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La madre de Evangeline, Liana, solía despertarse antes del amanecer cada mañana. Se ponía una bonita bata de flores que a Evangeline siempre le había parecido muy romántica. Después, bajaba delicadamente las escaleras, de puntillas, y entraba sin hacer ruido en el despacho, donde se sentaba a leer delante de la crepitante chimenea.

Liana Fox creía en empezar el día con una historia.

Cuando era pequeña, Evangeline también se levantaba temprano a menudo. Como no quería perderse nada de la magia que siempre parecía rodear a su madre, la seguía al despacho para acurrucarse en su regazo y quedarse de nuevo dormida.

Al final, Evangeline se hizo demasiado mayor para regazos, pero mejoró en lo de mantenerse despierta. Y por eso su madre comenzó a leer sus novelas en voz alta. Algunos cuentos eran breves, otros tardaban días o semanas en terminarlos. Demoraron seis meses enteros en leer un libro, un grueso tomo con grabados dorados que había venido de las Islas del Sur. Y cuando Liana llegaba a la última página de cada historia, nunca decía: Fin. En lugar de eso, siempre miraba a Evangeline y le preguntaba: ¿Qué crees que ocurre a continuación?

Viven felices para siempre, solía afirmar Evangeline. Creía que la mayoría de los personajes se lo merecía, después de por todo lo que había pasado.

Su madre, no obstante, pensaba otra cosa. Creía que los personajes serían felices por el momento, pero no para siempre. Después, le señalaba algunas cosas que sin duda les crearían problemas en el futuro: el aprendiz del villano que seguía vivo; la hermanastra malvada de la que todos se habían olvidado pero que seguía allí, esperando para atacar otra vez; el deseo que se había hecho realidad pero por el que no se había pagado un precio; la semilla que se había plantado pero que aún tenía que crecer.

Entonces, ¿tú crees que todos están condenados?, le preguntaba Evangeline.

Su madre sonreía, dulce y tan cálida como un pastelillo de azúcar recién hecho. Para nada, mi querida niña. Creo que hay un final feliz para todo el mundo, pero no creo que este final ocupe siempre la última página de un libro, o que todos vayan a encontrar su «felices para siempre». Los finales felices pueden ser apresados, pero es difícil retenerlos. Son tesoros con alas. Son criaturas salvajes, feroces y temerarias que deben ser perseguidas constantemente, o de lo contrario huirán.

Evangeline no quiso creer a su madre entonces, pero ahora lo hacía.

Y habría jurado que podía oír su final feliz, corriendo para alejarse de ella mientras salía del apartamento de LaLa.

Deseaba perseguirlo, pero por un momento se quedó allí, respirando el frío aire del Norte y deseando acurrucarse en el regazo de su madre una vez más. Todavía la echaba ferozmente de menos. Se preguntaba qué le habría aconsejado ella.

Se había prometido que jamás le abriría a Jacks el Arco Valory, pero las palabras de LaLa la hacían cuestionar su decisión. El Valory no contiene lo que tú crees. Si yo estuviera en tu lugar, abriría el arco.

Estaba claro que su amiga creía la versión de la historia que decía que el Valory era un mágico cofre del tesoro. Pero incluso los tesoros podían ser peligrosos.

¿Y si LaLa se equivocaba? Había otros, como Tiberius, el hermano de Apollo, tan determinados a mantener cerrado el Arco Valory que habían intentado asesinarla. ¡Tiberius lo había intentado dos veces! Pero ¿sabía Tiberius lo que se escondía al otro lado del arco, o solo lo temía porque había decidido creer la versión de la historia que decía que contenía una abominación?

Aunque lo cierto era que ella también debería estar asustada, y si era sincera consigo misma, lo que más la asustaba ya no eran los contenidos desconocidos del Valory: era la idea de asociarse con Jacks para salvar a Apollo.

No podía y no lo haría de nuevo.

Nunca había besado al Príncipe de Corazones, pero había descubierto que sus tratos eran muy parecidos a sus letales besos: mágicos y totalmente destructivos. Haría un trato con casi cualquier otro antes de asociarse de nuevo con él.

—¿Hubo suerte? —le preguntó Havelock cuando estuvieron a resguardo en el carruaje.

Evangeline negó con la cabeza.

—Quizá deberíamos pensar en informar al nuevo heredero de la condición de Apollo, para ganar un poco de tiempo mientras buscamos una cura. Si la mitad de las historias sobre Lucien son ciertas, tal vez espere antes de ocupar el lugar de Apollo como príncipe.

Havelock resopló.

—Nadie es tan bueno como quieren que el tal Lucien parezca. Si le contamos la verdad, en el mejor de los casos encerrará a Apollo por su seguridad y no volverás a verlo. En el peor, y mucho más probable, el nuevo heredero hará que maten a Apollo con discreción, y después hará lo mismo contigo.

Evangeline quería discutir, pero temía que Havelock tuviera razón. El único modo seguro de salvar a Apollo sería descubrir cómo despertarlo antes del día siguiente.

Tic. Tac. Tic. Tac. No había reloj en el carruaje, pero Evangeline podía oír el tiempo escabulléndose. O quizá Tiempo fuera amigo de Jacks y él también estuviera burlándose de ella.

Wolf Hall, el célebre castillo real del Glorioso Norte, parecía en parte un castillo de cuento de hadas y en parte una fortaleza, como si los primeros rey y reina del norte no se hubieran puesto de acuerdo en lo que debía ser.

Había un montón de piedra pesada y protectora, pero también pinturas decorativas animando las puertas y complicados grabados de plantas y flores en algunas de las losas del suelo, junto a recordatorios de su utilidad:

Trébol pegaso: para olvidar.

Hierba del ángel: para una buena noche de sueño.

Algodoncillo gris: para la tristeza.

Hibisco espiritual: para el duelo.

Acebo unicornio: para la celebración.

Bayas de invierno: para dar la bienvenida.

Cuando Evangeline salió del castillo aquella mañana, había ramas de algodoncillo gris y ramos de hibisco espiritual por todas partes, pero luego todo había sido reemplazado por coronas de acebo unicornio de un rojo brillante.

Se le revolvió el estómago al verlo. En el Glorioso Norte, el luto terminaba tan pronto como se nombraba a un nuevo heredero, algo que se suponía que ocurriría al día siguiente. Aunque, a juzgar por los cambios en Wolf Hall, casi parecía que el nuevo heredero ya había ocupado el lugar de Apollo.

Evangeline oyó a trovadores cantando Lucien el Grande; los criados se habían despojado de sus uniformes negros de luto para reemplazarlos por impolutos delantales blancos. Un par de doncellas de la edad de Evangeline llevaban festivas ramitas de bayas de invierno en sus trenzas, y color en las mejillas y los labios. Y todos ellos susurraban:

He oído que es joven…

He oído que es alto…

¡He oído que es más guapo que el príncipe Apollo!

Cada palabra ponía un nudo en el estómago de Evangeline. Sabía que no podía culpar a aquellos hombres y mujeres; la gente necesitaba razones para celebrar. El luto era importante, pero no podía perpetuarse para siempre.

Solo habría deseado contar con más tiempo. Al menos, todavía le quedaba un día antes de que Lucien llegara, aunque no pareciera suficiente.

Tomó aire temblorosamente mientras el pasillo por el que Havelock y ella avanzaban se volvía más oscuro y frío. Momentos después, llegaron a la trampilla astillada que los conduciría hasta Apollo.

A Evangeline siempre la ponía nerviosa que no hubiera un guardia apostado en la puerta, pero dejar a un solo soldado en mitad de un pasillo vacío habría resultado demasiado sospechoso. En lugar de eso, un miembro de fiar de la guardia real esperaba en el interior, a los pies de la escalera.

La pequeña cámara secreta estaba más bonita que la primera vez que la había visitado. Evangeline no sabía si Apollo era consciente de lo que lo rodeaba. Pero, por si lo era, había pedido a sus guardias que pusieran algo de vida en la pequeña estancia. Los suelos fríos se habían cubierto de gruesas alfombras burdeos, pinturas de vibrantes escenas forestales colgaban de las paredes de piedra, y habían bajado una cama con dosel de terciopelo.

Habría preferido que Apollo estuviera en su dormitorio, donde el fuego ahuyentaría el frío y las ventanas podrían abrirse cuando el aire se arranciara. Pero, como Havelock le había recordado, era demasiado arriesgado.

A los pies de la escalera, el guardia saludó a Evangeline con una reverencia y después habló en voz baja con Havelock, dándole privacidad mientras se acercaba a su príncipe.

Mariposas se movieron en su pecho. Esperaba que las cosas fueran distintas aquel día, pero su príncipe parecía exactamente el mismo.

Apollo estaba inmóvil, como el final de una trágica balada norteña. Su corazón latía muy lento, y su piel oliva estaba fría al tacto. Tenía los ojos marrones abiertos, pero su abrasadora mirada no contenía vida y estaba tan mate y vacía como fragmentos de cristal marino.

Se acercó y le quitó las ondas de cabello oscuro de la frente, deseando con todo su corazón que se moviera o pestañeara o respirara. Solo quería una pequeña señal de que regresaría a la vida.

—En tu carta, me prometiste que siempre intentarías que funcionara. Por favor, trata de regresar conmigo —susurró, acercando la cara a la del príncipe.

No disfrutaba tocándolo, tan inerte. Pero recordaba que, cuando ella estuvo convertida en piedra, ansiaba desesperadamente el contacto con otras personas. Eso era algo que podía darle a Apollo.

Acarició su mejilla cerosa y posó un beso en sus labios inmóviles. Su boca estaba suave, pero sabía mal, como a finales infelices y a maleficios, y como siempre, él no se movió.

—No comprendo por qué haces esto cada día. —La voz indolente de Jacks atravesó la cámara.

Evangeline la sintió precipitándose sobre su piel, un fuego lento que hacía que la cicatriz del corazón roto de su muñeca ardiera como si acabaran de marcarla. Intentó ignorar tanto la cicatriz como a Jacks. Intentó no girarse, no mirarlo ni reconocer su presencia, pero seguramente resultaría más sospechoso que continuara besando los labios inmóviles de Apollo.

Despacio, se irguió, fingiendo que no sentía el hormigueo de la cicatriz en cada centímetro de su piel mientras Jacks se acercaba.

Iba vestido con mayor cuidado de lo habitual. Una serie de cadenas de plata aseguraban la capa azul medianoche a sus hombros. Su jubón de terciopelo era del mismo azul profundo, excepto por el bordado gris humo a juego con sus pantalones ceñidos, pulcramente metidos en unas pulidas botas de cuero.

Evangeline echó un vistazo sobre el hombro de Jacks, a Havelock y al otro guardia a los pies de la escalera, pero no estaban haciendo nada. Jacks debía haberlos hechizado. La mayoría de la gente creía que el único poder del Príncipe de Corazones era su beso letal, pero Jacks también poseía la habilidad de convertir a humanos en marionetas a su voluntad. Su poder como Destino estaba más limitado en el norte, pero aun así podía controlar las emociones y los corazones de varios humanos a la vez.

Afortunadamente, estos poderes no le permitían controlar a Evangeline. Lo había intentado, pero ella oía sus pensamientos y nada más. Él también podía oír sus pensamientos, si ella se los enviaba. Pero compartir su mente con Jacks no era algo que deseara hacer en aquel momento.

—¿Besas al príncipe porque te gusta hacerlo? —le preguntó Jacks—. ¿O de verdad crees que eso lo revivirá mágicamente?

—Puede que lo haga porque sé que eso te molesta —le respondió Evangeline con malicia.

Jacks le dedicó una sonrisa que era mucho más malvada que aprobadora.

—Me alegra saber que piensas en mí cuando besas a tu marido.

El calor sonrojó las mejillas de Evangeline.

—No pienso cosas buenas.

—Todavía mejor. —Le brillaron los ojos, de un azul enjoyado con hilos plateados y demasiado bonitos para pertenecer a un monstruo como él. Los monstruos deberían tener aspecto de… monstruos, no ser como Jacks.

—¿Has venido solo para sacarme de quicio?

Jacks suspiró, lenta y dramáticamente.

—No soy tu enemigo, Pequeño Zorrillo. Sé que sigues enfadada conmigo, pero siempre has sabido lo que soy. Nunca he intentado fingir lo contrario, pero tú te permitiste creer que soy algo que no soy. —Sus ojos se volvieron metálicos y totalmente insensibles—. No soy tu amigo. No soy un muchacho humano que te contará bonitas mentiras o te traerá flores o te regalará joyas.

—Nunca creí que lo fueras —replicó, pero quizás una pequeña parte de ella lo había creído. No había esperado que le llevara flores o regalos, pero había comenzado a pensar en él como en un amigo. Un error que jamás volvería a cometer.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Evangeline.

—He venido a recordarte con qué facilidad podrías salvarlo.

Jacks se metió las manos en los bolsillos despreocupadamente, como si hacer otro trato con él fuera tan sencillo como darle a un panadero algunas monedas a cambio de un trozo de pan.

Puede que al principio lo pareciera. Si le dijera a Jacks que abriría el Arco Valory, Apollo despertaría aquella misma noche. No tendrían que preocuparse por el nuevo heredero. Pero Jacks seguiría allí; estaría allí hasta que encontrara las piedras que le faltaban al arco. Y Evangeline necesitaba que Jacks se fuera, quizá tanto como necesitaba despertar a su príncipe. Mientras Jacks siguiera en su vida, continuaría arruinándola.

Había intentado hallar una cura para Apollo, pero puede que lo que realmente necesitara encontrar fuera un modo de librarse de Jacks.

—La respuesta es «no», y siempre será «no».

Jacks se cruzó de brazos y se apoyó en el poste de la cama.

—Si de verdad lo crees, te falta imaginación.

Evangeline enfureció.

—No me falta imaginación. Es solo que tengo determinación.

—Como yo. —En los ojos de Jacks destelló algo maléfico—. Esta es tu última oportunidad para cambiar de idea.

—¿O qué? —le preguntó Evangeline.

—Empezarás a odiarme de verdad.

—Quizá sea lo que deseo.

La comisura de la venenosa boca de Jacks se curvó como si la idea lo divirtiera un poco. Después, un reloj sonó arriba, en alguna parte. Siete sonoros repiques.

Tic, tac, Pequeño Zorrillo. He intentado ser amable dándote tiempo para que reconsideraras la oferta que te hice en la biblioteca, pero estoy cansado de esperar. Tienes hasta esta noche para cambiar de idea.

Evangeline intentó ignorar cómo se retorcieron sus entrañas. Si poner a Apollo en un estado de sueño suspendido era lo que Jacks consideraba un modo amable de persuadirla, temía qué podría hacer después de aquella noche. Y, aun así, no creía que asociarse de nuevo con él fuera mejor.

La joven se giró para marcharse.

Una mano le agarró la muñeca.

—Jacks…

Pero la mano que la detenía no pertenecía a Jacks.

La piel de Jacks estaba fría y suave como el mármol. La mano que la había agarrado ardía.

¿Apollo?

Evangeline se giró de nuevo hacia su príncipe, atravesada por una oleada de entusiasmo. Apollo estaba…

Mal.

Unos momentos antes, sus ojos habían estado tan opacos como el cristal marino, pero ahora resplandecían en rojo, como rubíes de fuego y maldiciones.

Evangeline se giró hacia Jacks… O lo intentó. Era difícil moverse con la mano de hierro de Apollo rodeando con fuerza su muñeca.

Fulminó a Jacks con la mirada.

—Creí que ibas a darme el resto de la noche.

—Yo no he hecho esto. —Su mirada pasó de los brillantes ojos rojos del príncipe a la muñeca atrapada de Evangeline.

La muchacha intentó liberarse, pero los dedos de Apollo se clavaron en su piel con mayor fuerza.

Tiró con ganas.

Él apretó más, dolorosamente fuerte, haciéndola chillar mientras intentaba zafarse.

Sus ojos todavía tenían ese horrible brillo rojo, pero no parecía despierto: parecía poseído, o quizá luchando desesperadamente por despertar.

Evangeline sintió que el pánico le aplastaba el pecho.

—Apollo…

—No puede oírte. —Jacks sacó una daga con una brillante hoja negra.

—¿Qué…?

—¡Va a romperte los huesos! —gritó, y le cortó la mano a Apollo con su cuchillo.

La sangre salpicó la falda de Evangeline cuando el príncipe le soltó la muñeca. El rojo había desaparecido de sus ojos.

La joven se sujetó la mano dolorida; Apollo le había dejado un brazalete de moretones azules y púrpuras.

Plic.

Plic.

Plic.

Ella también estaba sangrando, pero la sangre no caía de la mano que el príncipe le había agarrado. Era la otra mano. La sangre roja manaba de un corte diagonal en su dorso, igual que la herida que Jacks acababa de hacerle a Apollo, como si ella también se hubiera cortado. Intentó limpiárselo, esperando que fuera solo una salpicadura de la sangre de Apollo, pero su mano siguió sangrando.

Jacks le miró la herida con unos ojos tan oscuros como una tormenta. Soltó una maldición, se sacó un pañuelo del bolsillo y le rodeó el corte apresuradamente.

—Mantente alejada de aquí, y no vuelvas a besarlo.

—¿Por qué…? ¿Qué está pasando? —le preguntó.

Jacks habló con los dientes apretados.

—Alguien acaba de envenenaros de nuevo, a ti y a tu príncipe.