21 de octubre,
por la tarde

Shadow y yo dejamos atrás el Karrðarskogur y nos dirigimos a las cataratas. Un camino accidentado ascendía por las montañas al norte del pueblo y lo seguí hasta que se extinguió. Seguramente se tratase tan solo de un sendero que usaban los ovejeros. Seguí adelante, aunque el terreno estaba algo fangoso donde se había derretido la nieve. Al final, mi determinación se vio recompensada en cuanto alcancé la cima de una de las montañas más bajas.

A lo lejos, el panorama se veía bastante obstaculizado por otra cadena montañosa mucho más alta, una gran congregación que se alzaba de manera desordenada de la tierra verde exhibiendo sus ropajes glaciales. Como comprenderás, Ljosland es un laberinto de montañas, fiordos, glaciares y otras formaciones afiladas a cada cual más hostil para el hombre. Entre los picos, el paisaje se desplomaba en lo que suponía que serían valles abismales y rocosos.

Hice un alto en la cumbre —en parte para disfrutar de la sensación de logro— para escribir en el diario. Las hadas no habitan tan solo en los bosques y sé por la correspondencia con Krystjan que muchos habitantes de Ljosland creen que las rocas volcánicas que sobresalen en el paisaje hacen la función de puertas a su reino. Anoté las más grandes, así como aquellas que me llamaban la atención por motivos diversos, ya fuera a fuerza de sus picos elaborados o por la presencia delatora de un riachuelo o de hongos.

El día había finalizado. Estaba llena de barro, tenía frío y sentía una felicidad absoluta. Había fijado lo que consideraba un límite útil dentro del cual llevar a cabo mi investigación y había establecido contacto con una o más hadas comunes. Por supuesto, era posible que los brownies de Ljosland subsistieran por completo a base de agua de mar y hojas, que considerasen las joyas tan ofensivas como el hierro, que odiasen la música con cada fibra de su ser. Pero tenía la teoría de que aquello no era probable y que, además, compartirían cosas en común con las hadas de otras latitudes al norte (por ejemplo, los alver, los elfos de las montañas de Noruega). Bambleby era escéptico con respecto a ello. Bueno, ya veríamos quién de los dos tenía razón.

Con mucho gusto me habría excusado ante Finn y la jefa del pueblo, pero el paseo me había abierto bastante el apetito. Y así, con mi felicidad un tanto mermada, dirigí mis pasos hacia el pueblo.

La taberna estaba bien situada en el corazón de la aldea, aunque esta caracterización era cuestionable dada la naturaleza desordenada de Hrafnsvik, con sus hogares y negocios repartidos sin ton ni son. Fuera se había reunido un grupo de hombres para fumar. Dos de ellos eran Krystjan y Finn.

Voilà! —exclamó Krystjan, con lo cual se granjeó unas risas de sus compatriotas—. Buenas tardes, profesora Wilde. ¿Ha estado hoy de cacería? ¿Dónde está su cazamariposas?

Más risas. Finn fulminó a su padre con la mirada. Me sonrió y me acompañó dentro.

Parecía que el pueblo entero de Hrafnsvik estaba apelotonado en el interior de la taberna. Los niños correteaban por el establecimiento, seguidos por unas regañinas hastiadas, mientras los mayores se congregaban en torno al enorme fuego. Era acogedora, como todos los establecimientos parecidos desde Inglaterra a Rusia, anegada de sombras y de la luz de la lumbre, y atestada de cuerpos y olores cargados; al techo lo sostenían lo que parecían troncos arrastrados por la corriente. Sobre la barra del bar, en el lugar donde cabría esperar que hubiera un par de astas colgadas, había una mandíbula enorme de ballena.

Finn me condujo por la estancia para presentarme, lo cual no le costó mucho, ya que la mayoría de los rostros habían abandonado la conversación para mirarme en el momento en que entré. Sorprendentemente, agradecí la presencia de Finn (aborrezco la incomodidad de acercarme a extraños, incluso sin la barrera del idioma). Por supuesto, había aprendido tanto ljoslandés como me había sido posible durante el último año, pero una no puede progresar tanto sin la tutela de un hablante nativo.

—Esta es Lilja Johannasdottir —dijo Finn—. Nuestra leñadora. Tiene un alfurrokk tras su casa, una puerta al mundo de las hadas. Se ha visto entrar y salir de ella a muchos de los pequeños.

La muchacha me sonrió. Era ancha de espaldas y hermosa, con las mejillas sonrosadas y redondas y una cascada de cabello rubio.

—Encantada de conocerla, profesora.

Nos estrechamos la mano. La suya era grande y estaba cubierta por innumerables callos. Le pregunté por la localización de su morada para poder investigar la formación. Pareció alarmada.

—No creo que Aud ponga objeciones —se apresuró a decir Finn.

Me quedé desconcertada.

—No hay razón para que las ponga, ¿no?

—No pasa nada, Finn —añadió Lijla—. Estaré encantada de recibirla en mi hogar, profesora.

Me topé con una reticencia similar por parte de otros lugareños, aunque en cada uno de esos casos, Finn, sonriente y amable, calmó las aguas. Me pregunté si no habrían terminado de comprender el propósito de mi visita, aunque estaba claro que Krystjan no había ocultado los detalles de nuestra correspondencia.

Por último, llegamos a la mesa de la goði, Aud Hallasdottir, quien interrumpió su conversación con dos mujeres de aspecto rudo para sonreírme. De repente, me descubrí atrapada en un fuerte abrazo. Aud dio un paso atrás, con las manos todavía sobre mis hombros, y me anunció que cenaría en su casa en cuanto estuviese disponible. Accedí, le dije que Finn me había informado sobre su experiencia con respecto a las ocultas y le expresé mi gratitud por cualquier dato que pudiera compartir.

A Finn se le congeló la sonrisa en el rostro y Aud parpadeó. Era bajita, ancha, con dos surcos profundos bajo los ojos, los únicos signos visibles de la edad. Solo tuve un instante para preguntarme en qué me había equivocado antes de que ella asintiese y dijera:

—Por supuesto, profesora Wilde. Por favor, siéntese y deje que mi marido la atienda. Hace un vino especiado excelente… Debería llevarse una botella. He estado en la cabaña de Krystjan y sé que hay demasiada corriente.

Le respondí con educación que era muy amable, pero que insistía en pagar por mi consumición. Tengo por norma no aceptar favores de los lugareños mientras llevo a cabo el trabajo de campo, pues no me gusta el afecto potencial que genera. Cada pueblo tiene sus escándalos en lo que a las hadas se refiere, embarazos misteriosos y cosas por el estilo, y mi trabajo como académica no es censurar, sino decidir si cabe incluir dichos relatos en mi investigación —sin ofrecer nombres, por supuesto— basándome en su valor científico.

Aud asintió y se excusó para discutir algo con su marido, Ulfar. Todavía no me lo habían presentado, aunque no dejaba de ser consciente de su presencia acechante al fondo de la taberna. No era alto, pero había algo en sus cejas pobladas y en sus rasgos afilados —los cuales creaban pequeños picos y valles de sombras— que le daba el aspecto de una montaña amenazante. Al principio pensé que me fulminaba con la mirada mientras se movía por la estancia sirviendo fuentes de pescado y pan o un estofado oscuro casi sólido, hasta que me di cuenta de que miraba así a todos.

Finn parecía extrañamente azorado tras mi conversación con la jefa y empecé a preocuparme de haberla ofendido de alguna manera. Sin embargo, Aud reapareció con una sonrisa y una mesa preparada para mí, más cerca del fuego, de donde tuvo que desalojar a tres marineros, quienes aceptaron sin objeciones aparentes. Solo quedaba una mujer sentada y presentí que no había orden de la jefa ni de nadie capaz de moverla de su sitio predilecto. Cuando me senté frente a ella, me sonrió.

Le devolví la sonrisa. Era una mujer de avanzada edad (tanto, de hecho, que por un momento me sentí como si nunca hubiese conocido verdaderamente la edad anciana). Sus ojos eran apenas dos ranuras en aquel semblante arrugado y sus manos eran un lecho de manchas. Pero sus ojos eran de un verde intenso y sus manos se movían con rapidez con la lana sujeta entre los dedos, que parecían tejer sin necesidad de agujas.

—Thora Gudridsdottir —dijo Finn antes de retirarse a la barra. Shadow se metió bajo la mesa y empezó a mordisquear una chuleta de cordero con satisfacción.

—Se están riendo de ti —dijo la anciana—. Nunca lo harán delante de ti. Bueno, puede que Krystjan sí. Te llaman…, no tenéis una palabra similar en inglés. Significa algo como «ratoncita de biblioteca».

Se me encendió el rostro, aunque mantuve la voz tranquila.

—Supongo que hay epítetos peores.

—También dicen que eres una muchachita extranjera y tonta que ha perdido la cabeza por un hada en su país y que ahora va dando tumbos por el mundo con el dinero de sus padres buscando una forma de volver con ellos. No se imaginan otro motivo por el cual harías esto. No tiene más sentido para esta gente que a una oveja se le meta en la cabeza ir en busca de un lobo. Si duras una semana, los dejarás asombrados. Ya han hecho apuestas.

Una vez que concluyó su discurso, volvió a tejer.

No tenía la menor idea de cómo responder. El estofado humeaba frente a mí y la cuchara colgaba tontamente de mi mano. La dejé sobre la mesa.

—¿Está de acuerdo?

La mirada brillante de Thora Gudridsdottir estaba concentrada por completo en tejer. Casi creí que no había hablado de lo enfrascada que estaba en su labor, frágil como una mariposa pero decididamente bien cuidada, la imagen de una abuela querida de mucha edad. No alzó la mirada cuando dejó escapar un sonido grosero de incredulidad.

—¿Que si estoy de acuerdo? ¿Por qué te contaría nada de esto si fuera ese el caso?

Aprecio a las personas francas. Así no tienes que interpretar las conversaciones y, como alguien a quien esto se le daba fatal y que siempre estaba metiendo la pata, para mí tenía un valor incalculable.

—No sé qué pensar de usted. —Era lo único que podía decir con perfecta franqueza.

Ella asintió con aprobación.

—Eres lista. ¿Y cómo lo sé? —Se inclinó hacia delante y descubrí que había imitado su gesto, con toda mi supuesta inteligencia cautivada por esta anciana extraña—. Porque los has visto y sigues con vida.

Me quedé mirándola estupefacta.

—¿Cómo lo sabe?

Volvió a emitir un sonido grosero.

—Tengo una nieta que va a la universidad en Londres. Cuando Krystjan nos contó que ibas a venir, le escribí y me mandó algunos de tus artículos.

Asentí.

—Bueno, el éxito que he tenido con otras hadas puede ser poco relevante en cuanto a mi suerte aquí. —Me dedicó una mirada compasiva, como si se preguntara por qué me había molestado en decir aquella obviedad. Por alguna razón, sentí la necesidad de seguir hablando para justificarme, o tal vez para vindicar mi presencia—: Y, por supuesto, la mayoría de mis interacciones se han limitado a las hadas comunes. He estudiado los encantamientos que han dejado las hadas de la corte (los altos), así como numerosos relatos de primera mano, pero nunca he conocido a una. —Aparte de Bambleby, tal vez—. ¿Puedo preguntarle si se ha topado con las ocultas?

Siguió tejiendo.

—Mi apuesta está en un mes. Krystjan no me dio muchas más opciones. Por favor, no me decepciones… Necesito un techo nuevo.

—Ya estoy aquí —dijo Finn y dejó una botella de vino especiado en la mesa—. Espero que te guste, amma.

—Idiota —dijo Thora—. Esa cosa de Ulfar sabe a pis. ¿Cuántas veces te lo he dicho?

Finn se limitó a suspirar y se volvió hacia mí.

—Aud me ha pedido que le preguntase si todo es de su agrado.

—Sí, gracias —respondí, aunque todavía no había probado el estofado—. ¿Thora es su abuela?

—Es la abuela de la mitad del pueblo, más o menos.

Thora volvió a soltar el sonido grosero.

La puerta se abrió de golpe y por ella entró un remolino de aire frío; una figura desgarbada se recortaba contra la oscuridad. Parecía que tenía forma de mujer, aunque era difícil de decir dada la cantidad de capas de abrigos y mantas que llevaba. La figura no dio un paso más, simplemente se quedó de pie en el umbral con la noche extendiéndose a su espalda.

—Auður —dijo Aud, y se acercó a la extraña murmurando algo. La luz del hogar incidió en su rostro y reveló a una mujer joven de unos veinticinco años, de labios caídos y cuyos ojos se movían sin cesar, aunque parecían no ver. Se aferró al brazo de Aud con fuerza y luego esta la acompañó a una silla, sobre la que se dejó caer con languidez.

Me acerqué a la mujer con curiosidad.

—¿Se encuentra bien?

Aud se tensó.

—Todo lo bien que se podría esperar.

Ulfar depositó un cuenco de estofado frente a la chica. Auður no lo miró, ni a él.

—Come —le dijo Aud en ljoslandés. Auður tomó la cuchara y se llenó la boca con un gesto mecánico, masticó y tragó.

—Bebe —indicó Aud. Auður bebió.

Las contemplé con una creciente confusión. Había algo tanto extraño como aberrante en la forma en que Auður respondía a las instrucciones de Aud, como una marioneta movida por hilos. Aud me vio observándola y se le oscureció el rostro.

—Debo pedirle que se abstenga de incluir a mi sobrina en su libro —dijo.

Lo entendí y le dediqué un ligero asentimiento.

—Por supuesto.

Sé de muchas especies de hadas que tienen por costumbre secuestrar a mortales solo por el gusto de romperlos. A decir verdad, es algo que tienden a hacer las hadas de la corte de vez en cuando. En una ocasión conocí a un hombre de la isla de Man cuya hija se había quitado la vida después de haber pasado un año y un día en algún horrible reino de las hadas, tan hermoso que su belleza se volvió adictiva como los opiáceos. Otros han soportado tormentos y han regresado tan cambiados que sus familias apenas los reconocen. Pero por el comportamiento y la expresión de Auður, su naturaleza límpida, me topé con algo que no había visto antes. Y por mi experiencia, un escalofrío premonitorio me recorrió el cuerpo, la sensación de que, quizá, por primera vez en toda mi carrera, aquello estaba fuera de mi alcance.

—¿Vive sola? —pregunté.

—Con sus padres, como ha hecho siempre.

Asentí.

—¿Podría visitarla?

—Usted es una huésped aquí y es bienvenida donde quiera —dijo su tía, con voz suave y de forma mecánica, pero había cierta fragilidad en su sonrisa que hasta yo pude reconocer, así que me retiré junto al fuego. Auður siguió comiendo y bebiendo solo cuando se lo decían y, cuando terminó la cena, se sentó con la cabeza apoyada en el respaldo y el cabello sobre el rostro hasta que su tía la llevó a casa.

—¿Siempre es así? —pregunté.

Thora me dedicó una mirada breve y cortante, y luego asintió.

—Esa niña se arrancaría el corazón si alguien se lo ordenara.

Sentí un sudor frío en la frente.

—¿Qué le han hecho?

—¿Qué le hicieron? —repitió Thora—. ¿No lo ves? Está hueca. En ella no queda ni la sombra de un fantasma. Pero al menos ha regresado.

Había tanto énfasis en sus palabras que tragué saliva.

—¿Y cuántos no lo han hecho?

Thora no me miró.

—Se te está enfriando la cena —dijo, y hubo algo bajo la afabilidad de sus palabras que no me atreví a contradecir.

Cuando Shadow y yo volvimos a la cabaña, las brasas todavía estaban calientes en la cocina de leña, algo que me llenó de un raro orgullo. Me decanté por leer un rato junto al fuego, eso si conseguía sacar a Auður de mi cabeza, pues me había agitado más de lo que estaba dispuesta a admitir. Sin embargo, abrir la caja de la leña me trajo de vuelta a la tierra con rapidez, pues solo quedaban dos troncos.

Me mordí el labio temblando ligeramente. Recordé que Krystjan había mencionado el leñero y, de pronto, deseé haber seguido el consejo de Finn y haberme «acomodado» en lugar de haberme pasado el día vagando de un lado a otro por el campo. Hay veces en que mi entusiasmo académico saca lo mejor de mí, pero nunca había tenido motivos para arrepentirme tan profundamente como hasta ahora.

Bueno, qué le voy a hacer. Encendí la linterna y volví a salir a la nieve. Por suerte, el leñero era fácil de localizar, pues estaba situado bajo los aleros. Sin embargo, el corazón me dio un vuelco cuando miré en su interior. No habían cortado la madera en leños, sino que estaba apilada en trozos enormes que no cabrían en mi humilde cocina.

Ahora temblaba de verdad. Shadow, totalmente a gusto con su abrigo de piel, se puso nervioso al sentir mi angustia. Como bien intuyó, el leñero era la fuente de esta, así que procedió a atacar la puerta.

—Déjalo, cariño —le reprendí. Levanté lo que parecía un tronco entero y, apesadumbrada, me puse manos a la obra. Agarré el hacha que había sobre el montón de madera y apoyé el tronco sobre un tocón. Luego asesté el golpe.

La primera vez fallé. La segunda, también. La tercera, hundí el hacha en la madera, donde no tardó en quedarse atascada y no pude sacarla.

Forcejeé. Apoyé el pie contra el tocón y volví a tirar. Y aunque no suelo maldecir, no me cabe duda de que debo haber marchitado unos cuantos brotes con la sarta de obscenidades que salieron por mis labios.

Al final, agotada, congelada y con el hombro dolorido por la reverberación que resultaba de cada hachazo, me rendí. Dejé el hacha en el cobertizo bien incrustada en la madera, proyectando lo que imaginé como una especie de triunfo sádico. Volví al cobertizo helado, añadí los troncos que me quedaban al fuego y extendí todas las mantas que encontré sobre la cama. No tenía deseos de terminar la entrada del diario correspondiente a este día, pero el hábito me ha dado la fortaleza necesaria. Ahora, a dormir.