por sus miradas, de que creen que les estoy mandoneando, pero a mí no me parece que sea una mandona. Me parece desesperación. Quiero orden. Quiero paz. Quiero mi respiro de tres horas de este lugar.
—¿Me habéis oído? —pregunto sin obtener respuesta.
El abuelo está de pie en un rincón de la cocina, untando su tostada con mantequilla, y la cantidad de mantequilla que está usando me estresa: una porción de ese tamaño cuesta dinero. Mamá siempre me dice que usa «media barra de mantequilla todos los días y no nos lo podemos permitir, y su diabetes tampoco».
—Abuelo, ¿puedes ponerte un poco menos de mantequilla? Mamá se va a enfadar.
—¿Eh? —responde el abuelo. Juro por Dios que me dice «eh» cada vez que le pregunto algo que no quiere responder.
Exasperada, salgo y abro La Cosa Blanca sobre la alfombra gris del salón. La Cosa Blanca es un mal llamado cuadrado blanco con motivos florales que se despliega en tres segmentos de veinticinco por veinticinco centímetros. Este cuadrado tríptico nos sirve de «mesa». Por lo visto, en casa nos gustan los trípticos.
Así que despliego La Cosa Blanca mientras Dustin y Scottie entran en fila india en el salón. Caminan como si estuvieran en una cuerda floja, con tanta concentración como los equilibristas, porque ambos han llenado demasiado sus tazones de leche y cereales hasta el punto de que la leche salpica los lados y cae sobre la alfombra gris. Mamá les dice todos los días lo mucho que odia que la leche se derrame sobre la alfombra y desprenda un olor agrio, pero no importa cuántas veces lo diga, ellos siguen derramando la leche y los cereales. Aquí nadie escucha.
Mamá aún no se ha puesto los zapatos de la iglesia porque los deja para el último momento, ya que le aprietan los juanetes, así que sé que en el momento en que pise la alfombra mojada por la leche, se arrancará las medias, se pondrá histérica y exigirá que paremos en la farmacia de camino para comprar unas nuevas. Si paramos en la farmacia, no podré disfrutar de mi escapada de tres horas. No podemos parar en la farmacia.
Me apresuro a ir al armario de las toallas. De camino, paso por el baño. Aprieto el oído contra la puerta cerrada y oigo a la abuela hablando por teléfono con una amiga suya y quejándose.
—Jean dejó la etiqueta del precio en el jersey que me regaló. Lo hace siempre que consigue algo en oferta, pero quiere fingir que ha pagado el precio total. Es bastante astuto de su parte. De todos modos, fui a Mervyn’s y vi el jersey allí, con un setenta por ciento de descuento. Ni siquiera se gastó quince dólares en mí.
—¡Abuela, sal de ahí! ¡Los chicos tienen que usar el baño! —grito mientras golpeo la puerta.
—¡¿Por qué me odias?! —grita la abuela.
Siempre hace eso cuando está al teléfono con alguien. Trata de hacerse la víctima. Llego al armario de las toallas y cojo el pequeño paño de cocina rojo con dibujos de Navidad, mojo uno de los extremos bajo el grifo de la cocina y lo presiono en la alfombra empapada de leche. Levanto la vista y veo a Dustin y a Scottie comiendo en La Cosa Blanca. Scott mastica en silencio y con una lentitud uniforme y medida, casi como si estuviera en cámara lenta. ¿Dónde está la urgencia? ¿Dónde está la prisa? Dustin mastica con la boca abierta y haciendo ruido. Sin prisa pero sin pausa.
Miro el reloj. 11:12 a. m. Tenemos que salir y entrar en la furgoneta en ocho minutos para poder llegar a la iglesia para el servicio de las once y media.
—¡Deprisa, gandules! —les grito a mis hermanos mientras aprieto con todo el peso de mi cuerpo el paño navideño mojado sobre la alfombra sucia.
—Cállate, cagona —me responde Scottie.
El abuelo pasa por encima de mí mientras caen migas de su tostada envuelta en papel. La abuela cruza desde el otro extremo de la habitación envuelta en una toalla lo suficientemente raída como para que se vea a través de ella… Asqueroso. Lleva el pelo rizado sujeto con un turbante improvisado hecho con papel higiénico y pinzas para el pelo.
—¿Estás contenta, pequeña? Ya he salido del baño —dice mientras se dirige a la cocina.
Ignoro a la abuela y les digo a mis hermanos que el baño está libre, así pueden ir a lavarse los dientes mientras yo pongo sus tazones de cereales en el fregadero. Con la ayuda de Dios puede que lleguemos a la iglesia a tiempo.
Me siento eufórica. Levanto el paño manchado de leche. Me dirijo a la cocina para volver a mojarlo y usarlo una segunda vez cuando mamá cruza y se dirige al salón. La ansiedad me invade el cuerpo. Estoy a punto de avisarle, pero para cuando sale de la cocina, sé que es demasiado tarde.
—¿Qué es esto? —Y lo pregunta en un tono que demuestra que sabe exactamente lo que acaba de pisar.
Le digo que ya he empezado a limpiarlo, por lo que la humedad es sobre todo agua, pero no importa. Su humor ya ha cambiado. Ya se está quitando las medias y llamando a papá para decirle que vamos a tener que parar en la farmacia para comprar un par nuevo.
Me pregunto si podría haber hecho algo diferente para que saliéramos más rápido. Me pregunto si hay algo que pueda hacer en el futuro. Nos metemos todos en la furgoneta y nos dirigimos a la farmacia. Tal vez lleguemos a la iglesia a tiempo para la canción de las palomitas.