MAURA

Maura no había querido unirse al grupo de apoyo. Unirse era como admitir la derrota, y Maura no era ninguna derrotista. Solo aceptó para tranquilizar a su novia.

Nina ni siquiera había querido mirar sus cuerdas cuando llegaron, lo cual no era muy sorprendente. Ella siempre fue la más cautelosa.

Pero cuando al final abrieron sus cajas a insistencia de Maura, al momento deseó que no lo hubieran hecho.

Nina había hecho todo lo posible para disipar los temores de Maura, para convencerla de que las cuerdas no eran reales. Pero ella había luchado contra un malestar, una falta de apetito y una sensación general de temor desde el día en que las vieron.

Y entonces, una semana después, Nina volvió a casa de la oficina y le dijo a Maura que se sentara, que tenía algo que decirle.

—Hoy, Deborah ha recibido una llamada —dijo Nina despacio—. De alguien del Departamento de Salud. —Ya tenía los ojos vidriosos y se esforzaba por encontrar las siguientes palabras.

Pero Maura lo comprendió.

—Dilo, Nina. Dilo de una puta vez.

Nina tragó.

—Son reales.

Maura saltó del sofá y corrió hacia el baño, desplomándose sobre las frías baldosas. Cuando vomitó en el inodoro, Maura sintió que Nina le sujetaba los rizos oscuros, y sabía que estaba conteniendo las lágrimas.

—Todo va a salir bien —repetía ella, frotando la mano con suavidad por la espalda de Maura—. Lo superaremos.

Pero por primera vez en los dos años que habían pasado juntas, Maura no pudo encontrar consuelo en las palabras de Nina.

Se sentaron frente al televisor la noche siguiente, con las manos unidas, mientras el presidente pronunciaba un discurso en el que pedía que los ciudadanos mantuvieran la calma, y el secretario del Departamento de Salud y Servicios Humanos pronunciaba un discurso en el que se exponían las conclusiones de los investigadores, y el director de la Organización Mundial de la Salud y el secretario general de la ONU hicieron un llamamiento a la solidaridad y la compasión mundial en este momento de crisis desconocida.

Incluso el papa salió a su balcón en la Ciudad del Vaticano para dirigirse a los millones de almas asustadas que sin duda esperaban sus consejos.

Me gustaría recordaros a todos las palabras que repetimos en cada misa: «El misterio de la fe». Sabemos que la fe, la verdadera fe, nos pide que aceptamos que algunos misterios estarán siempre más allá de nuestra comprensión mientras estemos en la Tierra —declaró el papa, sus palabras fueron traducidas a todo el mundo—. Nuestros conocimientos sobre nuestro Creador siempre serán imperfectos. Como se dice en Romanos 11:33: «¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!». Hoy nos enfrentamos a lo insondable, a lo inescrutable. Se nos ha pedido que creamos que estas cajas contienen un conocimiento que, hasta ahora, estaba reservado solo a Dios. Pero no es la primera vez que se nos pide que creamos en lo que antes era imposible. Al principio, ni siquiera los apóstoles creían que Jesucristo había resucitado de la tumba, pero nosotros sabemos que es verdad. Y así como no tengo ninguna duda sobre la resurrección, no tengo ninguna duda de que estas cajas son un regalo de Dios a sus hijos, porque no hay nadie más poderoso, más sabio y más generoso que el Señor, nuestro Dios.

Pero Maura no veía su caja como un regalo.

Cada día, mientras cientos de miles de personas celebraban su vigésimo segundo cumpleaños despertando a una nueva ola de cajas, la situación se volvía cada vez más desesperante. No podían seguir adivinando lo que sus cuerdas presagiaban.

Un equipo de investigadores que colaboraba entre Estados Unidos y Japón fue el primero en ofrecer una solución: un sitio web patrocinado por el gobierno que permitiría a los usuarios interpretar la longitud de sus cuerdas desde casa.

Los investigadores habían acumulado las medidas de miles de cuerdas diferentes, hasta meros fragmentos de milímetros. Llegaron a la conclusión, basándose en los primeros datos, de que la longitud de la cuerda de una persona no se correspondía con la vida que le quedaba a una persona, como se había dicho en un principio. En cambio, la medida de la cuerda contenía la medida completa de una vida. Desde el principio hasta el final.

Partiendo de la base de que la cuerda más larga posible representaba la rara duración de unos 110 años de vida, los investigadores fueron retrocediendo hasta establecer una guía estimada de la longitud de la cuerda y su correspondiente esperanza de vida. No podían ofrecer una fecha exacta; la ciencia no era tan precisa. Pero los usuarios podían visitar el sitio web, introducir la longitud de su cuerda y, después de hacer clic en otras tres pantallas diseñadas para asegurarse de que deseaban proceder y aceptaban no demandar por las malas noticias, por fin veían el resultado, impreso con demasiada claridad en Times New Roman de color negro. El tiempo en el que su vida terminaría, se reducía a un margen de apenas dos años.

Lo que, al principio, era una vaga percepción de que la cuerda de Maura no era tan larga como la de Nina, pronto se cristalizó en algo aplastantemente concreto.

La cuerda de Maura terminaba al final de la treintena.

Le quedaban menos de diez años.

Durante los primeros días de abril, Nina quiso hablar con Maura sobre lo que estaba pasando, y a menudo hablaba con Maura, pero le preocupaba no poder ofrecer el mismo tipo de apoyo que podría ofrecer otra persona con cuerda corta.

—Sabes que siempre estaré aquí para ti —dijo Nina—, pero quizás haya otras personas que puedan estar para ti de forma distinta. Mi hermana me ha dicho que en su escuela han empezado a organizar algunos grupos de apoyo para lo de las cuerdas.

—Agradezco que intentes ayudar —contestó Maura—, pero no estoy segura de querer estar rodeada de un montón de gente llorando por sus asuntos pendientes.

—Bueno, al parecer tienen diferentes tipos de sesiones en función de cómo, eh, cuánto tiempo te queda en tu cuerda. Así que hay grupos para gente a la que le queda menos de un año, y grupos para gente a la que le quedan quizás veinte años, y luego un grupo para los que están en medio, como… —Nina parecía no estar segura de si debía continuar.

—Como yo —terminó Maura por ella.

—Obviamente debes hacer tan solo aquello con lo que te sientas cómoda, y te apoyaré pase lo que pase.

Maura miró a Nina, cuya delgada figura parecía aún más frágil en la penumbra de su tercer piso, y accedió a probar el grupo de apoyo, aunque solo fuera para limpiar la mezcla acuosa de culpa y dolor que se había acumulado en los ojos de Nina mientras hablaba.

Menos de una semana después, Maura se encontró a sí misma caminando hacia la escuela en la que tendría lugar la sesión de terapia de grupo.

Las calles se habían convertido en una imagen familiar; al menos un negocio por manzana estaba ya tapiado. A menudo los propietarios colocaban carteles en las puertas cerradas y en las verjas metálicas de sus tiendas y restaurantes cerrados con frases como «Me voy a vivir la vida», «Voy a pasar más tiempo con mi familia» o «Me voy a crear recuerdos». Maura pasó junto a un trozo de papel pegado en una antigua joyería: «Cerrado. Estoy intentando pasar página».

Sin embargo, más preocupante que los carteles, fue otro encuentro inesperado (más raro, pero no del todo inusual) al tropezar con una caja desechada por un extraño que miraba de forma diabólica por encima del borde de un cubo de basura o desde dentro de una pila de muebles rotos en la acera.

En los días y semanas posteriores a la revelación de las cuerdas, aquellos afectados por la verdad habían encontrado diferentes métodos para manejar las inoportunas molestias que se habían inmiscuido en sus vidas. Algunos, eligieron la ignorancia voluntaria con la esperanza de alcanzar la dicha prometida, tiraron sus cajas para evitar la tentación. Los más melodramáticos las arrojaron a ríos y lagos o las encerraban en una grieta remota de su casa. Los más arrogantes se limitaban a tirarlas a la basura.

Otros intentaron destruir las cajas en un arrebato de ira, pero esos poderosos cofres, como la caja negra de un avión, no podían ser destruidos, no importaba cuántas veces fueran quemados o aplastados o pisoteados con violencia.

Los peatones que se encontraban con una caja abierta que había sido dejada en el arcén, o tal vez arrojada por una ventana cercana, tendían a desviar la mirada y acelerar sus pasos, como si pasaran junto a un mendigo cuya mirada querían evitar.

Por suerte, Maura no vio ninguna caja abandonada esa tarde cuando se acercó a la entrada de la escuela. Pensó que las tranquilas calles del Upper East Side eran demasiado elegantes o demasiado exigentes para una demostración pública de emoción.

En sintonía con su ubicación, el edificio tenía un aspecto antiguo y elegante, el equivalente arquitectónico de un viejo filántropo disfrazado para un acto benéfico. Tenía uno de esos elaborados exteriores de antes de la guerra que a los agentes inmobiliarios les encanta resaltar, adornado con pequeñas gárgolas con forma de grifo.

Mientras subía por la ancha escalera interior, pasando por las placas de mármol que citaban a Platón y Einstein, los dedos de Maura se acercaron a su rostro, tocando el pequeño aro turquesa que llevaba en la nariz desde la universidad y que seguramente violaría el código de vestimenta de un lugar como aquel. La hermana pequeña de Nina, Amie, había enseñado en esa escuela durante varios años, pero Maura nunca había puesto un pie dentro antes de esa noche.

Escuchó murmullos cuando llegó al rellano del segundo piso y los siguió hasta la clase 204. Por suerte, era la última en llegar.