La camarera dejó una pinta de John Smith’s y una tónica con vodka delante de los dos hombres, a quienes dedicó una sonrisa profesional.
—¿Desean algo más, caballeros? —preguntó. Era australiana, de unos veinticinco años, con un reguero de pecas sobre su nariz respingona y pechos que tensaban su camiseta negra.
El más joven de los dos hombres levantó la cerveza y le guiñó un ojo.
—¿Tu número de teléfono?
Los ojos de la camarera se endurecieron, pero la sonrisa siguió en su sitio.
—Mi novio no me deja darlo —contestó.
El hombre de más edad rió y dio una palmada en la espalda al otro.
—Te ha pillado, Vince.
Vince Clarke tomó un largo sorbo de la pinta y miró ceñudo a su compañero de copas, mientras la camarera se alejaba.
—Lesbiana, probablemente —dijo. Clarke llevaba la cabeza rasurada, con unas Ray-Ban sobre el cráneo. Vestía un abrigo largo de cuero negro sobre un traje negro, y alrededor de su cuello de toro colgaba una gruesa cadena de oro.
—Sí, el novio te ha dado la pista. —Dave Hickey sorbió su tónica con vodka y lanzó una risita—. Nunca dejas de intentarlo, ¿eh?
Llevaba el pelo muy corto y, al igual que su compañero, exhibía unas gafas de sol caras sobre la cabeza. Un anillo con un soberano de oro adornaba su mano izquierda, y en la derecha brillaba un abultado anillo de sello.
—Hay que aprovechar todas las oportunidades —dijo Clarke—. Si insistes con frecuencia, la suerte te sonríe.
—¿Sí? ¿Con cuánta frecuencia te sonríe la suerte?
—Una vez de cada cinco —contestó Clarke. Se secó la boca con la manga.
—¿En serio?
—Más o menos. ¿Y tú? No estás casado, ¿verdad?
—¿Quién me aguantaría?
—¿Alguna novia?
—Nadie especial. —El hombre consultó su reloj, un Breitling de oro con varias esferas—. ¿Dónde está?
—Llegará cuando llegue —dijo Clarke.
—¿Desde cuándo trabajas con él?
—El tiempo suficiente para saber que llegará cuando llegue —replicó Clarke. Vació el vaso e indicó a la camarera con un ademán que volviera a llenarlo—. Bebes despacio, ¿verdad, Dave?
—Estoy bebiendo un licor fuerte —explicó Hickey—. Si siguiera tu ritmo, me caería de espaldas y no serviría para nada.
—Vale, tíos —dijo una voz detrás de ellos.
Los dos hombres se volvieron en sus taburetes y vieron a un hombre de espalda ancha de unos treinta y pico años. Tenía la cara larga, nariz ganchuda y pelo que empezaba a clarear delante, pero largo detrás y ceñido con una coleta. Peter Paxton vestía una chaqueta de cuero gris, polo negro y tejanos azules.
—¿Preparados?
—¿Adónde vamos, jefe? —preguntó Hickey.
—No hace falta que lo sepas, Dave —dijo Paxton. Indicó la puerta—. Vamos, el motor está en marcha.
—¿Y esto? —preguntó la camarera, levantando la pinta de Clarke.
—Devuélvela al surtidor, cariño —respondió Paxton.
Hickey y Clarke bajaron de sus taburetes y siguieron a Paxton hasta la calle. Clarke tiró a la camarera un billete de veinte libras y le guiñó el ojo.
—Luego nos vemos, cielo —dijo.
Un Jaguar estaba esperando en el bordillo. Paxton subió al asiento de delante, mientras Hickey y Clarke se montaban detrás. Paxton hizo una señal con la cabeza al conductor, un hombretón con nariz de boxeador.
—Despacito, Eddie —dijo.
Eddie Jarvis rezongó y el Jaguar avanzó. Paxton le decía «Despacito, Eddie» al menos una docena de veces al día, y lo había hecho cada día durante los dos años que Jarvis llevaba trabajando para él. Por lo visto, lo consideraba tan divertido ahora como la primera vez que lo había dicho.
—¿De qué va el rollo, jefe? —preguntó Hickey.
Paxton se volvió en su asiento.
—¿Estás escribiendo un libro, Dave?
—No me gusta ir a oscuras, eso es todo.
—Vamos a ver si una inversión mía está rindiendo dividendos. ¿Por qué? No llegarás tarde a una cita, ¿verdad?
—No tengo prisa —dijo Hickey, mientras se acomodaba en el asiento de cuero.
—Me alegro —contestó Paxton.
Atravesaron la ciudad, y al cabo de media hora Hickey vio el letrero de Stratford, la sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Había grúas por todas partes, y camiones llenos de material de construcción atestaban las carreteras. Se estaban invirtiendo miles de millones de libras en la zona para preparar el acontecimiento deportivo. Nuevos edificios se estaban erigiendo, casas ya existentes se remozaban y abrían restaurantes.
—Todos tendríais que comprar casas aquí —dijo Paxton—. Los precios se están poniendo por las nubes. Compré seis pisos en cuanto anunciaron que los Juegos Olímpicos se iban a celebrar aquí.
—¿De dónde voy a sacar tanto dinero? —preguntó Clarke.
—Deja de apostar a los caballos, para empezar —replicó Paxton—. Jugar es una estupidez.
—Gano más que pierdo.
—Eso dicen todos. La única gente que gana dinero con el juego son los corredores de apuestas. Invierte tu dinero en propiedades. —Señaló un semáforo—. Gira a la izquierda, Eddie, y después frena, ¿vale? —Eddie efectuó el giro, aparcó el Jaguar a un lado de la calle y apagó el motor—. Bien, tíos, oído al parche. Los tipos a los que vamos a ver son argelinos, dos hermanos, Ben y Ali. Son fundamentales para la entrada de heroína en Londres. El problema es que la entrega de la que iban a encargarse no ha llegado, y quiero saber por qué.
—¿Qué son, jefe? ¿Mafia argelina? —preguntó Clarke.
—Trabajan en la estación del Eurostar de Temple Mills, en la periferia del parque olímpico.
—¿Entran heroína a bordo del Eurostar? —preguntó Hickey.
—Son encargados de la limpieza —explicó Paxton—, y parte de su trabajo consiste en vaciar los depósitos de almacenamiento temporal de los retretes. Tienen familia en la terminal francesa, donde la seguridad es poco estricta. Sus parientes de Francia meten el material en los depósitos, y se supone que Ben y Ali lo sacan en Temple Mills. Pero de momento no han hecho lo que deberían hacer.
—¿Quieres que nos pongamos duros con ellos? —preguntó Hickey.
—Lo has pillado, Einstein —replicó Paxton—. Tuve controlado el Polo Norte durante años, de modo que quiero asegurarme de que nadie me la está jugando en Temple Mills.
—Pensaba que era Papá Noel quien tenía controlado el Polo Norte —comentó Hickey.
Paxton le fulminó con la mirada.
—El Polo Norte es la antigua estación del Eurostar, cerca de Paddington. Entrábamos docenas de kilos al mes, y después decidieron trasladarla a Stratford. Mis chicos del Polo Norte no fueron trasladados a la nueva estación, pero me presentaron a Ben y Ali. Tenemos entre manos problemas de dentadura, y nosotros somos los dentistas.
Paxton bajó del Jaguar y se encaminó al maletero. Eddie lo abrió. Paxton apartó a un lado una chaqueta de piel de borrego raída y dejó al descubierto una bolsa de nailon. Abrió la cremallera, miró hacia atrás para comprobar que nadie estuviera mirando, y sacó una escopeta recortada. La entregó a Clarke, quien la escondió debajo de la chaqueta.
—¿Están armados? —preguntó Hickey.
—Hoy estás espabilado, ¿eh? —gruñó Paxton. Sacó un revólver de la bolsa y se lo dio—. Ningún problema, ¿verdad?
Hickey echó un vistazo al cañón del arma y examinó el tambor. Estaba cargado por completo.
—Ningún problema, jefe. Es que me siento más cómodo con automáticas.
—Las automáticas se encasquillan y escupen casquillos por todas partes —rezongó despectivo Paxton. Cerró la cremallera de la bolsa y el maletero.
Hickey guardó el arma en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Tú no vas armado, jefe?
—Es absurdo tener dos perros y que yo tenga que ladrar, ¿no? —respondió Paxton—. Bien, seguidme. Yo hablaré, vosotros pondréis cara de malos, y sólo sacaréis los hierros si lo digo yo.
Empezó a andar por la acera. Hickey y Clarke le siguieron.
Los argelinos vivían en una hilera de casas adosadas, varias de las cuales exhibían carteles de «Se vende» en la puerta delantera. Estaba anocheciendo y las farolas de la calle se encendieron mientras caminaban. Tres chicos asiáticos de pelo engominado y pendientes se dirigieron hacia ellos, pero bajaron a la calzada para pasar.
—Malditos terroristas —masculló Paxton—. Deberían enviarlos a todos a Pakilandia.
—Es probable que hayan nacido aquí, jefe —indicó Clarke.
—De acuerdo, bien, el que un perro nazca en un establo no lo convierte en caballo —replicó Paxton. Movió la cabeza en dirección a la puerta a la que se estaban acercando. La pintura negra se estaba desconchando y la madera de la parte inferior estaba podrida. Los marcos de las ventanas también se encontraban en mal estado, y uno de los cristales del piso de arriba estaba roto y el hueco tapado con una hoja de aglomerado—. Es aquí —dijo. Tocó el timbre y mantuvo el dedo enguantado apoyado hasta que la puerta se abrió. Vislumbraron a un hombre de veintipocos años con perilla, y después la puerta empezó a cerrarse. Paxton la abrió por la fuerza y el hombre de dentro blasfemó—. ¿Me quieres cerrar la puerta en las narices, hijo de puta? —chilló. Utilizó ambas manos para abrirla de par en par, y después Clarke y Hickey le siguieron hasta el vestíbulo. El argelino quiso huir a la cocina, pero Paxton le agarró del pescuezo—. ¿Adónde coño crees que vas, Ben?
Arrojó al hombre contra la pared.
Hickey cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella.
—¿Dónde están mis putas drogas, Ben? —preguntó Paxton. Sujetó al hombre por el cuello.
—¡Déjale en paz! —gritó una voz desde arriba.
Un segundo argelino había aparecido en lo alto de la escalera, un hombretón de antebrazos que abultaban en su sudadera. Llevaba una gruesa cadena de oro alrededor del cuello y un reloj voluminoso.
Paxton conservó los dedos engarfiados alrededor de la garganta de Ben.
—Baja cagando leches, Ali, y entrégame mis drogas, o le romperé el cuello a este pedazo de mierda.
—No tenemos tus drogas —dijo Ali—. No llegaron.
—Vaya, pues a mí me han contado algo diferente —replicó Paxton. Apartó a Ben de la pared, y después le empujó en dirección a la cocina—. Así que baja y solucionemos el asunto. —Los pies de Ben se arrastraron sobre la alfombra raída, porque Paxton no le permitía conservar el equilibrio. Intentó hablar, pero sólo pudo gruñir pues Paxton le atenazaba el cuello mientras le obligaba a entrar en la cocina—. Registrad el resto de la casa, muchachos. Aseguraos de que no haya sorpresas.
—A la orden, jefe —dijo Clarke. Mantuvo la recortada apoyada contra su costado mientras abría la puerta de la sala de estar.
Hickey miró a Ali.
—Será mejor que obedezcas y bajes —dijo. El argelino le fulminó con la mirada—. No me obligues a subir a buscarte —advirtió Hickey.
Cuando Clarke entró en la sala de estar, un tercer argelino surgió detrás de la puerta y le apuñaló con una navaja de muelle. Clarke chilló y volvió dando tumbos al pasillo, aferrándose el brazo izquierdo. La escopeta cayó al suelo.
—Me ha apuñalado —dijo incrédulo—. Este hijo de puta me ha apuñalado.
Hickey corrió por el pasillo. El argelino de la navaja se agachó y cogió la escopeta con la mano libre. Hickey le propinó una patada en el pecho y el hombre aulló cuando cayó hacia atrás agitando los brazos.
Clarke se desplomó contra la pared con el rostro ceniciento.
—Me ha apuñalado —susurró, con la mano apretada sobre la herida—. Noto la sangre —lloriqueó—. La noto resbalando por mi brazo.
El argelino de la sala de estar se puso en pie y se acuclilló, mientras blandía la navaja de un lado a otro. Hickey oyó que Ali bajaba corriendo la escalera a su espalda.
—¿Qué coño está pasando? —gritó Paxton.
El argelino de la navaja se lanzó contra Hickey, que retrocedió con las manos en alto. Ali llegó al pie de la escalera y cargó. Hickey intentó sacar el revólver del bolsillo, pero Ali se abalanzó contra él con el hombro por delante. Hickey tropezó con las piernas de Clarke y rebotó contra la pared, mientras intentaba recuperar el equilibrio.
Ali levantó la escopeta. Hickey se abalanzó hacia él y aplastó su mano encima del percutor del arma. Él argelino intentó introducir el dedo índice en el guardamonte, pero Hickey giró el arma hacia abajo.
Una vez más, el argelino de la navaja atacó a Hickey, quien torció la escopeta para que Ali se interpusiera entre él y el hombre de la navaja. Ali intentó arrebatarle la escopeta, pero él aumentó su presa alrededor del percutor. Mientras mantuviera la mano encima, el arma no podría dispararse.
Paxton soltó a Ben y corrió hacia la puerta de la cocina.
—¿Qué coño está pasando? —bramó.
Hickey empujó a Ali hacia el argelino de la navaja, y después liberó la escopeta.
Un crujido llamó la atención de Paxton, quien se volvió a tiempo de ver que Ben cogía un cuchillo de cortar pan de una tabla de madera. Antes de que pudiera reaccionar, el argelino lo apoyó contra su cuello. Paxton permaneció inmóvil, con la hoja dentada apretada contra su carne.
—No cometas ninguna estupidez, Ben —le espetó.
En el pasillo, Hickey apuntó la escopeta al estómago de Ali.
—Quédate donde estás o te abriré un agujero en las tripas.
Ali le miró con desdén.
—No me asustas.
—Entonces, eres tan estúpido como pareces —dijo Hickey—. Pon las manos encima de la cabeza.
—Me estoy desangrando —lloriqueó Clarke en el suelo.
—Estás bien —gruñó Hickey, con los ojos clavados en los de Ali—. Si te hubiera alcanzado en una arteria, ya estarías muerto. Sigue presionando la herida y no te pasará nada.
—Para ti es fácil decirlo —protestó Clarke—. A ti no te han apuñalado.
—Las manos sobre la cabeza, Ali —ordenó Hickey.
Su dedo se cerró sobre el gatillo. Ali empezó a levantar las manos, pero cuando llegaron a la altura del hombro, el otro argelino que tenía detrás le dio un empujón en la región lumbar y Ali se tambaleó hacia delante.
Sus ojos se abrieron de par en par horrorizados cuando Hickey alzó la escopeta. Abrió la boca, pero antes de que pudiera decir nada, Hickey dio un paso atrás, giró la escopeta y le golpeó en la cabeza con la culata. Ali se derrumbó en el suelo. Hickey volvió a girar la escopeta y apuntó el cañón de la escopeta a la ingle del argelino.
—Tira la navaja o te vuelo las pelotas. —La navaja cayó al suelo con un ruido metálico y el argelino levantó las manos—. Date la vuelta poco a poco.
El hombre obedeció. Cuando se volvió, Hickey le golpeó en la nuca con la escopeta e hizo que se desplomara sin emitir el menor sonido.
—Necesito una ambulancia —gimió Clarke.
—Si no dejas de lloriquear, yo mismo te mataré —dijo Hickey, mientras se encaminaba hacia la puerta de la cocina.
Ben había arrastrado a Paxton hasta el fregadero, con el cuchillo de cortar pan apretado contra su cuello.
—¿Por qué no te cargas a este puerco? —preguntó Paxton.
—Bien, en primer lugar, si aprieto el gatillo todos los vecinos van a empezar a marcar el novecientos noventa y nueve, y aparecerá ante la casa un vehículo de la policía antes de que puedas decir «cadena perpetua». Y en segundo, si disparo os haré fosfatina a los dos.
Hickey dejó la escopeta encima de la nevera y sacó el revólver del bolsillo.
—¡Quítame de encima a este puerco! —gritó Paxton.
—Ése es el plan —dijo Hickey. Sopesó el arma en la mano mientras miraba a Ben. El rostro del argelino estaba bañado en sudor, y una vena latía en su frente.
—Le mataré —dijo, pero su voz tembló.
—La cuestión es, Peter, que si le disparo y no muere al instante, te rebanará el pescuezo. —Hickey apuntó el arma a Ben—. Tira el cuchillo —ordenó.
—Aunque me dispares, aún podré apuñalarle —dijo el argelino—. Le degollaré.
—¿En qué me afecta a mí, exactamente? —preguntó Hickey.
—¿Cómo?
—Piensa en lo que has dicho —repuso Hickey—. Yo te disparo y tú le apuñalas. ¿Dónde quedo yo?
Ben frunció el ceño.
—Yo te lo diré —continuó Hickey—. Me quedaré parado aquí, con una gran sonrisa en la cara, mientras tú te desangras hasta morir en el suelo. De modo que deja de hacer el capullo y tira el cuchillo.
—Le rajaré —repitió el argelino, pero con menos convicción.
—Eso ni me va ni me viene.
—Es tu jefe.
—Conseguiré otro —replicó Hickey—. Es fácil encontrar jefes.
—Hickey, estás empezando a cabrearme a base de bien —rezongó Paxton—. Dispárale en la pierna.
—Peter, lo mejor que puedes hacer ahora es mantener la boca cerrada. Si le disparo en la pierna, te rajará. Si disparo, tendré que tirar a matar, lo cual significa volarle la tapa de los sesos.
El argelino apretó el cuchillo con más fuerza contra el cuello de Paxton.
—Va a rajarme —dijo éste.
—No —contestó Hickey—. Es estúpido, pero no tanto.
Cruzó con parsimonia la cocina, con los ojos clavados en los de Ben.
El argelino había retrocedido hasta el fregadero, de modo que ya no podía ir a ningún sitio más.
—¡Aléjate! —gritó.
—Cálmate, Ben —dijo Hickey—. Sólo quiero hablar.
—¡Deja de moverte!
Hickey alzó el arma y apuntó el cañón a la cara del hombre.
—Sólo estoy hablando, Ben. Dándole a la sinhueso.
—Si vas a dispararle, dispárale —dijo Paxton.
Hickey no le hizo caso. Continuó sosteniendo la mirada de Ben, mientras atravesaba poco a poco la cocina.
—Escúchame, Ben. Escúchame con atención. Podemos poner fin a esto sin que nadie salga perjudicado. Vince necesitará un par de puntos, pero se pondrá bien. Tus dos amigos despertarán con dolor de cabeza, pero nada más. Pero si rajas a mi jefe, todo cambia.
—Quiero que salgáis de la casa ya.
—Me parece bien —repuso Hickey—. Eso es justo lo que quiero. —Dio dos pasos hacia él y apoyó el cañón del arma contra su frente. Ben intentó apartar la cabeza, pero Hickey mantuvo el revólver apoyado—. Cálmate, amigo —dijo en voz baja—. Relájate y escúchame.
—Joder, ¿a qué estás jugando? —susurró Paxton.
—Existen tres formas de dirimir esto, Ben —dijo Hickey—. Puedo apretar el gatillo, volarte los sesos sobre el fregadero, y todos viviremos felices para siempre después. Salvo tú, por supuesto, porque estarás muerto. O puedes degollar a mi jefe con esa navaja, hacer que se desangre y que yo apriete el gatillo y te vuele los sesos sobre el fregadero.
—Hickey... —advirtió Paxton.
—Pero hay una tercera posibilidad, Ben. Tiras la navaja, yo retrocedo un paso y hacemos lo que hemos venido a hacer, o sea, charlar.
—Habéis venido armados —dijo el argelino.
—Tu colega nos atacó con un cuchillo —dijo Hickey—. Apuñaló a Vince. Sólo hemos venido a hablar.
—Habéis venido armados —repitió Ben, y apretó el cuchillo con más fuerza contra la garganta de Paxton.
—De no haberlo hecho, ahora estaríamos todos tirados en el pasillo y desangrándonos —replicó Hickey—. Tira el cuchillo. No quiero hacer nada melodramático como contar hasta tres, pero créeme, amigo, te meteré una bala en la jeta.
El sudor resbalaba sobre el rostro de Ben, y se humedeció los labios.
—¿Y si le suelto y me disparas?
—¿Por qué? —dijo Hickey—. No tengo nada contra ti. Mi jefe todavía quiere hablar de su cargamento de drogas. Así que suelta el cuchillo y todos nos iremos a casa.
Ben respiraba suavemente, y su pecho subía y bajaba mientras repasaba sus posibilidades. Hickey esperaba, sin que su vista se apartara un momento del rostro del argelino. Por fin, el hombre apartó el cuchillo de la garganta de Paxton. Lo dejó caer sobre la encimera. Paxton se alejó trastabillando y blasfemando.
Hickey golpeó con el revólver la cabeza de Ben y sonrió cuando se desplomó.
—Gilipollas —dijo.
Charlotte Button bajó su taza de té.
—¿Le golpeaste? —preguntó—. ¿Hizo lo que tú querías, y encima le golpeaste?
Dan Shepherd se encogió de hombros.
—Soy David Hickey, gorila reciclado en matón. Me dedico a eso. Si no le hubiera golpeado, habría traicionado a mi personaje.
Button suspiró.
—Spider, hasta un agente secreto de la SOCA ha de seguir algunas normas. No puedes ir por ahí pegando a la gente de cualquier manera.
Shepherd sonrió.
—¿De cualquier manera?
—Ya sabes a qué me refiero. Soy tu jefa, ¿te acuerdas? En teoría, debo velar para que te ciñas, o al menos lo intentes, al procedimiento aprobado.
—Sólo le di una hostia —dijo Shepherd—. Sé lo que hago.
Se reclinó en la silla y estiró los miembros. Estaban sentados en un despacho de la tercera planta, en Soho, uno de los muchos despachos que Button utilizaba para reunirse con los agentes secretos que trabajaban para la Agencia Antidelincuencia Grave Organizada. El sol primaveral entraba a raudales por las dos claraboyas. Una pared, a la izquierda de la puerta, estaba cubierta por fotografías de vigilancia de Peter Paxton y su banda. Shepherd aparecía en varias, nunca lejos de Paxton.
—¿Qué pasó?
Shepherd se pasó una mano por su pelo cortado al cero. No le gustaba llevar el pelo tan corto, pero era parte del personaje de Hickey. También se alegraba de haberse librado de las joyas horteras.
—Paxton nos ordenó llevarles a la cocina y atarlos. Después encontró una plancha y la encendió.
—Spider, por favor, no me digas que los torturasteis.
—No fue necesario —dijo Shepherd—. El que se llamaba Ben se puso a gritar en cuanto se encendió la lucecita. Las drogas estaban en la casa. Doce kilos de heroína afgana. Fue una prueba y salió tal como habíamos planeado, salvo que les pareció tan fácil que decidieron puentear al intermediario.
—¿Dónde está la heroína ahora?
—Sigue en la casa —respondió Shepherd. Consultó su reloj—. Es probable que la estén recogiendo en estos momentos. Paxton no quería correr el riesgo de ir conduciendo por ahí con doce kilos de heroína en el Jaguar, de modo que ha enviado a algunos de sus chicos a recogerla.
—¿Y los argelinos siguen atados en la cocina?
—No, los matamos y los enterramos en New Forest. —Shepherd rió cuando vio la expresión horrorizada de Button—. Estoy bromeando, Charlie. Paxton es duro, pero no es un psicótico. Por lo que yo sé, nunca ha matado a nadie. Explicó lo que iba a pasar y los argelinos se mostraron de acuerdo.
—Animados por la plancha al rojo vivo, supongo.
—Le pusieron a prueba. En cuanto Paxton demostró que hablaba en serio, se rajaron. No volverá a ocurrir.
—¿Y Clarke?
—Nada grave. Le llevé a un médico que trabaja para Paxton, le dio varios puntos en la herida y una inyección antitetánica. Creo que la inyección le dolió más que la cuchillada.
Levantó su taza de café Starbucks y bebió.
—¿Alguna idea de cuándo será la próxima entrega?
—Paxton funciona con los datos imprescindibles —contestó Shepherd—. Anoche fue la primera vez que habló del Eurostar. Por lo visto, los argelinos de Francia tienen a uno de los suyos trabajando en seguridad, y cuando le toca el turno de noche, meten la heroína en las cisternas de los retretes. Sacarla de la estación de Temple Mills está chupado. Toda la seguridad se concentra en la entrada. Nadie espera que saquen la mierda. La conexión francesa es la clave. Confeccionan la lista de turnos a final de mes, así que han de esperar a que su hombre trabaje de noche para concertar una entrega. Los doce kilos fueron una prueba, y supongo que los siguientes cargamentos serán mucho más grandes.
—Si te entrego los expedientes del personal de limpieza, ¿podrás localizar a los tres tipos que chuleasteis? —La mujer sonrió—. Claro que sí, tú y tu memoria fotográfica. Te aseguro, Spider, que mi vida sería mucho más sencilla si todos los miembros de mi equipo poseyeran memoria fotográfica.
—Seguro —dijo Shepherd—. Paxton dijo que tenían familia en Francia. Podrían trabajar en el Eurostar o en la empresa de limpieza, pero comparar los datos con sus registros de personal bastaría para pescarlos a todos.
—Buen trabajo —dijo Button.
—¿Cuándo vas a proceder contra Paxton?
—Le concederemos un mes o así —respondió su jefa—. Dejaremos que te esfumes y reforzaremos la vigilancia. Me pondré en contacto con los franceses para poder limpiar también su conexión. Ganaremos algunos puntos con Europol.
—¿Así que ya he terminado?
—Inventa una buena excusa para romper con Paxton y daremos por concluido el asunto —contestó Button. Indicó con un cabeceo el Breitling de oro—. No te olvides de devolver el reloj y las joyas.
—Ha sido un poco rápido para mí —confesó él—. Bien, ahora que tenemos a Paxton en el bote, ¿tienes algo pensado para mí?
—Existen varias posibilidades —respondió su jefa.
—Algo cerca de casa me iría bien. Hace tiempo que no estoy con Liam.
—Veré qué puedo hacer, pero no creo que Hereford sea un semillero de delitos.
—¿Ladrones de ovejas?
Button arqueó una ceja.
—Sabes tan bien como yo que la SOCA se encarga de los principales traficantes de drogas del país, traficantes de personas y criminales peligrosos. Y no creo que ningún villano digno de ese nombre se instale en la ciudad que acoge al Servicio Especial Aéreo, ¿verdad?
Shepherd sonrió y alzó la taza de café.
—Siempre vale la pena intentarlo. —Hablando de la SOCA, hemos de poner un poco de orden en casa —dijo la mujer—. Hasta la fecha, estabas asignado temporalmente. La semana que viene haremos el traslado definitivo.
—¿Me estás diciendo que estaba a prueba?
Button hizo un gesto despectivo con la mano.
—En los inicios de la SOCA, prácticamente todo el mundo fue reclutado de manera provisional. No sabíamos qué perfiles encajarían y quién querría quedarse. Ahora nos encontramos en el proceso de cimentar las cosas.
—¿Y qué significa eso?
—Básicamente, que hay que firmar más papeles para convertirte en un funcionario público de pleno derecho.
—Genial.
—El trabajo sigue siendo el mismo, pero ya no serás agente de policía.
—¿Qué seré?
—Ya te lo he dicho, un funcionario público.
—De modo que cuando corra detrás de los malos blandiendo mi SIG-Sauer, tendré que gritar: «¡Alto en nombre de la administración pública!», ¿no?
—¿Cuándo fue la última vez que detuviste a alguien, Spider? —preguntó la mujer—. Ése no es tu trabajo. Trabajas como agente secreto, acumulas pruebas.
—Pero pierdo mi rango, ¿no es eso lo que estás diciendo? Ya no seré sargento detective.
—Exacto. Pero tu paga seguirá siendo la misma. Tendrás derecho a más vacaciones y tu pensión aumentará. Poca cosa. Y deberás pasar otro examen psicológico, pero de todos modos ibas a hacerlo.
—¿Quién examinará los recovecos de mi mente esta vez?
—Caroline Stockmann.
A Shepherd le caía bien Stockmann, y sabía que la entrevista no le causaría problemas.
—¿Cómo está tu hijo?
—Estupendo. Hereford le está sentando muy bien. Vivimos en la misma calle de sus abuelos, y se ha adaptado a la escuela. Lo único negativo es que yo esté ausente tanto tiempo de casa, pero tampoco me veía mucho cuando vivíamos en Ealing. Ahora, al menos, cuando no estoy, sus abuelos lo vigilan.
—¿La au pair es la misma?
—¿Katra? Sí, desde hace ya tres años. Es de la familia, como quien dice.
Button parecía risueña, y Shepherd movió un dedo admonitorio en su dirección.
—Ni se te ocurra.
—Todavía sin novedades en el frente del romance, ¿eh?
—Con Katra no, desde luego —rió Shepherd—. No te preocupes por mí sobre ese tema.
—Sólo quiero asegurarme de que mi gente sea feliz.
—Soy feliz —dijo Shepherd.
Button sonrió.
—Pues si tú eres feliz, yo también.
—¿Le apetece más champán, señor? —preguntó la azafata, con una sonrisa centelleante tan fría como la botella que sostenía. Era una rubia teñida con exceso de maquillaje. British Airways seleccionaba a su personal de la cabina de primera basándose más en la veteranía que en el atractivo sexual.
—Por favor —dijo Noel Kinsella, al tiempo que alzaba la copa.
Elizabeth apoyó una mano sobre el brazo de su marido.
—Cariño, ¿crees que es buena idea llegar oliendo a alcohol?
—Es champán —repuso Kinsella—, y sólo es mi tercera copa. —Le dio un beso en la mejilla—. Una para el camino —añadió.
Elizabeth emitió un suspiro de irritación. Era abstemia en una familia donde el alcohol o bien se consumía a la menor oportunidad como un viejo amigo añorado, o se odiaba tanto como a un contrincante político. Con los Kennedy no existían términos medios, y Elizabeth creía firmemente que el alcohol era un vicio carente de cualidades que lo redimieran. Había esperado poder convencer a su marido de que interrumpiera sus ingestas alcohólicas después de casarse, pero había tenido tanto éxito como él en lo tocante a que ella dejara de fumar.
Elizabeth miró por la ventanilla. Sólo había un banco de nubes espesas debajo de ellos. Ardía en deseos de fumar un cigarrillo. Llevaba encima chicles de nicotina, pero no habían logrado aplacar su anhelo de sostener un tubito blanco entre los dedos y llenarse los pulmones de humo frío y fragante. Con frecuencia, había pensado en fundar una línea aérea que sólo aceptara fumadores. Se prohibiría el acceso a los no fumadores, y todos los tripulantes fumarían. Estaba segura de que todos los asientos se ocuparían.
Elizabeth habría preferido volar en una línea aérea norteamericana, pero los agentes de la policía británica que acompañaban a su marido ya habían reservado billetes en una línea inglesa. Ocupaban asientos en la parte posterior de la cabina de primera clase. Iban vestidos con trajes decentes y habían sacado brillo a sus zapatos, pero era evidente que no estaban acostumbrados a viajar en primera, de modo que la azafata teñida de rubio y su colega homosexual no les habían hecho caso durante todo el viaje.
—Ya falta menos —dijo Kinsella.
Dos abogados iban sentados al otro lado de la cabina. Uno de ellos era socio de una firma de Boston que se encargaba de casi todos los trámites legales de la familia Kennedy, y el otro era socio de un importantísimo bufete londinense de abogados criminalistas. Habían negociado el acuerdo que devolvía a Kinsella al Reino Unido. El acuerdo permitía que no fuera esposado y que no existiera contacto físico entre él y los agentes cuando bajaran del avión.
Oficialmente, Kinsella no volvía por su propia voluntad, sino que había dejado de oponerse a la orden de extradición cursada contra él. Era un bonito detalle, pero le había concedido ciertas ventajas cuando estaba negociando su regreso. Significaba que podría volar en primera clase a Londres, donde sería detenido, pero en lugar de ser encarcelado le permitirían pasar dos noches en un hotel de cinco estrellas, antes de volar hasta Belfast. Sería acusado oficialmente en Irlanda del Norte, pero le concederían libertad bajo fianza hasta el juicio, que el Gobierno británico había accedido a acelerar. Los dos abogados se encargarían de que las autoridades cumplieran al pie de la letra su parte del trato.
El avión tomó tierra con suavidad y se detuvo. Los Kinsella esperaron con paciencia a que el auxiliar de vuelo abriera la puerta y entregara el manifiesto al personal de tierra. Después sonrió a la pareja y les indicó con un ademán que descendieran.
—Gracias por su amabilidad —dijo Elizabeth sonriente. Atravesaron la puerta, seguidos de cerca por los dos policías.
Dos hombres trajeados esperaban al pie de la escalerilla.
—¿Noel Marcus Kinsella? —preguntó uno. Tenía acento de Belfast, al igual que los dos policías que les habían acompañado durante el vuelo. La policía de Irlanda del Norte no albergaba la menor intención de permitir que sus colegas de Inglaterra les robaran la gloria.
—Presente —respondió Kinsella de buen humor. Tomó la mano de Elizabeth.
—Noel Marcus Kinsella —continuó el hombre—, le acuso del asesinato de Robert Carter, cometido el veintiocho de agosto de 1996. No debe decir nada a menos que lo desee, pero he de advertirle que si calla algún dato sobre el cual basará su defensa en los tribunales, el hecho de no mencionarlo en este momento puede ser considerado por el tribunal como una confirmación de las pruebas presentadas contra usted. Si desea decir algo, puede ser considerado como una declaración.
—Entendido —replicó Kinsella—. Bien, ¿podemos trasladarnos al hotel, por favor? Necesito ducharme.
El anciano inhaló la fragancia vaporosa del té a la menta, y después bebió. Era el primer lunes de mes y, como hacía siempre en esa ocasión, estaba sentado en un amplio almohadón de seda, en el interior de una tienda palaciega plantada en el desierto, a unos treinta kilómetros de Riad. Había llegado en una caravana de todoterrenos. Cuando era más joven, efectuaba el viaje a lomos de camello, fiel a sus raíces beduinas, pero ahora, con más de ochenta años de edad, padecía de la próstata, de modo que no le quedaba otro remedio que desplazarse en coche.
El anciano era Othman bin Mahmuud al-Ahmed, y sus posesiones ascendían a poco más de cuatrocientos millones de libras esterlinas. Desde casi todos los puntos de vista, Othman era rico, pero era un mendigo comparado con los hombres a los cuales servía. Los príncipes que gobernaban el reino de Arabia Saudí medían su riqueza en miles de millones, y Othman había amasado su fortuna a base de llevar a cabo las tareas que ellos consideraban inferiores. Era un facilitador, un intermediario que ayudaba a vender el petróleo enterrado bajo las dunas, y a adquirir las armas que mantenían a raya a los enemigos del reino. Había comprado algunas de las casas más caras del mundo para sus clientes reales, encargado jumbos con camas redondas y jacuzzis con grifos chapados en oro. Othman estaba semijubilado, aunque alguien que estuviera al servicio de la realeza saudí no podía jubilarse jamás del todo. Cuando ellos llamaban, Othman contestaba. Así sería hasta el día de su muerte.
Othman era un hombre acaudalado, y creía que debía ayudar a los menos afortunados. Por eso, una vez al mes, viajaba al interior del desierto, se sentaba en una tienda y se ponía a la disposición de cualquier ciudadano que deseara hablar con él. Era la costumbre beduina.
Depositó el vaso sobre el platillo chapado en oro y cabeceó en dirección a su criado, Masood, que aguardaba a la entrada de la tienda. A Masood le quedaba poco para cumplir setenta años y le había servido durante algo más de cuarenta. Othman confiaba en él más que en nadie. Era su ayudante, su mayordomo, el que probaba su comida, pero no su confidente. Othman no confiaba a ningún hombre sus pensamientos más ocultos. Masood apartó la cortina de seda e invitó a entrar al siguiente visitante. Faltaban pocos minutos para mediodía y Othman ya había hablado con veintiséis hombres. Las mujeres no podían hablarle directamente, pero sí estaba permitido que un hombre hablara en nombre de una mujer, siempre que fuera pariente consanguíneo. Othman se quedaría en el desierto hasta haber recibido a todos los que habían solicitado audiencia. Algunos deseaban consejo, otros ser presentados a alguien que beneficiara sus intereses comerciales, otros querían dinero y otros sólo pretendían presentarle sus respetos. Con independencia de lo que desearan, Othman escuchaba y, siempre que era posible, satisfacía sus deseos.
Masood invitó a entrar a un hombre de piel oscura vestido con un dishdasha mugriento, con la cabeza cubierta por un shumag a cuadros blancos y negros. Miró a Othman, y después desvió la vista. Masood le dio un codazo, y el hombre avanzó sobre las alfombrillas hasta el centro de la tienda.
—Saludos, señor —musitó.
Se frotó la nariz con la muñeca, puso las manos a la espalda y permaneció inmóvil, como un colegial que esperara el castigo.
—Siéntate, por favor —dijo Othman, al tiempo que indicaba una hilera de almohadones bordados.
El hombre se sentó con las piernas cruzadas y apoyó las manos sobre las rodillas, sin atreverse todavía a sostener la mirada de Othman.
Masood se acercó a él y le preguntó si deseaba agua o té. El hombre negó con la cabeza y el criado volvió a la entrada de la tienda.
Othman estaba acostumbrado a que la gente se sintiera incómoda en su presencia. Era rico y poderoso, en un país en que los ricos y poderosos administraban el poder de la vida o la muerte sobre los mortales inferiores.
—¿Qué necesitas de mí? —preguntó en voz baja.
El hombre tragó saliva, nervioso.
—Le traigo un mensaje de su hijo, señor.
—Tengo muchos hijos —replicó Othman.
—De Abdal Jabbaar —dijo el hombre.
Othman se quedó sin aliento.
—Abdal Jabbaar está muerto —murmuró.
—Sí, señor. Lo sé. Hablé con él antes de que muriera.
—¿Dónde?
—Yo estaba en Guantánamo. Prisionero de los norteamericanos, al igual que su hijo.
El hombre musitaba las palabras, y Othman se esforzaba por oírle.
—¿Los norteamericanos te dejaron en libertad? —preguntó.
—Después de cuatro años. Decidieron que no significaba ninguna amenaza.
—¿Significas una amenaza para ellos?
El hombre alzó la vista y esbozó una sonrisa cruel.
—No lo era cuando me llevaron a Cuba, pero ahora sí —contestó—. Odio a los infieles y haré cuanto sea necesario para borrarlos de la faz de la tierra. Pero su hijo dijo que debía hablar con usted para contarle lo que le hicieron.
Othman estudió sin parpadear al hombre sentado delante de él, que bajó la vista, sin atreverse a sostener su mirada torva.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Jalid Wazir.
—¿Te apetece beber algo? —inquirió Othman, al tiempo que alzaba la tetera de plata. Esta vez, el hombre asintió. Othman sirvió té a la menta en el vaso y se lo tendió—. Bien, Jalid Wazir, te escucho. No te pongas nervioso, amigo mío. Me has prestado un gran servicio al venir. Repite lo que dijo mi hijo.
—Los norteamericanos le torturaron —susurró Wazir. Bebió el té, y después dejó el vaso sobre una mesita de madera taraceada de marfil.
—Ya lo suponía —dijo Othman—. Dijeron que mi hijo se quitó la vida, pero yo sé que nunca habría hecho algo semejante.
—Nos torturaron a todos —dijo Wazir—. Son animales. Carecen de honor. —Emitió un suspiro de tristeza—. Señor, no sé cómo decirle lo que debo comunicarle.
—Mi hijo ya está muerto. ¿Puedes contarme algo peor? —dijo Othman en voz baja.
Jalid Wazir respiró hondo, y después posó una mano sobre el corazón.
—Señor, su hijo quería que le dijera que mataron a su hermano menor, su hijo Abdal Rahmaan.
El anciano frunció el ceño.
—Abdal Rahmaan murió en un accidente de coche —dijo.
Jalid Wazir meneó la cabeza.
—Los norteamericanos le quemaron vivo —dijo—. Fue torturado y asesinado para presionar a Abdal Jabbaar.
El anciano se reclinó en su asiento. Habían encontrado a Abdal Rahmaan en su todoterreno quemado, en Qatar, después de que su coche se saliera de la autopista y se estrellara contra una torre de conducción eléctrica. Eso había contado la policía a Othman, y él carecía de motivos para dudar de su palabra. Hasta ahora.
—¿Estás seguro?
—Sólo puedo repetir lo que su hijo me dijo —contestó Jalid Wazir. Respiró hondo—. Hay algo más.
—Habla —replicó con brusquedad Othman. Se le estaba agotando la paciencia.
—Su hija. Los infieles torturaron a su hija Kamilah.
—Eso es imposible —repuso Othman con frialdad.
—La agredieron. Amenazaron con violarla cuando estaba embarazada de su nieto. Lo hicieron y enseñaron a Abdal Jabbaar lo que estaban haciendo. Querían información de Abdal Jabbaar, de modo que asesinaron a Abdal Rahmaan y agredieron a Kamilah. Su hijo quería que usted lo supiera.
—¿Te dijo quién lo hizo? ¿Te dio sus nombres?
Jalid Wazir asintió.
—Un norteamericano llamado Richard Yokely. Y una mujer inglesa, Charlotte Button.
Othman se sentó con la espalda muy rígida. Se obligó a conservar la calma, aunque su instinto le pedía gritar, maldecir y jurar vengarse de aquellos que habían maltratado a su familia.
—Siento ser portador de tan malas noticias —dijo Jalid Wazir.
Othman agradeció la disculpa del hombre con un movimiento de su mano moteada de manchas de edad, pero no dijo nada. Se había hecho a la idea de la muerte de sus dos hijos, y hasta aceptado que Abdal Jabbaar se había suicidado mientras estaba en poder de los norteamericanos, pero lo que Wazir acababa de revelarle le había conmocionado. La policía de Qatar le había enseñado fotografías del coche incendiado de Abdal Rahmaan y afirmado que ningún otro vehículo se había visto implicado, que había sido un simple accidente, que Abdal Rahmaan se habría dormido al volante. Pero eso era mentira. Una mentira deliberada. Más que una mentira: una conspiración. Y si Abdal Rahmaan había sido asesinado, tal vez Abdal Jabbaar no se había suicidado. Tal vez había sido asesinado también por los norteamericanos.
Hacía tres meses que no veía a Kamilah. Vivía con su marido en Niza, en el sur de Francia. Othman había sostenido en brazos a su nieta poco después de que naciera, y jamás había sospechado que algo iba mal. Comprendió el motivo. El marido de Kamilah era un buen hombre, pero también un devoto musulmán que sería incapaz de vivir con una esposa mancillada por los infieles. Por más que amara a su esposa, el marido de Kamilah la repudiaría para siempre. La hija de Othman lo sabía y por eso no había dicho nada, prefiriendo ocultar su vergüenza y sufrir en silencio.
Jalid Wazir estaba observando a Othman nervioso, y el anciano forzó una sonrisa. Sin duda aquel hombre temía por su seguridad, temía que Othman castigara al portador de las malas noticias. Pero él no le deseaba nada malo. Se necesitaba valentía para contar a un padre que dos de sus hijos habían sido asesinados, y Othman le recompensaría bien. Lo que Jalid Wazir le había referido era sobrecogedor, pero al menos ahora podría vengarse de los responsables. Hizo una leve seña a Masood para que se acercara. El hombre obedeció y se agachó hasta que su oído quedó a la altura de la boca de Othman, que le susurró que entregara a Jalid Wazir cincuenta mil dólares del cofre de plata labrada que descansaba sobre una mesa baja, la izquierda de la entrada de la tienda. Masood se inclinó y se encaminó hacia el cofre, mientras Othman continuaba examinando a Jalid Wazir.
—¿Los norteamericanos te torturaron? —preguntó.
—No fue nada comparado con lo que le hicieron a su hijo.
—¿Te pegaron?
—En mi caso, los maltratos fueron más psíquicos que físicos. No me dejaban dormir. A veces, tenía que estar arrodillado durante horas con las manos sobre la cabeza. Dijeron que me mantendrían encerrado para siempre, a menos que les contara todo cuanto sabía acerca de al-Qaeda.
—¿Y qué sabes tú de la Base? —preguntó Othman.
«La Base» era el significado de al-Qaeda, aunque la expresión se utilizaba muy poco en los medios de comunicación occidentales. «La Base» sonaba demasiado normal, demasiado poco amenazador, de modo que preferían utilizar el nombre árabe, más siniestro.
—Nada. —Wazir sonrió con amargura—. Yo era mecánico y trabajaba en Filadelfia. Mi jefe era iraquí, un viejo amigo de mi padre, y me tomó bajo su cargo cuando llegué al país. Trabajaba mucho y me pagaba poco, pero yo había entrado en el país de manera ilegal, de forma que no me quejaba. Era apolítico. Sólo deseaba ganar dinero para enviarlo a mi familia. Pero mi jefe odiaba a los norteamericanos, aunque llevaba viviendo en Estados Unidos veinte años. Colaboraba con un grupo de fundamentalistas que estaban planeando un ataque con ántrax en Nueva York, y me obligó a trabajar en uno de sus vehículos. Los miembros del grupo fueron detenidos y encontraron mis huellas dactilares en el camión. Hombres del Departamento de Seguridad Nacional se presentaron en mi apartamento en plena noche, y tres días más tarde estaba en Guantánamo. Me tuvieron encerrado cuatro años. Fue allí donde conocí a su hijo.
—¿Qué harás ahora?
—Fui deportado a Irak. Juré a su hijo que vendría a verle, pero regresaré a mi país y lucharé contra los infieles. Poseo muchas aptitudes que pueden ser útiles.
—Mi criado te dará dinero —dijo Othman—. Tuya es mi gratitud para siempre. Si en el futuro necesitas algo, sólo has de pedir.
—No he hecho esto por dinero, señor —dijo Wazir, pero Othman le silenció con un lánguido ademán. El hombre se dio cuenta de que discutir le ofendería, de modo que bajó la vista y murmuró unas palabras de agradecimiento. Se puso en pie y, cuando iba a salir de la tienda, Masood le tendió un abultado paquete que contenía billetes de cien dólares nuevos.
Othman apoyó una mano sobre su frente. Una migraña se estaba gestando. Masood se le acercó.
—¿Puedo darle algo, señor? —Era evidente que había escuchado todo cuanto Wazir había dicho, pero sabía que no debía admitirlo delante de su amo.
Othman negó con la cabeza.
—¿Cuánta gente espera?
—Una docena a lo sumo, señor —respondió Masood—. Los despediré.
—No —dijo el anciano—. Los recibiré.
—Muy bien, señor —dijo Masood, y se acercó a la entrada.
Othman respiró hondo y exhaló el aire poco a poco. Tenía que ser fuerte. No podía permitirse demostrar debilidad delante de los hombres que le habían solicitado audiencia. La riqueza y el poder conllevaban responsabilidad. Era la costumbre beduina.
Shepherd detuvo su BMW X3 negro en la calle y apagó el motor. Su otro coche, un Honda CRV, estaba aparcado en el camino de entrada. Katra ya habría recogido a Liam en el colegio. Shepherd había estado alejado de su hijo quince días, y aunque había intentado telefonear a casa cada noche, no siempre lo había conseguido. Trabajar de agente secreto significaba trabajar a horas intempestivas, y como David Hickey no tenía hijos, sólo podía utilizar su teléfono personal cuando nadie le oía.
Bajo del todoterreno y subió por el camino de entrada hasta la casa. La bicicleta de Liam estaba caída en el jardín delantero, y Shepherd la llevó hasta la puerta trasera. Su hijo estaba sentado a la mesa de la cocina, leyendo una revista de fútbol, y chilló cuando oyó abrirse la puerta.
—¡Papá! —gritó.
—¿A quién esperabas? ¿A Papá Noel? —Liam corrió hacia él y le abrazó—. ¿Has crecido más durante mi ausencia?
—Sólo han sido dos semanas —dijo Liam. Soltó a su padre y escudriñó su cabeza—. ¿Qué te ha pasado en el pelo?
—Tuve que cortármelo —reconoció Shepherd.
—Pareces un skin.
—Ya crecerá.
Katra salió de la cocina con un chándal azul y el pelo recogido en una coleta.
—Estaba a punto de jugar a fútbol con Liam —dijo.
—Iré a pelotear un poco con él —dijo Shepherd.
—Estupendo, así tendré tiempo de preparar mavzlji.
—¿Qué es eso?
—Papá, ¿es que no sabes nada? Mavzlji son albóndigas. Hechas de sesos de cerdo.
Katra sonrió.
—Mi abuela utilizaba sesos de cerdo —explicó a Shepherd—, pero yo utilizo carne de cerdo picada.
Su acento esloveno casi había desaparecido durante los tres años que llevaba trabajando para Shepherd, pero las horas que dedicaba a ver culebrones le habían contagiado la costumbre australiana de terminar cada frase como si fuera una pregunta.
—Me alegra saberlo —dijo Shepherd, y alborotó el pelo de su hijo—. Ven, vamos a ver si consigues regatearme.
Salieron al jardín y Liam cogió una pelota manchada de barro. La dejó caer a sus pies y la envió de una patada a Shepherd, quien corrió con ella sobre el césped. Era preciso cortar la hierba. No la había segado desde que se habían mudado. Devolvió la pelota a su hijo.
—El jardín está hecho un desastre, ¿verdad? —preguntó.
—Porque mamá no está —replicó Liam—. Ella siempre cuidaba el jardín.
—Oye, yo trabajaba mucho en el antiguo, ¿recuerdas?
—Sólo porque mamá decía que lo hicieras —contestó Liam—. Ella decidía dónde se plantaban las cosas.
Propinó una fuerte patada a la pelota, que Shepherd no logró alcanzar. Se volvió y corrió tras ella, y la sacó de un parterre de hortalizas invadido de malas hierbas. Liam tenía razón. Sue había diseñado su antiguo jardín en Ealing, y si bien él se había encargado de preparar el terreno, y le había ayudado a cargar plantas para trasplantar y fertilizantes desde el vivero, la iniciativa había partido de ella.
—¿Qué te parece si tú y yo trabajamos aquí? —preguntó.
—¿Sabes lo que hay que hacer?
—No creo que sea muy difícil. En cualquier caso, necesitamos un césped grande para jugar a fútbol, ¿verdad? Y los árboles ya están bien así. Sólo necesitamos plantas y arbustos. Tal vez una rocalla o dos.
Liam sonrió.
—¿Una rocalla?
—A tu madre le gustaban las rocallas. No me preguntes por qué. —Envió la pelota a Liam, quien la paró con el pecho, dejó que cayera al suelo y la inmovilizó con el pie derecho—. Te has estado entrenando —comentó Shepherd.
—Ahora juego en el equipo del colegio —dijo Liam. Lanzó la pelota al aire, la cabeceó tres veces, y después la dejó caer sobre su pie derecho. Tenía un esparadrapo justo debajo de la rodilla.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Shepherd al tiempo que lo señalaba.
—Tropecé —contestó Liam—. Es sólo un rasguño.
Dio una patada a la pelota, que rebotó contra el cobertizo.
—¿Por qué no me llamó Katra?
—Le dije que no lo hiciera. ¿Vamos a jugar?
Shepherd se acercó a Liam y apoyó una mano sobre el hombro del niño.
—¿Por qué le dijiste que no me telefoneara?
—No quería que te preocuparas, papá. Sólo es un rasguño. No necesité puntos ni nada por el estilo.
—Soy tu padre, y mi trabajo es preocuparme.
—Sí, pero ¿qué habrías podido hacer? ¿Habrías vuelto a casa?
Shepherd hizo una mueca. Su hijo tenía el don de hacer preguntas desconcertantes.
—Si me hubieras necesitado, pues claro. —Shepherd percibió la falta de convicción en su voz, y a juzgar por la expresión de Liam, éste también se había dado cuenta—. Pero ya eres mayor, ¿eh? Pronto cumplirás once años.
—Eso pensé que dirías —contestó el chico—. Por eso le dije a Katra que no te llamara.
—Soy tu padre, Liam. Eres lo que más quiero en este mundo.
—Lo sé.
Daba la impresión de que no quería mirar a Shepherd a los ojos.
—El que esté fuera no significa que no me preocupe por ti, o que no piense en ti.
—¿Vas a volver a marcharte? —preguntó Liam.
—Durante un tiempo no, espero —respondió Shepherd.
—Siempre dices lo mismo —dijo Liam apesadumbrado.
—Y siempre lo digo en serio, pero a veces me reclama el trabajo y he de irme.
—¿Por qué no lo hace otro?
—Es mi trabajo.
—Pero podrías conseguir otro, ¿no?
Shepherd rió.
—¿Por ejemplo?
—Podrías trabajar en un banco, como el abuelo.
—Liam, fui soldado. Ahora soy policía. Bien, una especie de policía. En cualquier caso, los tipos como yo son incapaces de trabajar en una oficina.
—¿Por qué?
—Porque me aburriría —contestó Shepherd. Fue la mejor respuesta que se le ocurrió.
—Entonces, ¿lo haces porque es emocionante, no porque sea tu trabajo?
—Todo el mundo ha de trabajar. Todo el mundo ha de hacer algo.
—Ojalá no te marcharas con tanta frecuencia.
—Si fuera comercial, estaría fuera siempre. Muchas profesiones exigen viajar. Como los pilotos de aviación. Si fuera piloto, nunca estaría en casa, ¿verdad?
—Al menos, la gente no dispara a los pilotos —dejó caer Liam.
—¿Cómo?
—Nada.
—¿Quién dice que me disparan? ¿Han dicho algo los abuelos?
—Les oí hablar, eso es todo, la última vez que estuve en su casa.
—¿Y qué dijeron?
—Nada —repitió Liam—. Nada, de veras.
—¿Dijeron que me dispararon?
Liam se encogió de hombros.
—Mamá también lo decía.
Shepherd se dejó caer en la hierba.
—Siéntate —dijo. Liam se sentó poco a poco a su lado, pero le dio la espalda—. Colaboro en la detención de criminales —explicó Shepherd—, pero no es como en la tele: los malos no van por ahí disparando contra los hombres que intentan detenerles. No es cierto. Saben que, si disparan a alguien, irán a la cárcel durante mucho tiempo.
—A veces, los policías mueren.
—No muy a menudo, Liam, y si hago bien mi trabajo, como así es, nadie va a gozar de la posibilidad de hacerme daño. Tengo compañeros, tengo un jefe, tengo un montón de gente que cuida de mí.
—Pero también tienes una pistola, ¿verdad?
Shepherd suspiró. Sí, tenía una pistola. Estaba en casa, guardada bajo llave en un cajón de su armario ropero. Una SIG-Sauer, su arma favorita. Siempre había sido la manzana de la discordia con Sue, pero Shepherd había argumentado que no era más que una herramienta necesaria para llevar a cabo su trabajo con eficacia. Ella siempre había insistido en que la ocultara a Liam, pero cuando el niño cumplió diez años, Shepherd decidió que ya era lo bastante mayor para saber sobre armas de fuego. Casi todos los accidentes con armas de fuego en los que intervenían niños se debían a la ignorancia, de modo que le había enseñado el arma a Liam y le había explicado cómo funcionaba, lo peligrosa que era, y que nunca debía salir del cajón cerrado con llave.
—Tengo una pistola, sí.
—Porque disparas a la gente, ¿verdad?
—Liam, no voy por ahí disparando a la gente.
—El abuelo dice que sí.
—¿Qué dijo?
—Dijo que disparas a la gente. ¿Es eso cierto, papá? ¿Has disparado a gente?
—¿Qué te dijo el abuelo?
—Nada. Yo estaba arriba y él estaba hablando con la abuela.
—¿Y qué dijo?
—Nada.
—Sólo quiero saber qué estaba diciendo, Liam. No te has metido en ningún lío. Ni tampoco tu abuelo.
Liam suspiró.
—La abuela dijo que ojalá tuvieras un trabajo que no fuera tan peligroso, porque yo ya había perdido a mi madre y era estúpido que corrieras riesgos, cuando eras lo único que me quedaba. El abuelo dijo que eras un héroe y que sólo disparas a gente para salvar vidas.
Shepherd sonrió con pesar.
—Los dos tienen razón.
Liam se volvió hacia él.
—Así que has disparado a gente, ¿verdad?
—Sí, pero no quiero hablar de eso ahora. Tal vez cuando seas mayor.
—¿Por qué no ahora?
—Porque no es fácil de explicar, Liam. Y porque eres demasiado pequeño para entenderlo.
—Seré adolescente dentro de dos años.
—Y no sabes las ganas que tengo de que llegue ese día. —Rodeó a su hijo con el brazo—. Un día hablaremos de eso largo y tendido, te lo prometo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Liam.
—A algunas personas les gusta hablar de su trabajo —explicó Shepherd—. Les gusta contar historias de guerra. A mí no. Muchas cosas que he hecho están encerradas dentro, como en una cámara acorazada. Para mí, abrir esa cámara es algo muy importante. Lo hice por tu madre, y un día lo haré por ti.
—Lo entiendo, papá. No soy un crío.
Shepherd rió.
—Vale —dijo—. Bien, ¿jugamos un poco más antes de ir a cenar esos sesos de vaca?
—Sesos de cerdo —corrigió Liam—. Apuesto a que te meto seis goles seguidos.
Shepherd gimió.
—Yo también apuesto a que lo consigues.