BEN
El viento de la Octava Avenida deja a Ben sin aliento y le recuerda que es invierno. Pero a la ciudad no le importa el frío. Siempre está en movimiento. Vibrando. Ben gira hacia el metro.
Caminar por Nueva York es participar en una coreografía urbana enorme con millones de bailarines, y Ben se adapta sin esfuerzo a ese ritmo de prisas, propósitos y posibilidades. Conoce los pasos de la coreografía porque escucha cómo se los marca la ciudad. Sabe a dónde se dirige la mujer que se está acercando a él por la posición de sus caderas y la forma en la que gira el cuello, y, cuando se acerca a Ben sin amago de frenar, Nueva York le dice que cuente el ritmo y que gire los hombros al mismo tiempo que ella. Pasan uno al lado del otro sin tocarse, como si fueran modelos en una pasarela que desfilan con elegancia sin perderse ni un paso. La mujer sigue adelante, y Ben hace lo mismo, y no tardará en bailar con otro desconocido.
Ben siente que la ciudad es su lugar, no Gideon, donde no dejan de recordarle que es un inadaptado. «Bicho raro», lo llaman, o «friki». Pero aquí, en la ciudad, un chico rarito con cara de aburrido y la raya en los ojos encaja a la perfección. No es especial. Pasa inadvertido. Este es su sitio. Por eso viene tan a menudo. La diferencia es que, en esta ocasión, no piensa volver.
Se detiene frente a un puesto de periódicos para mirar la portada de la Women’s Wear Daily. En ella hay una fotografía de una modelo a la que no conoce con una gorra a cuadros y una chaqueta a juego. ¿Será de Kenzo? ¿Moschino? Ben lee el titular. «La rompedora diseñadora Anna Sui está poniendo la ciudad patas arribas, página 5».
¿Anna Sui? A Ben no le suena de nada. Pero le gusta el modelito, así que compra un ejemplar por setenta y cinco centavos y lo guarda en la mochila para más tarde. También compra pilas nuevas para el discman.
Cuando ve una cabina, vuelve a intentar llamar a Gil. Sigue sin responder. Mete la mano en la mochila y busca a tientas el sobre con el dinero. Tiene suficiente para pasar una noche en un hotel, puede que dos, pero no más.
Baja las escaleras del metro y mete una ficha en la ranura. Tomará la línea C o la A, según el tren que llegue primero. No importa. Los dos lo llevan a su destino.
ADAM
Si quieres llevarte dulces a casa un día que se avecina una tormenta de nieve, será mejor que llegues pronto a Rocco’s, porque la enorme variedad de dulces que suele haber en la inmensa vitrina —pasticciotti, tartas de queso y cannoli— se vuelve tan escasa que resulta deprimente. Pero hoy la suerte le sonríe a Adam. En cuanto entran en el local, avista un par de trozos de tarta de café y chocolate en un estante detrás del mostrador.
—Sígueme —le dice a Callum, tirando de él por el suelo de azulejos hasta llegar a una mesita de café que está en la parte de atrás. Adam cuelga la parka en el respaldo de una silla y le señala a Callum la otra—. Guárdame el sitio.
—Sí, señor —responde Callum mientras se sienta.
Adam vuelve al mostrador y saca número, rezando para que los tres clientes que tiene delante no le dejen sin tarta.
El hombre indeciso del principio de la cola está liando a los encargados con preguntas imposibles de responder —«¿Me gustará la crema de limón más que la de pistacho? ¿Me dará ardor de estómago el tiramisú?»—, mientras, detrás de él, una mujer con una parka acolchada que le llega hasta las pantorrillas y un gorro con pompones le mira con impaciencia. Un niño pequeño se libera de sus brazos, se abalanza sobre la vitrina con las manos abiertas y chilla «¡Galletaaaaaaaa!» mirando los pocos merengues de limón que quedan. Adam le sonríe a la mujer. Antes era él el niño que dejaba las marcas de los dedos por toda la vitrina mientras su padre compraba su medio kilo semanal de galletas pignoli.
Cuando el número de Adam aparece en la pantalla de detrás de la caja, agita el papelito por encima de la cabeza. La dependienta le dedica una sonrisa cansada desde detrás del mostrador.
—Adam, ¿no? ¿Qué te pongo?
—Dos de esas —responde Adam, señalando la tarta de café y chocolate—. Para tomar aquí —añade, y señala a Callum.
—Ahora os lo llevamos, cielo.
Adam va al lavabo para lavarse las manos y llena dos vasitos de agua de una fuente de autoservicio. Cuando vuelve a la mesa, Callum ya se ha zampado medio trozo de tarta. Levanta la mirada y sonríe mientras mastica.
—No he podido resistirme —se excusa.
—Es mi favorita de aquí —le contesta Adam, aliviado. Se sienta y le da un mordisco a la tarta, presionándola contra el paladar con la lengua, aplastando el glaseado de café—. Menos mal que aún quedaba algo. La vitrina suele estar a rebosar.
—Hemos tenido suerte —responde Callum.
Le da una patadita en el pie por debajo de la mesa. Adam se aparta, pero Callum lo sigue para mantener el contacto. Adam siente un cosquilleo en el estómago, como de ansiedad, pero en el buen sentido.
Adam carraspea.
—¿Cuál era la cinta que querías alquilar esta mañana? Se me ha olvidado. Era algo de música clásica, ¿no?
—Carlos Kleiber, el mejor director de orquesta de la historia. Estoy estudiando para ser director. Bueno, tengo intención de ponerme a estudiar. Primero tengo que ahorrar.
A Adam le viene a la cabeza Amadeus, la película sobre Mozart que ganó todos esos premios Oscar hace unos años. Se imagina a Callum con una peluca empolvada y una chaqueta de brocado, saludando triunfalmente a la orquesta.
—Director de orquesta —repite Adam—. El que está abajo, delante de todos. Con la varita.
—Se llama «batuta», caballero —le responde Callum, pedante.
—Ah, vale —contesta Adam—. Perdone usted.
Callum acerca aún más el pie. Adam siente que está punto de quedarse sin aliento.
—Ya tendrás tiempo de sobra para aprenderte el vocabulario importante cuando me acompañes en mi primera gira mundial —le dice Callum—. París, Viena, Tokio, la Ópera de Sídney. Seguramente será dentro de unos veinte o treinta años, más o menos. ¿Te apuntas?
—Ni siquiera sé qué hace en realidad un director de orquesta.
—Es sencillo, pero a la vez no.
Callum saca una hoja de papel doblada del bolsillo y la alisa sobre la mesa. Es una partitura llena de líneas horizontales, notas y palabras en cursiva desperdigadas.
—Mira. Esto es la música. Es como una serie de instrucciones. Al leerla sé qué notas tengo que tocar. Deletrea la melodía, marca el tiempo y me da unas cuantas pistas sobre si debería sonar fuerte o bajo, fortissimo o mezzo piano, y qué notas deberían ser rápidas, staccato, o lentas, legato. ¿Lo ves? Esta partitura me dice cómo debería sonar la música, pero no me proporciona mucha información sobre cómo debería hacerme sentir la música. ¿Sabes?
Adam mira a Callum a los ojos mientras habla; los ve ir de un lado a otro a toda velocidad, bailando, como si fueran colibríes.
—Bueno, pues todo el mundo interpreta las instrucciones de una forma un poco distinta. Cuando hay cuarenta, sesenta o noventa músicos siguiendo las mismas instrucciones, pero interpretándolas de manera diferente, hace falta alguien que se asegure de que todo el mundo esté en sintonía. Eso es lo que hace el director. Da unos golpecitos con la batuta, levanta las manos, se asegura de que todo el mundo esté listo y entonces empieza a moverse, y los músicos comienzan a tocar, y la sala se llena de música. Es como si estuviera extrayéndole la música a los músicos y liberándola al aire para el público. Todo el mundo lo mira y, si es bueno, todo el mundo confía en él. Crea un momento especial. Crea un estado de ánimo. Lo comparte. Eso es lo que quiero hacer yo.
—Qué guay —responde Adam, y lo dice en serio.
—¿Y tú qué? ¿Qué te gustaría hacer?
—¿Con mi vida? No lo sé. Algo que tenga que ver con el cine.
—¿En plan director?
—No lo sé. Es que me gustan las pelis. Por eso trabajo en el videoclub de Sonia. Puedo llevarme todas las que quiera.
Sus ambiciones le parecen demasiado imprecisas en comparación con las de Callum. No tiene tan claros sus sueños.
—¿Cuál es tu favorita? —le pregunta Callum.
—¿Mi película favorita?
—Sí, la que más te gusta del mundo.
Uy, peligro. Adam no quiere equivocarse. Tu película favorita dice mucho de ti. Cuando tenía siete años, era El mago; a los once, Fama; a los catorce, Buscando a Susan desesperadamente. Pero ¿ahora?
Varios títulos le cruzan la mente: Loco por ti; Cómo eliminar a su jefe; El invisible Harvey; Purple Rain; El último unicornio; Hechizo de luna; Jo, ¡qué noche!; Un tipo genial; El juego de la sospecha; Harold y Maude; Educando a Rita; Muerte bajo el sol; Smithereens (La chica de Nueva York). Adora todas esas películas, pero ninguna es su favorita.
—¿Y bien?
—Amadeus —suelta de repente, para su sorpresa. ¿Por qué ha escogido esa? Solo la ha visto una vez.
Callum abre los ojos de par en par.
—¿En serio?
A Adam se le forma un nudo en el estómago. ¿La ha liado? ¿Y si Callum odia Amadeus al igual que los verdaderos fans del boxeo odian las secuelas de Rocky? ¿Y si piensa que Amadeus es una mierda?
—No me lo creo. Adoro esa película. La vi siete veces cuando la estrenaron.
Uy, piensa Adam. ¿Y si ahora quiere ponerse a hablar de Amadeus? Adam no recuerda casi nada de los detalles, salvo la ropa, las pelucas y la risa desquiciada de Tom Hulce. Decide volver a alquilarla para repasarla. Pero, por ahora, cambiará de tema.
—¿Y cómo te haces director de orquesta?
—Estudiando, y es carísimo. Llevo un par de años ahorrando, trabajando de acomodador en el Lincoln Center. El sueldo no es que sea muy bueno, pero puedo ver casi todos los conciertos gratis desde un ladito. Casi no hago otra cosa. Trabajo, voy a conciertos, ahorro y estudio música en casa con Clara.
—¿Clara?
—Es mi piano. Lo conseguí por setenta y cinco pavos en el mercadillo de Chelsea. Me costó casi el doble que me lo enviaran a casa.
De repente a Callum le brillan los ojos y desenfoca la mirada, como si estuviera desenterrando un recuerdo. Adam se pregunta dónde estará.
Después de un instante, vuelve a poner los pies en la tierra. Relaja la expresión y vuelve a mostrar esa sonrisa sincera que Adam ya conoce.
—¿Podemos pedir otro trozo? —pregunta Callum—. No quiero que esta tarta se termine nunca.
BEN
Cuando llega el metro y se abren las puertas, Ben ve un asiento libre bajo un cartel con un número de teléfono de atención para personas con sida. «No te mueras de vergüenza», reza el texto. «Departamento de Salud del estado de Nueva York». Se acomoda en él, junto a una mujer con trenzas con cuentas y vaqueros desgastados, y delante de un joven que le está leyendo un cuento ilustrado a un niño que está mucho más interesado en la pareja que se está enrollando al final del vagón. Ben deja la bolsa de viaje sobre el regazo y mete la mano para buscar el discman. Cambia las pilas a tientas y pulsa play. Se coloca los cascos en las orejas y la fina diadema de metal detrás del cuello porque, con la gorra, no le cabe encima de la cabeza.
Un mogollón de pasajeros sube al vagón en la parada de la calle Treinta y Cuatro. Hay un grupo de chicos de secundaria con camisetas de los Knicks y zapatillas altas. Una mujer con un abrigo de pata de gallo con un cinturón y un chal amarillo. Tres chicas delgadas con pinta de mala leche que tendrán su edad, con portafolios de cuero en los que pone «Elite Model Management».
El metro sigue avanzando a trompicones. Ben se fija en que las tres chicas lo miran y susurran entre ellas. Se le forma un nudo en la garganta. ¿Tendrá una pinta rara? ¿Tendrá algo en la cara? Se mira las rodillas, confiando en que la visera de la gorra lo oculte de sus miradas.
En la calle Veintitrés suben dos hombres al vagón. Uno de ellos parece de la edad de Gil, treinta y pocos; tiene la piel oscura y una mirada amable. Lleva una chaqueta de chándal bajo un chaleco acolchado. El otro arrastra los pies con la ayuda de un bastón con la punta de goma. Parece mucho mayor; tiene el pelo muy fino y algunas zonas calvas y va encorvado. Lleva un jersey muy gordo con botones y parches de cuero en los codos.
—¿Puedo sentarme? —le dice a Ben, haciéndole un gesto con el bastón.
Ben se levanta al instante con su bolsa de viaje y señala el asiento.
El hombre intenta sentarse con una mueca de dolor, y sonríe de alivio cuando lo consigue. Ben se da cuenta de que no es mayor que su compañero. Está enfermo. Siente el impulso natural de apartarse, de separarse de una enfermedad más que evidente. El hombre le da las gracias y Ben asiente con la cabeza.
El metro continúa su viaje brusco hacia el bajo Manhattan, repleto de neoyorquinos despreocupados que se sacuden como muñecos cabezones mientras avanzan. Ben también se sacude, pero lo hace al ritmo de la música.
ADAM
El sol de la tarde está bajo y perezoso como solo lo está en pleno invierno, cuando proyecta sombras largas y extrañas sobre las calles, formas distorsionadas como si fueran arañas. Caminan despacio, sin prisas, felices de que el viento haya amainado. Al llegar a la esquina, Callum levanta la mano para proyectar la sombra de un conejito en el lateral de un autobús.
—¿Te parezco mono? —pregunta el conejito sin dejar de dar botes.
Adam proyecta la sombra de un cocodrilo.
—Me parece que estás de rechupete —dice antes de abrir la boca y devorar al conejito. Ambos se ríen como si fueran niños.
La acera está llena de gente: algunos, con bufandas enormes; otros, cargados con bolsas de papel de la compra apoyadas contra la cadera y otros fumando. Adam reconoce varios rostros cuando pasan junto a ellos. Ahí está el tipo del cuello ancho que tiene la sombrerería en Christopher Street. Le saluda con la cabeza, y Adam le devuelve el saludo. Ahí está la dueña del restaurante de Greenwich que siempre tiene las pestañas postizas torcidas. Le sonríe, y Adam le devuelve la sonrisa. Ahí está el repartidor del Grand Sichuan con su bicicleta de diez marchas. Le saluda con la mano, y Adam le devuelve el saludo también.
—Parece que conoces a todo el barrio —le dice Callum.
—Sí —responde Adam—. Así que más te vale comportarte.
Está más suelto cuando liga. Lily estaría orgullosa.
Adam da rodeos por Greenwich Village a propósito para alargar la tarde. Callum no se queja. Pasan por delante de un mayorista de café, la tienda de importaciones afganas, unos cuantos bares de ambiente: el Ty’s, el Boots & Saddle, el Stonewall. Adam acelera el paso cuando aparece el sex shop: el despliegue de bandanas de colores y carteles brillantes con estrellas porno con el ceño fruncido lo pone nervioso.
En la esquina de Perry Street, Callum se para de sopetón delante de un adosado de ladrillo. Señala la ventana del segundo piso. Se la han dejado abierta; es algo que se hace mucho en estos edificios antiguos incluso en días de invierno fríos porque muy poca gente puede controlar los radiadores de sus casas.
—¿Lo oyes? —le pregunta—. Suena música.
Adam mira hacia la ventana. Apenas logra oír las notas delicadas de un piano.
—Chopin —afirma Callum cuando los leves golpes de las teclas se vuelven más fuertes y más rápidos y se convierten en una melodía—. Es de uno de sus Estudios; creo que el décimo.
Levanta las manos como si fuera un mimo y comienza a tocar un piano invisible con una coordinación perfecta, con las notas cada vez más rápidas que provienen del piso de arriba. Acierta cada nota, cada pausa, cada énfasis. Es como un playback perfecto, solo que con los dedos. Callum empieza a balancearse con un ademán dramático mientras la melodía va in crescendo hasta que termina.
Adam aplaude. Callum hace una reverencia. La ventana se cierra de golpe y rompe el hechizo.
—Me encanta Nueva York —dice Callum, lleno de vida. Luego le grita a la ventana—: ¡Hay música por todas partes!
Adam sonríe. Se ha enamorado. Se ha enamorado de este ser alto, alegre y misterioso.
De repente, oye una voz familiar detrás de él.
—¿Adam?
Adam se da la vuelta y se encuentra a Lily con un abrigo extragrande de piel falsa que le recuerda al conjunto que llevaba Tippy Walker en El irresistible Henry Orient. Le está saludando mientras agita con la mano la trenza, gruesa y de un marrón intenso con la punta teñida de granate.
—Yujuuuuu —le dice.
Adam se separa de Callum de forma instintiva.
—¡Hola, Lily! —la saluda.
Lily se baja las Ray-Ban y examina a Callum con una mezcla de curiosidad y sospecha. Extiende la mano como si fuera una duquesa saludando a un cortesano.
—Soy Lily. La mejor amiga de Adam.
Callum le toma la mano y le da un beso grácil en los nudillos.
—Es todo un placer.
—Seguro que se lo dices a todas —le dice con un tono coqueto—. Bueno, ¿y tú quién eres?
—Callum Keane, a su servicio. Adam y yo hemos ido a ver Temblores.
—No me digas.
—Sí. Ha sido muy majo y me ha acompañado. Soy demasiado miedica para ir a ver pelis de terror yo solo.
—Vaya, qué caballeroso por su parte —le contesta, mirando con disimulo a Adam. Es una señal: «Te voy a matar». Se suponía que iba a ir a ver la peli con ella. Está obsesionada con Kevin Bacon.
—Anda, te has hecho algo en el pelo —le dice Adam.
—Es el tono rojo vampiro de Manic Panic —responde Lily mientras menea la trenza—. Queda muy llamativo, ¿verdad? Muy dramático. Ya sabes lo mucho que me gusta a mí un buen drama.
—Me encanta —dice Adam—. Bueno, te llamo luego, ¿vale?
—Inténtalo, pero, si te soy sincera, no creo que pueda hablar esta noche. Tengo muchísimas cosas que hacer. Pero, si quieres, puedes dejar un mensaje en el contestador.
Adam sabe que miente. No tiene planes.
—Espero que volvamos a vernos pronto —le dice Callum.
Le tiende la mano para estrechársela, pero Lily la aparta de un manotazo y le acerca la cara para darle dos besos, uno en cada mejilla.
Cuando se acerca para darle dos besos a Adam, le susurra:
—Te odio, pero es guapísimo.
—Chao, Lily.
—We’re all connected, New York Telephone —canta Lily mientras se aleja. Otra señal. Que la llame luego, o algo así.
—Parece muy simpática —comenta Callum mientras la ve marcharse.
—En general, sí —responde Adam.
Al poco rato llegan al parquecito que hay entre Bank Street y Hudson Street. Adam señala un edificio de apartamentos de ladrillo rojo al otro lado del cruce, uno que parece estar viniéndose abajo.
—Ahí vivo yo —dice Adam—. El que está torcido, en la esquina.
—Tú lo llamas «torcido»; yo lo llamo tener personalidad —bromea Callum.
Adam estudia a Callum con los ojos entrecerrados.
—Oye, ¿cuánto mides? —le pregunta.
—No lo sé —responde Callum—. ¿Te parezco demasiado alto?
—No; tienes la altura perfecta.
—Uf, menos mal.
¿Y ahora qué? ¿Se abrazan? ¿Se dan la mano? ¿Dos besos en la mejilla? Adam mira hacia el suelo.
Callum agarra a Adam por los hombros y le da un apretón. No es un abrazo y, desde luego, no es un beso. Pero parece que significa… ¿algo?
—¿Puedo llamarte? —le pregunta Callum.
—No llevo ningún lápiz encima —le responde Adam.
—No pasa nada. Tengo buena memoria. Venga, ponme a prueba.
Adam recita los siete dígitos de su número de teléfono y Callum los repite sin fallar ni uno.
—¿Vives muy lejos? —le pregunta Adam.
—En Horatio Street. —Callum señala hacia el norte.
—Está cerca.
—A cuatro manzanas.
Callum estira el brazo y le recoloca un mechón de pelo por detrás de la oreja. Al hacerlo, le roza la mejilla con la mano.
—Tienes el pelo del mismo color que el jarabe de arce —le dice—. Mi sabor preferido.
Adam se apoya contra la calidez de la palma de la mano de Callum y, en ese instante, siente que algo encaja, algo esencial, crucial, una pieza que faltaba y que al fin ha encontrado.
Bésame, piensa Adam. Bésame igual que George besa a Lucy en Una habitación con vistas. Bésame, y esta esquina se transformará en un campo de cebada con Florencia de fondo, y empezará a sonar la música y me dejaré caer en tus brazos y ambos cambiaremos para siempre. Bésame y todo será perfecto. Bésame.
Pero Callum no besa a Adam. Lo suelta y vuelve a meterse la mano en el bolsillo.
—Será mejor que entres en casa —le dice—. Te vas a morir de frío aquí fuera. Y, entonces, ¿quién me va a responder el teléfono cuando te llame?
Adam se despide a regañadientes y cruza la calle. Cuando llega al portal de su casa, se gira para ver a Callum, que sigue ahí, sin dejar de mirarlo.
—¡Tenía que asegurarme de que llegaras a casa! —le grita antes de girarse hacia el norte y marcharse.
Adam mete la llave en la cerradura y empieza a esperar a que Callum le llame por teléfono. No tendrá que esperar mucho.
BEN
Ben se baja del metro en la calle Catorce, a mitad de camino hacia Tribeca. Matará algo de tiempo en Dome Magazines antes de volver a intentar llamar a Gil. Queda a pocas manzanas del metro.
Ve su reflejo en el escaparate de una tienda. Va todo de negro. Le parece que va de postureo, pero no le queda otra. No se puede permitir ropa de calidad. La mejor alternativa es vestirse de negro. Es lo más parecido a ir bien vestido sin tener que gastarse una pasta en vaqueros y abrigos de marca. El truco está en conseguir que el tono de negro de todas las prendas sea el mismo, pero los vaqueros se le han empezado a desteñir. Ya no son del mismo tono que los zapatos. A Ben le da un montón de rabia. Quiere ahorrar para comprarse unos vaqueros nuevos.
Le da un subidón nada más entrar en Dome. Es su lugar favorito de Nueva York. Hay miles de revistas de todo el mundo, montones y montones, en estanterías y mesas y estantes, incluso apiladas junto al mostrador y bajo el estante de las chuches. Mires adonde mires hay rostros preciosos en papel brillante que te sonríen. Revistas de moda, revistas de diseño, revistas de música, revistas de arte, todas repletas de caras bonitas de personas vestidas con ropa bonita haciendo cosas bonitas en mundos bonitos. En esos mundos no existen las cosas malas. A Ben le encantaría adentrarse en ellos.
—Hola, Ali —dice Ben, con un gesto de cabeza hacia el encargado de la tienda que lo mira desde arriba, desde detrás del mostrador. Saca un pañuelo de la caja y se limpia las gafas—. ¿Puedo dejar la mochila aquí, al lado del mostrador?
Ali levanta la vista de un ejemplar de The Economist y se alisa la camisa. Asiente con la cabeza.
—Claro. Por cierto, ha llegado hoy un número del Vogue británico —dice—. El de febrero.
—¿Ya?
—Sí, por una vez ha llegado a tiempo.
—¿Te queda alguno de enero?
Ali señala una caja de cartón al fondo de la tienda.
—Ahí dentro queda alguno. Estaba a punto de tirarlos.
Sube el volumen de la radio y da unos golpecitos con las manos en el mostrador al ritmo de Paula Abdul.
Ben le echa un ojo a la caja de cartón. Ahí está: la portada de la edición británica de Vogue, con la fotografía de Peter Lindbergh. Naomi Campbell, Linda Evangelista, Christy Turlington, Tatjana Patitz y Cindy Crawford. La santísima trinidad más otras dos supermodelos, en un papel suave en blanco y negro con unas letras de un rosa intenso que rezan: «Los 90. ¿Y ahora qué?». Un ejemplar en buenas condiciones y limpio para sustituir el que ha manchado su madre con los pañuelos esta mañana.
Estudia los rostros de las modelos; le parece que las conoce de toda la vida. Naomi es la mejor en la pasarela. Linda es la que mejor posa. Christy es la más glamurosa. Tatjana tiene la expresión más sensual. Cindy es la más famosa. Ahora mismo Linda es su favorita. La semana pasada fue Naomi. La anterior, Christy. A veces prefiere a Veronica Webb, a Helena Christensen, a Nadège o a Carla Bruni. Le gustan las dos Claudias, Mason y Schiffer, y le encantan Gail Elliott y Gurmit Kaur.
Abre un número de L’Officiel. Mira, ahí está Yasmeen Ghauri vestida de Claude Montana para Lanvin. Puede que sea su nueva favorita. ¿Y qué hay de Stephanie Seymour vestida de Versace? Parece que haya nacido para llevar Versace. Seguro que Gianni la adora.
—No está nada mal —dice Ali, señalando con la cabeza hacia la fotografía de Stephanie—. Pero que nada mal.
Ben ve de reojo a Madonna en la portada de una revista de cotilleo. Es una foto en la que un paparazzi la ha pescado con Warren Beatty saliendo de un restaurante en Los Ángeles. Se ha vuelto a teñir de rubia y esboza una sonrisa amplia y agresiva. Warren tiene el ceño fruncido.
—Puedes aspirar a más —dice Ben en voz alta—. Eres la persona más famosa del mundo. Y ese tipo es un fracasado.
—¿Has dicho algo? —le pregunta Ali.
—No, nada —responde Ben—. Estaba hablando solo.
Toma un número de Harper’s Bazaar, con Karen Alexander en la portada. Debería ser más famosa, piensa. Y Bazaar necesita un lavado de cara. Sigue hojeando. Primero las revistas de moda: Elle, Mademoiselle, W. Luego las de música: Q, Spin, NME. Y después las de importación: Match, So-En, Tatler, Grazia. Si pudiera, las compraría todas. Si pudiera, viviría dentro de una revista.
Ya debería irse. Deja el ejemplar de la edición británica de Vogue sobre el mostrador.
—¿Solo te llevas esto? —le pregunta Ali. Ahora está leyendo Sassy.
—Estoy intentando ahorrar un poco —responde Ben.
—Te entiendo —dice Ali—. Bueno, este te lo regalo. Iba a acabar tirándolo de todas formas. Ah, y hay un nuevo número de GXE, por si te interesa.
Señala la mesa de revistas gratuitas junto a la puerta.
Ben siempre se lleva un número de GXE, la revista quincenal gratuita sobre noticias de la comunidad gay de Nueva York y el ambiente nocturno, aunque la mitad son anuncios que manda la gente. La nueva portada es un primer plano de un culo embutido en un Speedo naranja que parece a punto de estallar, con las palabras «Sumérgete» superpuestas en letras azules de neón.
—Gracias, Ali —le dice Ben—. ¡Nos vemos!
—Cuídate —le responde Ali, como siempre, y vuelve a bajar la vista al número de Sassy.
El viento se ha calmado en la Octava Avenida. Decide ir andando hasta casa de Gil. No le pesa demasiado la mochila, y Tribeca no está tan lejos. Tendrá que seguir por la Octava Avenida, luego girar al este por Canal, a la derecha por West Broadway, y después solo le quedarán unas pocas manzanas. Llegará en media hora. Si Gil aún no está en casa para entonces, conoce una cafetería por la zona donde le podrá esperar.