Al pasar del tren 1 al Q, atravesó un pasillo muy húmedo en el que el techo goteaba incluso cuando no llovía y el pasillo estaba siempre lleno de cubos de basura de color mostaza que acumulaban las gotas. Cuando salió, se encontró en la gran intersección subterránea donde descendían al mismo tiempo los pasajeros de casi diez líneas de tren distintas.
La estación de Times Square, la más concurrida de todas las paradas de metro de Nueva York, siempre había sido un caos, el tráfico peatonal permanente que acoge la última tarima para los evangélicos, los fatalistas y cualquier otra persona con una opinión que gritar. Pero ahora el caos de siempre resultaba aún más frenético.
Dos mujeres con faldas hasta los tobillos imploraban a los transeúntes:
—¡Confía en Dios! ¡Él te salvará! —Los megáfonos amplificaban sus voces agudas hasta un volumen que sus pequeñas figuras no podrían alcanzar—. ¡Él tiene un plan para ti! ¡No tengas miedo a tu cuerda!
Aquella noche, las mujeres de la fe competían con al menos otros cuatro predicadores, pero gracias a los megáfonos, iban ganando. Mientras Ben esquivaba con educación sus panfletos y se acercaba a la entrada de su vía, pudo distinguir las palabras de uno de sus competidores: un hombre de mediana edad con una camisa abotonada manchada con un mensaje menos esperanzador.
—¡El apocalipsis está cerca! ¡Las cuerdas solo son el principio! ¡El final se acerca!
Ben trató de mantener el contacto visual en el suelo hasta que se alejó lo suficiente del hombre, pero levantó la vista hacia la pantalla superior para ver cuándo llegaría el siguiente tren y, sin suerte, se encontró con la mirada del orador mientras este planteaba una pregunta a la multitud.
—¿Estáis preparados para afrontar el final?
Desde luego, hablaba del fin del mundo, del fin de nuestros días. Pero sus palabras golpearon a Ben con una fuerza incómoda. Después de todo, Ben estaba en esta estación porque se dirigía a la primera sesión de su nuevo grupo de apoyo que trataba precisamente sobre prepararse para afrontar el final.
«Convive con una cuerda corta» era lo que decía el folleto del grupo. Un título que parecía más irónico que prometedor, pensó Ben con ironía, ya que el hecho de poseer una cuerda corta significaba que no había mucho que vivir.
A raíz de la llegada de las cajas, no tardaron en formarse varios grupos de apoyo, y Ben encontró uno que se reunía todos los domingos por la noche, de ocho a nueve, en un aula de la Academia Connelly, una escuela privada del Upper East Side.
La primera noche llegó pronto, cuando los pasillos aún estaban en un silencio inquietante.
Criado por dos profesores de instituto, Ben sentía una fuerte nostalgia hacia las escuelas, y le bastó con echar un rápido vistazo a un colorido tablón de anuncios (este era de temática espacial, con las fotos de cada uno de los alumnos pegadas dentro de una estrella amarilla), para volver a los días en los que era pequeño, acompañando a sus padres a la escuela donde ambos daban clases, contemplando a los estudiantes adolescentes que se alzaban sobre él como gigantes.
A Ben siempre le resultó extraño ver a sus padres al mando de un aula, ver que existían todos esos otros niños que también tenían que escucharlos, aprender de ellos, y a veces tenía celos o se ponía a la defensiva, al no querer compartir a su mamá y a su papá con esos desconocidos. Pero lo que más le gustaba de sus visitas era cuando se sentaba en el fondo de una clase, garabateando dibujos desordenados de casas diminutas y de proporciones extrañas en el bloc de dibujo que llevaba a todas partes, y algunas de las niñas mayores lo adulaban.
«¿Quién vive dentro de esa casita?», le decían las niñas. «¿Un elfo o un hada?».
Ben se sintió tentado, en su bravuconería juvenil, a explicar que era demasiado mayor para seguir creyendo en elfos o hadas, pero disfrutaba demasiado de su atención como para arriesgarse a perderla.
Los recuerdos de sus propias clases eran menos reconfortantes. Al pasar por delante de las paredes de las taquillas de camino al grupo de apoyo esa noche, Ben se preguntó si alguna se había quedado abierta con un trozo de cinta adhesiva que cubría la cerradura, el método preferido de los estudiantes que no se preocupaban por memorizar sus combinaciones. Ben había encintado la puerta de su taquilla solo una vez, en noveno curso, después de ver a un grupo de jugadores de fútbol americano hacerlo y pedirles un trozo de su cinta en lo que ahora entendía que había sido su patético intento de infiltrarse en su fraternidad de hombros anchos. En menos de una hora habían robado el móvil y la chaqueta de Ben de su taquilla sin cerrar.
Llegó al umbral del aula 204, donde se habían retirado las sillas de plástico de los pupitres y se habían colocado en un círculo, pero dentro solo había un hombre. Avergonzado por haber llegado antes de tiempo, Ben volvió a salir al pasillo.
—¡Demasiado tarde! Ya te he visto.
Ben reapareció y forzó una sonrisa que podría rivalizar con la alegría de la voz que acababa de escuchar.
—Hola, soy Sean, el coordinador del grupo —dijo el hombre—. Tú debes de ser uno de los novatos esta noche.
Al estrechar la mano de Sean, Ben trató de evaluar al hombre que al parecer lo guiaría en su camino hacia la paz y la aceptación. Tenía alrededor de treinta años, una barba espesa y llevaba unos vaqueros holgados. Estaba sentado en una silla de ruedas, pero seguía teniendo una altura impresionante.
—Encantado de conocerte, soy Ben. Y sí, es mi primera vez —dijo—. ¿Eso significa que también hay más gente nueva?
—Sí, una mujer joven y tú os habéis apuntado esta semana.
—Suena genial —dijo Ben, con las manos húmedas buscando refugio en sus bolsillos. Podía sentir que su timidez natural amenazaba con imponerse, y esperaba no haber cometido un error al unirse a este grupo.
Damon, un amigo de la universidad y una de las pocas personas a las que Ben le había hablado de su cuerda corta, lo había convencido para que probara con el grupo de apoyo. (Aunque el propio Damon era un afortunado cuerda larga, su padre era un adicto recuperado que dependía de las reuniones de AA, y Damon era un verdadero creyente de las virtudes de la terapia de grupo).
Ben deseaba haber traído a Damon con él, al menos para la primera sesión. Nunca había sido bueno para abrirse a nuevas personas, y después del último desastre con su ahora exnovia, Claire, temía que su sentido de la confianza se hubiera roto de forma permanente.
—Entonces, si no te importa que te pregunte, ¿también tienes…? —Ben no pudo terminar la pregunta.
—Bueno, no —dijo Sean—. Mi cuerda es un poco más larga que la de la gente de este grupo, pero estoy licenciado en trabajo social clínico, y ayudar a la gente en circunstancias difíciles es lo que siempre he querido hacer.
Ben asintió en silencio, al mismo tiempo que una chica morena se acercaba y lo rescataba de cualquier charla posterior.
—Hola, Sean —dijo ella, colocando su bolso en la silla más cercana.
—Ben, te presento a Lea. Lea, te presento a Ben. —Sean pivotó entre los dos.
—Bienvenido a la fiesta. —Lea sonrió con dulzura.
El resto del grupo entró enseguida. El mayor era un médico de unos cuarenta años. (Al menos Ben supuso que era un médico, ya que algunos de los otros lo saludaron como «Doc», aunque él mismo se presentó como Hank). El resto parecía estar más cerca de la edad de Ben, dispersos entre la veintena y la treintena.
Chelsea, una rubia fresa que parecía recién salida de un salón de bronceado, entró en la sala mientras leía algo en su móvil, seguida por una serie de hombres: el corpulento y barbudo Carl, con el rostro un poco oculto por una gorra de los Mets; el larguirucho Nihal, con una sudadera de Princeton; y el apuesto Terrell, cuyos relucientes oxfords negros hicieron que Ben mirara con vergüenza sus desgastadas zapatillas de lona.
La última llegada fue la compañera novata de Ben, una mujer llamada Maura, que se sentó junto a él y le ofreció una media sonrisa y un medio asentimiento que Ben recibió como un resumen silencioso de los sentimientos tácitos de todo el grupo: Apesta ser nosotros.
Pero al menos hay un nosotros.