Capítulo dos

Los domingos por la noche, el colegio privado de educación secundaria Wallingford está repleto de alumnos agotados que intentan terminar esos deberes que tan fáciles nos parecían el viernes, cuando teníamos por delante todo el fin de semana, lleno de horas muertas. Entro bostezando, tan culpable como el que más. Todavía me falta hacer una redacción y traducir un pasaje bastante largo de Les Misérables.

Sam Yu, mi compañero de habitación, está tumbado bocabajo en su cama, con los auriculares puestos y meneando la cabeza al ritmo de una música que no oigo. Es grandón, alto y pesado, así que los muelles de la cama chirrían cuando gira la cabeza al verme entrar. Las residencias de Wallingford están llenas de camas baratas que amenazan con romperse cada vez que nos sentamos, armarios de conglomerado y paredes agrietadas. No es que el campus de Wallingford no cuente con preciosas habitaciones con paneles de madera, techo alto y ventanas de vidrio plomado. Es que esas zonas son para profesores y exalumnos. Aunque nos dejan entrar en ellas, no son para nosotros.

Me meto en el armario compartido y me subo a una caja abombada. Después saco la pistola que ocultaba bajo la cazadora y la pego con cinta adhesiva en la pared del fondo, arriba del todo, por encima de la ropa. Coloco varios libros viejos en el estante de abajo, para evitar que se vea.

—Estarás de coña —dice Sam.

Es evidente que lo ha visto todo. Ni siquiera le he oído levantarse. Creo que estoy perdiendo facultades.

—No es mía —le aseguro—. Es que no sabía qué hacer con ella.

—¿Qué tal si la tiras? —dice, bajando la voz y susurrando con irritación—. Es una pistola. Una pistola, Cassel. Una pistooooooola.

—Sí. —Me bajo de un salto de la caja y aterrizo con un ruido sordo—. Ya lo sé. Me desharé de ella. Es que antes no he tenido tiempo. Mañana, te lo prometo.

—¿Cuánto se tarda en tirar una pistola al contenedor de la basura?

—¿Qué tal si dejas de repetir la palabra «pistola»? —digo en voz baja, tumbándome en mi cama y encendiendo el portátil—. Ahora no puedo hacer nada, a menos que quieras que la tire por la ventana. Mañana me ocuparé de ello.

Sam gruñe, regresa a su lado del cuarto y recoge los auriculares. Parece molesto, pero nada más. Supongo que se ha acostumbrado a verme hacer cosas de delincuente.

—¿De quién es? —pregunta, señalando el armario con la frente.

—De un tipo. Se le cayó.

Sam frunce el ceño.

—Sí, me lo creo. Y con eso quiero decir que no me lo creo para nada. Por cierto, ¿sabes que si alguien encuentra ese trasto aquí dentro, no solo te expulsarán del colegio? Te… te borrarán de todos los registros. Tacharán tu cara de los anuarios de Wallingford. Contratarán a un equipo de obradores de la memoria para asegurarse de que nadie recuerde que fue al colegio contigo. A los padres de los alumnos les prometen que en Wallingford no pasan este tipo de cosas, precisamente.

Un escalofrío me recorre los hombros cuando menciona a los obradores de la memoria. Barron lo es. Utilizó su poder para hacerme olvidar un montón de cosas: que soy un obrador de la transformación, que me obligó a convertirme en un asesino inquietantemente eficaz e incluso que transformé a Lila en una gata para que él pudiera enjaularla durante años. El sociópata de mi hermano mayor, que me robó trozos de mi vida. El único hermano que me queda. El que me está enseñando.

Así es la familia. No puedes vivir con ellos, pero tampoco asesinarlos. A menos que Barron se chive a Yulikova. En ese caso, a lo mejor me animo.

—Sí —digo, intentando retomar el hilo de la conversación—. Me libraré de ella, te lo prometo. No, espera, que ya te lo he prometido. ¿Qué quieres, que nos demos el meñique?

—Increíble —dice Sam, pero me doy cuenta de que no está enfadado. Mientras analizo el baile de emociones de su rostro, me doy cuenta de que tiene más de diez bolígrafos amontonados a su lado, sobre la manta azul marino, y está dibujando rayas en un bloc con todos ellos.

—¿Qué haces?

Sam sonríe.

—Los he comprado por eBay. Un estuche entero de bolígrafos de tinta que desaparece. Molan, ¿eh? Los usaba la KGB. Son herramientas de espía de verdad.

—¿Qué vas a hacer con ellos?

—Tengo dos opciones, principalmente. Podría gastar una broma épica con ellos… o quizá nos sirvan para algo en nuestro negocio de apuestas.

—Sam, ya lo hemos hablado. Si lo quieres, ahora es tuyo. Pero yo estoy fuera.

Desde que entré en Wallingford he sido el corredor de las apuestas más ridículas que hay. Si querías apostar por un partido de fútbol americano, acudías a mí. Si querías apostar a que esta semana habría tres días de filetes rusos en el menú, a que la directora Northcutt y el decano Wharton están liados o a que Harvey Silverman moriría por intoxicación etílica antes de graduarse, también acudías a mí. Yo calculaba las probabilidades, guardaba la pasta y cobraba comisión por las molestias. En un colegio lleno de niños ricos y aburridos, era una forma muy fácil de forrarme. Y también era bastante inofensiva, hasta que dejó de serlo. Hasta que los alumnos empezaron a apostar qué compañeros eran obradores de maleficios. Hasta que empezaron a acosar a dichos compañeros.

Entonces empecé a tener la sensación de que estaba cobrando dinero sucio.

Sam suspira.

—Bueno, aun así hay un montón de bromas que podríamos gastar. Imagínate que están haciendo un examen y luego, veinticuatro o cuarenta y ocho horas después, todas las respuestas se borran solas. O podríamos colarlo en el cuaderno de notas de un profesor. Menudo caos.

Sonrío. El caos, el hermoso caos.

—Bueno, ¿con cuál te quedas? Mis habilidades de carterista están a tu servicio.

Sam me lanza un bolígrafo.

—Acuérdate de no usarlo cuando hagas los deberes —me dice.

Lo atrapo en el aire justo antes de que se estrelle contra mi lámpara.

—¡Oye! —exclamo, volviéndome hacia él—. Ten cuidado. ¿A qué ha venido eso?

Me mira con una expresión extraña.

—Cassel —dice, bajando la voz y adoptando un tono franco—. ¿Tú podrías hablar con Daneca por mí?

Titubeo, contemplando el bolígrafo que tengo en las manos y haciéndolo girar con los dedos enguantados. Vuelvo a mirar a Sam.

—¿De qué?

—Ya me he disculpado —me explica—. No hago más que pedirle perdón. No sé qué quiere.

—¿Ha pasado algo?

—Quedamos para tomar un café, pero volvimos a la misma discusión de siempre. —Sacude la cabeza—. No lo entiendo. La que me mintió fue ella. No me dijo que era una obradora. Seguramente nunca me lo habría dicho si su hermano no nos lo hubiera soltado. ¿Por qué soy yo el que tiene que pedir perdón?

En toda relación existe un equilibrio de poder. Algunas relaciones son una lucha continua por llevar la voz cantante. En otras hay una persona al mando, aunque a veces la otra no lo sabe. Y luego… supongo que hay relaciones tan equitativas que nadie piensa en ello. De esas relaciones no sé nada. Lo que sí sé es que el poder puede cambiar de manos en cuestión de un momento. Al principio de su relación, Sam siempre cedía ante Daneca. Pero cuando se enfadó con ella, el enfado no se le terminaba de pasar.

Y cuando por fin estuvo dispuesto a aceptar una disculpa, ella ya no quería dársela. Así que llevan semanas dando volteretas: ninguno de los dos se arrepiente lo bastante para querer aplacar al otro, ninguno se arrepiente en el momento adecuado y los dos están seguros de que es el otro quien se equivoca.

No sé si eso significa que han roto. Sam tampoco lo sabe.

—Si no sabes por qué le estás pidiendo perdón, seguramente tu disculpa es una mierda.

Él sacude la cabeza.

—Lo sé. Pero yo solo quiero que las cosas vuelvan a ser como antes.

Conozco demasiado bien esa sensación.

—¿Qué quieres que le diga yo?

—Solo quiero que averigües qué tengo que hacer para arreglarlo.

Noto tal desesperación en su voz que acepto. Lo voy a intentar. Si Sam acude a mí para que le ayude en asuntos del corazón, es porque sabe que está bien jodido. No vale la pena restregárselo.

Por la mañana, mientras cruzo el patio, confiando en que el café que he bebido en la sala común me haga efecto pronto, me cruzo con Audrey Dolan, mi exnovia, acompañada por un grupito de amigas. Su cabello cobrizo reluce como una moneda limpia a la luz del sol. Sus ojos me siguen con reproche. Una de sus amigas comenta algo, bajando la voz para que yo no lo oiga, y las demás se ríen.

—Oye, Cassel —dice una de ellas, para obligarme a que me dé la vuelta—. ¿Sigues con lo de las apuestas?

—No —contesto.

¿Lo veis? Intento enderezar mi vida. Lo intento.

—Qué pena —exclama la chica—. Quería apostar cien pavos a que morirás solo.

A veces no sé por qué me esfuerzo tanto en quedarme aquí, en Wallingford. Mis notas, siempre decidida y contumazmente mediocres, se desplomaron el curso pasado. Está claro que no iré a la universidad. Pienso en Yulikova y en la formación que está recibiendo mi hermano. Solo tendría que abandonar el colegio. No estoy haciendo más que retrasar lo inevitable.

La chica vuelve a reírse. Audrey y las demás se ríen con ella.

Yo sigo caminando.

En Ética del Desarrollo hablamos un poco sobre los sesgos periodísticos y su influencia sobre lo que pensamos. Cuando nos piden un ejemplo, Kevin Brown saca un artículo sobre mi madre. En su opinión, demasiada gente echa la culpa a Patton por haberse dejado embaucar.

—Esa mujer es una delincuente —dice Kevin—. ¿Por qué todos dan por hecho que el gobernador Patton debería haber estado preparado por si su novia intentaba obrarlo? Es un claro ejemplo de un periodista que trata de desacreditar a una víctima. No me sorprendería que Shandra Singer también lo hubiera obrado a él.

Alguien se ríe entre dientes.

Yo sigo mirando fijamente mi pupitre, concentrado en el bolígrafo que tengo en la mano y en el chirrido de la tiza en la pizarra mientras el señor Lewis se apresura a cambiar de ejemplo y comenta una noticia reciente sobre Bosnia. Noto esa extraña hiperconcentración que se siente cuando todo se reduce al presente. El pasado y el futuro se desvanecen. Solo existe el ahora, el paso inexorable de los segundos hasta que suena el timbre y salimos del aula.

—Kevin —digo en voz baja.

Él se da la vuelta con una sonrisa chulesca. La gente pasa de largo con sus mochilas y sus libros. No son más que borrones de colores en mi visión periférica.

Le doy un puñetazo tan fuerte en la mandíbula que me vibran los huesos.

—¡Pelea! —grita un par de alumnos, pero varios profesores se acercan y me alejan de Kevin a rastras antes de que pueda levantarse.

Me dejo llevar. No siento el cuerpo; la adrenalina me recorre las venas y noto un hormigueo en los nervios: me he quedado con las ganas de hacer algo más. De hacerle algo a alguien.

Me llevan al despacho del decano y se van después de ponerme una hoja de papel en las manos. La estrujo y la lanzo contra la pared cuando me hacen pasar.

El despacho del decano Wharton está hasta arriba de papeles. Parece sorprendido de verme, porque se levanta, retira una torre de carpetas y crucigramas de una butaca y me indica que me siente en ella. Normalmente me meto en líos tan gordos que me mandan directamente al despacho de la directora.

—¿Se ha peleado? —dice, mirando la hoja—. Si ha empezado usted, son dos sanciones.

Asiento con la cabeza. Prefiero no hablar; no me fío de mí mismo.

—¿Quiere contarme lo que ha pasado?

—La verdad es que no, señor. Le he pegado. No… no estaba pensando con claridad.

El decano inclina la cabeza, como si meditara mi respuesta.

—¿Es consciente de que lo expulsaremos si recibe una sola sanción más? No podrá graduarse de secundaria, señor Sharpe.

—Sí, señor.

—El señor Brown llegará enseguida y me contará su versión de la historia. ¿Seguro que no tiene nada más que añadir?

—No, señor.

—Está bien —dice el decano Wharton, subiéndose las gafas para masajearse el puente de la nariz con los dedos enfundados en cuero marrón—. Espere fuera.

Salgo y me siento en una silla, delante de la secretaría del colegio. Al pasar frente a mí de camino al despacho de Wharton, Kevin suelta un gruñido. La piel de su mejilla se está tiñendo de un curioso color verduzco. El moratón va a ser de los buenos.

Sé lo que va a decirle a Wharton. No sé qué le ha dado a Cassel. Se le ha ido la pinza. Yo no lo he provocado.

Minutos después, Kevin vuelve a salir. Me lanza la misma sonrisa burlona mientras se dirige al pasillo. Yo le devuelvo el gesto.

—¿Puede volver a entrar un momento, señor Sharpe?

Entro, me siento de nuevo en la butaca y contemplo las montañas de papeles. Solo me haría falta tocar una de las torres para tirarlas todas.

—¿Está enfadado por algo? —me pregunta el decano Wharton, como si pudiera leerme la mente.

Abro la boca para negarlo, pero no puedo. Es como si llevara dentro algo desde hace mucho tiempo, sin saber siquiera lo que es. Y ha tenido que ser Wharton, precisamente él, quien ponga el dedo en la llaga.

Estoy furioso.

Pienso en que no sé lo que me llevó a intentar quitarle la pistola de las manos a un asesino. En lo satisfactorio que ha sido sacudirle a Kevin. En que quiero volver a hacerlo una y otra vez, hasta sentir el crujido de los huesos y el chorreo de la sangre. En la sensación de tenerlo tirado a mis pies, con la piel ardiéndome de rabia.

—No, señor —consigo contestar. Trago saliva, porque no sé en qué momento me he distanciado tanto de mí mismo. He sabido ver que Sam estaba enfadado mientras me hablaba de Daneca. ¿Cómo no me he dado cuenta de que yo también lo estoy?

Wharton carraspea.

—Sé que lo ha pasado muy mal, entre la muerte de su hermano Philip y los… contratiempos legales de su madre.

Contratiempos legales. Qué bueno. Asiento con la cabeza.

—No quiero que emprenda un camino que no tiene vuelta atrás, Cassel.

—Entendido —contesto—. ¿Puedo volver ya a clase?

—Adelante. Pero recuerde que ya tiene dos sanciones y aún no estamos ni a mitad de curso. Una más y se acabó. Puede irse.

Me levanto, me echo la mochila al hombro y regreso al centro académico justo antes de que suene el timbre. No veo a Lila por los pasillos, aunque me voy fijando en todas las rubias con las que me cruzo. No sé qué le diría si la viera. Bueno, me he enterado de que has encargado tu primer asesinato. ¿Qué tal la experiencia? Demasiado al grano.

Además, ¿quién me asegura que haya sido el primero?

Entro en los aseos, abro el grifo y me mojo la cara con agua fría.

El líquido me espabila al resbalarme por las mejillas hasta la garganta, salpicándome la camisa blanca. Se me ha olvidado quitarme los guantes y ahora están empapados. Hace falta ser idiota.

Despierta, me digo a mí mismo. Espabila de una vez.

En el reflejo del espejo, mis ojos parecen más sombríos que nunca. Mis pómulos sobresalen como si tuviera la piel demasiado tirante.

No llamas para nada la atención, me digo. Papá estaría orgulloso. Los tienes a todos comiendo de tu mano, Cassel Sharpe.

Llego al aula de Física antes que Daneca, por suerte. En teoría seguimos siendo amigos, aunque me evita desde que empezó a pelearse con Sam. Si quiero hablar con ella, tendré que acorralarla.

No tenemos asientos asignados, así que me resulta fácil encontrar un pupitre cerca de donde suele sentarse Daneca y dejar mis cosas en la silla. Luego me levanto y me pongo a charlar con alguien en la otra punta del aula. Willow Davis. Parece sospechar cuando le pregunto algo relacionado con los deberes, pero me responde sin demasiada vacilación. Me está contando que el espacio tiene diez dimensiones y el tiempo una sola, todas enredadas entre sí, cuando entra Daneca.

—¿Lo has entendido? —pregunta Willow—. Por eso podría haber otras versiones de nosotros que vivan en otros mundos. Podría haber un mundo donde existieran los fantasmas y los monstruos. O donde no hubiera nadie hiperbatigámmico. O donde todos tuviéramos cabeza de serpiente.

Sacudo la cabeza.

—No puede ser verdad. No puede ser que la ciencia diga eso. Es la hostia.

—No has leído el texto que tocaba, ¿verdad?

Decido que este es el momento ideal para retirarme a mi nuevo pupitre.

Cuando regreso, veo que mi plan ha funcionado. Daneca se ha sentado donde siempre. Quito la mochila de la silla y me siento. Ella me mira sorprendida. Es demasiado tarde para levantarse sin que resulte totalmente evidente que no quiere sentarse a mi lado. Escudriña el aula, como devanándose los sesos para buscar alguna excusa para irse, pero casi todos los asientos están ocupados.

—Hola —digo con una sonrisa forzada—. Cuánto tiempo.

Daneca suspira, como resignada.

—Me han dicho que te has peleado. —Viste la chaqueta y la falda plisada de Wallingford con unas medias de color morado neón y unos guantes morados aún más chillones. Hacen juego con las mechas moradas de su abundante mata de cabello castaño y rizado. Da golpecitos en las patas de la mesa con sus zapatos de punta redonda.

—Así que sigues enfadada con Sam, ¿eh?

Soy consciente de que probablemente Sam no querría que sacara el tema así, pero necesito información y la clase está a punto de empezar.

Ella hace una mueca.

—¿Te lo ha contado?

—Somos compañeros de cuarto. Me vale con verle la cara de bajón.

Ella suspira de nuevo.

—No quiero hacerle daño.

—Pues no se lo hagas.

Daneca se inclina hacia mí y baja la voz:

—Dime una cosa.

—Sí, lo siente muchísimo —me adelanto—. Sabe que su reacción fue exagerada. ¿Qué tal si os perdonáis y empezáis a…?

—No es sobre Sam —dice justo cuando la doctora Jonahdab entra en el aula y empieza a escribir la ley de Ohm en la pizarra. Solo lo sé porque encima ha escrito «Ley de Ohm».

Abro mi cuaderno, escribo «¿Entonces?» y lo giro para que lo vea Daneca.

Ella niega con la cabeza y no suelta una palabra más.

Al final de la clase, creo que no he mejorado mi comprensión de la relación entre corrientes, resistencias y distancias, pero resulta que Willow Davis tenía razón: puede existir una dimensión en la que todos tengamos cabeza de serpiente.

Cuando suena el timbre, Daneca me agarra del brazo y me clava los dedos enguantados justo encima del codo.

—¿Quién mató a Philip? —pregunta de repente.

—Eh…

Si le respondo, tengo que mentir. Y no quiero mentirle.

Daneca baja la voz y me habla en un susurro apremiante:

—Mi madre era tu abogada. Ella te consiguió ese acuerdo de inmunidad para quitarte de encima a los federales, ¿recuerdas? Hiciste un trato con ellos a cambio de decirles quién había matado a las personas de esos expedientes. Y a Philip. Para conseguir inmunidad. ¿Para qué necesitabas tú la inmunidad? ¿Qué hiciste?

Cuando los federales me entregaron ese montón de carpetas y me dijeron que Philip había prometido darles el nombre del asesino, no impedí que Daneca leyera los expedientes. Sabía que era un error incluso antes de darme cuenta de que se trataba de los expedientes de todas las personas que yo había transformado, una lista de cuerpos que no se han encontrado hasta ahora. Más recuerdos perdidos.

—Tenemos que irnos —le digo. El aula está vacía y empiezan a llegar algunos alumnos de la clase siguiente—. Vamos a llegar tarde.

A regañadientes, Daneca me suelta el brazo y me sigue mientras salgo del aula. Es curioso que hayamos cambiado nuestra posición: ahora es ella la que intenta acorralarme.

—Trabajamos juntos en ese caso —me recuerda Daneca. Más o menos es verdad—. ¿Qué hiciste? —susurra.

La miro con atención, intentando averiguar cuál piensa ella que es la respuesta.

—Yo no le hice daño a Philip. Nunca le hice daño.

—¿Y a Barron? ¿Qué le hiciste a él?

Frunzo el ceño. Estoy tan perplejo que no se me ocurre qué responder. ¿De dónde ha sacado eso?

—¡Nada! —contesto, levantando las manos enfáticamente—. ¿A Barron? ¿Estás loca?

Se ruboriza un poco.

—No sé… —dice—. Has tenido que hacerle algo a alguien. Necesitabas inmunidad. Una buena persona no necesita inmunidad jurídica, Cassel.

Tiene razón, claro. Yo no soy buena persona. Lo curioso de las buenas personas (como Daneca) es que son incapaces de entender la tentación del mal. Les cuesta muchísimo hacerse a la idea de que alguien capaz de hacerles sonreír también pueda ser capaz de hacer cosas terribles. Y por eso, aunque me está acusando de ser un asesino, parece sentir más fastidio que temor por la posibilidad de que la mate. Daneca insiste en pensar que, si le hago caso y consigue hacerme comprender lo malas que son mis malas decisiones, dejaré de tomarlas.

Me detengo cerca de las escaleras.

—Mira, ¿qué tal si nos vemos después de cenar y me preguntas todo lo que quieras? Y luego podemos hablar de Sam.

No puedo contárselo todo, pero Daneca es mi amiga y podría haberle contado más de lo que sabe. Se merece toda la verdad que pueda permitirme contar. ¿Y quién sabe? A lo mejor si le hago caso por una vez, pueda empezar a tomar mejores decisiones.

Porque peores ya es imposible.

Daneca se recoge un rizo castaño detrás de la oreja. Se ha manchado de tinta el guante morado.

—¿Me vas a contar lo que eres? ¿Me vas a contar eso?

Me quedo sin aliento, sinceramente sorprendido. Luego me río. No le he contado mi mayor secreto: que soy un obrador de la transformación. Supongo que ya es hora. Seguro que ya ha adivinado algo; si no, no me lo preguntaría.

—Me has atrapado. Ahí me has atrapado. Vale, te lo contaré. Te contaré todo lo que pueda.

Daneca asiente despacio.

—Bien. Después de cenar estaré en la biblioteca. Tengo que documentarme para un trabajo.

—Genial.

Bajo al trote las escaleras. Al llegar al patio, echo a correr a toda velocidad. A ver si puedo llegar a clase de alfarería antes de que suene el timbre. Ya llevo dos sanciones. Suficientes líos para un solo día.

La vasija me sale totalmente deforme. Y parece que tiene una burbuja de aire, porque estalla cuando la meto en el horno, destrozando las tazas y los jarrones de otros tres alumnos.

De camino al entrenamiento de atletismo, me suena el móvil. Lo abro y me lo llevo a la mejilla.

—Cassel —dice la agente Yulikova—. Me gustaría que te pasaras por mi despacho. Ahora. Creo que ya has terminado tus clases de hoy y he hecho unas gestiones para que te dejen salir. Creen que tienes cita con el médico.

—Voy de camino a la pista de atletismo —protesto, confiando en que note mi vacilación. La bolsa de deporte que llevo al hombro me va rebotando en la pierna. El viento agita las copas de los árboles, cubriendo el campus con un manto de hojas del color del amanecer—. Me he perdido un montón de entrenamientos.

—Entonces no les extrañará que te saltes otro. Hablo en serio, Cassel. Ayer casi haces que te maten. Me gustaría hablar contigo acerca de ese incidente.

Pienso en la pistola pegada con cinta adhesiva al armario de mi habitación.

—No fue nada del otro mundo.

—Me alegro. —Dicho esto, cuelga el teléfono.

Me dirijo al coche, levantando las hojas secas con los pies.