20 de octubre de 1909
Hrafnsvik, Ljosland

Shadow no está nada contento conmigo. Está tendido con la cola inerte junto a la chimenea mientras el viento frío hace traquetear la puerta, mirándome bajo el flequillo desgreñado de esa forma acusadora y resignada tan característica de los perros, como diciendo: «De todas las aventuras estúpidas a las que me has arrastrado, ten por seguro que esta será nuestra perdición». Me temo que debo darle la razón, aunque eso no hace que tenga menos ganas de comenzar la investigación.

Aquí pretendo ofrecer un relato sincero de mis actividades diarias en el campo mientras documento una especie misteriosa de hadas llamadas «las ocultas». Este diario tiene dos objetivos: ayudarme a recordar cuando llegue el momento de compilar oficialmente mi estudio de campo y como registro para aquellos alumnos que sigan mis pasos en caso de que sea capturada por las hadas. Verba volant, scripta manent. Al igual que en mis diarios anteriores, doy por hecho que el lector tendrá conocimientos básicos de driadología, aunque dejaré constancia de ciertas referencias que puedan no ser familiares para quienes sean nuevos en el área.

Hasta ahora no había tenido motivos para visitar Ljosland y mentiría si dijera que lo primero que he visto esta mañana no ha mermado mi entusiasmo. Se necesitan cinco días de viaje desde Londres y el único navío que llega hasta aquí es un carguero semanal que trae una amplia variedad de bienes y otra mucho menos variopinta de pasajeros. Emprendimos la aventura hacia el norte sin interrupciones y esquivando icebergs mientras yo me paseaba por cubierta para mantener los mareos a raya. Fui de las primeras en avistar las montañas colmadas de nieve elevándose sobre el mar y, a sus pies, los tejados rojos apiñados del pequeño pueblo de Hrafnsvik, como si estos fuesen Caperucita Roja y el lobo se alzase imponente a sus espaldas.

Poco a poco arribamos a puerto y el carguero chocó una vez con fuerza contra él a causa de las olas grises embravecidas. Un hombre mayor con un cigarro entre los labios y aire despreocupado (cómo lo mantenía encendido con ese viento era una hazaña tan impresionante que, horas después, me sorprendí pensando en el brillo de las ascuas al salir disparadas, rociadas por el agua de mar) accionó una manivela para bajar la pasarela.

Me fijé en que fui la única en desembarcar. El capitán dejó mi baúl sobre el muelle cubierto de escarcha con un golpe seco y me dedicó su sonrisa divertida habitual, como si no fuese más que una broma que no terminase de comprender. Al parecer, mis compañeros de viaje —los pocos que eran— se dirigían a la única ciudad de Ljosland, Loabær, la siguiente parada del barco. Yo no la visitaría, pues las hadas no habitan en las ciudades sino en los rincones más recónditos y olvidados del mundo.

Desde el muelle veía la cabaña que había alquilado, algo que me dejó asombrada. El granjero y dueño de aquellas tierras, un tal Krystjan Egilson, me la había descrito en sus cartas: una casita de piedra con un tejado cubierto de hierba de un verde intenso justo a las afueras del pueblo, situada sobre la ladera de la montaña junto a la linde del bosque Karrðarskogur. Era un país realmente inhóspito; cada detalle, desde el batiburrillo de cabañas pintadas de colores alegres al verdor vívido de la costa y los glaciares amenazantes en las cumbres, era tan nítido y solitario como unos hilos entretejidos, y sospecho que podría haber contado los cuervos en sus madrigueras de la montaña.

Los marineros pusieron tanta distancia como pudieron entre ellos y Shadow cuando nos apeamos en el puerto. El viejo gran danés está ciego de un ojo y no tiene energía para otro ejercicio que no sea renquear, así que abrirle de un tajo la garganta a los marineros maleducados estaba descartado, aunque su apariencia sugiriera lo contrario; es una criatura enorme, negro como el carbón, con zarpas parecidas a las de un oso y unos dientes muy blancos. Quizá debería haberlo dejado al cuidado de mi hermano en Londres, pero no podría soportarlo, sobre todo porque tiende a desanimarse cuando estoy fuera.

Me las arreglé para arrastrar mi equipaje puerto arriba y cruzar el pueblo. Había pocas personas fuera —la mayoría estaban en los campos o en los botes pesqueros—, pero esos escasos seres me contemplaban como solo los habitantes de los pueblos rurales en los confines del mundo conocido pueden mirar a una extraña. Ninguno de mis admiradores me ofreció su ayuda. Shadow, caminando lentamente a mi lado, los observó con un ligero interés y solo entonces desviaron la mirada.

He visto comunidades mucho más rústicas que Hrafnsvik, ya que mi trabajo me ha llevado por toda Europa y Rusia a pueblos grandes y pequeños y a tierras salvajes, hermosas e infames. Estoy acostumbrada a los alojamientos sencillos y a la gente humilde (una vez dormí en el cobertizo para el queso de un granjero en Andalucía), pero nunca he estado tan al norte. El viento había saboreado nieve, y recientemente; me tironeaba de la bufanda y del abrigo. Me llevó su tiempo subir el baúl por el camino, pero soy bastante perseverante.

En el paisaje que rodeaba al pueblo predominaban los campos. No eran las colinas ordenadas a las que estaba acostumbrada, sino que estaban llenas de bultos, rocas volcánicas cubiertas de parches esporádicos de musgo. Y si aquello no era suficiente para desorientarte, el mar no dejaba de enviar nubes de niebla sobre la costa.

Llegué a la linde del pueblo y encontré el pequeño camino hacia la cabaña; el terreno era tan escarpado que el camino zigzagueaba. La cabaña estaba situada con precariedad sobre un pequeño nicho en la ladera de la montaña. Solo estaba a unos diez minutos del pueblo, pero eran diez minutos de pendientes que te hacían sudar, y, para cuando llegué a la puerta, estaba jadeando. No solo no estaba cerrada con llave, sino que carecía de cerradura y, cuando la abrí, me encontré a una oveja.

Me miró durante un instante, masticaba algo, y luego salió tranquilamente para unirse a sus compañeras mientras yo sostenía amablemente la puerta abierta. Shadow resopló, pero por lo demás no parecía impresionado; ya había visto bastantes ovejas en nuestros viajes por la campiña en Cambridge, por lo que las contempla con el desinterés caballeroso de un perro entrado en edad.

De alguna manera, hacía más frío dentro que fuera. La casa era tan sencilla como me la había imaginado, con paredes de piedra sólida y reconfortante y con olor a algo que supuse que sería estiércol, aunque también podría haber sido la oveja. Había una mesa y sillas llenas de polvo; una cocina pequeña al fondo con varias ollas colgando de la pared; tenían mucho polvo. Junto al hogar, con su estufa de madera, había un sillón viejo que olía a moho.

Estaba temblando, a pesar de la caminata cuesta arriba arrastrando el baúl, y me di cuenta de que no había madera ni cerillas para caldear aquel lugar lóbrego y, quizá lo más alarmante, que puede que no supiera cómo encender un fuego aunque los tuviera, ya que nunca lo había hecho. Lamentablemente, justo en ese momento miré por la ventana y descubrí que había empezado a nevar.

Fue entonces, mientras contemplaba el hogar vacío, hambrienta y helada, cuando comencé a preguntarme si moriría aquí.

A riesgo de que me tomes por una novata en el trabajo de campo en el extranjero, déjame asegurarte que no es el caso. Estuve varios meses en una parte de la Provenza tan rural que los habitantes del pueblo no habían visto nunca una cámara, mientras estudiaba una especie de hada moradora de los ríos, les lutins des rivières. Y antes de eso, pasé una larga temporada en los bosques de los Apeninos con algunos hados con cara de ciervo, y medio año en las tierras salvajes de Croacia como ayudante de un profesor que se pasó toda su carrera analizando la música de las hadas de las montañas. Pero en todos esos casos sabía dónde me metía y tenía un estudiante o dos para que se ocupasen de la logística.

Y no había nieve.

Ljosland es el país más aislado de Escandinavia, una isla situada en los mares embravecidos y alejada del territorio continental noruego, y cuyo litoral roza el Círculo Polar Ártico. Había tenido en cuenta el engorro de llegar a este lugar —el viaje largo e incómodo al norte— y, aun así, me daba cuenta de que no le había prestado mucha atención a las dificultades a las que tendría que enfrentarme al marcharme si algo salía mal, en especial a partir de que se cerrase la capa de hielo marino.

Llamaron a la puerta y me levanté de un salto, aunque el visitante ya estaba entrando sin haberse molestado en pedir permiso, sacudiéndose los zapatos con ínfulas de un hombre que ingresa en su propia morada tras un largo día.

—Profesora Wilde —dijo y me tendió la mano. Era grande, al igual que su complexión, tanto en altura como en la anchura de sus hombros y su torso. Tenía el cabello negro y desgreñado, el rostro cuadrado y la nariz rota, que se había vuelto a soldar de tal forma que le favorecía de manera sorprendente, aunque resultaba poco atractiva, desde luego—. Veo que ha traído a su perro. Excelente animal.

—¿Señor Egilson? —dije con amabilidad y le estreché la mano.

—¿Quién si no? —respondió mi anfitrión. No estaba segura de si pretendía sonar arisco o si su comportamiento era algo hostil de por sí. Aquí debería mencionar que se me da fatal leer a las personas, una carencia que me ha hecho pasar unos cuantos apuros. Bambleby habría sabido qué hacer exactamente con este hombre oso y es probable que ya lo hubiera hecho reír con alguna broma discreta y encantadora.

Maldito Bambleby, pensé. Carezco de un gran sentido del humor, algo a lo que sinceramente desearía recurrir en dichas situaciones.

—Menudo viaje ha tenido —dijo Egilson mientras me miraba de manera desconcertante—. Un largo camino desde Londres. ¿Se ha mareado?

—De Cambridge, en realidad. El barco fue muy…

—Apuesto a que la gente la ha mirado cuando subía por el camino. «¿Quién es esa ratoncita que sube por el camino», habrán pensado. «No puede ser esa erudita elegante de la que hemos oído hablar, la que ha venido desde Londres. Parece que no fuera a sobrevivir al viaje».

—¿Cómo voy a saber qué han pensado de mí? —respondí y me pregunté cómo demonios dirigir la conversación a asuntos más acuciantes.

—Me lo han dicho ellos —dijo.

—Ya veo.

—Me encontré con el viejo Sam y su mujer, Hilde, de camino hacia aquí. Todos tenemos mucha curiosidad por su investigación. Dígame, ¿cómo planea atrapar a las hadas? ¿Con un cazamariposas?

Aunque sabía que estaba bromeando, le respondí con frialdad:

—Quédese tranquilo, no tengo intención de atrapar a ninguna de sus hadas. Mi objetivo es estudiarlas meramente. Es la primera investigación de este calibre que se lleva a cabo en Ljosland. Me temo que, hasta hace poco, el resto del mundo veía a vuestras ocultas como poco más que un mito, a diferencia de otras especies de hadas que habitan las islas británicas y el continente, de las cuales un noventa por ciento han sido documentadas de manera sustancial.

—Puede que lo mejor sea que esto siga siendo así para todos los interesados.

Aquella frase no fue alentadora.

—Entiendo que cuentan con varias especies de hadas en Ljosland, muchas de las cuales pueden encontrarse en esta parte de las montañas de Suðerfjoll. Tengo para investigar relatos de hadas que varían desde los brownies, una especie de hada doméstica, hasta las hadas de la corte.

—No he entendido nada —dijo con un tono monocorde—. Pero será mejor que limite su investigación a las pequeñas. No saldrá nada bueno de provocar a las otras, ni para usted ni para nosotros.

Me sentí intrigada por sus palabras de inmediato, aunque por supuesto había oído pinceladas de la naturaleza terrorífica de las hadas de la corte de Ljosland, es decir, aquellas que adoptan un aspecto casi humano. Pero mis preguntas quedaron frustradas por el viento, que abrió la puerta de golpe y escupió una bocanada de copos de nieve en la cabaña. Egilson la empujó con el hombro para cerrarla de nuevo.

—Está nevando —dije, una sandez nada típica en mí. Siento decir que la imagen de la nieve revoloteando hacia el hogar me había vuelto a sumir en una desesperación exacerbada.

—Ocurre de vez en cuando —respondió Egilson con un dejo de humor negro que descubrí que prefería a aquella amabilidad falsa, que no es lo mismo que decir que lo apreciaba—. Pero no se preocupe. El invierno aún no ha llegado, solo se está aclarando la garganta. Las nubes se despejarán de un momento a otro.

—¿Y cuándo llegará el invierno? —inquirí con aire sombrío.

—Lo sabrá cuando lo haga —dijo, una respuesta de soslayo a la que no tardaría en acostumbrarme, ya que Krystjan es ese tipo de hombre—. Es joven para ser profesora.

—En cierto modo —respondí con vaguedad; esperaba disuadirlo de seguir por esa línea de preguntas. Ahora, a los treinta, no soy tan joven como para sorprender a nadie; aunque, de hecho, hace ocho años era la profesora más joven contratada en Cambridge.

Me dedicó un gruñido divertido.

—Debería seguir con la granja. ¿Puedo ayudarla en algo?

Lo dijo con indiferencia y parecía estar a punto de salir de lado por la puerta, incluso mientras me apresuraba a responderle.

—Un té estaría bien. Y leña… ¿Dónde la guarda?

—En la caja para leña —dijo, desconcertado—. Junto a la chimenea.

Me di la vuelta y vi dicha caja en el acto… La había tomado por una especie de guardarropa rudimentario.

—Hay más en el leñero, en la parte trasera —añadió.

—El leñero —susurré aliviada. Mis fantasías de morir congelada habían sido prematuras.

Debió de notar la forma en que lo dije, que lamentablemente tenía la cadencia clara de una palabra que no había pronunciado hasta ahora.

—Es más bien una persona casera, ¿no? —recalcó—. Me temo que ese tipo de gente no abunda por aquí. Le pediré a Finn que traiga el té. Es mi hijo. Y antes de que pregunte, las cerillas están en la caja de las cerillas.

—Naturalmente —dije, como si ya hubiese reparado en ella. Maldito fuera mi orgullo, pero no fui capaz de preguntar por su paradero después de la humillación de la caja para leña—. Gracias, señor Egilson.

Parpadeó despacio sin dejar de mirarme, y luego sacó una cajita del bolsillo y la dejó sobre la mesa. Se fue envuelto en un remolino de aire helado.