Capítulo uno

Mi hermano Barron, sentado a mi lado, sorbe ruidosamente los restos de su granizado de té con leche a través de la ancha pajita amarilla. Ha abatido totalmente el asiento de mi Benz y tiene los pies apoyados en el salpicadero; el tacón de sus zapatos negros y puntiagudos araña el plástico. Con el pelo engominado y peinado hacia atrás y las gafas de sol espejadas tapándole los ojos, es la viva imagen de un villano.

En realidad es un agente federal juvenil. Todavía en formación, eso sí, pero ya tiene su tarjeta de seguridad, su placa y todo lo demás.

A decir verdad, también es un villano.

Repiqueteo impacientemente con los dedos enguantados en el volante y me llevo los prismáticos a la cara por enésima vez. Lo único que veo es un edificio tapiado en el lado chungo de Queens.

—¿Qué hará ahí dentro? Ya van cuarenta minutos.

—¿Tú qué crees? —me pregunta Barron—. Cosas malas. Ahora en eso consisten sus actividades extraescolares. Se ocupa de los asuntos turbios para que Zacharov no tenga que mancharse los guantes.

—Su padre no dejaría que corriera peligro de verdad —respondo, pero mi tono de voz deja bastante claro que estoy intentando convencerme a mí mismo más que a mi hermano.

Barron resopla.

—Acaba de entrar como soldado. Tiene que demostrar lo que vale. Zacharov no podría protegerla aunque lo intentara, y no creo que lo intente con demasiado entusiasmo. Los demás mafiosos la están observando, esperando a que se muestre débil. A que la cague. Zacharov lo sabe. Y tú también deberías.

La recuerdo a los doce años: una chica flaca de ojos demasiado grandes para su cara y una maraña de pelo rubio. La recuerdo encaramada a la rama de un árbol, comiéndose un regaliz rojo que le dejaba los labios pegajosos. Llevaba unas chanclas que se balanceaban al borde de sus dedos. Estaba grabando sus iniciales en la corteza del árbol, muy alto, para que su primo no pudiera acusarla de mentirosa cuando le dijera que había trepado más alto de lo que él podría trepar jamás.

Los chicos nunca se creen que puedo ganarles, me dijo en esa ocasión. Pero al final yo siempre gano.

—A lo mejor ha visto el coche y ha salido por la puerta trasera —digo finalmente.

—Es imposible que nos haya detectado. —Barron vuelve a sorber por la pajita. El vaso vacío vibra, produciendo un ruido que reverbera por todo el coche—. Somos ninjas.

—Muy sobrado te veo.

Al fin y al cabo, no es fácil seguir a alguien sin que te vea, y a Barron y a mí todavía no se nos da muy bien, diga lo que diga él. Yulikova, la agente responsable de mí, me ha sugerido acompañar a Barron para que vaya aprendiendo indirectamente y para que no me pase nada hasta que se le ocurra cómo decirles a sus jefes que tiene entre manos a un obrador de la transformación adolescente con mal genio y antecedentes penales. Y como Yulikova es la que manda, a Barron no le queda otra que enseñarme. Supuestamente serán solo unos meses, hasta mi graduación en Wallingford. Está por verse si Barron y yo nos aguantaremos tanto tiempo.

De todas formas, me parece que esta no es la clase de lección que Yulikova tenía en mente.

Barron sonríe, mostrando sus dientes blancos como una tirada de dados.

—¿Qué crees que haría Lila Zacharov si se enterara de que la has estado siguiendo?

Le devuelvo la sonrisa.

—Matarme, probablemente.

Barron asiente.

—Probablemente. Y a mí me mataría dos veces por ayudarte, probablemente.

—Te lo mereces, probablemente.

Barron suelta un resoplido.

En estos últimos meses he conseguido todo aquello que siempre he querido… y luego lo he tirado todo a la basura. Me ofrecieron en bandeja de plata todo lo que creía que no tendría jamás: la chica, el poder y un trabajo como mano derecha de Zacharov, el hombre más formidable que conozco. Ni siquiera me habría resultado especialmente difícil trabajar para él. Seguramente hasta me lo habría pasado bien. Y si no me importara a quién hago daño, todo eso seguiría siendo mío.

Levanto los prismáticos y vuelvo a observar la puerta: la pintura gastada y desconchada como migas de pan, el borde inferior roto como si lo hubieran roído las ratas.

Lila seguiría siendo mía.

Mía. Así de posesivo es el lenguaje del amor. Eso ya debería bastar para avisarnos que no nos va a hacer mejores personas.

Barron suelta un lamento y lanza el vaso vacío al asiento trasero.

—No me puedo creer que me obligaras a meterme en la pasma con chantajes y que ahora yo tenga que currar cinco días por semana con los demás novatos mientras tú aprovechas mi experiencia para acosar a tu novia. ¿Te parece justo?

—Uno: supongo que te refieres a los beneficios extremadamente dudosos de tu experiencia. Dos: Lila no es mi novia. Tres: solo quiero asegurarme de que esté bien. —Voy contando cada argumento con los dedos enguantados—. Y cuatro: lo último que deberías pedir tú es justicia.

—Acósala en el colegio —insiste Barron, ignorando todo lo que acabo de decir—. Venga, tengo que hacer una llamada. Vamos a dar por terminada la lección y a buscarnos unos trozos de pizza. Hasta te invito y todo.

Suspiro. El ambiente del coche está cargado y huele a café rancio. Me apetece estirar las piernas. Y seguramente Barron tiene razón: deberíamos dejarlo. No por los motivos que aduce él, sino por otro motivo implícito: que no está bien merodear en la calle para espiar a la chica que te gusta.

Acerco los dedos a regañadientes a las llaves del coche cuando Lila sale por la puerta desvencijada, como si mi rendición la hubiera invocado. Lleva unas botas de caña alta negras y una gabardina gris metálico. Observo los movimientos caprichosos de sus manos enguantadas, el vaivén de sus pendientes, el taconeo de las botas en los escalones y la sacudida de su cabello. Es tan guapa que casi me deja sin respiración. Detrás de ella sale un chico de tez más oscura que la mía, con el pelo trenzado en forma de dos cuernos de antílope. Viste unos vaqueros holgados y una sudadera con capucha. Se está guardando en un bolsillo interior lo que parece ser un fajo de billetes.

Cuando no está en el colegio, Lila no se molesta en llevar bufanda. Veo el macabro collar de cicatrices de su cuello, ennegrecidas por habérselas frotado con ceniza. Es parte de la ceremonia de ingreso en la familia mafiosa de su padre: te cortas la piel y juras que tu anterior vida ha muerto y has renacido en la maldad. Ni siquiera la hija de Zacharov se ha librado de hacerlo.

Ahora Lila es una de ellos. No hay vuelta atrás.

—Vaya, vaya —comenta Barron, contento—. Apuesto a que estás pensando que acabamos de ser testigos del final de una transacción de lo más sospechosa. Pero consideremos la posibilidad de que la hayamos pescado haciendo algo totalmente inocente, aunque embarazoso.

Lo miro sin comprender.

—¿Embarazoso?

—Como una quedada para jugar a uno de esos juegos de coleccionar cartas. Pokémon. Magic the Gathering. Quizás estén entrenando para un torneo. Y con la pasta que Lila le acaba de dar, yo diría que ha ganado el chico.

—Me parto de risa.

—Quizá le esté dando clase de latín. O han estado pintando miniaturas. O le esté enseñando a hacer sombras chinescas. —Barron cierra los dedos enguantados, imitando la silueta de la cabeza de un pato.

Le doy un puñetazo en el hombro, aunque no muy fuerte. Lo suficiente para que se calle. Barron se echa a reír y se recoloca las gafas de sol, subiéndoselas por la nariz.

El chico de las trenzas cruza la calle con la cabeza gacha y la capucha bien calada para taparse la cara. Lila sigue caminando hasta la esquina y levanta la mano para llamar a un taxi. El viento le agita el pelo, convirtiéndolo en un halo de oro.

Me pregunto si habrá hecho los deberes del lunes.

Me pregunto si podría volver a quererme.

Me pregunto cuánto se enfadaría si supiera que estoy aquí, espiándola. Seguramente se cabrearía un montón.

El frío aire de octubre invade de pronto el coche, zarandeando el vaso vacío del asiento trasero.

—Venga —dice Barron, apoyado en la puerta y sonriéndome. Ni me había dado cuenta de que se había bajado—. Trae tus cosas y unas monedas para el parquímetro. —Señala con la frente la dirección por la que se ha ido el chico de las trenzas—. Vamos a seguirlo.

—¿No ibas a llamar por teléfono? —replico. Solo llevo una delgada camiseta verde y el frío me hace tiritar. La cazadora de cuero está enrollada en el asiento trasero del coche. Me inclino para recogerla y me la pongo.

—Es que me aburría —dice Barron—. Ya no me aburro.

Esta mañana, cuando me ha dicho que íbamos a practicar la técnica de vigilancia, he elegido a Lila como objetivo (en broma, pero en parte también por un deseo enfermizo). Creía que Barron se negaría. No pensaba que la veríamos salir de su bloque de apartamentos y subirse a una limusina. Y desde luego no pensaba que terminaríamos aquí, a punto de descubrir qué es lo que hace cuando no está en el colegio.

Salgo del coche y cierro de un portazo.

Es lo que tiene la tentación. Que te tienta.

—Casi parecemos agentes de verdad, ¿eh? —dice Barron mientras caminamos por la calle, agachando la cabeza en contra del viento—. ¿Sabes? Si sorprendemos a tu novia cometiendo un delito, seguro que Yulikova nos da una recompensa o algo así por ser tan buenos alumnos.

—Pero no vamos a hacer eso.

—¿No querías que fuéramos de los buenos? —Me dedica una sonrisa demasiado amplia. Se lo pasa bien provocándome. Si le respondo, solo conseguiré incitarlo, pero no puedo contenerme.

—No si eso significa hacerle daño. —Pongo la voz más amenazadora que puedo—. A ella nunca.

—Captado. Nada de hacer daño. Pero ¿cuál es tu excusa para acosarla a ella y a sus amigos, hermanito?

—No pongo excusas. Lo hago y punto.

Seguir… acosar a alguien no es fácil. Procuras no mirarle demasiado, mantener la distancia y comportarte como si fueras otro transeúnte que se está helando el culo en las calles de Queens a finales de octubre. Y por encima de todo, procuras no parecer un aspirante a agente federal mal entrenado.

—No te preocupes tanto —me dice Barron, caminando a mi lado—. Aunque nos vea, seguramente ese tipo se sentirá halagado. Pensará que su reputación está creciendo si el gobierno lo vigila.

A Barron se le da mejor aparentar indiferencia que a mí. Supongo que es normal. Él no pierde nada si nos atrapan. Es imposible que Lila lo odie más que ahora. Además, seguramente él entrena a diario. En cambio, yo estoy en Wallingford, preparándome para entrar en una universidad a la que no iré en la vida.

Eso todavía me irrita. Desde niños hemos competido por muchísimas cosas. Y yo perdía en casi todo.

Él y yo éramos los pequeños. Cuando Philip salía con sus amigos los fines de semana, a Barron y a mí nos tocaba hacer los recados que nos encargaba nuestro padre o practicar alguna habilidad que consideraba que debíamos aprender.

Insistía especialmente en que mejoráramos nuestra técnica a la hora de robar carteras y forzar cerraduras.

Dos niños son el equipo de carteristas perfecto, solía decir. Uno roba a la víctima y el otro la distrae o escamotea el botín.

Practicábamos todas las fases. Primero identificábamos dónde llevaba la cartera nuestro padre, fijándonos en si tenía algún bulto en el bolsillo trasero o en si el sobaco de la chaqueta se veía más voluminoso, por llevar algo pesado dentro. Luego el robo en sí. A mí no se me daba mal; a Barron se le daba mejor.

Después practicábamos la distracción. Llorar. Preguntar por una dirección. Devolverle a la víctima una moneda que supuestamente se le había caído.

Es como un número de magia, decía mi padre. Tenéis que conseguir que mire hacia otro lado para que no me dé cuenta de lo que está pasando delante de mis narices.

Cuando a mi padre no le apetecía frustrar nuestros torpes intentos de robarle la cartera, nos llevaba al cobertizo y nos enseñaba su colección. Tenía una vieja caja metálica con cerraduras en todos los lados, de manera que había que superar siete cerraduras diferentes para abrirla. Ni Barron ni yo lo conseguimos nunca.

Una vez que aprendimos a abrir cerraduras con ganzúa, tuvimos que aprender a abrirlas con una horquilla o una percha. Después, con un palo o cualquier otro objeto que encontráramos. Yo albergaba la esperanza de descubrir que tenía un don natural para las cerraduras, ya que por entonces estaba bastante seguro de que no era un obrador y me sentía como un intruso en mi familia. Pensaba que, si encontraba una cosa que se me diera mejor que a ellos, compensaría todo lo demás.

Ser el benjamín es una mierda.

Si abres la supercaja, nos colaremos en el cine y veremos la peli que tú quieras, decía mi padre. O: Dentro hay chucherías. O: Si tanto quieres ese videojuego, abre la caja y yo te lo consigo. Pero daba igual lo que me prometiera. La cuestión es que solo conseguí abrir tres de esas cerraduras; Barron llegó a abrir cinco.

Y aquí estamos otra vez, aprendiendo habilidades nuevas. No puedo evitar querer ganarle y me siento un poco decepcionado por llevar tanto retraso. Al fin y al cabo, Yulikova cree que Barron tiene futuro en el FBI. Me lo ha dicho ella misma. Yo le respondí que los sociópatas siempre resultan encantadores.

Creo que se pensó que estaba bromeando.

—¿Qué más cosas te enseñan en el cole para agentes federales? —le pregunto. No debería fastidiarme que Barron se esté adaptando tan bien. ¿Qué más da que esté fingiendo? Me alegro por él.

Supongo que lo que me fastidia es que él finja mejor que yo.

Barron pone los ojos en blanco.

—Poca cosa. Lo básico: conseguir que la gente confíe en ti con técnicas de comportamiento especular. Ya sabes, imitar a la otra persona. —Se ríe—. Sinceramente, ir de infiltrado es igual que ser timador. Las técnicas son las mismas. Identificar al objetivo. Confraternizar con él. Y traicionarlo.

Comportamiento especular. Cuando la víctima bebe un trago de agua, tú haces lo mismo. Cuando sonríe, tú también. Si lo haces con sutileza, sin que llegue a dar mal rollo, la técnica es eficaz.

Mi madre me la enseñó a los diez años. Cassel, ¿quieres saber cómo deslumbrar a cualquiera? Tienes que hacer que le recuerdes a su persona favorita. Y la persona favorita de cada cual siempre es uno mismo.

—La diferencia es que ahora eres de los buenos —digo con una carcajada.

Él también se ríe, como si acabara de contar el mejor chiste del mundo.

Pero ahora que pienso en mi madre, no puedo evitar angustiarme. Lleva desaparecida desde que la pescaron utilizando su talento de obradora (las emociones) para manipular al gobernador Patton, un individuo que ya odiaba a los obradores de maleficios desde antes y que ahora sale todas las noches en el telediario, con las venas de la frente hinchadas, pidiendo la cabeza de mi madre. Espero que siga escondida. Ojalá supiera dónde está.

—Barron —digo, a punto de iniciar una conversación que hemos tenido un millón de veces, en la que los dos nos decimos que mamá está bien y que nos llamará pronto—. ¿Tú crees que…?

Más adelante, el chico de las trenzas entra en un salón de billar.

—Sígueme —dice Barron, señalando con la frente. Nos metemos en una tienda de comestibles al otro lado de la calle. Al menos se está calentito. Barron nos pide dos cafés y nos quedamos esperando cerca del escaparate.

—¿Cuándo vas a superar este rollo tuyo con Lila? —me pregunta. Ojalá hubiera sido yo quien rompiera el hielo, para poder elegir otro tema. Cualquier otro tema—. Es como una enfermedad. ¿Desde cuándo te gusta? ¿Desde los once años o así? —No respondo—. Por eso querías seguirla, ¿verdad? Porque crees que no eres digno de ella, pero tienes la esperanza de que haga algo horrible para que así seáis perfectos el uno para el otro.

—No es eso —digo entre dientes—. El amor no funciona así.

Barron suelta un resoplido.

—¿Seguro?

Me muerdo la lengua, tragándome todas las respuestas mordaces que se me ocurren. Si no consigue sacarme de mis casillas, a lo mejor se cansa y podré distraerlo. Nos quedamos varios minutos en silencio hasta que Barron suspira.

—Me aburro otra vez. Voy a llamar por teléfono.

—¿Y si ese chico sale? —pregunto con irritación—. ¿Cómo voy a…?

Barron abre mucho los ojos, burlándose de mi angustia.

—Improvisa.

Cuando sale de la tienda, la campanilla tintinea y el dependiente exclama su habitual: «Muchasgraciasyhastapronto».

En la acera, delante de la tienda, Barron se pone a ligar como un loco mientras camina de un lado a otro, dejando caer nombres de restaurantes franceses, como si todas las noches comiera fuera. Sujeta el móvil contra la mejilla y sonríe como si hasta él se tragara la retahíla de chorradas románticas que está soltando. Me siento mal por la chica, sea quien fuere, pero estoy contento.

Cuando Barron termine de hablar, voy a meterme con él hasta hartarme. No podré aguantarme ni aunque me muerda la lengua. Tendría que morderme la cara y arrancármela entera.

Barron me ve sonriéndole desde el escaparate, me da la espalda y se aleja hasta la entrada de una tienda de empeños cerrada, a media manzana de distancia. Mientras me miraba, me he puesto a menear las cejas.

Como no tengo otra cosa que hacer, monto guardia. Bebo más café. Me pongo a jugar con el móvil, disparando a unos zombis pixelados.

Aunque lo estaba esperando, el chico de las trenzas me toma desprevenido al salir del salón de billar. Lo acompaña un hombre, un tipo alto, de pómulos huesudos y cabello grasiento. El chico se apoya en la pared y enciende un cigarrillo, cubriéndolo con la palma de la mano. En momentos como este estaría bien haber recibido un poco más de formación. Evidentemente, salir corriendo de la tienda y ponerme a hacer aspavientos para llamar a Barron sería un error, pero no sé cuál es el movimiento adecuado si el chico se marcha. No tengo ni idea de cómo avisar a mi hermano.

Improvisa, me ha dicho.

Salgo de la tienda con la mayor indiferencia posible. Quizás el chico solo haya salido un momento a fumar. Quizá Barron se fije en mí y vuelva sin que yo tenga que hacer nada.

Veo una parada de autobús y me acomodo en el banco, intentando ver mejor al chico.

Me digo a mí mismo que esto no es una misión oficial. No importa que se nos escape. Probablemente no haya nada que ver. No sé qué hace para Lila, pero no hay razón para pensar que ahora esté trabajando.

En ese momento me fijo en que el chico se pone a hacer gestos amplios con las manos, dejando un rastro de humo de cigarrillo. Una distracción, un clásico de los timos y los trucos de magia. Con una mano le dice: Mira aquí. Debe de estar contándole un chiste, porque el hombre se está riendo. Pero entonces veo que el chico se está quitando poco a poco el guante de la otra mano.

Doy un brinco, pero tardo demasiado. Veo un destello de piel desnuda, de la muñeca y el pulgar.

Me dirijo hacia ellos sin pensar, cruzando la calle sin reparar apenas en el frenazo de un coche hasta que lo dejo atrás. La gente se gira hacia mí, pero nadie mira al chico. Hasta el idiota del salón de billar me está mirando a mí.

¡Huye! —le grito.

El hombre de los pómulos marcados sigue mirándome cuando el chico le aprieta la garganta con la mano.

Yo agarro al chico por el hombro, pero es tarde. El hombre, sea quien fuere, se desploma como un saco de harina. El chico se gira hacia mí, buscándome la piel con los dedos desnudos. Yo le sujeto la muñeca y le retuerzo el brazo tan fuerte como puedo.

El chico suelta un gruñido y me da un puñetazo en la cara con la otra mano.

Retrocedo tambaleándome. Por un momento nos quedamos mirándonos. Veo su cara de cerca por primera vez; me sorprende descubrir que lleva las cejas cuidadosamente depiladas, formando dos curvas perfectas. Tiene unos grandes ojos castaños que entorna mientras me mira. Luego se da la vuelta y echa a correr.

Lo persigo. Es automático, instintivo. Mientras corro por la acera, me pregunto qué estoy haciendo. Me arriesgo a mirar a Barron por encima del hombro, pero mi hermano está de espaldas, hablando por el móvil.

Cómo no.

El chico es rápido, pero yo llevo tres años yendo a atletismo. Sé dosificar mis energías. Dejo que me saque ventaja al principio, cuando echa a correr a toda velocidad, y lo voy alcanzando a medida que se cansa. Recorremos una manzana tras otra. Cada vez estoy más cerca.

Esto es lo que tendré que hacer cuando sea agente federal, ¿no? Perseguir a los malos.

Pero no lo estoy persiguiendo por eso. Siento que persigo a mi propia sombra. Que no puedo parar.

Él me mira de reojo y se da cuenta de que le estoy ganando terreno, porque cambia de táctica. Gira bruscamente y se mete por un callejón.

Doblo la esquina justo a tiempo para verlo hurgar debajo de su sudadera. Busco el arma más cercana que encuentro: un tablón de madera tirado junto a un montón de basura.

Lo golpeo justo cuando él saca una pistola. Siento el hormigueo de mis músculos y oigo el crujido de la madera contra el metal. La pistola sale volando y choca contra la pared de ladrillo, como si fuera una pelota de béisbol y yo jugara en el campeonato nacional.

Creo que me he quedado tan sorprendido como él.

Avanzo despacio hacia él enarbolando el tablón, que se ha partido. El extremo superior cuelga de unas astillas y lo que queda tiene el borde dentado, puntiagudo como una lanza. El chico me observa, con todo el cuerpo en tensión. No parece mucho mayor que yo. Hasta es posible que sea más joven.

—¿Quién coño eres tú? —Cuando habla, me fijo en que tiene varios dientes de oro que centellean al sol del atardecer. Tres abajo y uno arriba. Está jadeando. Igual que yo.

Me inclino y recojo la pistola con la mano temblorosa. Le quito el seguro con el pulgar y suelto el tablón.

Ahora mismo no tengo ni idea de quién soy.

—¿Por qué? —le pregunto entre jadeos—. ¿Por qué te ha pagado para que matases a ese tipo?

—Oye —me dice levantando las dos manos, la enguantada y la desnuda, en un gesto de rendición. Aun así, parece más perplejo que asustado—. Si era colega tuyo…

—No era colega mío.

Baja las manos despacio hasta dejarlas a los costados, como si acabara de llegar a una conclusión sobre mí. Quizá que no soy poli. Quizá que no pasa nada por relajarse.

—Yo no les pregunto por qué quieren que haga nada. No lo sé, ¿vale? Solo es un trabajo.

Asiento con la cabeza.

—A ver el cuello.

—No llevo marcas. —Se tironea de la camiseta, pero no hay cicatrices—. Yo voy por libre. Soy demasiado guapo para esas mierdas. A Gage nadie le pone un collar.

—Vale.

—Esa chica… si la conoces, ya sabes con quién está. —Se mete la mano en la boca y se saca un diente (uno de verdad) con la raíz ennegrecida y podrida. Me lo muestra en la palma del guante, como una perla defectuosa, y sonríe—. Menos mal que los asesinatos se pagan bien, ¿eh? El oro no sale barato.

Procuro disimular mi sorpresa. Un obrador mortal que solamente pierde un diente cada vez que mata es alguien muy peligroso. Cada maleficio (físico, suerte, memoria, emoción, sueño, muerte y transformación) provoca una reacción negativa a quien lo administra. Como dice mi abuelo, el maleficio obra al obrador. Las reacciones pueden dejarte incapacitado o incluso llegar a matarte. Los maleficios mortales pudren una parte del cuerpo del obrador, desde un pulmón hasta un dedo. O, por lo visto, algo tan nimio como un diente.

—¿Y para qué necesita una pistola un obrador de la muerte? —le pregunto.

—Esa pipa tiene valor sentimental. Era de mi abuela. —Gage carraspea—. Mira, sé que no vas a matarme. Si fueras a disparar, lo habrías hecho ya. ¿Qué tal si…?

—¿Seguro que quieres ponerme a prueba? —le digo—. ¿Seguro?

Eso parece ponerlo nervioso. Se relame los dientes ruidosamente.

—Vale, yo solo sé lo que se cuenta por ahí, y no me lo ha dicho… ella. Solo me ha dicho dónde podía encontrarlo. Pero se rumorea que ese tipo (Charlie West, se llama) la cagó con un encargo. Mató a una familia durante un simple robo. Es un borracho y un cobarde…

Me suena el teléfono.

Lo saco del bolsillo con una mano y miro la pantalla. Es Barron; seguramente acaba de darse cuenta de que me he largado. En ese momento Gage se lanza hacia la verja de metal.

Me lo quedo mirando mientras escapa. Se me emborrona la vista y ya no sé a quién veo. A mi padre. A mi hermano. A mí. Gage podría ser cualquiera de nosotros, podría haber sido cualquiera de nosotros, tratando de escapar después de un encargo y llevándose un tiro en la espalda mientras saltaba una verja.

No le grito que se baje de ahí. No efectúo un disparo de advertencia ni todas esas cosas que debería hacer un aprendiz de agente federal cuando un asesino se da a la fuga. Dejo que se vaya. Pero si Gage representa el papel que debería haberme correspondido a mí, entonces no tengo ni idea de cómo ser el que se queda en el callejón. El bueno.

Limpio la pistola en mi camiseta verde, me la guardo detrás de la cintura y la cubro con la cazadora. Después salgo del callejón y telefoneo a Barron.

Cuando llega, lo acompañan varios tipos trajeados.

Mi hermano me agarra por los hombros.

—¿Qué coño estabas haciendo? —Habla en voz baja, pero parece asustado de verdad—. ¡No tenía ni idea de dónde estabas! Te he llamado al móvil y no contestabas.

Ni lo he oído sonar, salvo la última vez.

—Estaba improvisando —contesto con chulería—. Y me habrías visto si no hubieras estado tan ocupado ligando.

A juzgar por su expresión, lo único que le impide estrangularme allí mismo es la presencia de los agentes.

—Estos tipos se han presentado en el escenario del crimen justo después de la poli —me dice, mirándome significativamente. Por muy enfadado que esté Barron, comprendo lo que intenta decirme. Yo no los he llamado, me dice con su expresión. No les he contado nada de Lila. No te he traicionado. No te he traicionado todavía.

Los agentes me toman declaración. Les digo que perseguí al asesino, pero que me llevaba ventaja, saltó la verja y le perdí la pista. No he podido verlo bien. Llevaba la capucha puesta. No, no dijo nada. No, no iba armado, salvo si contamos su mano desnuda. Sí, he hecho mal en perseguirlo. Sí, conozco a la agente Yulikova. Sí, ella responde por mí.

Y así es. Los agentes dejan que me vaya sin cachearme primero. La pistola sigue guardada en la cinturilla de mis vaqueros, raspándome la columna vertebral mientras Barron y yo regresamos al coche a pie.

—¿Qué ha pasado en realidad? —me pregunta Barron.

Yo sacudo la cabeza.

—Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora? —me pregunta, como retándome. Como si hubiera duda posible—. A ese tipo lo han asesinado por orden de Lila.

—Nada —respondo—. ¿Tú qué crees? Y tú tampoco vas a hacer nada.

Mi abuelo me lo advirtió una vez. Las chicas como Lila crecen y se convierten en mujeres con agujeros de bala en vez de ojos y una boca hecha de cuchillos. Nunca descansan. Siempre tienen hambre. Son mala gente. Te engullen como si fueras un chupito de whisky. Enamorarse de ellas es como caer rodando por una escalera.

Pero, a pesar de todas esas advertencias, lo que no me dijo nadie es que, después de haberte caído por esa escalera, cuando ya sabes lo doloroso que es, harías cola para repetir.