TRES

Quan

Puede que sea adicto.

Adicto a correr. Si mi madre me pillara metiéndome droga, me perseguiría con una percha para la ropa, pero no me atraparía. Ayer corrí durante tres horas y hoy he vuelto a hacerlo, aunque se me ha resentido la rodilla izquierda. Pero es que parece que soy incapaz de parar. Últimamente es lo único que hace que mi mente desconecte de todo.

Cuando doblo en mi calle, tengo la cabeza tranquila y lo único que quiero es beberme un trago de agua fría y ponerme hielo en la rodilla, pero Michael está esperando fuera de mi edificio. Lleva gafas de sol, tiene el pelo perfecto y parece que está listo para una sesión de fotos de moda. Da un poco de asco.

—Hola —digo, y uso la parte delantera de la camiseta para limpiarme el sudor de la cara—. ¿Qué pasa? —Es sábado, y siempre tiene cosas que hacer con su mujer, Stella. Es raro que esté aquí.

Michael se coloca las gafas de sol sobre la cabeza y me lanza una mirada franca.

—No cogías el móvil, así que empecé a preocuparme.

—Lo habré vuelto a dejar en modo no molestar. —Me saco el móvil de la cinta que llevo alrededor del brazo y, como era de esperar, hay un montón de llamadas perdidas—. Lo siento.

—No es propio de ti —dice Michael.

—Se me ha olvidado —contesto mientras me encojo de hombros, pero estoy evitando el tema a propósito. Sé cuáles son sus intenciones. No quiero hablar de ello.

No obstante, no deja que evite el tema.

—Bueno, ¿sabes algo del médico? ¿Te han dicho algo? —Tiene la cara fruncida, y me doy cuenta de que tiene ojeras bajo los ojos.

Supongo que es por mí, y lo siento. Ha intentado estar ahí durante los últimos dos años. Pero hay cosas que tengo que hacer solo. Le doy un apretón en el brazo y esbozo una sonrisa tranquilizadora.

—Es oficial, estoy bien. Totalmente recuperado.

Entrecierra los ojos.

—¿Estás mintiendo porque piensas que no puedo soportar la verdad?

—No, de verdad que estoy bien —respondo con una risa—. Si no lo estuviera, te lo diría. —Aparte de mi rodilla raquítica, nunca he estado más sano. Podría estar mucho peor, y sé la suerte que tengo. Me faltan palabras para describir lo agradecido que estoy.

Pero los sucesos vitales importantes cambian a la gente, y la verdad es que ahora soy diferente. Todavía sigo haciéndome a la idea.

Michael me pilla por sorpresa al aplastarme con un abrazo.

—Cabronazo. Me tenías acojonado. —Se aparta, se ríe entre bocanadas de aire profundas y se frota los ojos, los cuales están sospechosamente rojos. La imagen hace que me piquen los ojos, y estamos a punto de tener un momento emotivo entre hombres cuando hace una mueca y se frota la palma en los pantalones—. Estás empapado y asqueroso.

Sonrío, aliviado de que haya pasado ese momento intenso, y apenas resisto el impulso de asfixiarlo con mi axila sudada. Hace dos años lo habría hecho sin dudarlo. ¿Ves? He cambiado.

Lo más seguro es que quiera hablar, así que me siento en las escaleras de mi edificio y le hago un gesto para que se una a mí, y lo hace. Durante un rato, nos quedamos sentados el uno al lado del otro y disfrutamos de la tarde, del aire fresco, del susurro de las hojas de los árboles que bordean la calle, del paso ocasional de los coches. Es un poco como cuando éramos niños y nos sentábamos en el porche de mi casa y veíamos pasar al vagabundo que no llevaba nada más que una camiseta. En serio, ¿para qué llevar una camiseta si vas a ir con todo al aire?

—Te invitaría a pasar, pero la casa está que apesta. Creo que son los platos. —Llevo sin lavar los platos… no sé cuánto tiempo. Estoy seguro de que les está saliendo moho. Últimamente he comido mucho fuera por pura pereza y por evitar fregar los platos.

Michael se ríe y niega con la cabeza.

—Tal vez deberías contratar a una persona que te limpie.

—Mmm. —No sé cómo explicarle que no me apetece tener que lidiar con un extraño en mi apartamento. Soy una persona sociable. Los extraños no suelen molestarme.

—¿Qué ha dicho el médico sobre lo de tener citas… y otras cosas? ¿Estás autorizado para ello? —pregunta Michael, que me lanza una mirada cuidadosamente neutral.

Me froto la nuca y respondo:

—Hace mucho tiempo que estoy listo. Algunos chicos vuelven a hacerlo un par de semanas después de la operación, pero eso es un poco extremo. Dolería, ¿sabes?

—Pero ya estás bien, ¿verdad?

—Sí. —Más o menos.

—Entonces, ¿estás volviendo a quedar con gente? —insiste Michael.

—No exactamente. —Por la expresión que ha puesto, sé que entiende que lo que en realidad quiero decir es «para nada». Nunca antes había sentido que mi cuerpo fuera algo personal. Desnudarse delante de alguien no había sido nunca un problema grande en el pasado. El sexo no había sido nunca un problema grande. Además, se me daba bien, y eso siempre supone un chute de confianza. Pero ahora tengo cicatrices y estoy un poco dañado. No soy lo que era.

Michael me mira durante un rato antes de darle una patada a unas piedras que hay en la acera.

—He pensado en cómo puedes estar sintiéndote. No puedo decir que lo sepa, porque no me está pasando a mí. Pero ¿has pensado en arrancar la tirita de un tirón?

—¿Te refieres a desnudarme y recorrer San Francisco desnudo en la Marcha Ciclonudista? —pregunto.

Michael hace una mueca como si le doliera algo.

—¿Puedes seguir montando en bici a pesar de todo?

Le dirijo una mirada de asco.

—Lo estás haciendo mal si montas sentándote en los huevos.

Se ríe y se restriega una mano sobre la cara con cansancio.

—Lo siento, tienes razón. Y no, no me refería a la Marcha Ciclonudista. Estaba pensando que tal vez, si te incomoda estar con alguien de nuevo, te ayudaría hacer algo muy informal que no importe. En plan rollo de una noche, ¿sabes? Solo para quitarte de encima la primera vez. Y sabes a lo que me refiero con «primera vez».

—Sí, lo sé. Yo también he pensado en hacer algo así. —Es solo que la idea de hacerlo me deja con una sensación de vacío, lo cual no es propio de mí. El sexo casual siempre ha sido lo mío. Sin ataduras. Sin expectativas. Sin promesas. Solo diversión entre adultos que han dado su consentimiento.

—Tengo una amiga que…

Todo mi cuerpo se estremece y no espero a que termine.

—Te lo agradezco, pero no, gracias. No quiero que me organicen una cita con nadie. —Y menos con las amigas de Michael. Intentan disimularlo porque está pillado, pero todas están enamoradas de él. No quiero ser una especie de premio de consolación. ¿Y qué clase de premio sería estando como estoy?—. Sé cómo conocer gente.

—¿Pero de verdad que vas a salir y hacerlo? —pregunta Michael—. Por lo que veo, lo único que haces ahora es trabajar y correr.

Me encojo de hombros.

—Volveré a instalarme las aplicaciones de citas. Es fácil. —Y un poco aburrido. Siempre es lo mismo: enviar mensajes a chicas sexis, reciclar las mismas frases ingeniosas, concertar la hora y el lugar, quedar y tontear y todo eso, el sexo y luego volver a casa solo.

Michael me mira con escepticismo, y yo hago un sonido de exasperación y desbloqueo el móvil.

—Mira, lo voy a hacer ahora mismo. Puedes mirar. —Descargo un montón de aplicaciones, algunas que he usado antes, otras que no.

Michael señala una de las aplicaciones y arquea las cejas.

—Estoy seguro de que esa solo la usan las prostitutas y los traficantes de drogas.

—Estás de coña. —Es una aplicación famosa que todo el mundo usaba hace dos años.

Niega con la cabeza con firmeza.

—Hay todo un código que usan para hablar y para evitar a los policías y detectives y todo eso. Yo no te recomendaría esa aplicación. Será incómodo. ¿Necesitas consejos sobre frases para ligar o algo así? Me estás asustando.

Borro la aplicación y le lanzo una mirada ofendida.

—He tenido cáncer, no amnesia. Recuerdo cómo se echa un polvo. ¿Y cómo sabes lo de esa aplicación? Dejaste de tener citas antes que yo.

Michael se encoge de hombros como si nada.

—La gente me cuenta cosas. puedes contarme cosas. Cuando quieras. Sobre cualquier cosa. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé. —Suelto un suspiro tenso—. Y me alegro de que hayas venido. Necesito pasar página. Esto me va a venir bien. Así que… gracias.

Sonríe un poco.

—Entonces me voy. Los padres de Stella van a venir a cenar y todavía no he ido a hacer la compra. A menos que quieras venir.

—No, gracias —me apresuro a responder. Los padres de Stella son simpáticos y todo eso, pero son tan correctos y saludables que estar cerca de ellos siempre me parece una visita al despacho del director. Ya me he pasado demasiado tiempo en los despachos de los directores.

—Cuéntame qué tal te va, ¿vale? —me pide Michael.

Me siento estúpido por ello, pero le hago un gesto con el pulgar hacia arriba.

Con un gesto de despedida, se marcha. Solo cuando ha desaparecido al doblar la esquina reconozco la punzada hueca en mi pecho. Le echo de menos. Es fin de semana, se hace de noche y soy muy consciente de que estoy solo.

Abro una de mis antiguas aplicaciones y empiezo a editar mi perfil.