NINA

En abril, Deborah Caine fue la primera de la oficina de Nina en recibir la confirmación oficial. Llamó a un pequeño grupo de editores a una sala de conferencias y les dijo lo que su fuente en el Departamento de Salud y Servicios Humanos le acababa de revelar.

—Son reales —dijo con calma—. No sabemos cómo, y no sabemos por qué, pero parece ser que la longitud de tu cuerda, en efecto, se correlaciona con lo que se espera que dure tu vida.

Todos los presentes se quedaron paralizados y en silencio, hasta que uno de los hombres se puso de pie y empezó a caminar por el suelo.

—Es jodidamente imposible —dijo, dándole la espalda a Deborah para no ver cómo le respondía.

La mente y el cuerpo de Nina estaban paralizados, pero de alguna manera se escuchó hablar, y su voz sonó sorprendentemente relajada.

—¿Y están seguros de eso? —preguntó.

—Varios equipos especializados a nivel internacional han llegado a la misma conclusión —dijo Deborah—. Sé que esto es… llamarlo «bombazo» suena incluso demasiado normal. Sé que esta información puede cambiar la vida de muchos de nosotros. Se espera que el presidente haga un anuncio mañana, y creo que el Consejo de Seguridad de la ONU también está planeando algo, pero quería hacérselo saber a todos tan pronto como lo supiera.

Poco a poco, las emociones de Nina parecieron regresar. Comenzó a rascarse la uña del pulgar izquierdo, arrancándose el esmalte rosa pálido, y sintió que estaba a punto de llorar. Esperaba poder correr al baño antes de empezar a hacerlo.

El hombre que estaba detrás de Nina dejó de pasearse y miró directamente a su jefa.

—¿Qué hacemos ahora?

—¿Con el número de este mes? —preguntó Deborah.

—Con todo.

Después de que Deborah echase al grupo de la sala, Nina se encerró en uno de los cubículos del baño y empezó a sollozar, apoyándose en la pared de azulejos para mantenerse firme. Había demasiados sentimientos que procesar a la vez.

Todavía podía verlo con claridad. El momento, justo una semana antes, en el que Maura y ella al fin habían abierto sus cajas juntas.

A pesar de la insistencia de Nina en mantenerlas cerradas, Maura no pudo evitarlo. Una tarde se acercó a ella con mucha sangre fría.

—Quiero abrir mi caja —dijo con calma.

Nina sabía que Maura era determinada. Las dos podían ser así de testarudas. Pero esto no era algo sencillo, como elegir un sofá, y no había ningún tipo de compromiso. O miraban o no miraban. No había nada entre medias.

Nina tenía miedo de abrir su caja, pero también era consciente de algo aún más aterrador, y era la perspectiva de abrir su caja sola. Nina era la hija mayor, la hermana mayor con tendencia a la sobreprotección. Y ahora ese mismo sentimiento, el impulso de amparar y cuidar a todos los que la rodeaban, abarcaba también a Maura. Nina no podía dejar que Maura mirase sola.

—Lo haremos juntas —le respondió.

—No, no es eso lo que te estoy pidiendo. —Maura negó con la cabeza—. No tienes que hacer eso por mí.

—Lo sé —dijo Nina—. Pero no puedo luchar contra el hecho de que el mundo parece estar precipitándose hacia el punto en el que todo el mundo mira. Y prefiero mirar contigo a mi lado.

Así que las dos mujeres se sentaron con las piernas cruzadas en la alfombra de su salón y abrieron con cautela las tapas de sus cajas, despegando el fino papel de tela brillante que había en su interior.

En ese momento, no fueron capaces de interpretar el significado exacto de las longitudes de las cuerdas, pero las colocaron entre las yemas de los dedos y las sostuvieron una al lado de la otra. Al instante, una cosa quedó terriblemente clara: la cuerda de Maura apenas medía la mitad de la de Nina.

Acababan de cumplir dos años juntas, hacía poco que habían empezado a compartir un hogar. Aunque no habían hablado explícitamente de matrimonio, Nina había visto a Maura echar un vistazo en los cajones de su cómoda justo antes de su cena de aniversario. Ambas sabían muy bien que Nina odiaba las sorpresas y que le encantaba la planificación, así que quizás cada una asumió, de forma inconsciente, que Nina sería la que le propusiera matrimonio.

Como la mayoría de los enamorados, ella sentía que conocía a Maura desde hacía mucho más de dos años, pero su vida en común acababa de empezar.

Y ahora Nina lo sabía con certeza. La vida de la mujer que amaba sería una vida corta.

De pie, en el estrecho cubículo del baño de la oficina, Nina ni siquiera pudo saborear la alegría y el alivio de su propia cuerda larga, de saber que una vida plena se extendía ante ella. No podía celebrar la verdad de su cuerda sin llorar la verdad de la de Maura.

El pecho de Nina empezó a palpitar, sus pulmones a hiperventilar. La cuerda de Maura parecía corta, pero ¿qué significaba eso en realidad? ¿Cuánto tiempo les quedaba en realidad? La pregunta original que plagaba el mundo por fin había sido respondida: las cuerdas eran reales. Pero quedaban muchos interrogantes.

Cuando Nina oyó que otra mujer entraba en el cubículo de al lado, intentó taparse la boca y acallar sus sollozos. Sabía que nadie la culparía por sucumbir a sus emociones, pero se sentía avergonzada por la exhibición pública, como si el mundo siguiera siendo normal y no hubiera sido alterado de manera radical.

Nina tendría que decírselo a Maura esa noche, para que la verdad viniera de alguien que la amaba, y no de una cabeza parlante de las noticias.

Tendría que retractarse de todo lo que le había dicho a Maura la noche que habían mirado. Todas las afirmaciones que había hecho, que de verdad se había creído, sobre que las cuerdas eran falsas.

—Puede que no signifique nada —había dicho Nina, tratando de mantener la voz firme—. Es solo un trozo de cuerda.

—Eso no es lo que todo el mundo piensa —susurró Maura.

—¿Y qué sabrán los demás? No vivimos en un mundo loco donde cajas mágicas predicen el futuro. Vivimos en el mundo real. Y estas cuerdas no son reales.

Pero nada de lo que Nina dijo pudo disipar la tensión invisible que se interpuso entre ellas desde ese momento, ejerciendo presión sobre ellas cada noche al acostarse y cada mañana al despertarse. No habían tenido sexo desde mediados de marzo, y casi todas sus interacciones diarias estaban teñidas de una silenciosa ansiedad.

Como si ambas hubieran sabido, todo el tiempo, que se avecinaba algo terrible.

Una vez que la otra mujer salió del baño, Nina salió del cubículo y pasó por debajo del grifo una toallita de papel. Se limpió la cara y la nuca con la compresa húmeda, tratando de recuperar las fuerzas de sus extremidades y, con suerte, de dejar de respirar con tanta dificultad, pues de lo contrario podría desmayarse.

Después de contarle la verdad a Maura, Nina también tendría que decírselo a su familia.

Tendría que llamar a sus padres, que aún vivían en los suburbios de Boston donde habían nacido Nina y su hermana, lo bastante cerca como para pasar las vacaciones juntos, lo bastante lejos como para complacer la preferencia de sus hijas por la independencia. Y seguramente tendría que decírselo a Amie.

La hermana pequeña de Nina había decidido no abrir su caja, y cada vez que hablaban de ella, se mantenía firme en su decisión. Pero ahora que las cuerdas eran reales, ¿Amie cambiaría de opinión?

Nina tiró la toallita de papel y se miró en el espejo, el cristal estaba salpicado de manchas de agua. Rara vez se maquillaba, pero su rostro parecía aún más desnudo que de costumbre. Se veía rosada y cruda y vulnerable, desnuda hasta la médula.

Cada vez que se miraba en un espejo, Nina no podía evitar notar el ligero pliegue en la piel cerca de sus ojos y las dos sutiles arrugas de la frente. («Si a lo mejor no estuvieras tan seria todo el tiempo, no tendrías arrugas como yo», había bromeado Maura, mientras le acariciaba la mano de forma juguetona contra la piel lisa y oscura de sus pómulos). Nina solo tenía treinta años, apenas un año más que Maura, pero era evidente que empezaba a envejecer. Y ahora sabía que su cuerda larga significaba que un día se miraría en el espejo y vería a una mujer muy mayor mirándola. Hasta hoy, Nina había asumido sin más que Maura seguiría a su lado.

Pero las cuerdas habían destruido esa ilusión en un instante aterrador, y ahora el futuro de Nina parecía igual que su reflejo en el espejo. Triste, indefenso y solitario.