Ben estaba sentado en la esquina de una cafetería, estudiando los planos de la última apuesta de su empresa, un nuevo y llamativo centro científico en una universidad al norte del estado. En febrero, Ben no podía dejar de pensar en este proyecto, imaginando a todos los futuros estudiantes que algún día estudiarían y trabajarían en las aulas y laboratorios que él ayudó a diseñar. Tal vez incluso algún descubrimiento que cambiara el mundo en el mismo edificio que él había esbozado por primera vez en una página al final de su Moleskine.
Pero en marzo, el mundo cambió. Y ahora, incluso para Ben, era difícil mantener el foco en los planos que tenía delante. Cuando escuchó las preguntas de la mujer en la mesa de al lado, no pudo evitar escuchar.
Estaba claro que la mujer era una negacionista inflexible, como lo fueron muchos al principio.
Pero sus filas disminuían semana tras semana.
—No lo sé —dijo su compañero, menos seguro de sí mismo—. Quiero decir, el hecho de que puedan aparecer, de la nada, en todo el mundo, tiene que ser algún tipo de… magia. —Sacudió la cabeza, tal vez sin creerse que esa conversación estuviera teniendo lugar.
—Tiene que haber otra explicación. Algo realista —dijo la mujer.
—Bueno, supongo que algunos siguen hablando de grupos de hackers activistas que ya han hecho algunas hazañas —dijo el hombre, en voz baja—. Pero no veo cómo un grupo de empollones podría ser lo suficiente grande como para llevar esto a cabo.
De hecho, uno de los primeros rumores más populares planteaba que una red internacional de genios de la creación del infierno se había unido para hacer una broma de proporciones alucinantes. Por supuesto, Ben vio el atractivo: si todo fuese un engaño, nadie se vería obligado a aceptar la existencia de Dios, o de los fantasmas, o de la hechicería, o de cualquiera de las otras teorías más cuestionables que pululaban por ahí. Y, sobre todo, nadie tendría que enfrentarse al destino supuestamente dictado por un trozo de cuerda en una caja peculiar.
Pero Ben pensó que esto era demasiado trascendental para una broma hecha por el hombre. Y no había nadie que pareciera beneficiarse de la llegada de las cajas, ninguna intención clara más que la de catapultar a los habitantes del mundo a un estado de miedo y confusión.
—¿Así que te sientes cómodo llegando a la conclusión de que es magia? —preguntó la mujer.
A Ben le resultaba extraño oír hablar de las cuerdas como «magia». Para él, la magia era el puñado de trucos de cartas y monedas que su abuelo le había enseñado durante las vacaciones familiares en la playa de Cape May. La magia era un juego de manos, era: «Elige una carta, la que quieras». Podía parecer increíble, pero siempre había una explicación detrás.
Estas cuerdas no eran magia.
—Entonces tal vez sea Dios. —El hombre se encogió de hombros—. O varios dioses. Los antiguos griegos creían en las Parcas, ¿verdad?
—También ejecutaban a los no creyentes —dijo la mujer.
—¡Eso no significa que estuvieran equivocados! ¿No fueron ellos los que descubrieron el álgebra? ¿Y la democracia?
La mujer rodó los ojos.
—Vale, bien, entonces, ¿cómo explicas todas esas historias sobre los cuerdas cortas que han muerto? —preguntó el hombre—. ¿Ese incendio en Brooklyn? Los tres tenían cuerdas cortas.
—Cuando el tamaño de tu muestra es el mundo entero, seguro que encuentras anécdotas que apoyen cualquier teoría —dijo la mujer.
Ben se preguntó si se trataba de una primera cita. Si lo era, no parecía ir muy bien.
Como un reflejo, Ben recordó la última primera cita a la que había ido, con Claire, hacía casi dos años, en un café no muy diferente a este. Qué nervioso había estado. Pero esos nervios de la primera cita, en los tiempos de antes, de repente parecían tan triviales: preocuparse por que pudieses volcar una taza de café, o que se te quedasen espinacas entre los dientes. Ahora te preguntabas cómo de rápido saldría el tema de las cuerdas, si vuestras teorías coincidirían, cuándo podrías abordar la delicada cuestión que tenías demasiada curiosidad como para no plantearla.
—¿Has visto la tuya?
El hombre bajó la voz al preguntarlo.
—Bueno, sí, pero eso no significa que me lo crea. —La mujer se inclinó hacia atrás en su silla y cruzó los brazos a la defensiva.
El hombre dudó.
—¿Puedo preguntar cómo era?
Ben pensó que era demasiado atrevido para una primera cita. Tal vez una cuarta o quinta, entonces.
—Era bastante larga, creo. Pero repito, no significa nada.
—Todavía no he visto la mía. Mi hermano todavía está decidiendo si quiere hacerlo, y prefiero que la veamos juntos —dijo el hombre—. Es la única familia que tengo, así que no sé qué haría si nuestras cuerdas tuviesen una longitud diferente.
Su vulnerabilidad pareció cambiar algo en la mujer, y su expresión se suavizó. Extendió la mano y le tocó el brazo con ternura.
—No son reales —dijo—. Dale un poco más de tiempo y lo verás.
Ben intentó concentrarse en los planos que tenía delante, pero en cambio solo pensó en su propia caja abierta, y en la cuerda corta que descansaba en su interior.
Pensó que tal vez esa mujer tenía razón y que su cuerda corta no significaba una vida corta. Rezó para que ella tuviera razón.
Pero su instinto le decía que estaba equivocada.