Esa mañana, Nina se despertó la primera, como siempre, y se deslizó por el colchón, dejando a Maura dormir tranquila. Entró en la cocina, todavía con su pijama de cuadros, y encendió el fuego de la tetera naranja que Maura había encontrado en un mercadillo el verano pasado.
El apartamento siempre estaba en una calma exquisita a esa hora de la mañana, el silencio solo se veía interrumpido por el siseo ocasional de una gota que se escapaba de la tapa de la tetera y caía con un chisporroteo entre las llamas del fogón. Más tarde, Nina se preguntó por qué no había oído ningún alboroto aquella mañana. No hubo gritos ni sirenas ni televisores a todo volumen, nada que la alertara del caos que se estaba desatando fuera de su casa. Si no hubiera encendido el móvil, entonces tal vez podría haber permanecido en la calma un rato más, saboreando el tiempo de antes.
Pero en su lugar, se sentó en el sofá y miró su móvil, como hacía todas las mañanas, a la espera de leer un puñado de correos electrónicos y revisar varios newsletters hasta que sonara el despertador de Maura y se debatieran entre los huevos o la avena. Era parte del trabajo de Nina como editora estar informada, pero el gran número de aplicaciones y agencias de noticias había crecido con cada año que llevaba en el puesto, y a veces le abrumaba pensar que podría pasar toda una vida leyendo y nunca estar al día.
Aquella mañana, ni siquiera tuvo la oportunidad de empezar. Tan pronto como desbloqueó la pantalla de inicio, Nina supo que algo iba mal. Tenía tres llamadas perdidas de amigos, y los mensajes de texto se habían acumulado durante horas, la mayoría de ellos de sus compañeros editores en su chat grupal.
¡¿QUÉ MIERDA ESTÁ PASANDO?!
¿¿¿Todo el mundo ha recibido una???
Están por todas partes. En todo el mundo. Joder.
¿La inscripción es real?
NO la abráis hasta que sepamos más.
Pero en el interior solo hay una cuerda, ¿¿¿no???
Nina sintió que el pecho se le contraía y que la cabeza le daba vueltas, mientras trataba de reconstruir la historia al completo. Entró en Twitter, luego en Facebook, y ocurría lo mismo, estaba repleto de signos de interrogación y pánico en mayúsculas. Pero esta vez había fotos. Cientos de usuarios publicaron fotos de pequeñas cajas marrones frente a sus puertas. Y no solo en Nueva York, donde ella vivía. En todas partes.
Nina pudo distinguir la inscripción en algunas de las fotos. La medida de tu vida está en el interior. ¿Qué demonios significaba eso?
El corazón le latía con una rapidez alarmante, al ritmo de las preguntas que se formulaba en la cabeza. La mayoría de las personas en línea, ante el mismo oscuro mensaje en la caja, se habían agrupado muy rápido en torno a una única y aterradora conclusión: lo que fuera que estuviera esperando en el interior de esa caja afirmaba saber cuánto duraría tu vida. El tiempo que se te había asignado, por el poder de quien fuera.
Nina estuvo a punto de gritar y despertar a Maura, cuando se dio cuenta de que ellas también debían haberlas recibido.
Dejó caer el teléfono sobre el sofá, con los dedos temblorosos, y se levantó. Se dirigió a la puerta principal del apartamento, un poco mareada, respiró hondo y miró por la mirilla, pero no podía ver el suelo. Así que, despacio, desbloqueó la doble cerradura y abrió la puerta con temor, como si hubiera un extraño esperando al otro lado, pidiendo que lo dejaran entrar.
Las cajas estaban allí.
Sobre el felpudo con la cita de Bob Dylan que Maura insistió en traer con ella cuando se mudó a la casa de Nina. «Sé guay o vete, colega». Es probable que Nina hubiera preferido algo más sencillo, un felpudo neutro, pero esa cita siempre hacía sonreír a Maura, y tras semanas de volver a casa y verlo, ella también había llegado a encariñarse de él.
Tapando la mayor parte de las letras azules en cursiva del felpudo había un par de cofres de madera. Por lo visto, uno para cada una.
Miró al final del pasillo y vio una caja idéntica esperando a su vecino del 3B, un anciano viudo que solo salía una vez al día a tirar la basura. Se preguntó si debía avisarle. Pero ¿qué podría decirle?
Nina seguía mirando las cajas a sus pies, demasiado nerviosa para tocarlas, pero demasiado conmocionada como para marcharse, cuando el silbido de la tetera la despertó de su trance y se acordó de que Maura seguía sin saber qué era lo que estaba pasando.