Era difícil imaginar un tiempo antes de ellas, un mundo en el que no hubieran existido.
Pero cuando aparecieron por primera vez, en marzo, nadie tenía ni idea de qué hacer con ellas, con esas extrañas cajitas que llegaron con la primavera.
En todas las etapas de la vida de las personas, cualquier otra caja tenía un claro significado, una línea de acción marcada. La caja de zapatos con un par nuevo y brillante era para el primer día de clase. El regalo de Navidad adornado con un lazo rojo, de normal rizado con destreza por el filo de unas tijeras. La minúscula caja que llevaba el diamante de tus sueños en el interior, y las cajas de cartón grandes para empaquetar, selladas con cinta adhesiva y etiquetadas a mano, que se cargaban en la parte trasera del camión de mudanzas. Incluso esa caja final, que descansa bajo la tierra, cuya tapa, una vez cerrada, nunca se abriría.
El resto de las cajas resultaban familiares, comprensibles, incluso esperadas. Cada una de las cajas tenía un propósito y un lugar, que encajaba a la perfección en el curso de una vida normal.
Pero estas cajas eran diferentes.
Llegaron a principios de mes, un día cualquiera, bajo una luna cualquiera, demasiado pronto para culpar al equinoccio de marzo.
Y cuando las cajas llegaron, llegaron para todo el mundo, todas a la vez.
Pequeñas cajas de madera (al menos, parecían de madera) que surgieron de la noche a la mañana, millones y millones, en cada ciudad y en cada estado y en cada país.
Las cajas aparecieron en céspedes bien cortados de los suburbios, encajadas entre los setos y los primeros jacintos en flor. Estaban sobre felpudos bien pisoteados en las ciudades, por donde habían pasado décadas de inquilinos. Se hundían en las cálidas arenas en el exterior de las jaimas en el desierto y esperaban cerca de cabañas solitarias junto a los lagos, recogiendo el rocío de la brisa procedente del agua. En San Francisco y San Pablo, en Johannesburgo y en Jaipur, en los Andes y en el Amazonas, no había ningún lugar, ni nadie, que las cajas no pudieran encontrar.
Había algo reconfortante e inquietante a la vez en el hecho de que todos los adultos de la Tierra parecían compartir de repente la misma experiencia surrealista, la presencia de las cajas era a la vez un terror y un alivio.
Pues, en muchos sentidos, se trataba de la misma experiencia. En casi todos los aspectos, las cajas eran idénticas. Todas eran de color marrón oscuro, con tintes rojizos, frías y suaves al tacto. Y en cada caja había un mensaje sencillo, pero a la vez enigmático, escrito en la lengua materna de su destinatario: La medida de tu vida está en el interior.
Dentro de cada caja había solo una cuerda, al principio oculta por un trozo de tela blanca plateada y delicada, por lo que incluso los que levantaban la tapa se lo pensaban dos veces antes de mirar lo que había debajo. Era como si la propia caja te advirtiera, tratando de protegerte de tu propio impulso infantiloide de arrancar el envoltorio de inmediato. Como si la caja te pidiera que hicieras una pausa para pensar de verdad en tu próximo movimiento. Porque nunca podrás deshacerlo.
De hecho, las cajas solo variaban en dos aspectos.
Cada pequeño cofre llevaba el nombre de su destinatario en concreto, y cada cuerda que había dentro tenía una longitud distinta.
Pero cuando las cajas llegaron por primera vez aquel marzo, en medio del miedo y la confusión, nadie entendía muy bien lo que significaba de verdad esa medida.
Al menos, no todavía.